Tánger había terminado. Puso sobre la carta el lápiz y las paralelas y se quedó mirando a Coy.
—Por eso torturaron durante dieciocho años al abate Gándara… Buscaron el barco en la posición que dio el pilotín. Quizá hasta bajaron con buzos o campanas de aire, y no encontraron nada porque el
Dei Gloria
no estaba allí.
La falta de sueño marcaba cercos oscuros bajo sus ojos, haciéndola parecer mayor. Menos atractiva y más fatigada.
—Cuéntame ahora qué ocurrió —dijo—. Tu versión final.
Él observó la 464. Estaba sobre la reproducción de la carta de Urrutia, llena también de trazos de lápiz y anotaciones. El dibujo marrón de la costa, la franja azul de las sondas mínimas, la recorrían ascendiendo en suave diagonal hasta la punta de Palos y las islas Hormigas, visibles en el extremo superior derecho de la carta. Todos los accidentes geográficos estaban a la vista, de oeste a este: cabo Tiñoso, el puerto de Cartagena, la isla de Escombreras, cabo de Agua, la ensenada de Portman, cabo Negrete, Punta Seca, cabo de Palos… Quizás aquella noche el viento del sudoeste había sido más fuerte, explicó Coy. Veinticinco o treinta nudos. O tal vez el capitán Elezcano asumió antes el riesgo de forzar la arboladura desplegando más trapo. También pudo ocurrir que el viento rolara al norte convirtiéndose en terral mucho antes del alba, y que el corsario, buen ceñidor gracias al foque del bauprés y las velas latinas de sus palos trinquete y mesana, hubiera ganado barlovento interponiéndose entre el bergantín y Cartagena, para impedirle refugiarse en ese puerto. También cabía la posibilidad de que, en el curso de alguna maniobra nocturna para despistar al corsario, el
Dei Gloria
se hubiera alejado peligrosamente de su único abrigo posible. O puede que el capitán, testarudo y riguroso, tuviera órdenes estrictas de no tocar más puerto que el de Valencia, a fin de que las esmeraldas no corriesen el peligro de caer en otras manos.
Intentó describir las primeras luces, la todavía confusa línea de la costa, las miradas inquietas del capitán y el piloto intentando saber dónde se encontraban exactamente, y la desolación al descubrir que el corsario seguía allí, dándoles caza y cada vez más cerca, sin que hubieran logrado engañarlo en la oscuridad. De cualquier modo, con esa primera claridad, mientras el capitán miraba arriba, hacia la arboladura, preguntándose si aguantaría tanta lona navegando de bolina, el piloto fue a la banda de babor y tomó demoras a tierra para establecer la posición. Sin duda obtuvo demoras simultáneas, y lo hizo situando en los 345º el Junco Grande, cabo Negrete en los 295º, y cabo de Palos en los 30º. Después llevaría la intersección de esas tres líneas sobre la carta, para establecer allí la posición del bergantín. No resultaba difícil imaginar al piloto con el catalejo y la alidada o el círculo de marcar sobre la magistral, ajeno a todo cuanto no fuera el procedimiento técnico de su oficio; y el pilotín a su lado, papel y lápiz listos para anotar las observaciones, mirando de reojo las velas del corsario enrojecidas por la luz horizontal del amanecer, cada vez más próximas. Luego, a toda prisa, abajo para el cálculo sobre la carta de Urrutia, y el pilotín corriendo de vuelta a la toldilla por la cubierta inclinada por la escora, el papel con los resultados en la mano, mostrándoselo al capitán justo en el momento en que arriba, en lo alto, el mastelero se partía con un crujido y todo se iba abajo, y el capitán ordenaba cortar aquello, echarlo por la borda y prevenirse los artilleros, y el
Dei Gloria
daba la guiñada trágica que lo enfrentaría a su destino.
Se calló, al advertir un estremecimiento en su propia voz. Marinos. A fin de cuentas aquellos hombres eran marinos, como él. Buenos marinos. Podía notar hasta el último de sus miedos y sensaciones con tanta exactitud como si él mismo hubiera estado a bordo del
Dei Gloria
.
Tánger lo miraba con atención.
—Cuentas bien las cosas, Coy.
Él se tocó la nariz. Contemplaba a través del portillo la luz abriéndose paso entre la bruma, a medida que el sol ascendía sobre el difuso círculo gris. También veía la proa del corsario
Chergui
apareciendo poco a poco ante una de las portas abiertas del bergantín.
—No es difícil —dijo—… En cierto modo no es difícil.
Entornaba los ojos. Sentía la boca seca, el sudor en el torso desnudo, empapado el trapo que acababa de anudarse en torno a la frente. Porque en ese momento, inclinado tras el negro cañón de cuatro libras entre el humo de las mechas encendidas, escuchaba la respiración de sus compañeros agazapados junto a la cureña con el atacador, la lanada y el sacatrapos a punto, listos para aflojar trincas, limpiar, cargar y disparar de nuevo.
—De cualquier modo —añadió tras unos instantes—, yo no digo que las cosas ocurrieran así.
—¿Y cómo explicas la posición del pilotín?
Coy encogió los hombros. El fragor del cañoneo y los astillazos que sonaban en su cabeza se apagaron lentamente. Ahora su dedo indicaba un punto sobre la carta, antes de describir una línea diagonal hacia el sudoeste.
—Igual que la explicamos antes —dijo—. Con la diferencia de que el viento que soplaba tras el naufragio, haciendo derivar el esquife, no era noroeste, sino nordeste. El terral de la madrugada pudo rolar unas cuartas a levante cuando el sol estuvo alto: entonces arrastró al pilotín mar adentro, acercándolo a la vertical de Cartagena, unas pocas millas al sur, donde al día siguiente fue rescatado.
Tampoco eso era difícil de imaginar, pensó, observando la línea de deriva sobre el papel marcado con los números de las sondas. El muchacho solo en su botecito al garete, aturdido, achicando agua. El sol y la sed, el mar inmenso y la costa cada vez más lejana, inalcanzable. La duermevela boca abajo para evitar que las gaviotas le picoteasen la cara, la cabeza alzada de vez en cuando para mirar alrededor, abatida luego con desesperanza: sólo el mar impasible, con los secretos bien guardados en sus entrañas. Y arriba, en la superficie rizada por la brisa, otro Ismael flotando sobre la tumba azul de sus camaradas.
—Es extraño que no diese la posición real del
Dei Gloria
—dijo Tánger—. Un chiquillo como él no podía ser consciente de todas las implicaciones.
—No era tan chiquillo. Embarcaban muy jóvenes, y después de cuatro o cinco en el mar, maduraban aprisa. Aquéllos eran hombres de una pieza. Marinos de verdad.
Ella movía la cabeza, convencida.
—Aun así —dijo— resulta asombroso el modo en que guardó silencio… Era alumno de náutica: tenía que saber que la longitud no se refería al meridiano de Cádiz… Y sin embargo supo callar, y engañó a los investigadores. No hay en el acta del interrogatorio ni una sombra de duda.
Era cierto. Habían estado repasando los documentos, la declaración del náufrago, el informe oficial: ni una sola contradicción. El pilotín se había mantenido firme en cuanto a latitud y longitud. Y tenía en el bolsillo el papel anotado como prueba.
—Era un buen chico —añadió Tánger, pensativa—. Un muchacho leal.
—Eso parece.
—Y muy listo. ¿Recuerdas su declaración?… Había del cabo que está al nordeste, pero no lo nombra. Por la posición que dio, todos creyeron que se trataba del cabo Tiñoso. Pero él se guardó bien de corregirlos. Nunca llegó a decir qué cabo era.
Coy miraba otra vez el mar a través del portillo.
—Supongo —dijo— que ése fue su modo de seguir luchando.
El sol ya estaba alto y la bruma se desvanecía. El perfil oscuro de la costa iba precisándose por el través de babor: la Punta de la Chapa, con su faro blanco a levante de la bahía de Portman; el antiguo Portus Magnus, con los escombros de las minas abandonadas sobre la vieja calzada romana, y el fango cegando la ensenada donde, ya antes de que naciera Cristo, naves con ojos pintados a proa cargaban lingotes de plata.
—Me pregunto qué sería del chico.
Se refería a la desaparición del hospital de marina. Respecto a eso, Tánger tenía su propia teoría; así que la expuso, dejando a Coy, como de costumbre, el trabajo de rellenar los espacios en blanco. En síntesis, a principios de febrero de 1767 los jesuitas todavía contaban con mucho dinero y poder en todas partes, incluido el departamento marítimo de Cartagena. No era difícil sobornar a las personas adecuadas, y asegurar una discreta retirada del pilotín a segundo plano: bastaba un coche de caballos y garantías para cruzar las puertas de la ciudad. Sin duda agentes de la Compañía lo hicieron salir del hospital antes de que sufriera un nuevo interrogatorio, llevándolo lejos, a salvo, al día siguiente de su rescate en el mar. Desaparecido sin licencia, estaba anotado en el expediente: algo irregular para un jovencísimo marino mercante sometido a investigación por la Armada. Pero el
desaparecido sin licencia
había sido corregido más tarde por mano anónima, sustituyéndolo un
dado de alta con licencia
. Ahí se perdía el rastro.
Era fácil, pensaba Coy al escuchar el relato de Tánger. Todo encajaba, y también eso podía imaginarlo sin trabajo: la noche, los corredores desiertos del hospital, la luz de una vela. Centinelas o guardianes cegados con oro, alguien que llega embozado y con instrucciones precisas, el chico rodeado de gente segura. Luego, las calles vacías, el conciliábulo clandestino en el convento jesuita de la ciudad. Un interrogatorio grave, rápido, tenso, y ceños que se desfruncen al averiguar que el secreto sigue bien guardado. Tal vez palmadas en la espalda, manos admiradas que se posan en su hombro. Buen chico. Buen y valiente chico. Y después de nuevo la noche, y gente que desde una esquina en sombras hace la señal: sin novedad. El coche de caballos, las puertas de la ciudad, el campo abierto y el cielo lleno de estrellas. Y un marino de quince años que dormita en el asiento, acostumbrado desde niño a peores balanceos que ése, velado en el sueño por los espectros de sus camaradas muertos. Por la sonrisa triste del capitán Elezcano.
—Sin embargo —concluyó Tánger—, hay algo… Quizá divertido, o curioso. El pilotín se llamaba Miguel Palau, ¿recuerdas?… Era sobrino del armador valenciano del
Dei Gloria
, Luis Fornet Palau. Y puede que sólo sea una coincidencia —alzó un dedo en alto, como si reclamase un momento de atención, y rebuscó entre los documentos que tenía en el cajón de la mesa de cartas—… Pero mira. Cuando estuve averiguando nombres y fechas, al consultar en Viso del Marqués unas listas de marina muy posteriores, di con una referencia a la balandra
Mulata
, de Valencia. Esa embarcación sostuvo en 1784 un combate con el brick inglés
Undated
, cerca de los Freus de Formentera. El brick quiso capturarla, pero la balandra se defendió muy bien y pudo escapar… ¿Y sabes cómo se llamaba el capitán español?…
M. Palau
, dice la referencia. Igual que nuestro pilotín. Y hasta por edad podría coincidir quince años en 1767, treinta y dos o treinta y tres en 1784…
Le había pasado a Coy una fotocopia, y éste leyó el texto:
«Noticia de lo ocurrido a día quince del corriente, sobre el combate mantenido por la balandra Mulata mandada por el capitán don M. Palau, con el brick inglés Undated ante la isla de los Ahorcados…»
.
—Si se trataba del mismo Palau —dijo Tánger—, tampoco se rindió esa vez, ¿verdad?
Se informa ante la autoridad marítima de este puerto de Ibiza que haciendo ruta de Valencia hacia esta localidad, cuando iba en demanda del Freo Grande de Formentera y en la cercanía de las Negras y los Ahorcados, la balandra española
Mulata
, de ocho cañones, fue atacada por el brick-goleta inglés
Undated
, de doce, que se había acercado bajo engaño de bandera francesa e intentaba apresarla. Pese a la diferencia de porte sostúvose vivísimo fuego con mucho daño por ambas partes, y también un intento de abordarse de los ingleses, que lograron meter tres hombres en la balandra, siendo los tres muertos y arrojados al mar. Separáronse las embarcaciones y prosiguió el combate muy encarnizado por espacio de media hora, hasta que la
Mulata
, pese al viento contrario, pudo pasar a este lado de los freos gracias a una maniobra de notorio riesgo, consistente en meterse por el freo del medio, con sólo cuatro brazas de fondo en la medianía y muy cerca del arrecife de la Barqueta; maniobra peritísima que dejó al otro lado al inglés, cuyo capitán no osó seguir adelante por las condiciones del viento y lo incierto del fondo, pudiendo arribar la
Mulata
a este puerto de Ibiza con cuatro hombres muertos y once heridos a bordo y sin otra novedad…
Coy le devolvió la copia del informe a Tánger. Sonreía. Años atrás, en un velero de poca eslora y calado, había pasado el freu medio por aquel mismo sitio. Cuatro brazas eran poco más de seis metros, y además la sonda disminuía rápidamente a partir del centro a uno y otro lado. Recordaba bien la visión siniestra del fondo a través del agua transparente. Una balandra artillada podía calar tres metros, y el viento contrario dificultaba un rumbo en línea recta; así que, fuera o no fuera el mismo hombre, pilotín Miguel Palau o capitán M. Palau, quien patroneaba la
Mulata
tenía nervios bien templados.
—Quizá el nombre sólo sea una coincidencia.
—Puede —Tánger releía pensativa la fotocopia antes de devolverla al cajón—. Pero me gusta creer que era él.
Estuvo callada un instante y luego se volvió hacia el portillo, a mirar la línea de la costa que la bruma ya desvelaba limpia y libre, hacia la amura de babor, con el sol iluminando la piedra oscura del cabo Negrete:
—… Me gusta creer que ese pilotín volvió al mar, y que siguió siendo un hombre valiente.
Durante ocho días peinaron la nueva zona de búsqueda con la Pathfinder, franja a franja, con rumbos de norte a sur, empezando por el este, en sondas que iban de los 80 a los 18 metros. Más profundo y abierto a los vientos y a las corrientes que le ensenada de Mazarrón, el lugar se veía agitado por incómodas marejadas que entorpecían y retrasaban el trabajo. El fondo era irregular, de piedra y arena; y tanto el Piloto como Coy tenían que hacer muchas inmersiones —que la excesiva profundidad hacía necesariamente breves— para comprobar irregularidades detectadas por la sonda, incluida una vieja ancla solitaria que les hizo concebir esperanzas hasta que la identificaron como una de almirantazgo con cepo de hierro: un modelo posterior al siglo XVIII. De este modo terminaban exasperados y exhaustos, echando el fondeo al redoso del cabo Negrete las noches de poco viento, o al resguardo de levantes y lebeches en el puertecito de Cabo Palos. Los partes meteorológicos anunciaban la formación de un centro de bajas presiones en el Atlántico; y si la borrasca no se desviaba hacia el nordeste de Europa, sus efectos tardarían menos de una semana en llegar al Mediterráneo, obligándolos a suspender la búsqueda por algún tiempo. Todo eso los volvía nerviosos e irritables; el Piloto pasaba días enteros sin abrir la boca, y Tánger mantenía su obstinada vigilancia de la sonda con actitud sombría, como si cada jornada transcurrida arrancase otro jirón de esperanza. Una tarde Coy echó un vistazo al cuaderno donde ella había estado anotando los resultados de la exploración, y encontró las hojas llenas de garabatos incomprensibles, espirales y cruces siniestras. También había una cara de mujer espantosamente deformada, con trazos tan fuertes que en algunas líneas rasgaban el papel. Una mujer que parecía gritar al vacío.