Le sorprendía lo limpio que estaba todo; la ausencia de acumulación de sedimento sobre los restos, que en su mayor parte consistía en delgadas capas de arena. La suave corriente fría que iba en dirección sudoeste podía ser una explicación: mantenía despejado el sitio, encaminando el flujo hacia una depresión abierta algo más abajo, tras una pequeña cresta rocosa tapizada de anémonas. Coy fue hasta allí para comprobarlo, y vio que la depresión, en forma de zanja natural, drenaba los sedimentos desviándolos a una serie de escalones que iban hacia sondas más profundas. Un pulpo, sorprendido en su guarida por la presencia del intruso, se alejó por la arena, abiertas las patas en forma de nerviosa estrella, lanzando chorros de tinta para cubrirse la retirada. Coy consultó el reloj. El aire de la reductora se hacía más duro, así que miró arriba, hacia la claridad verde azulada que se difuminaba sobre su cabeza, traspasada por las burbujas que parecían de plata. Era hora de subir. Llevó la mano a la base de la botella para accionar la reserva, y el aire volvió a llegar a sus pulmones con normalidad.
Se disponía a ascender cuando vio un ancla. Estaba justo en el borde de una segunda cresta rocosa erosionada, al otro lado de la zanja de drenaje; y era grande, antigua, con grandes uñas de hierro muy oxidado y cubierto de incrustaciones calcáreas. Tanto el ancla como la cresta de piedras y anémonas tenían enganchados restos de viejas redes y nasas deshechas: con el tiempo, muchos pescadores habían perdido sus artes en ese lugar. Pero lo que le llamó la atención fue que el ancla era de las de cepo de madera, aunque éste hubiera desaparecido y sólo quedasen algunos trozos bajo el arganeo. Era un ancla como las que podían haber llevado el jabeque o el bergantín; y eso animó a Coy a cruzar la zanja, rodear la cresta y acercarse a ella, aprovechando los últimos minutos de su reserva de aire. Al otro lado de las rocas, la arena alternaba con un lecho de cascajo; el declive era más pronunciado y bajaba de los veintiséis a los veintiocho metros de sonda. Y allí, en la penumbra verde, desdibujándose en profundidad como una fantasmal sombra oscura, estaba el
Dei Gloria
.
Todo lo que se encuentra en el mar, sin dueño, es de uno.
Francisco Coloane.
El camino de la ballena
Con frases musicales tensas y cortas, el saxo alto improvisaba como nadie lo hizo nunca. Sonaba
Koko
, uno de los temas que Charlie Parker había grabado cuando inventó todo lo que estaba destinado a inventar antes de pudrirse y reventar de un ataque de risa. Por ese orden: primero se pudrió y luego se murió de risa, mirando la tele. De eso hacía medio siglo; y ahora Coy escuchaba la grabación digitalizada de aquella vieja melodía, sentado desnudo en una mecedora frente a una mesa con una bandeja de fruta, y junto a la ventana de una habitación con lluviosas vistas al puerto, en el hostal Cartago. Taratá. Tumb, tumb. Tará. Tenía una botella de limonada en la mano y miraba dormir a Tánger.
Llovía sobre el puerto, las grúas, los muelles, los barcos de la Armada abarloados de dos en dos en el dique de San Pedro y los cascos herrumbrosos del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, donde estaba el
Carpanta
amarrado de popa al espigón y con un ancla a proa. Llovía a cántaros porque la borrasca había llegado al fin. Lo hizo desde su cuartel general de bajas presiones situado sobre Irlanda, extendiendo isobaras malignamente concéntricas y próximas unas a otras; fuertes vientos del oeste empujaron sucesivos frentes nubosos en dirección al Mediterráneo, y los mapas del tiempo se llenaron de advertencias negras y rayos y signos de lluvia, y las costas fueron traspasadas por flechas con dos y tres rabitos de plumas en la cola que apuntaban al corazón de los navíos incautos. Así que, después de tres días de trabajo en el pecio, los tripulantes del
Carpanta
se vieron obligados a regresar a puerto. Pese a la impaciencia de Tánger, ella misma estuvo de acuerdo en que la pausa iría bien para planificar los últimos pasos y adquirir equipo necesario antes del asalto final a los secretos de la tumba submarina. Una tumba, la del
Dei Gloria
, situada definitivamente a dos millas de la costa, en los 37º 33,3’ de latitud norte y los 0º 46,8’ de longitud oeste, con la popa a 26 metros de profundidad y la proa a 28.
Durante aquellos días en que vivieron con un ojo en el mar y otro en el barómetro, Tánger había dirigido la operación desde la camareta del
Carpanta
. Coy y el Piloto trabajaron duro, turnándose abajo en períodos de media hora a cuarenta minutos, con intervalos suficientes para no verse obligados a hacer largas descompresiones. El barco, comprobaron desde las primeras exploraciones, se hallaba en buen estado, si tenían en cuenta los dos siglos y medio que llevaba bajo el agua. Se había hundido de proa, dejando una de sus anclas en la cresta rocosa antes de posarse en el fondo, orientado en un eje nordeste—sudoeste. El casco, yaciendo sobre la banda de estribor, estaba enterrado en arena y sedimentos hasta el combés, con la cubierta podrida y llena de adherencias marinas todavía intacta a popa. Hacia proa, toda la tablazón, el forro de la cubierta y los baos habían desaparecido, y de la arena asomaban algunos extremos de las cuadernas del buque, semejantes a costillas de un mondo esqueleto. Cuando en las siguientes inmersiones Coy y el Piloto exploraron el resto del
Dei Gloria
, pudieron comprobar que aproximadamente el tercio posterior de éste se encontraba al descubierto, con destrozos que hubieran sido mayores en otras aguas y en otra posición. El combés aparecía hundido en una confusión de maderas, aglomerados de hierro podrido por la corrosión, arena y sedimentos, que se amontonaba hacia la proa deshecha y enterrada. Era evidente que, al inclinarse el bergantín mientras se hundía, los diez cañones de hierro de la cubierta y todos los objetos pesados se habían desplazado hacia adelante; y allí, con el tiempo, aquel peso había hecho ceder la tablazón, hundiéndola en la arena. Ésa era la causa de que la popa se encontrase un poco alta y con menos destrozos, aunque muchos baos y cuadernas habían cedido y la arena se amontonaba entre el maderamen podrido. Podía distinguirse el muñón del palo mayor roto en el combate, una pirámide de tablas petrificadas en forma de caseta de tambucho, dos portas de cañón en la regala de babor, y el codaste que conservaba, todavía sujeto por pernos de bronce mohoso y lleno de filamentos e incrustaciones, restos de la pala del timón.
Habían tenido suerte, explicó Tánger la primera noche mientras se balanceaban fondeados sobre el naufragio, reunidos en torno a la carta de Urrutia y los planos del
Dei Gloria
, a la menguada luz de la lámpara de la camareta, celebrando el hallazgo con una botella de blanco Pescador que el Piloto conservaba a bordo. Habían tenido mucha suerte por varias razones; y la principal era que el bergantín se fue a pique de proa y no de popa, dejando más accesible la cámara del capitán, donde solían guardarse los objetos valiosos. Lo más probable era que las esmeraldas, si estaban a bordo en el momento de hundirse, se encontraran allí o en el sollado contiguo, reservado al pasaje. El hecho de que la popa no estuviese completamente enterrada facilitaba la tarea, porque buscar bajo la arena habría requerido mangueras de extracción y un equipo más complejo. En cuanto al estado de conservación, óptimo después de tanto tiempo en el fondo del mar, se debía a la cresta rocosa tras la que se hallaba el pecio, con los canales naturales y las piedras que lo resguardaban de la acción del oleaje, los sedimentos marinos y las redes de los pescadores. También la corriente suave de agua fría que circulaba desde el cabo de Palos había atenuado la acción de los teredos, los gusanos marinos devoradores de madera que encontraban condiciones favorables en aguas cálidas. Por todo ello, el trabajo que tenían por delante se presentaba agotador, pero no imposible. A diferencia de los arqueólogos que investigaban naufragios, ellos no tenían que conservar nada; podían permitirse cualquier destrozo necesario para llegar antes a su objetivo. No había medios técnicos ni tiempo para miramientos. De modo que al día siguiente, actuando en paralelo al trabajo de Tánger sobre los planos desplegados en los mamparos y en la mesa de cartas del
Carpanta
, Coy y el Piloto emplearon toda una jornada de inmersiones sucesivas en tender una driza blanca que iba de proa a popa del barco hundido, siguiendo la aparente línea de crujía. Luego, moviéndose con precaución entre las maderas rotas y las incrustaciones calcáreas que podían cortar como cuchillos, cruzaron de dos en dos metros drizas más cortas, perpendiculares a ambos lados de la línea longitudinal y lastradas con plomos en los extremos; y de ese modo hicieron una división del pecio en segmentos cuya correspondencia Tánger había trazado con regla y lápiz sobre los planos del bergantín. Así establecieron rudimentarios puntos de identificación entre la realidad y el papel, situando abajo cada parte del casco según figuraba a escala 1:55 en los planos suministrados por Lucio Gamboa. El día que el barómetro empezó a descender y los partes meteorológicos los decidieron a resguardarse en Cartagena, habían logrado ya calcular la posición del sollado de popa, la camareta y la cámara situadas bajo la toldilla. La cuestión principal residía en averiguar el estado interior de la cámara del capitán Elezcano; si la tablazón interior resistía la presión de los sedimentos y la podredumbre de la madera, y era posible desplazarse por dentro una vez descubierto el modo de entrar, o si todo estaba tan aplastado y revuelto que sería necesario empezar desde arriba, rompiendo y desescombrando hasta descubrir los doce metros cuadrados que, junto al espejo de popa, ocupaba el habitáculo del capitán.
La lluvia seguía cayendo tras los cristales y Charlie Parker se apagaba en aquel paisaje con su saxo, arropado camino del sueño eterno por el piano de Dizzy Gillespie. Era Tánger quien le había regalado a Coy esa grabación, tras comprarla en una tienda de música de la calle Mayor. Estaban sentados en la puerta del Gran Bar con el Piloto, después de dar un paseo bajo la lluvia hasta el Museo Naval de la ciudad y aprovisionarse de camino en tiendas de efectos náuticos, supermercados, ferreterías y droguerías, con dinero que ella sacó de un cajero automático, tras dos intentos que la obligaron a reducir la cifra por falta de liquidez. Yo también estoy buceando con la reserva, dijo sarcástica mientras se guardaba la cartera con la tarjeta de crédito en un bolsillo de atrás de sus tejanos. Habían podido comprar lo necesario, desde herramientas a productos químicos, y las compras se hallaban en bolsas entre las patas de las sillas mientras el toldo de lona del bar los protegía de la llovizna cálida, que barnizaba la calle dando aspecto melancólico a los miradores vacíos de los edificios modernistas cuyos bajos, que Coy recordaba animados por viejos cafés, se habían convertido en lúgubres oficinas bancarias. Y estaban allí los tres, tomando aperitivos y mirando pasar impermeables y paraguas mojados, cuando Tánger dejó el diario local sobre la mesa —lo tenía abierto por la página de entradas y salidas de buques, observó Coy—, se puso en pie y fue hasta la tienda de música que estaba junto a Revistas Mayor, frente a la librería Escarabajal. Volvió con un paquete en la mano y lo puso frente a Coy sin decir toma, para ti, ni decir nada. Dentro había dos CD dobles con los masters de los ochenta temas que Charlie Parker había grabado para los sellos Dial y Savoy entre 1944 y 1948. Y, dadas las circunstancias, él no pudo menos que apreciar el gesto. El viejo Parker valía una pasta.
Aquel mismo día, Coy creyó ver de nuevo a Horacio Kiskoros. Volvían al
Carpanta
cargados con la compra, y bajo los muros del antiguo fuerte de Navidad, junto al cementerio de barcos, él echó un vistazo alrededor. Lo hacía a menudo, por instinto, cada vez que se hallaban en tierra. Aunque Tánger parecía indiferente a las amenazas de Nino Palermo, Coy seguía teniéndolas en cuenta, y no olvidaba el último encuentro con el argentino en la playa de Águilas. El caso es que caminaba hacia el espigón a cuyo extremo estaba amarrado el
Carpanta
, en pos de Tánger y del Piloto, cuando vio a Kiskoros al pie de la torre vieja. O creyó verlo. Aquél era paso frecuentado por los pescadores que iban al rompeolas, pero la silueta que se destacó en el contraluz ceniciento, entre la torre y el puente desmontado del
Korzeniowski
, no tenía aspecto de pescador: menuda, pulcra, con algo parecido a un Barbour verde.
—Ése es Kiskoros —dijo.
Tánger se detuvo, desconcertada. Ella y el Piloto se habían vuelto a mirar hacia donde indicaba, pero ya no había nadie. De cualquier modo, pensó Coy, LBLTL: Ley de Blanco, Líquido y en Tetrabrik suele ser Leche. Así que Barbour, enano y por allí, sólo podía tratarse de Kiskoros. Además, cuando los malos rondan, lo normal es que tarde o temprano alguno asome la oreja. Dejó las bolsas en el suelo. En ese momento no llovía, y las rachas de sudoeste cálido que bajaban silbando por las laderas de San Julián rizaban bajo sus pies el agua de los charcos cuando chapoteó corriendo hacia la torre. Seguía sin haber nadie cuando llegó, pero estaba seguro de haber visto al héroe de Malvinas; y su desaparición brusca lo reafirmaba en la idea. Echó un vistazo entre las planchas cortadas a soplete, los hierros retorcidos que tenían la arena de herrumbre, y quedándose bien quieto aguzó el oído. Nada de nada. El metal resonó inseguro con sus pasos cuando trepó por una escalerilla del puente desguazado del paquebote, manchándose las manos de óxido. Los restos de lluvia goteaban del techo, empapando las maderas podridas del suelo; algunas cedían bajo su peso, así que procuró mirar dónde ponía los pies. Bajó por el otro lado, hasta la panza abierta del bulkcarrier a medio desguazar, con los mamparos interiores sucios de grasa negra y seca: aquello era un laberinto de hierro viejo, de chatarra amontonada por todas partes. Rodeó la base de una de las grúas y penetró en el barco a través de un corredor inclinado, donde el agua formaba charcos en el suelo contra las brazolas. Sus sentidos tensos, en estado de alerta, acusaron la tristeza opresiva de toda aquella desolación intensificada por la luz sucia que se filtraba desde el exterior. Al otro lado de una cámara desguarnecida y vacía, con todos los cables retirados y hechos montones en un rincón, se asomó a la cavidad oscura de una bodega. Dejó caer un trozo de metal, y el eco siniestro rebotó al fondo, entre las planchas invisibles. Imposible bajar sin una linterna. Entonces oyó un ruido a su espalda, en el extremo del corredor; así que, con el corazón dándole sacudidas en el pecho, contenido el aliento hasta dolerle la mandíbula, volvió sobre sus pasos: el Piloto estaba allí, ceñudo y tenso, empuñando un barrote de hierro de tres palmos; y Coy blasfemó entre dientes, a medio camino entre la decepción y el alivio. Tánger aguardaba detrás, apoyada en un mamparo, las manos en los bolsillos y expresión sombría. En cuanto a Kiskoros, si de veras se trataba de él, había volado.