La carta esférica (40 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
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—Tal vez arrojaran las esmeraldas al mar —dijo.

Ella negaba con la cabeza, la sombra acortándose muy despacio sobre la carta 4631. Luego se quedó callada un poco y dijo que tal vez. Eso era imposible saberlo todavía. De cualquier modo, el cofre estaba perfectamente descrito: una caja de madera, hierro y bronce, de veinte pulgadas de largo. El hierro no resistía bien bajo el agua, y estaría convertido en una masa negruzca irreconocible; el bronce aguantaba mejor, pero la madera habría desaparecido; dentro, las esmeraldas se encontrarían soldadas unas con otras por adherencias. El aspecto sería más o menos el de un bloque de piedra oscura, algo rojiza, con vetas verdosas del bronce. Tendrían que buscarlo entre los restos, y no iba a ser fácil.

Naturalmente que no. A Coy se le antojaba dificilísimo. Una aguja en un pajar, como había sugerido en Cádiz, entre dos risas y dos cigarrillos, Lucio Gamboa. Y si el pecio estaba enterrado, harían falta mangueras extractoras para el fango y la arena. Nada discreto.

—De cualquier manera —concluyó Tánger—, primero tenemos que localizarlo.

—¿Qué hay de la sonda? —preguntó Coy.

El Piloto terminaba un nudo doble de calabrote.

—Ningún problema —dijo—. Nos la instalarán esta tarde en Cartagena, y también un repetidor del GPS para la cabina —observaba a Tánger con una suspicaz gravedad—. Pero habrá que pagar todo eso.

—Claro —dijo ella.

—Es la mejor sonda de pesca que pude encontrar —el Piloto se dirigía a Coy—. Una Pathfinder Optic de tres haces, como me pediste… El transductor puede instalarse en el espejo de popa sin mucho trabajo.

Tánger lo miró inquisitiva. Coy explicó que con aquella sonda podían cubrir un abanico de 90 grados bajo el casco del
Carpanta
. Se usaba para localizar bancos de peces, pero también daba una visión clara del fondo, con el perfil muy detallado de la superficie de éste. Lo importante era que, gracias a la utilización de diversos colores en la pantalla, la Pathfinder diferenciaba los fondos según su densidad, dureza y estructura, detectando cualquier irregularidad. Una piedra aislada, un objeto sumergido, incluso los cambios de temperatura, aparecían nítidos. Hasta el metal, el hierro o el bronce de los cañones, si sobresalían de la arena, se verían en color intenso, más oscuro. La sonda pesquera no era tan precisa como los sistemas profesionales que podía utilizar Nino Palermo; pero en una profundidad de veinte a cincuenta metros podía bastar. De ese modo, navegando despacio hasta peinar el área de búsqueda y asignando coordenadas a cada objeto sumergido que llamase la atención, podían trazar un mapa de la zona con los lugares posibles del naufragio. En una segunda fase explorarían cada punto con el acuaplano: una tabla remolcada que mantenía a un buceador a la vista del fondo.

—Es raro —dijo el Piloto.

Había descolgado de la bitácora la bota de vino y bebía inclinando hacia atrás la cabeza, los ojos abiertos al cielo. Coy sabía lo que estaba pensando. Con un naufragio en tan poco fondo, los pescadores engancharían las redes en él. Tenía que saberse. Y a esas alturas, alguien habría echado un vistazo allá abajo, para curiosear. Cualquier buzo aficionado podía hacerlo.

—Sí. Me pregunto por qué ningún pescador habló nunca de un naufragio aquí. Suelen conocer estos fondos mejor que el pasillo de su casa.

Tánger le mostró la carta:
A
,
F
,
P
. Las pequeñas iniciales estaban diseminadas por todas partes, junto a los números de la sonda.

—También hay rocas, ¿veis?… Y eso pudo proteger el pecio.

—Protegerlo de los pescadores, tal vez —opinó Coy—. Pero un barco de madera hundido entre rocas no aguanta mucho. Con tan poco fondo, el oleaje y las corrientes destrozan el casco. Ninguno se conserva como en tu ilustración de
El tesoro de Rackham el Rojo
.

—Quizás —dijo ella.

Contemplaba el mar con expresión obstinada, y las miradas del Piloto y de Coy se encontraron. De pronto, una vez más, todo aquello parecía absurdo. No vamos a encontrar nada, decía el gesto del marino mientras le pasaba la bota a Coy. Estoy aquí porque soy tu amigo y además me pagas; o es ella quien lo hace, que a fin de cuentas es lo mismo. Pero a ti esta mujer te ha desviado la aguja. Y lo mejor del asunto es que ni siquiera te la estás tirando.

Estaban en Cartagena. Habían navegado cerca de la costa, bajo la pared escarpada del cabo Tiñoso, y ahora el
Carpanta
enfilaba la bocana del puerto utilizado ya por griegos y fenicios. Quart-Hadasht: la Nueva Cartago de las gestas de Aníbal. Recostado en una silla de teca en la popa del velero, Coy observaba la isla de Escombreras. Allí, bajo la cortadura de la cara sur, había sacado ánforas romanas en su juventud; vinarias y olearias de elegantes cuellos con asas alargadas y marcas en latín de sus fabricantes, algunas todavía selladas como al hundirse en el mar. Veinte años antes, aquella zona era un inmenso campo de restos procedentes de naufragios, y también, decían, de navegantes que arrojaban ofrendas al mar a la vista de un templo dedicado a Mercurio. Coy había buceado allí muchas veces, para ascender luego, sin rebasar nunca la velocidad de sus propias burbujas, hacia la silueta oscura del
Carpanta
que aguardaba arriba, en el techo esmerilado de la superficie, con la línea del fondeo curvada hacia las profundidades. Una vez, la primera que bajó a sesenta metros —sesenta y dos marcaba el profundímetro en su muñeca—, Coy había descendido lentamente, con pausas para compensar el aumento de presión en los tímpanos, dejándose caer en el interior de aquella esfera verdosa donde los colores iban desapareciendo hasta convertirse en una luz fantasmal, difusa, y sólo quedaban distintos tonos de verde. Había perdido de vista la superficie y luego caído, siempre muy despacio, de rodillas sobre el fondo de arena limpia, con el frío de las profundidades ascendiéndole por los muslos y el vientre bajo la chaquetilla de neopreno. Siete coma dos atmósferas, pensó, asombrado de su propia audacia; pero tenía dieciocho años. A su alrededor, hasta perderse de vista en el círculo verde, extendidas de cualquier modo sobre la arena lisa, semienterradas en ella o agrupadas en pequeños montículos, veía docenas de ánforas rotas o intactas, cuellos y bases puntiagudas; barro milenario que nadie había tocado ni sacado a la luz en veinte siglos. Bocas alargadas, redondas, anchas y estrechas entre las que asomaban la cabeza malencaradas morenas y nadaban peces oscuros. Embriagado por el mar sobre su piel, fascinado por aquella penumbra y el vasto campo de vasijas inmóviles como delfines dormidos, Coy retiró la máscara de su rostro, manteniendo la boquilla de aire sujeta entre los dientes, para sentir en la cara toda la tenebrosa grandeza que lo envolvía. Después, súbitamente alarmado, se encajó de nuevo la máscara, vaciándola de agua con el aire expulsado por la nariz. En ese momento, el Piloto, alargado por sus aletas de caucho, convertido en otra silueta verdeoscura que descendía desde lo alto de la esfera al extremo de un largo y recto penacho de burbujas, había llegado hasta él, moviéndose con la lentitud de los hombres en las profundidades, señalando con gesto severo su profundímetro en la muñeca y luego la sien con un dedo, al preguntarle silenciosamente si había perdido la razón. Ascendieron juntos, muy despacio, tras las medusas de aire que los precedían, llevando cada uno en las manos un ánfora. Y cuando ya estaba casi en la superficie, y el sol empezaba a filtrar sus rayos por el esmeril turquesa sobre sus cabezas, Coy había alzado la suya, invirtiéndola, y una estela de arena fina se derramó desde su interior, reluciente como polvo de oro en el contraluz del agua, para envolverlo en una nube que parecía un sueño dorado.

Amaba aquel mar, que era tan viejo, escéptico y sabio como las mujeres innumerables que latían en la memoria genética de Tánger Soto. Sus orillas tenían la impronta de los siglos, pensó contemplando la ciudad sobre la que habían escrito Virgilio y Cervantes, recogida al fondo del puerto natural entre altos muros rocosos que durante tres mil años la hicieron casi inexpugnable a los enemigos y a los vientos. Pese a su decadencia, a las fachadas decrépitas y sucias, a los solares de casas derribadas y sin reconstruir que a veces le daban el curioso aspecto de una ciudad en guerra, resultaba hermosa vista desde el mar, y por sus callejuelas estrechas resonaban ecos de hombres que habían peleado como troyanos, pensado como griegos y muerto como romanos. Ya podía distinguirse el antiguo castillo sobre un montículo encima de la muralla, al otro lado de los rompeolas que protegían la bocana y la entrada al arsenal. Los viejos fuertes abandonados de Santa Ana y Navidad pasaban lentamente a babor y a estribor del
Carpanta
, todavía con un rictus de amenaza en sus troneras vacías que, como ojos ciegos, seguían apuntando al mar.

Aquí nací, pensó Coy. Y desde este puerto me asomé a los libros y a los océanos por primera vez. Aquí me atormentó el desafío de las cosas remotas y la nostalgia prematura de lo que no conocía. Aquí soñé con remar hacia la ballena con el cuchillo entre los dientes y el arponero listo en la proa. Aquí intuí, antes de hablar inglés, la existencia de lo que el
Mariners Weather Log
llama ESW:
Extreme Storm Wave
, Ola de Tormenta Extrema. Y supe que todo hombre tiene siempre, dé o no dé con ella, una ESW esperándolo en alguna parte. Aquí vi lápidas de marinos muertos en tumbas vacías, y comprendí que el mundo es un barco en viaje de ida, y que ese viaje no tiene regreso. Aquí descubrí, antes de necesitarlo, el sustitutivo de la espada de Catón, del veneno de Sócrates. De la pistola y la bala.

Sonreía de sí mismo, de sus pensamientos, mientras miraba a Tánger erguida junto al ancla, sujeta con una mano al génova enrollado en su estay, y el barco se internaba a motor en el puerto. En la bañera, el Piloto gobernaba a mano por unas aguas que podía perfectamente navegar a ciegas. Una corbeta gris de la Armada, haciéndose a la mar desde el dique de San Pedro, pasaba por la banda de estribor, con los marineros jóvenes inclinados sobre la borda para observar a la mujer inmóvil en la proa del velero como un mascarón dorado. Llegaba hasta el
Carpanta
, traído por la brisa de tierra, el olor de los montes cercanos: desnudos, secos y calcinados por el sol, con tomillo, romero, palmito y chumbera entre sus peñas pardas, ramblas secas donde crecían las higueras, y almendrales escalonados por muretes de piedra. Pese al cemento y al cristal y al acero y a las excavadoras, a la sucesión interminable de luces bastardas que mancillaba sus orillas de costa a costa, todo el Mediterráneo seguía estando allí, a poca atención que se prestase al tenue rumor de la memoria: aceite y vino rojo, Islam y Talmud, cruces, pinos, cipreses, tumbas, iglesias, ponientes cárdenos como la sangre, velas blancas a lo lejos, piedras talladas por los hombres y por el tiempo, hora singular de la tarde en que todo quedaba quieto y en silencio salvo el canto de la cigarra, noches a la luz de una hoguera hecha con madera de deriva, mientras la luna se elevaba despacio sobre un mar de islas sin agua. Y también espetones de sardinas, laurel y aceitunas, cáscaras de sandía flotando quietas en el leve ondular vespertino de la playa, rumor de guijarros en la resaca del amanecer, barcas pintadas de azul, blanco y rojo, varadas en orillas con molinos en ruinas y olivos grises, y uvas que amarilleaban en los emparrados. Y a su sombra, perdidos los ojos en el azul intenso que se extendía hacia levante, hombres inmóviles mirando el mar; héroes atezados y barbudos que sabían de naufragios en calas designadas por dioses crueles, ocultos bajo la apariencia de mutiladas estatuas que dormían, con los ojos abiertos, un silencio de siglos.

—¿Qué es eso? —preguntó Tánger.

Había venido a popa y señalaba hacia babor, tras el dique de Navidad, junto a los grandes túneles gemelos de hormigón destinados en otro tiempo a albergar submarinos. Allí, la playa negra del Espalmador estaba cubierta por los restos de buques en desguace.

—Es el Cementerio de los Barcos Sin Nombre.

El Piloto se había vuelto hacia Coy. Tenía un cigarrillo medio consumido en la boca, y lo miraba con ojos donde afloraban los recuerdos, al acecho de algún sentimiento que él se guardó de exteriorizar. En la orilla, medio sumergidos en el agua sus cascos oxidados, entre estructuras, puentes, cubiertas y chimeneas, languidecían barcos abiertos como grandes cetáceos desventrados, mostrando cuadernas metálicas y mamparos desnudos, las planchas de acero cortadas y amontonadas en la playa al pie de las grúas. Allí era donde los buques sentenciados a muerte, desprovistos ya de nombre, matrícula y bandera, rendían el último viaje antes de terminar bajo el soplete. Los nuevos planes urbanísticos de la ciudad condenaban aquel lugar a desaparecer, pero se tardaría meses en concluir los últimos desguaces y limpiar el lugar de los restos diseminados por todas partes. Coy vio un viejo bulkcarrier del que sólo quedaba la popa, semihundida en el mar, y cuyos dos tercios anteriores ya habían desaparecido entre un caos de hierros en la playa. Había piezas desmontadas por todas partes, una docena de grandes anclas goteando herrumbre en la arena oscura, tres chimeneas absurdamente conservadas, una junto a la otra, visibles todavía los restos de pintura con la bandera de sus armadores, y la casi centenaria superestructura de un paquebote que había sido ruso o polaco, el
Korzeniowski
, que estaba algo más lejos, junto a la torre vigía, desde que Coy podía recordar: un puente de hierro oxidado con restos de pintura blanca, tablas podridas y la cabina casi intacta, a bordo del cual soñaba, de muchacho, con sentir el movimiento de un navío bajo los pies, y el mar abierto ante los ojos.

Aquél había sido durante muchos años su lugar favorito, proclive a los sueños oceánicos, cuando paseaba camino del rompeolas con una caña de pescar o el arpón de gomas y las aletas, o cuando más tarde ayudaba al Piloto a limpiar el casco del
Carpanta
arrimado al Espalmador, en poca agua. Allí, en los atardeceres interminables del puerto, cuando el sol se iba ocultando tras los esqueletos inertes de los viejos buques, el Piloto y él habían conversado con palabras o silencios sobre la creencia, por ambos compartida, de que los barcos y los hombres deberían terminar siempre dignamente, en el mar, en vez de verse desguazados en tierra. Y más tarde, muy lejos de allí, en isla Decepción, al sur de Hornos y del pasaje Drake, Coy había experimentado idéntico estado de ánimo cuando desembarcó en la arena de una playa que era negra como aquélla, entre millares de huesos de ballena que la blanqueaban hasta el horizonte. El esperma de esos animales se había convertido en aceite quemado en lámparas muchísimo antes de que él naciera; pero los huesos seguían allí como una burla, en aquel extraño mar de los Sargazos antártico. Había entre los restos un viejísimo hierro de arpón oxidado, y Coy se encontró de pie ante él, mirándolo con repugnancia. Después de todo, isla Decepción era un buen nombre para aquel lugar. Ballenas desguazadas, barcos desguazados. Hombres desguazados. El arpón se clavaba en la misma carne, porque siempre se trataba de la misma historia.

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