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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (22 page)

BOOK: La casa de Riverton
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Keira y yo asentimos y Ursula sale de la habitación con el teléfono en la oreja.

Cuando la puerta se cierra me dirijo a mi joven entrevistadora.

—Bien, supongo que debemos comenzar.

Ella asiente casi imperceptiblemente y saca de su gran bolso una carpeta. La abre y toma un montón de papeles, sujetos con un clip. Por el aspecto del texto deduzco que se trata de un guión: puedo distinguir palabras en letras mayúsculas, resaltadas en negrita, en medio de la página, seguidas de largos párrafos escritos con una tipografía común.

Después de pasar algunas páginas, Keira se detiene.

—Me interesaría saber cómo era su relación con la familia Hartford. Con las chicas.

Asiento. Es justamente lo que había sospechado.

—El mío no es un papel protagonista —señala Keira—. No tengo grandes diálogos, pero aparezco en muchas de las escenas del principio. Sirviendo bebidas y ese tipo de cosas, como usted sabe.

Vuelvo a asentir.

—De todos modos, Ursula pensó que sería una buena idea que conversara con usted sobre las chicas Hartford. Que me dijera qué pensaba de ellas. Así podría encontrar mi
motivación
. —Keira enfatiza esta última palabra, como si fuera un término extranjero con el que tal vez yo no estoy familiarizada. Luego endereza la espalda y su expresión se cubre de una pátina de fortaleza—. Aunque el mío no sea un papel principal, es importante que mí interpretación sea sólida. Nunca se sabe quién puede ser el espectador.

—Por supuesto.

—Nicole Kidman obtuvo su papel en
Días de trueno
, sólo porque Tom Cruise la vio en un film australiano.

Intuyo que ese hecho y esos nombres deberían significar algo importante para mí, por lo que asiento, y ella continúa.

—Por eso necesito que me diga cómo se sentía con respecto a su trabajo, y a las chicas. —Keira se inclina y me mira con sus ojos azules semejantes al frío cristal veneciano—. Para mí es una ventaja… que usted todavía… quiero decir, que el hecho de que aún esté…

—Viva. Sí, lo imagino —respondo, enternecida por su candor—. ¿Qué es exactamente lo que desearía saber?

Ella sonríe aliviada. El curso de nuestra conversación ha amortiguado su falta de tacto.

—Bueno —masculla, recorriendo con la vista la hoja de papel que descansa sobre sus rodillas—, le haré primero las preguntas más obvias.

Mi corazón se acelera. He decidido responder honestamente, sin importar cuál sea la pregunta. Un juego de ruleta para mi propio entretenimiento.

—¿Le gustaba ser sirvienta?

—Sí, durante un tiempo —contesto con una exhalación que es más que un suspiro.

Keira me mira incrédula.

—¿De verdad? No puedo imaginar que alguien disfrute estando a disposición de la gente todo el día. ¿Qué era lo que le gustaba de su trabajo?

—Todos se convirtieron en una familia para mí. Disfrutaba de su camaradería.

—Cuando dice «todos», ¿se refiere a Emmeline y Hannah? —me pregunta con ojos ávidos.

—No, me refiero a mis compañeros de la servidumbre.

—¡Oh! —exclama Keira, desilusionada.

Sin duda ella había vislumbrado la posibilidad de un rol más importante para sí misma, lo que habría supuesto un reajuste en el guión: Grace, la criada, dejaría de ser un mero observador, para convertirse en un miembro secreto del círculo de las hermanas Hartford. Es joven, por supuesto, y proviene de un mundo diferente. No concibe el hecho de que no se puedan cruzar determinados límites.

—Está bien —alega entonces—, pero dado que no hay escenas con otros actores que representen el papel de sirvientes, no me sirve de mucho. —Recorre con su bolígrafo la lista de preguntas—. ¿Había algo que le desagradara especialmente de su trabajo?

Despertar día tras día con el alba; el dormitorio abuhardillado, que era un horno en verano y un congelador en invierno; las manos enrojecidas de lavar ropa; el dolor de espalda después de hacer la limpieza; el cansancio que me llegaba hasta la médula de los huesos.

—Era agotador. Los días eran largos y muy ajetreados. No tenía demasiado tiempo para mí misma.

—Sí, he estado ensayando a partir de esa idea. Apenas me ha hecho falta actuar. Después de un día de ensayo, mis brazos estaban llenos de moretones por llevar esa maldita bandeja de aquí para allá.

—Lo que más me dolía eran los pies —explico—, pero sólo al principio. Y en cuanto cumplí los dieciséis tuve zapatos nuevos.

Keira pasa la página del guión, escribe algo con letra redondeada y asiente.

—Bien, eso me sirve —afirma. Sigue haciendo garabatos y termina moviendo ampulosamente el bolígrafo—. Con respecto a este tema, es suficiente. Ahora me interesaría saber cosas sobre Emmeline. Es decir, qué sentía hacia ella.

Vacilo unos segundos, preguntándome por dónde empezar.

—Es que compartimos algunas escenas y no estoy segura de lo que debo transmitir —aclara Keira.

—¿Qué tipo de escenas? —pregunto con curiosidad.

—Bueno, por ejemplo, en una de ellas Emmeline conoce a R. S. Hunter, junto al lago, se resbala y está a punto de ahogarse. Yo tengo que…

—¿En el lago? Pero no es allí donde se conocieron, sino en la biblioteca. Era invierno, estaban…

—¿En la biblioteca? —pregunta Keira frunciendo su perfecta nariz—. No es sorprendente que el guionista haya cambiado la escena. No hay dinamismo en una habitación llena de libros viejos. De este modo funciona realmente bien, dado que el lago es el lugar donde él se suicidó. Así, el final de la historia está presente en el comienzo. Resulta muy romántico, como en la película de Baz Lurhmann,
Romeo y Julieta
—me asegura.

Tendré que creerlo.

—En fin, lo que importa es que yo voy corriendo a la casa en busca de ayuda y, cuando regreso, él ya la ha rescatado y reanimado. La actriz debe mirarlo como si estuviera tan absorta que es incapaz de advertir que todos hemos ido a salvarla. —Keira hace una pausa y me mira fijamente, satisfecha con su explicación de la escena—. ¿Le parece que yo, es decir, Grace, debería sobreactuar un poco?

Como me demoro en responder, ella continúa.

—No, claro. Debe ser una reacción sutil, ya sabe.

Keira resopla suavemente, levanta la cabeza de modo que la nariz apunta hacia el cielo, y suspira. No comprendo que me está dedicando una improvisada interpretación hasta que su expresión se desvanece y la reemplaza una mirada asombrada que se dirige a mí.

—¿Así?

Dudo. Elijo cuidadosamente mis palabras.

—Por supuesto, depende de usted el modo de interpretar su papel. De interpretar a Grace. Pero dado que se trata de mí, me resulta imposible imaginar que en 1915 hubiese reaccionado… —No logro encontrar palabras para calificar su interpretación, por lo que hago un gesto con la mano.

La mirada de la joven actriz parece indicar que no he captado un matiz fundamental.

—¿Pero no cree que sería un poco desconsiderado no agradecerle a Grace haber ido tan rápidamente a buscar ayuda? Me sentiría estúpida si tuviera que salir corriendo y regresar sólo para quedarme ahí como una estatua.

Suspiro.

—Tal vez tenga razón, pero en aquella época ésa era una de las características de servir en una casa. Lo extraño habría sido que ella se comportara de otra manera. ¿Lo comprende?

Ella duda.

—No se esperaba que ella reaccionara de otra manera —le indico.

—Pero usted tuvo que haber
sentido
algo.

—Por supuesto, pero no lo demostré —explico, imprevistamente abrumada por el disgusto que me causa hablar de esa muerte.

—¿Nunca? —Keira no quiere mi respuesta, no la espera, y eso me complace, porque no deseo dársela. Ella hace un mohín—. El concepto mismo del servicio me parece ridículo. Que una persona tenga que hacer la voluntad de otra.

—Era otra época —respondo sencillamente.

—Es lo mismo que dice Ursula —la joven suspira—. No me resulta demasiado útil. La actuación tiene que plasmar reacciones y es un poco difícil crear un personaje interesante cuando la indicación del director de escena es «no reaccionar». Me siento como una figura de cartón, que sólo recita «sí, señorita», «no, señorita».

—Debe de ser difícil.

—Mi intención inicial fue presentarme para el papel de Emmeline —me comenta en tono de confidencia—. Ese sí es un papel soñado. Un personaje tan interesante y elegante, una actriz que muere en un accidente automovilístico. Debería ver la escenografía.

Me abstengo de recordarle que ya la vi cuando estuve en los estudios donde se rueda la película.

—Querían alguien más popular —explica, bajando la vista para observar sus uñas—. Mi audición les gustó mucho, el productor me hizo incluso volver dos veces. Según él me parezco a Emmeline mucho más que Gwyneth Paltrow —alega, pronunciando el nombre de la otra actriz con una expresión desdeñosa que ensombrece momentáneamente su belleza—. Sólo me supera en que ha recibido una nominación de la Academia de Hollywood para el Oscar y todo el mundo sabe que a los actores británicos les cuesta el doble obtener ese premio. Especialmente si tienen que empezar haciendo series para televisión.

Puedo percibir su decepción y no la culpo. Diría que fueron muchas las ocasiones en las que yo habría preferido ser Emmeline en lugar de la criada.

—De todos modos —añade con disgusto—, hago el papel de Grace, y debo hacerlo lo mejor posible. Además, Ursula me prometió que me haría una entrevista especial para el lanzamiento en DVD, dado que soy la única actriz de la película que ha tenido la oportunidad de conocer al personaje real.

—Me alegra ser de utilidad en algo.

—Sí —asiente Keira, sin comprender mi ironía.

—¿Desea hacerme alguna otra pregunta?

—Déjeme ver.

La joven pasa una página y algo vuela hacia el suelo, como una enorme polilla gris que cae boca abajo. Cuando lo recoge, veo que se trata de una fotografía, siluetas en blanco y negro con rostros serios. Aun desde donde estoy me resulta familiar. La reconozco instantáneamente, como si fuera una película que he visto hace tiempo, un sueño, una pintura que revive con una sola imagen.

—¿Puedo verla? —pregunto, alargando mi mano.

Keira me da la fotografía, la deja sobre mis dedos nudosos. Nuestras manos se tocan por un segundo. Ella retira rápidamente la suya, como si temiera que pudiera contagiarle algo, la vejez, por ejemplo.

La fotografía es una copia. La superficie es lisa, fría, mate. La inclino para verla a la luz. Entrecierro los ojos y miro a través de las gafas.

Allí estamos. Los habitantes de Riverton en el verano de 1916.

Todos los años se tomaba una fotografía similar: lady Violet solía insistir en que así fuera. Un fotógrafo llegaba desde Londres para cumplir el encargo. Esperábamos ansiosos su llegada, y le recibíamos con toda la seriedad y la pompa que la ocasión merecía.

La fotografía en cuestión, dos filas de rostros serios mirando fijamente a la cámara con capuchón negro, era revelada manualmente, para, a continuación, ser expuesta sobre la repisa de la chimenea del salón durante un tiempo y, más tarde, añadida al álbum de recuerdos de la familia Hartford, junto con invitaciones, menús y recortes de periódicos.

Si se hubiera tratado de la fotografía de otro año, no habría reconocido la fecha. Pero esa imagen, en particular, es inolvidable por los hechos que la precedieron.

El señor Frederick está sentado en el centro, en primera fila; a un lado, su madre; al otro, Jemina. Ella está acurrucada, con un mantón negro sobre los hombros para disimular su avanzado embarazo. Hannah y Emmeline están sentadas en los extremos, como signos de paréntesis —uno más alto que el otro— con sendos vestidos negros. Vestidos nuevos, pero no de la clase que Emmeline había imaginado.

De pie, detrás del señor Frederick, en el centro de una sombría fila, se ve al señor Hamilton, con la señora Townsend y Myra a su lado. Katie y yo estamos detrás de las chicas Hartford. El señor Dawkins, el chófer, y el señor Dudley en ambos extremos. Las filas son distintas. Sólo Nanny ocupa un lugar entre las dos —no está claramente delante o atrás—, sentada en una de las sillas de mimbre del jardín de invierno.

Miro mi rostro serio, el tirante recogido del pelo le da a mi cabeza aspecto de alfiler, acentuando mis orejas demasiado largas. Estoy detrás de Hannah, con su cabello claro y rizado que contrasta con los bordes de mi vestido negro.

Todos tenemos una expresión solemne, una costumbre de la época, pero particularmente apropiada para esta fotografía. Los sirvientes están vestidos de negro, como siempre, pero también la familia. Porque ese verano compartían el duelo que atravesaba toda Inglaterra y todo el mundo.

Fue tomada el 20 de julio de 1916, al día siguiente del funeral de lord Ashbury y el mayor. El día que nació el bebé de Jemina y el día que conocimos la respuesta a la pregunta que estaba en boca de todos nosotros.

Aquél fue un verano terriblemente caluroso, el más sofocante que nadie pudiera recordar. Lejos quedaban los días grises del invierno, donde las noches se confundían con los días, y las semanas se sucedían, una tras otra, con sus largas jornadas y sus claros cielos azules. El amanecer llegaba temprano, limpio, brillante.

Esa mañana yo me había despertado más temprano que de costumbre. El sol alumbraba la copa de los abedules que bordeaban el lago y la luz, que penetraba por la ventana del ático, arrojaba un cálido rayo sobre mi cama, rozándome la cara. No me importaba. Era agradable despertar con luz en lugar de comenzar a trabajar en la fría oscuridad, mientras todos en la casa dormían. Para una criada, el sol del verano era una compañía permanente en sus actividades cotidianas.

Según estaba previsto, el fotógrafo llegaría a las nueve y media. A esa hora nos reunimos en el jardín frente a la casa. La atmósfera era opresiva; el sol, deslumbrante. La familia de golondrinas que había buscado refugio bajo el alero de Riverton nos observaba con curiosidad y en silencio, sin ánimo de piar. Incluso los árboles que se alineaban junto al camino estaban en silencio. Las frondosas copas permanecían inmóviles, como si trataran de conservar sus energías, aunque una ligera brisa las obligaba a emitir un susurro contrariado.

El fotógrafo, con la cara salpicada por gotas de sudor, nos fue colocando uno a uno. La familia, sentada. Los demás, de pie, detrás. Así permanecimos, con nuestras vestimentas negras, los ojos fijos en la cámara y la mente en el cementerio del valle.

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