—Eso nos da —explicó Tánger 5º 50’ de situación de Palos respecto al meridiano de Cádiz, en las cartas modernas. Pero en la carta de Urrutia, la situación es de 5º 34’, ¿ves?… Tenemos, entonces, un margen de error de dos minutos de latitud y dieciséis de longitud. Mira. He usado las tablas correctoras que figuran en las
Aplicaciones de Cartografía Histórica
de Néstor Perona… Utilizándolas a lo largo de la costa, de Cádiz al cabo de Palos, permiten situar cada posición del Urrutia respecto a Cádiz en posiciones actuales respecto a Greenwich.
La luz del crepúsculo se había retirado ya a las paredes y el techo de la habitación, llenando la mesa de ángulos de sombras, y ella se interrumpió para encender una lámpara que reflejó su luz en el blanco de la carta. Después cruzó los brazos y se quedó mirando el trazado.
—Aplicando las correcciones, la posición al este del meridiano de Cádiz que el pilotín atribuyó al
Dei Gloria
estaría en las cartas modernas en 1º 21’ al oeste de Greenwich. Por supuesto no es del todo exacta, y tendríamos en ese lugar unos márgenes de error razonables: un rectángulo de una milla de alto por dos de ancho. Es nuestra área de búsqueda.
—¿No es demasiado pequeña?
—Tú lo dijiste el otro día: sin duda se situaron por demoras a tierra. Con su misma carta y una brújula, eso nos permite afinar.
—No es tan fácil. Su aguja magistral podía tener errores, ignoramos si en esa época era mucha la declinación magnética, pudo haber una lectura precipitada… Muchas cosas pueden estropear tus cálculos. Nada garantiza que vayan a coincidir con los suyos.
—Habrá que intentarlo, ¿no?… De eso se trata.
Coy estudió el lugar de la carta, procurando traducir aquello en agua de mar. Suponía una zona de búsqueda de seis a diez kilómetros cuadrados; una tarea difícil, en caso de que las aguas estuviesen turbias o el tiempo hubiera depositado demasiado fango y arena sobre los restos del
Dei Gloria
. Rastrear la zona podía llevarles un mes como mínimo. Usó el compás de puntas para calcular la longitud este respecto a Cádiz sobre el Urrutia, la pasó luego a la carta moderna 463A para transformarla en longitud oeste de Greenwich, y luego volvió a llevar la estimación sobre el Urrutia. Consultó las tablas de corrección hechas por Tánger. Todo seguía dentro de márgenes aceptables.
—Tal vez pueda hacerse —dijo.
Tánger no había perdido detalle de sus movimientos. Cogió un lápiz para trazar un rectángulo sobre la 463A.
—La idea es que el
Dei Gloria
está en algún lugar de esta franja. En una profundidad que va de los veinte a los cincuenta metros.
—¿Qué fondo hay?… Supongo que habrás mirado eso.
Ella sonrió antes de desplegar una carta de punto mayor, la 4631, correspondiente al golfo de Mazarrón desde Punta Calnegre a Punta Negra. Coy observó que se trataba de una edición reciente, con correcciones por avisos a los navegantes de aquel mismo año. La escala era muy grande y detallada, y cada sonda venía acompañada de su correspondiente naturaleza del fondo. Era lo más preciso que podía encontrarse de la zona.
—Fango arenoso y algo de piedra. Según las referencias, bastante limpio.
Coy llevó el compás de puntas a la escala lateral, calculando de nuevo el área. Una milla por dos, frente a Punta Negra y la Cueva de los Lobos. Considerando que en ese lugar un minuto de longitud equivalía a 0,8 millas, el sector quedaba definido entre 1º 19,5’ oeste y 1º 21,5’ oeste, y entre 37º 31,5’ norte y 37º 32,5’ norte. Observaba con placer la familiar costa color ocre, las franjas azules aclarándose en los veriles a medida que se escalonaban alejándose de la costa. Comparó aquellos dibujos con sus propios recuerdos, situando mentalmente referencias de montañas tierra adentro, en las curvas de nivel topográfico que se espesaban en el cabezo de las Víboras, en el cabezo de los Pájaros y en Morro Blanco.
—Todo esto es muy relativo —dijo al cabo de un momento—. No estaremos seguros de nada hasta vernos en el mar, situándonos con las cartas y las demoras que tomemos a tierra… Es inútil definir desde aquí el área de búsqueda. Hasta ahora no tenemos más que un rectángulo imaginario dibujado sobre un papel.
—¿Cuánto tardaríamos en rastrear eso?
—¿Nosotros?
—Claro —ella hizo la pausa justa—. Tú y yo.
Otra vez aquel tú y yo. Coy sonrió apenas. Movía la cabeza.
—Necesitaremos a alguien más —dijo—. Necesitamos al Piloto.
—¿Tu amigo?
—Ése. Y ha escurrido más agua de sus camisetas que la que yo navegué en toda mi vida.
Pidió que le hablara de él, y Coy lo hizo muy por encima, aún con aquel apunte de sonrisa al recordar. Habló brevemente de su juventud, del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, del primer cigarrillo y del marino tostado y flaco de pelo prematuramente gris, las inmersiones en busca de ánforas, las salidas de pesca entre dos luces, o el acecho al atardecer de los calamares que iban a dormir a tierra en la Punta de la Podadera. Y el Piloto, su bota de vino, su tabaco negro y su barco balanceándose en la marejada. O quizá no habló tanto como creyó hacerlo, y se limitó a referir, breve, algunos episodios inconexos, y fueron sus recuerdos los que hicieron el resto, agolpándosele en el esbozo de sonrisa. Y Tánger, que lo miraba atenta sin perder gesto ni palabra, comprendió lo que aquel nombre significaba para Coy.
—Dijiste que tiene un barco.
—El
Carpanta
: un velero de catorce metros, con bañera central, cubierta a popa, motor de sesenta caballos y compresor para botellas de aire.
—¿Lo alquilaría?
—Lo hace de vez en cuando. Tiene que vivir.
—Me refiero a nosotros. A ti y a mí.
—Claro. Hasta hundiría el barco si yo se lo pidiera —lo pensó un poco—. Bueno, hundirlo tal vez no. Pero sí cualquier otra cosa.
—Ojalá no pida mucho —parecía inquieta—. En esta primera fase, los recursos son escasos. Se trata de mis ahorros.
—Lo arreglaremos —la tranquilizó Coy—. De cualquier modo, si el barco se encuentra en la profundidad que tú dices, el equipo de búsqueda será mínimo… Puede bastar con una buena sonda de pesca y un acuaplano remolcado: se hace con una tabla de madera y cincuenta metros de cabo.
—Perfecto.
No preguntó si su amigo era de fiar. Se limitaba a mirarlo como si su palabra fuese una garantía.
—Además —dijo Coy— el Piloto fue buzo profesional. Si le garantizas un sueldo adecuado para cubrir los gastos, y una parte razonable si hay beneficios, podemos contar con él.
—Por supuesto que lo garantizo. En cuanto a ti…
La miró a los ojos, esperando que prosiguiera, pero ella enmudeció sosteniendo su mirada. También hay una chispa de sonrisa allá adentro, se dijo él. También ella sonríe, quizás porque ahora tiene dos marineros y un barco y un rectángulo de una milla por dos trazado a lápiz en una carta náutica. O quizás…
—De lo mío ya hablaremos —dijo Coy—. De momento corres con mis gastos, ¿no es cierto?
Seguía inmóvil, mirándolo con la misma expresión y aquella lucecita que parecía bailar al fondo de sus iris azul marino. Sólo es un efecto de luz, pensó él. Tal vez el atardecer, o el reflejo de la lámpara encendida.
—Claro —dijo ella.
Decidió quedarse a dormir, y lo hizo sin que ninguno de los dos pronunciara demasiadas palabras al respecto. Trabajaron hasta muy tarde, y al fin ella estiró los codos hacia atrás e hizo girar el cuello como si le dolieran las cervicales y le sonrió un poco a Coy, fatigada y distante, cual si todo cuanto tenían bajo el cono de luz de la lámpara sobre la mesa, las cartas de navegación, las notas, los cálculos, dejara de interesarle. Entonces dijo estoy cansada y no puedo más, y se levantó mirando alrededor con extrañeza, como si hubiera olvidado dónde se hallaba; y sus ojos quedaron inmóviles y se oscurecieron de pronto al detenerse en el lugar donde había estado el cadáver de
Zas
. Pareció recordar entonces; y de improviso, del mismo modo que quien entreabre una puerta por descuido, Coy la vio tambalearse apenas unos milímetros, y pudo captar el estremecimiento que recorrió su piel como si una corriente fría acabara de entrar por la ventana: la mano apoyada en un ángulo de la mesa, la mirada desvalida que vagó por la habitación, buscando en qué cobijarse hasta que se recompuso justo antes de llegar a Coy. Para entonces parecía de nuevo dueña de sí; pero él ya había abierto la boca para sugerir puedo quedarme si quieres, o tal vez sea mejor no dejarte sola esta noche, o algo parecido. Se quedó así, con la boca abierta, porque en ese momento ella encogió los hombros casi interrogante, mirándolo. Entonces estuvo callado un poco más, y ella repitió el gesto, deliberada forma de encoger los hombros que parecía reservar para las preguntas cuya respuesta le era indiferente. Luego él dijo tal vez deba quedarme, y ella respondió sí, claro, en voz baja y con la frialdad de siempre, y movió afirmativamente la cabeza como si considerase adecuada la sugerencia, antes de irse por la puerta del dormitorio para traer un saco militar: un auténtico saco de dormir del ejército, de color verde, que extendió en el sofá, colocando debajo un cojín a modo de almohada. Después, en pocas palabras, explicó dónde estaba la puerta del cuarto de baño y dónde una toalla limpia antes de retirarse y cerrar la puerta.
Abajo, lejos, entre la oscuridad que se extendía al otro lado de la estación, las luces prolongadas de los trenes se movían engañosamente despacio. Coy fue hasta la ventana y estuvo allí quieto, mirando el resplandor amortiguado de los barrios más alejados, las luces de la calle a sus pies, los faros de los escasos coches que transitaban por la avenida desierta. El cartel de la gasolinera estaba encendido; pero no vio a nadie, aparte del empleado que salía de su garita para atender a un automovilista. Ni el enano melancólico ni el cazador de naufragios estaban a la vista.
Ella había dejado música en la minicadena. Era una melodía lentísima y triste que Coy no había oído nunca. Fue hasta allí y miró el estuche del disco:
Après la pluie
. No conocía de nada a aquel E. Satie —quizás era amigo de Justine—, pero el título le pareció apropiado. La música hacía pensar en la cubierta húmeda de un barco inmóvil en un mar gris y en calma, todavía visibles en el agua los círculos concéntricos de las últimas gotas de lluvia, pequeñas ondulaciones parecidas a roce de medusas a flor de superficie o diminutas ondas de un radar, y en alguien que miraba todo eso con las manos apoyadas en una regala mojada, mientras nubes sombrías se alejaban, negras y bajas, en la línea del horizonte.
Sentía nostalgia cuando alzó la vista buscando inútilmente una estrella. El resplandor de la ciudad velaba el cielo. Hizo visera hacia abajo, con una mano, y cuando sus ojos se acostumbraron pudo ver un par de ellas, débiles puntitos luminosos en la distancia. Sobre las ciudades, cuando era posible distinguir alguna, las estrellas parecían siempre amortiguadas, distintas, desprovistas de brillo y de significado. Sobre el mar, sin embargo, eran referencias útiles, caminos y compañía. Coy había pasado largas horas de guardia en alta mar acodado en un alerón, viendo desaparecer en primavera Sirio y las siete Pléyades por el cielo vespertino occidental y luego asomar en verano al otro lado de la noche, en el cielo matutino de levante. Incluso les debía la vida a las estrellas; y durante una breve e intensa etapa de su juventud, hasta le ayudaron a eludir la cárcel de Haifa. Porque cierta lúgubre madrugada de agosto, hallándose a punto de entrar en aguas libanesas a bordo del
Otago
, un pequeño carguero que navegaba sin luces de Lárnaca a Sidón para burlar el bloqueo israelí, y antes de que despuntara la farola de Ziri —un destello cada tres segundos, visible a seis millas— Coy había avistado, mientras aguardaba la aparición de Cástor y Póllux en el horizonte oriental, la silueta negra de una patrullera acechando al amparo de la línea oscura, ante la costa hacia la que se dirigían. El barco, 3.000 toneladas matriculadas en Monrovia con armador español, capitán noruego y tripulación griega y española, que oficialmente hacía de salinero entre Torrevieja, Trieste y El Pireo, había estado un rato inmóvil hasta que el capitán Raufoss, con los prismáticos nocturnos en la cara y blasfemando en vikingo entre dientes, confirmó lo de la patrullera. Después viró despacio, todo a estribor y avante poca y ni un cigarrillo encendido a bordo, para alejarse discretamente en la oscuridad, eco anónimo en el radar israelí con rumbo de vuelta al cabo Greco. Y la agudeza visual de Coy, entonces joven segundo piloto con la tinta del título fresca, se había visto recompensada por Raufoss con una botella de malta Balvenie y una palmada en la espalda de la que se estuvo resintiendo una semana. Sigur Raufoss había sido su primer capitán como oficial: ancho, sanguíneo, pelirrojo, excelente marino. Como la mayor parte de los de su nacionalidad, carecía de la arrogancia de los capitanes ingleses y los superaba en competencia profesional. No se fiaba de los prácticos sin canas en el pelo, era capaz de meter su barco por el ojo de una aguja, y nunca estaba sobrio amarrado ni ebrio navegando. Coy hizo con él trescientos siete días de mar en el Mediterráneo, y después cambió de barco justo a tiempo, dos viajes antes de que al capitán Raufoss se le acabara la suerte. Llevando chatarra suelta de Valencia a Marsella, al
Otago
se le había corrido la carga en medio de un mistral de invierno, fuerza 10 en el golfo de León. Dio la vuelta yéndose al fondo con quince hombres dentro, sin dejar otro rastro que un mensaje de emergencia captado por la radio costera de Mont Saint—Loup a través del canal 16 VHF:
Otago
en 42º 25’ N y 3º 53,5’ E. Atravesados a la mar con fuerte escora. Mayday, mayday. Después, ni un resto flotante, ni un salvavidas, ni una baliza. Nada. Sólo el silencio, y el mar impasible que esconde sus secretos desde hace siglos.
Miró el reloj: todavía no era medianoche. La puerta de la habitación de Tánger estaba cerrada, y la música había terminado. Coy sintió el silencio que venía después de la lluvia. Dio unos pasos sin rumbo definido por la habitación, observando los tintines en su estantería, los libros alineados, la postal de Amberes, la copa de plata, la fotografía enmarcada. Ya dijimos en otro lugar que no era un tipo brillante, y que lo sabía; con la conciencia añadida de su estado de ánimo respecto a Tánger Soto. Sin embargo, conservaba un singular sentido del humor; aquella facilidad natural para burlarse de sí mismo, o de sus torpezas: un fatalismo mediterráneo que le permitía sacar astillas para calentarse de cualquier madero. Esa conciencia, o certeza, puede que lo hiciera menos circunstancialmente estúpido de lo que cualquier otro hombre habría sido en idéntica situación. Y además, la costumbre de observar el cielo, y el mar, y la pantalla de radar en busca de señales que interpretar, había acentuado en él cierto tipo de instintos, o intuiciones tácticas. En ese contexto, los indicios a la vista en aquella casa le parecían llenos de significados. Eran, decidió, hitos reveladores de una biografía en apariencia rectilínea, sólida, desprovista de grietas. Y sin embargo, algunos de aquellos objetos, o el ángulo frágil de su propietaria que mostraban como la parte visible de un iceberg, también podían inspirar ternura. Pero a diferencia de las actitudes, y las palabras, y las maniobras que ella esgrimiese para el logro de sus fines, en las pequeñas pistas diseminadas por la casa, en su equívoca irrelevancia, en todas las circunstancias que implicaban a Coy como testigo, actor y víctima, era evidente la ausencia de cálculo. Aquellos indicios no estaban puestos a la vista de modo deliberado. Eran parte de una existencia real, y tenían mucho que ver con un pasado, unos recuerdos no explícitos pero que sin duda sostenían el resto, el tinglado y la apariencia: la niña, el soldado, los sueños y la memoria. En el marco, la muchacha rubia sonreía bajo el brazo protector del hombre bronceado de la camisa blanca; y la sonrisa tenía un parentesco obvio con otras que Coy conocía en ella, incluso las peligrosas; pero también registraba una marcada frescura que la hacía distinta. Algo luminoso, radiante, de vida llena de posibilidades no desveladas, de caminos por recorrer, de felicidad posible y tal vez probable. Era como si en aquella foto ella sonriese por primera vez, del mismo modo que el primer hombre despertó el primer día y vio a su alrededor el mundo recién creado, cuando todo estaba por vivir partiendo de un único meridiano cero, y no existían los teléfonos móviles, ni las mareas negras, ni el virus del sida, ni los turistas japoneses, ni los policías.