—¿Y qué hace un marino sin barco en Barcelona?
Estaba sentada en un taburete alto, el bolso sobre las rodillas, la espalda contra la barra de madera que corría a lo largo de la pared, bajo las fotografías enmarcadas y los recuerdos del bar. Llevaba dos pequeñas bolitas de oro como pendientes y ni un solo anillo en las manos. Apenas usaba maquillaje. Por el cuello entreabierto de la camisa, blanca y con el botón superior desabrochado sobre centenares de pecas, Coy veía relucir una cadena de plata.
—Esperar —dijo. Luego bebió un sorbo de ginebra azul, y mientras lo hacía vio que ella observaba su vieja chaqueta, y que tal vez se detenía en las franjas más oscuras de los galones ausentes en las bocamangas—. Esperar tiempos mejores.
—Un marino debe navegar.
—No todos opinan lo mismo.
—¿Hiciste algo mal?
Asintió con media sonrisa triste. Ella abrió el bolso y extrajo de él una cajetilla de tabaco inglés. Sus uñas no eran bonitas: cortas y anchas, de bordes irregulares. En otro tiempo se las había mordido, sin duda. Tal vez aún lo hacía. En el paquete quedaba un cigarrillo, y lo encendió con una carterita de fósforos que llevaba impresa la publicidad de una naviera belga que él conocía, la Zeeland Ship. Observó que lo hacía protegiendo la llama en el cuenco de las manos, con gesto casi masculino. Su línea de la vida era muy larga, como si hubiera vivido muchas vidas en la tierra.
—¿Fue culpa tuya?
—Legalmente, sí. Ocurrió durante mi guardia.
—¿Abordaje?
—Toqué fondo. Había una piedra no señalada en las cartas.
Era cierto. Un marino nunca decía encallé, o varé. El verbo común era tocar: toqué fondo, toqué el muelle. Si en mitad de la niebla del Báltico uno partía a otro por la mitad y lo echaba a pique, decía: hemos tocado un barco. De cualquier modo, observó que también ella había usado el término marino de abordaje, en vez de choque, o colisión. La cajetilla de tabaco estaba sobre la barra, abierta, y Coy se quedó mirándola: la cabeza de un marinero, un salvavidas a modo de orla y dos barcos. Hacía tiempo que no veía un paquete de Players sin filtro como aquél, de los de toda la vida. No eran fáciles de encontrar, e ignoraba que todavía los fabricaran en su envoltorio de cartulina blanca, casi cuadrado. Era gracioso que ella fumara esa marca: la subasta náutica, el Urrutia, él mismo. LAC: Ley de las Asombrosas Coincidencias.
—¿Conoces la historia?
Señalaba la cajetilla. Ella la estuvo mirando y luego alzó los ojos, sorprendida.
—¿Qué historia?
—La de Héroe.
—¿Quién es Héroe?
Se lo dijo. Le habló del nombre en la cinta del gorro del marinero de barba rubia, de su juventud en el velero que aparece a un lado en la estampa, del otro buque, el vapor que fue su último barco. De cómo el señor Player e hijos compraron su retrato para ponerlo en las cajetillas. Luego se quedó callado mientras ella fumaba el —cigarrillo se había ido consumiendo entre sus dedos— y lo miraba.
—Es una buena historia —dijo la mujer al cabo de un rato.
Coy encogió los hombros.
—No es mía. Se la cuenta Dominó Vitali a James Bond en
Operación Trueno
. Navegué en un petrolero que tenía a bordo las novelas de Ian Fleming.
También recordaba que ese barco, el
Palestine
, había pasado mes y medio bloqueado en Ras Tanura en mitad de una crisis internacional, con las planchas de la cubierta ardiendo a sesenta grados bajo un sol infame y los tripulantes tumbados en los camarotes, sofocados por el calor y el tedio. El
Palestine
era un barco desgraciado, con mala suerte, de esos donde la gente se vuelve hostil y se detesta y se le cruzan los cables: el jefe de máquinas refunfuñaba delirando en un rincón —escondieron la llave del bar, y él bebía a escondidas el alcohol metílico de la enfermería mezclándolo con naranjada—, y el primer oficial no le dirigía la palabra al capitán ni aunque el barco estuviera a punto de encallar. Coy tuvo tiempo de sobra para leer esas novelas y muchas otras en su prisión flotante, aquellos días interminables en que el aire abrasador que entraba por los ojos de buey lo hacía boquear como un pez fuera del agua, y dejaba, al levantarse, la silueta de su cuerpo desnudo impresa en sudor sobre las sábanas arrugadas y sucias de la litera. Un petrolero griego había sido alcanzado a tres millas por una bomba de aviación, y durante un par de días pudo ver desde su camarote la columna de humo negro que subía recta al cielo, y de noche el resplandor que teñía de rojo el horizonte y recortaba las vulnerables siluetas oscuras de los buques fondeados. Durante ese tiempo, cada noche despertó aterrado, soñando que nadaba en un mar de llamas.
—¿Lees mucho?
—Algo —Coy se tocó la nariz—. Leo algo. Pero siempre sobre el mar.
—Hay otros libros interesantes.
—Puede. Pero a mí sólo me interesan ésos.
La mujer lo miraba, y él encogió otra vez los hombros antes de balancearse otro poco sobre los pies. Entonces cayó en la cuenta de que no habían hablado del tipo de la coleta gris, ni de lo que ella estaba haciendo allí. Ni siquiera sabía su nombre.
Tres días más tarde, tumbado boca arriba en la cama de su cuarto del hostal La Marítima, Coy miraba una mancha de humedad en el techo.
Kind of Blue
. En los auriculares de su walkman, después de
So What
, por donde el contrabajo se había estado deslizando suavemente, la trompeta de Miles Davis acababa de entrar con el histórico solo de dos notas —la segunda una octava más baja que la primera—, y Coy aguardaba, suspendido en ese espacio vacío, la descarga liberadora, el golpe único de batería, el reverbero del platillo y los redobles allanando el camino lento, inevitable, asombroso, al metal de la trompeta.
Se consideraba casi analfabeto musical, pero amaba el jazz: su insolencia y su ingenio. Se había aficionado a él en las largas guardias de puente, cuando navegaba como tercer oficial a bordo del
Fedallah
: un frutero de la Zoeline cuyo primero, un gallego llamado Neira, poseía las cinco cintas de la Smithsonian Collection de jazz clásico. Eso incluía desde Scott Joplin y Bix Beiderbecke hasta Thelonins Monk y Ornette Coleman, pasando por Armstrong, Ellington, Art Tatum, Billie Holiday, Charlie Parker y los otros: horas y horas de jazz con una taza de café en las manos, mirando el mar, acodado en el alerón, de noche, bajo las estrellas. El jefe de máquinas Gorostiola, bilbaíno, más conocido como Torpedero Tucumán, era otro apasionado de esa música; y los tres habían compartido jazz y amistad durante seis años, en una ruta cuadrangular que estuvo llevando al
Fedallah
—después pasaron los tres juntos al
Tashtego
, otro barco gemelo de la Zoeline— con carga suelta de fruta y grano entre España, el Caribe, el norte de Europa y el sur de los Estados Unidos. Y aquélla fue una época feliz en la vida de Coy.
Pese a la música de los auriculares, a través del patio que hacía de tendedero llegaba el sonido de la radio de la hija de la patrona, que solía quedarse estudiando hasta muy tarde. La hija de la patrona era una joven hosca y poco agraciada a la que él sonreía cortésmente sin obtener nunca a cambio un gesto ni una mirada. La Marítima era una antigua casa de baños —1844, aseguraba el dintel de la puerta, abierta a la calle Arc del Teatre— reconvertida en pensión barata de marinos. Estaba a caballo entre el puerto viejo y el barrio chino, y sin duda la madre de la muchacha, una bronca dama de pelo teñido en color rojizo, la había alertado desde muy jovencita sobre los peligros de su clientela habitual, gente ruda y sin escrúpulos que coleccionaba mujeres en cada puerto, bajando a tierra sedienta de alcohol, droga y chicas más o menos vírgenes.
Por la ventana podía oírse perfectamente, entre el jazz del walkman, a Noel Soto cantando
Noche de samba en Puerto España
; y Coy subió el volumen. Estaba desnudo, a excepción de un calzón corto; y sobre el estómago tenía
Capitán de mar y guerra
, de Patrick O.Brian, abierto y boca abajo. Pero su mente andaba muy lejos de las andanzas náuticas del capitán Aubrey y el doctor Maturin. La mancha del techo se parecía al trazado de una costa, con sus cabos y ensenadas, y Coy recorría con la vista una derrota imaginaria entre dos de sus extremos más avanzados en el amarillento mar del cielo raso. Naturalmente, pensaba en ella.
Llovía cuando salieron de Boadas. Una lluvia fina, apenas molesta, que barnizaba de luces relucientes el asfalto y las aceras, y punteaba el haz de los faros de los automóviles. A ella no parecía importarle que se mojara su chaqueta de ante, y habían caminado calle abajo por el paseo central, entre los kioscos de periódicos y revistas y los puestos de flores que empezaban a cerrar. Un mimo, estoico bajo el chirimiri que le hacía regueros en el polvo blanco de la cara inmóvil, tan triste que deprimía a todos los transeúntes en veinte metros a la redonda, los siguió con los ojos cuando la mujer se inclinó un momento para dejar una moneda en su chistera. Caminaba del mismo modo que antes, algo adelantada y mirando el suelo a su izquierda, como si dejase a Coy la elección de ocupar ese espacio o de retirarse discretamente. Él contemplaba a hurtadillas su perfil duro entre el cabello lacio que oscilaba al caminar; los ojos pavonados que de vez en cuando se volvían a él como anticipo de una mirada reflexiva o una sonrisa.
En Schilling no había mucha gente. Volvió a pedir ginebra azul con tónica y ella se conformó con tónica sola. Eva, la camarera brasileña, sirvió las copas mirándola con descaro, y luego enarcó una ceja en atención a Coy, tamborileando sobre el mostrador con las mismas largas uñas lacadas de verde que tres madrugadas atrás había estado clavando a conciencia en su espalda desnuda. Pero Coy se pasó la mano por el pelo mojado y mantuvo su sonrisa inalterable, muy dulce y tranquila, hasta que la camarera murmuró bastardo y sonrió a su vez, e incluso se negó a cobrarle a él su copa. Luego Coy y la mujer fueron a sentarse a una mesa, frente al gran espejo que reflejaba las botellas colocadas en la pared. Allí prosiguieron la conversación intermitente. Ella no era habladora: a esas alturas sólo había contado que trabajaba en un museo, y cinco minutos más tarde él pudo averiguar que se trataba del Museo Naval de Madrid. Dedujo que había hecho estudios de Historia y que alguien, su padre tal vez, fue militar de carrera. Ignoraba si eso tenía que ver con su aspecto de chica bien educada. También entrevió una firmeza contenida, una seguridad interior, discreta, que lo intimidaba.
Coy no sacó a relucir al tipo de la coleta gris hasta más tarde, cuando paseaban bajo las arcadas de la plaza Real. Ella había confirmado que el Urrutia era una pieza valiosa, aunque no única; mas no quedó claro si la adquisición era para el museo o para ella. Es un atlas marítimo importante, comentó evasiva cuando él aludió a la escena de la calle Consell de Cent; y siempre hay alguien interesado en ese tipo de cosas. Coleccionistas, añadió al cabo de un instante. Gente así. Luego inclinó un poco la cabeza y preguntó por la vida que él hacía en Barcelona, de un modo que era evidente su deseo de cambiar de conversación. Coy habló de La Marítima, de sus paseos por el puerto, de las mañanas de sol en la terraza del Universal, frente a la comandancia de Marina, donde podía estar tres o cuatro horas sentado con un libro y su walkman por el precio de una cerveza. También habló del tiempo que le quedaba por delante, de la impotencia de hallarse en tierra sin trabajo y sin dinero. En ese momento creyó ver, al extremo de las arcadas, asomar al individuo bajito de bigote, pelo engominado y chaqueta a cuadros que había estado por la tarde en la casa de subastas. Lo observó un momento para asegurarse, y se volvió hacia ella a fin de comprobar si también había advertido esa presencia; pero sus ojos eran inexpresivos, como si nada vieran de particular. Cuando Coy se volvió a mirar de nuevo, el hombrecillo de la chaqueta a cuadros seguía allí, paseando con las manos a la espalda, el aire casual.
Estaban ante la puerta del Club de la Pipa, y él hizo un cálculo rápido de lo que le quedaba en la cartera, concluyendo que podía permitirse invitarla a otra copa y que, en el peor de los casos, Roger, el encargado, le fiaría. Ella se mostró sorprendida por el insólito lugar, el timbre de la puerta, la vieja escalera y el local en el segundo piso, con su curiosa barra, el sofá y los grabados de Sherlock Holmes colgados en la pared. No había música de jazz esa noche, y permanecieron de pie junto al mostrador desierto mientras Roger llenaba un crucigrama al otro extremo. Ella quiso probar la ginebra azul y dijo que le gustaba su aroma, y luego se declaró encantada con el sitio, añadiendo que nunca había imaginado que hubiera en Barcelona un lugar como aquél. Coy dijo que estaban a punto de cerrarlo, porque los vecinos se quejaban del ruido y la música; pisaban un barco camino del desguace. A ella le había quedado una gotita de ginebra con tónica en la comisura de la boca, y él pensó que afortunadamente sólo llevaba tres copas en el estómago, pues con un par más habría alargado una mano para enjugar aquella gota con los dedos; y ella no parecía de las que se dejan enjugar nada por un marino al que acaban de conocer, y al que miran con una mezcla de reserva, cortesía y agradecimiento. Entonces él preguntó por fin su nombre y ella sonrió de nuevo —esta vez al cabo de unos instantes, como si hubiera tenido que irse lejos para hacerlo— y luego sus ojos se clavaron en los de Coy; o sea, se clavaron literalmente durante un largo e intenso segundo, y dijo su nombre. Y él consideró que era un nombre singular como su misma apariencia, un nombre que sin embargo le sentaba bien, y que pronunció una sola vez en voz alta, despacio, cuando de los labios de ella no se había esfumado del todo la sonrisa distante. Después
Coy le pidió un cigarrillo a Roger para ofrecérselo, pero ella no quiso fumar más. Y cuando la vio llevarse el vaso a la boca y entrevió sus dientes blancos tras el vidrio, con el hielo rozándolos en un tintineo húmedo, bajó la vista hacia la cadena de plata que relucía un poco en el cuello abierto de su camisa, sobre la piel que con esa luz parecía más cálida que nunca, y se preguntó si algún hombre habría contado todas aquellas pecas hasta el Finisterre alguna vez. Si las habría contado sin prisa, una a una, rumbo al sur, del mismo modo que a él le apetecía hacerlo. Fue entonces cuando al levantar los ojos comprobó que ella había interpretado su mirada, y sintió un latido de menos en el corazón cuando la oyó decir que era hora de marcharse.