—Ella necesita… —calló de pronto, sintiéndose ridículo—. Bueno. Puede que ayuda no sea la palabra.
El Piloto aspiró una larga chupada de su cigarrillo.
—A lo mejor eres tú quien la necesita a ella.
En la bitácora, la aguja del compás señalaba 70º. El Piloto pulsó la tecla correspondiente en el repetidor del gobierno automático, transfiriéndole el rumbo.
—Conocí mujeres así —añadió—… Hum. Algunas conocí.
—Una mujer así… ¿Cómo es así?… No sabes nada de ella, Piloto. Yo mismo hay muchas cosas que no sé.
El otro no contestó. Había soltado la rueda del timón y comprobaba el comportamiento del gobierno automático. Bajo sus pies sentían el rumor del sistema de dirección corrigiendo el rumbo grado a grado en la marejadilla.
—Es mala, Piloto. Mala de cojones.
El patrón del
Carpanta
encogió los hombros, sentándose en el banco de teca para fumar protegido de la brisa que seguía refrescando en la proa. Se volvía hacia la figura inmóvil a popa.
—Lo mismo tiene frío, con sólo ese jersey.
—Ya se abrigará.
El Piloto estuvo un rato fumando en silencio. Coy seguía de pie recostado en la bitácora, un poco abiertas las piernas y las manos en los bolsillos. El relente de la noche empezaba a mojar la cubierta, filtrándose por las costuras descosidas en la espalda de su chaqueta, a la que había subido el cuello y las solapas. Pese a todo disfrutaba del balanceo familiar de la embarcación, y sólo lamentaba que el viento soplase a fil de roda, impidiéndoles largar las velas. Eso atenuaría el vaivén, eliminando el molesto ronroneo del motor.
—No hay mujeres malas —dijo de pronto el Piloto—. Igual que no hay barcos malos… Son los hombres a bordo quienes los hacen de una manera o de otra.
Coy no dijo nada, y el Piloto estuvo callado otro rato. Una luz verde se deslizaba con rapidez entre ellos y tierra, acercándose por la aleta de babor. Cuando estuvo en el contraluz del faro, Coy reconoció la silueta larga y baja de una turbo lancha Hache Jota de vigilancia aduanera española. Base en Algeciras, patrulla rutinaria a la caza de hachís de Marruecos y contrabandistas del Peñón.
—¿Qué buscas de ella?
—Quiero contarle las pecas, Piloto. ¿Te has fijado?… Tiene miles, y quiero contárselas todas, una a una, recorriéndola con el dedo como si se tratara de una carta náutica. Quiero trazar rumbos de cabo a cabo, fondear en las ensenadas, barajarle la piel… ¿Comprendes?
—Comprendo. Quieres tirártela.
De la lancha aduanera brotó un haz de luz que buscó el nombre del
Carpanta
, su folio y matrícula escritos en los costados. Desde la popa, Tánger preguntó qué era aquello, y Coy se lo dijo.
—Puñeteros —murmuró el Piloto haciendo visera con la mano, deslumbrado.
Nunca hablaba mal, y Coy rara vez le había oído una mala palabra. Tenía la vieja educación de la gente humilde y honrada; pero no soportaba a los aduaneros. Había jugado demasiado con ellos al gato y al ratón, ya desde los tiempos lejanos en que remaba con su pequeño botecillo de vela latina, el
Santa Lucía
, para redondear el jornal recogiendo cajas de tabaco rubio que le arrojaban mercantes de paso a los que hacía señales con una linterna, oculto por fuera dela isla de Escombreras. Una parte para él, otra para los guardias civiles del muelle, la principal para quienes lo empleaban y jamás corrían riesgos. Al Piloto el tabaco podía haberlo hecho rico de trabajar por cuenta propia; pero siempre le bastó con que su mujer estrenase vestido el domingo de Ramos, o sacarla de la cocina para invitarla a una parrillada de pescado en los merenderos del puerto. Y a veces, cuando los amigos apretaban mucho y había demasiada sangre latiendo y demasiados diablos por echar afuera, el fruto de una noche entera de riesgo y trabajo, bregando en un mar infame, había llegado a quemarse en pocas horas, música, copas, caderas mercenarias y complacientes, en los bares de mala fama del Molinete.
—No es eso, Piloto —Coy seguía mirando a Tánger en la popa, iluminada ahora por el foco de los aduaneros—. Por lo menos, no es sólo eso.
—Claro que lo es. Y hasta que no te la tires no tendrás la toldilla clara… Suponiendo que alguna vez lo consigas.
—Ésta tiene un par de huevos. Te lo juro.
—Todas los tienen. Fíjate en mi. Cuando me duele algo, es mi mujer quien me lleva a la consulta del médico: «Siéntate aquí, Pedro, que ahora viene el doctor»… Ya la conoces. Sin embargo, ella puede reventar y se calla. Hay mujeres que si fueran terneras parirían toros bravos.
—No es sólo eso. Vi una vieja foto, ¿sabes?… Y una copa de plata abollada. También un perro me lamía la mano y ahora está muerto.
El Piloto se quitó el cigarrillo de la boca y chasqueó la lengua.
—Aquí sobra todo lo que no pueda apuntarse en un cuaderno de bitácora —dijo—… El resto hay que dejarlo en tierra. De lo contrario, se pierden los barcos y los hombres.
La lancha aduanera, terminada la inspección, cambiaba el rumbo. La luz verde de su costado se volvió blanca a popa, y luego roja cuando viró hasta mostrar la banda de babor, antes de apagarlas para proseguir la caza nocturna con más discreción. Instantes después no era más que una sombra que se movía rápidamente hacia el oeste, en dirección a Punta Carnero.
El barco dio un bandazo, y Tánger apareció en la bañera. Se movía con torpeza de parvulita en el balanceo de la marejada, procurando agarrarse con prudencia para mantener el equilibrio antes de dar cada paso. Al cruzar junto a ellos apoyó una mano en el hombro de Coy, y éste se preguntó si estaría mareándose. Por alguna perversa razón, la idea lo divirtió horrores.
—Tengo frío —dijo ella.
—Abajo hay un chaquetón —ofreció el Piloto—. Puede ponérselo.
—Gracias.
La vieron desaparecer por el tambucho. El Piloto siguió fumando un rato en silencio. Miraba a Coy sin decir palabra, y al cabo habló como si reanudase una conversación interrumpida:
—Siempre leíste demasiados libros… Eso no pueda traer nada bueno.
Se pone la vida a tres o cuatro dedos de la muerte, que es el grueso de la tabla del navío.
García de Palacios.
Instrucción náutica
El viento de levante roló a tierra antes del amanecer, aunque volvió a soplar de proa en cuanto el sol se levantó un poco en el horizonte. No era muy fuerte, apenas diez o doce nudos, pero bastó para convertir la marejada en la ola corta, picada y molesta del Mediterráneo. De ese modo, cabeceando impulsado por el motor entre pequeños rociones que a veces dejaban rastros de sal en el quita vientos de la bañera, el
Carpanta
pasó al sur de Málaga, ganó el paralelo 36º 30’, y allí puso rumbo directo al este.
Al principio Tánger no mostró señales de mareo. Coy la había estado observando en la oscuridad, sentada e inmóvil en una de las sillas de madera que el barco tenía sujetas al balcón de la cubierta de popa, enfundada en el chaquetón marino del Piloto cuyas solapas levantadas le cubrían medio rostro. Poco después de medianoche, cuando arreciaba la marejada, fue a llevarle un chaleco salvavidas auto inflable y un arnés de seguridad, cuyo mosquetón él mismo enganchó al baquestay. Le preguntó cómo se encontraba, ella respondió que perfectamente, gracias, y él sonrió para sus adentros recordando la caja de Biodramina que un rato antes, al bajar en busca de los chalecos y los arneses, había visto abierta sobre la litera que el Piloto le había asignado en los camarotes de popa. De cualquier modo, estar sentada allí con la brisa nocturna en la cara la haría sentirse menos incómoda. Aun así, le dijo, aunque te encuentres perfectamente, yo de ti me sentaría en la otra banda, en la aleta de babor, lejos de la salida de gases del motor que tienes debajo. TÁNGER repuso que estaba bien allí. Él se encogió de hombros, regresando a la bañera, y ella aguantó diez minutos antes de cambiar de sitio.
A las cuatro de la madrugada el Piloto se había hecho cargo de la guardia, y Coy bajó a descansar. Se tumbó en su estrecho camarote de popa, que tenía apenas el espacio para una litera y una taquilla. Lo hizo vestido, sobre un saco de dormir, y minutos después dormía mecido por el balanceo: un sopor profundo, desprovisto de sueños, donde vagaban sombras difusas parecidas a barcos, sumidas en una fantasmal penumbra verde. Al fin lo despertó un rayo de sol que entraba por el portillo, subiendo y bajando con el vaivén de la marejada. Se quedó sentado en la litera, frotándose el cuello y el ojo dolorido, con el roce de la barba en la palma de la mano. Más vale que te afeites de una vez, se dijo. Así que pasó por el estrecho pasillo en dirección al cuarto de baño, y de camino miró dentro del otro camarote de popa, que tenía la puerta y el portillo abiertos para que corriese el aire. Tánger estaba dormida boca abajo en la litera, todavía con el chaleco salvavidas y el arnés puestos. No se le veía el rostro porque el pelo rubio estaba revuelto por encima. Los pies calzados con zapatillas de tenis sobresalían de la litera. Apoyado en el marco de la puerta, Coy estuvo escuchando su respiración, que a veces interrumpía un sobresalto o un leve gemido. Luego fue a afeitarse. El ojo hinchado no estaba mal, y la mandíbula sólo dolía mucho al bostezar. Pese a todo, meditó consolándose, había salido bien librado de la entrevista en Old Willis. Animado por la idea, conectó la bomba de agua para lavarse un poco, calentó café en el microondas, y procurando que no se derramara con el balanceo, bebió una taza y le subió otra al Piloto. Al asomar la cabeza por el tambucho lo encontró sentado en la bañera, con un gorro de lana en la cabeza y pelos grises de barba en la cara cobriza. La costa andaluza se adivinaba en la calima, dos millas por el través de babor.
—Apenas te fuiste a dormir, ella vomitó por la borda – informó el Piloto, cogiendo la taza caliente—. Lo echó todo. Hasta la última papilla.
La perra orgullosa, pensó Coy. Lamentaba haberse perdido el espectáculo: la reina de los mares y los naufragios, con todo su golpe de superioridad manifiesta, agarrada al guardamancebos y echando la pota. Maravilloso.
—No me lo puedo creer.
Era evidente que sí se lo creía. El Piloto lo observaba, pensativo.
—Parecía que sólo esperaba a que te quitaras de en medio…
—De eso no te quepa duda.
—Pero no se quejó ni una vez. Cuando fui a preguntarle si necesitaba algo, me mandó al diablo. Luego, más tranquila, bajó a acostarse como una sonámbula.
El Piloto bebió algunos tragos de café y chasqueó la lengua, como cada vez que llegaba a una conclusión.
—No sé por qué sonríes —dijo—. Esa chica tiene casta.
—Demasiada, Piloto —Coy dejó escapar entre dientes una carcajada agria—. Demasiada casta.
—Hasta la vi levantarse tanteando en busca de sotavento antes de largarlo todo… No se precipitó, sino que fue allí despacio, sin perder las maneras. Y luego, al pasar por mi lado, miré su cara ala luz de la camareta: estaba blanca, pero tuvo voz para darme las buenas noches.
Dicho aquello, el Piloto se quedó un rato callado. Parecía reflexionar.
—¿Estás seguro de que sabe lo que hace?
Le ofrecía a Coy la taza, mediada. Éste bebió un corto sorbo antes de devolvérsela.
—Yo sólo estoy seguro de ti.
El otro se rascó bajo el gorro, y al rato asintió. No parecía muy convencido. Entornaba los ojos para contemplar la difusa línea de tierra, una mancha alargada y parda que era difícil precisar al norte, entre la bruma.
Se cruzaron con pocos barcos de vela. La temporada turística en la Costa del Sol no había empezado, y las únicas embarcaciones deportivas avistadas fueron un francés de un solo palo, y más tarde un queche holandés, que navegaban a un largo hacia el Estrecho. Por la tarde, y a la altura de Motril, una goleta de casco negro pasó de vuelta encontrada, a medio cable, con la bandera inglesa en el pico de la cangreja del palo mayor. El resto fueron pesqueros faenando, a los que el
Carpanta
tuvo que maniobrar con frecuencia. El reglamento de abordajes ordenaba a todo barco mantenerse lejos de un pesquero con las artes caladas, así que durante sus turnos de guardia —el Piloto y él se relevaban cada cuatro horas Coy tuvo que desconectar el gobierno automático y empuñar el timón para eludir palangreros y arrastreros. Lo hizo muy a desgana, pues no simpatizaba con los pescadores; les debía horas de incertidumbre en el puente de los mercantes en que había navegado, cuando de noche sus luces punteaban el horizonte, saturando las pantallas de radar y los parajes perturbados por la lluvia o la niebla. Además los encontraba hoscos y egoístas, dispuestos a arrasar sin remordimientos todo rincón del mar a su alcance. Malhumorados por una existencia de peligros y sacrificios, vivían al día, exterminando especie tras especie sin importarles un futuro que para ellos no iba más allá del beneficio de cada jornada. Entre todos, los más despiadados eran los japoneses: con la complicidad de comerciantes españoles y ante la sospechosa pasividad de las autoridades de marina y pesca, estaban aniquilando el atún rojo en el Mediterráneo con sonares ultramodernos y avionetas. De cualquier modo, los pescadores no eran los únicos culpables. En aquellas mismas aguas, Coy había visto rorcuales asfixiados por tragarse sacos de plástico a la deriva, y manadas enteras de delfines enloquecidos por la contaminación suicidándose en las playas, entre chicos y voluntarios que lloraban impotentes, empujándolos a un mar donde se negaban a volver.
Fue un largo día de maniobras entre pesqueros de comportamientos impredecibles, que lo mismo navegaban a toda máquina que viraban de pronto a babor o estribor para largar o recoger las redes. Coy gobernaba entre ellos alterando el rumbo con paciencia profesional, mientras pensaba que a bordo de un mercante, en alta mar o en países con menor vigilancia de sus aguas, los marinos actuaban con menos miramientos. Embarcaciones a vela y pesqueros faenando tenían teórica preferencia de paso; pero en la práctica más les valía mantenerse lejos de un mercante lanzado a toda máquina, con tripulación reducida por razones de ahorro del armador, bandera de conveniencia, indios o filipinos o ucranianos mandados por oficiales de fortuna, una derrota lo más recta posible para economizar tiempo y combustible, y a veces, de noche, una vigilancia mínima en el puente: máquinas desatendidas y un oficial soñoliento confiado casi por completo en los aparatos de a bordo. Y si de día era poco frecuente tocar las máquinas o el timón para alterar velocidad o rumbo, de noche un barco se convertía en amenaza letal para toda embarcación pequeña que se cruzase en su camino, tuviese prioridad reglamentaria o no. A veinte nudos, lo que equivalía a veinte millas recorridas en una hora, un mercante oculto tras el horizonte podía pasarte por encima en diez minutos. Una vez, en ruta de Dakar a Tenerife, el buque en el que Coy navegaba como segundo oficial había embestido a un pesquero. Pasaban cinco minutos de las cuatro de la madrugada; acababa de salir de guardia en el puente del
Hawaiian Pilot
, un carguero de palos de 7. 000 toneladas, y cuando bajaba por la escalerilla hacia su camarote le pareció escuchar un ruido apagado en la banda de estribor, como si algo crujiese de proa a popa. Se asomó a la borda justo a tiempo de ver una sombra oscura zozobrante en la ola del barco, con una débil luz, parecida a la de una bombilla de poca intensidad, que bailaba enloquecida antes de apagarse de pronto. Regresó con rapidez al puente, donde el primer oficial estaba comprobando tranquilamente en el repetidor de la magistral el rumbo de la giroscópica. Creo que hemos abordado un pesquero, expuso Coy. Y el primero, un hindú flemático y triste llamado Gujrat, se lo quedó contemplando sin decir palabra. ¿En tu guardia o en la mía?, preguntó al fin. Coy dijo que a las cuatro y cinco había oído el ruido y visto la luz apagarse. El primero todavía lo miró un rato, pensativo, antes de ir hasta el alerón a echar un breve vistazo a popa y comprobar luego el radar, donde los ecos de las olas no señalaban nada especial. En mi guardia no hay novedad, concluyó, volviendo a ocuparse de la giroscópica. Después, cuando el primer oficial puso las sospechas de Coy en conocimiento del capitán – un inglés arrogante, que hacía listas de tripulación separando a los súbditos británicos de los extranjeros, incluidos los oficiales – éste aprobó que no se hubiera hecho constar el incidente en el libro de a bordo. Estamos en aguas abiertas, dijo. Para qué complicarse la vida.