Landau reaccionó inmediatamente a la voz con estremecida emoción. Competente e imperiosa. «La voz de un buen oficial, no de un cínico, Harry».
—Sí, en efecto —dijo, pero Ned estaba hablando de nuevo.
—No creo que necesitemos entrar en muchos detalles por teléfono, pero si creo que usted y yo debemos sostener una larga conversación, y creo que debemos estrecharle la mano. Sin tardar mucho. ¿Cuándo podemos hacerlo?
—Cuando usted diga —respondió Landau. Y se contuvo justo a tiempo para no decir «señor».
—Yo siempre pienso que ahora es un buen momento. ¿Qué le parece a usted?
—Me parece de perlas, Ned —respondió Landau con tono risueño.
—Mandaré un coche a buscarle. No tardará mucho, así que quizá sea mejor que se quede usted donde está y espere a que suene el timbre de su puerta. Es un «Rover» verde matrícula B. El conductor se llama Sam. Si lo prefiere, para su tranquilidad, pídale que le enseñe su tarjeta. Y si quiere mayor tranquilidad aún, telefonee al número que figura en ella. ¿Cree que se las arreglará?
—Nuestro amigo se encuentra bien, ¿verdad? —dijo Landau, incapaz de resistir el deseo de preguntarlo. Pero Ned ya había colgado.
El timbre de la puerta repiqueteó un par de minutos después. Tenían el coche esperando a la vuelta de la esquina, pensó Landau mientras flotaba escaleras abajo como en un sueño. Ya está. Estoy en manos de profesionales. La casa se hallaba situada en el elegante distrito residencial de Belgravia, en una fila de casas idénticas, y había sido recientemente restaurada. Su fachada blanca recién pintada resplandecía bajo los rayos del sol poniente. Un palacio de excelencia, un templo a los secretos poderes que gobiernan nuestras vidas. Una brillante placa de latón sobre la puerta enmarcada por columnas decía OFICINA DE ENLACE DEL FOREIGN OFFICE. La puerta estaba abriéndose ya mientras Landau subía los escalones. Y mientras el uniformado portero la cerraba a su espalda, Landau vio a un hombre delgado y erguido avanzar hacia él a través de los rayos del sol, primero la recortada silueta, luego el atractivo y saludable semblante, luego el apretón de manos: discreto, pero leal como un saludo naval.
—Bien hecho, Niki. Pase.
Las buenas voces no siempre van unidas a buenos rostros, pero la de Ned sí. Mientras le seguía al interior del estudio ovalado, Landau sentía la impresión de que podía contarle absolutamente cualquier cosa y Ned seguiría de su lado. De hecho, Landau vio en Ned muchas cosas que le agradaron inmediatamente, lo cual constituía la seducción de Ned: el discreto encanto, el mesurado buen aspecto, la energía que emanaba y el «pase». Landau olfateó en él también al políglota, pues él mismo lo era. No tuvo más que dejar caer un nombre ruso o una expresión rusa para que Ned la recogiera y sonriese y la acompañara con otra frase por su cuenta. «Era uno de los nuestros, Harry. Si tenías un secreto, ése era el hombre a quien contárselo, no aquel lacayo del Foreign Office».
Pero hasta que empezó a hablar, Landau no se había dado cuenta de lo desesperadamente que había estado necesitando confiarse a alguien. Abrió la boca y se dejó llevar. Todo lo que pudo hacer a partir de ese momento fue escucharse a sí mismo con asombro, pues no sólo estaba hablando de Katya y de los cuadernos, y de por qué los había aceptado y cómo los había escondido, sino también de toda su vida hasta entonces, de sus azoramientos por ser eslavo, de su amor a Rusia pese a todo y de su sensación de hallarse suspendido entre dos culturas. Sin embargo, Ned no le guió ni le frenó de ninguna manera. Era un escuchador nato. Apenas si se movió, salvo para tomar unas cuantas notas en trozos de cartulina, y si le interrumpió fue sólo para aclarar algún detalle extraño, el momento de Sheremetyevo, por ejemplo, cuando se le dio paso a Landau por el vestíbulo de salida sin dedicarle una mirada siquiera.
—¿Recibió todo su grupo ese trato, o sólo usted?
—Todos nosotros. Un movimiento de cabeza, y pasamos.
—¿No se sintió usted elegido de alguna manera?
—¿Para qué?
—¿No tuvo la impresión de que quizás estuviera recibiendo una clase de trato distinto al de las otras personas? ¿Un trato mejor, por ejemplo?
—Pasamos como una cuadrilla de ovejas. Un rebaño —se corrigió a sí mismo Landau—. Entregamos nuestros visados, y eso fue todo.
—¿Había otros grupos pasando con la misma facilidad, que usted se diera cuenta?
—Los rusos no parecían estar tomándose mucho trabajo. Quizá porque era un sábado de verano, quizá por la
glasnost
. Separaban a unos pocos para inspeccionarlos y dejaban pasar a los demás. Me sentí como un estúpido, si quiere que le diga la verdad. No necesitaba haber tomado todas las precauciones que tomé.
—No fue usted ningún estúpido. Lo hizo maravillosamente —replicó sin el menor aire condescendiente, mientras escribía de nuevo—. Y en el avión ¿quién se sentó a su lado? ¿Lo recuerda?
—Spikey Morgan.
—¿Quién más?
—Nadie. Estaba junto a la ventanilla.
—¿Qué asiento era?
Landau conocía perfectamente el número del asiento. Era el que reservaba siempre que podía.
—¿Hablaron mucho durante el vuelo?
—Pues la verdad es que sí, mucho.
—¿De qué?
—De mujeres principalmente. Spikey se ha instalado con un par de ellas en Notting Hill.
Ned rió alegremente.
—¿Y usted le habló a Spikey de los cuadernos? ¿Para su alivio, Niki? Habría sido perfectamente natural, dadas las circunstancias. Para confiarse en alguien.
—Ni soñarlo, Ned. En absoluto. No lo hice y nunca lo haré. Si se lo estoy contando a usted es sólo porque usted es oficial.
—¿Y qué hay de Lydia?
La ofensa a la dignidad de Landau superó por un momento su admiración hacia Ned, e incluso su sorpresa por su familiaridad con sus asuntos.
—Mis amigas, Ned, saben poco acerca de mí. Puede incluso que crean saber más de lo que saben —respondió—. Pero no comparten mis secretos porque no son invitadas a ello.
Ned continuaba escribiendo. Y de alguna manera, el movimiento de su pluma, juntamente con la sugerencia de que podría haber sido indiscreto, indujo a Landau a probar suerte, pues ya se había dado cuenta de que cada vez que empezaba a hablar de Barley una especie de rigidez parecía descender sobre las tranquilizadoras facciones de Ned.
—Y Barley se encuentra bien, ¿verdad? No ha tenido un accidente, ni nada.
Ned pareció no oírle. Cogió una nueva cartulina y reanudó su escritura.
—Supongo que Barley habría utilizado la Embajada, ¿verdad? —dijo Landau—. Lo digo porque él es un profesional. Es el ajedrez lo que le delata, si quiere saberlo. En mi opinión, no debería jugar. No en público.
Entonces y sólo entonces levantó lentamente Ned la cabeza de la página en que estaba escribiendo. Y Landau vio en su rostro una dura expresión que era más aterradora que sus palabras.
—Nosotros nunca mencionamos nombres como ése, Niki —dijo muy sosegadamente—. No entre nosotros. Usted no podía saberlo, así que no ha hecho nada malo. Pero, por favor, no vuelva a hacerlo.
Luego, viendo quizás el efecto que había producido en Landau, se levantó, fue hasta una mesita auxiliar de madera de satín, sirvió dos vasos de jerez y entregó uno a Landau.
—Y, sí, se encuentra bien —dijo.
Y brindaron en silencio por Barley, cuyo nombre Landau se había jurado ya diez veces, para entonces, que no volvería a cruzar sus labios.
—No queremos que vaya usted a Gdansk la semana próxima —dijo Ned—. Hemos preparado un certificado médico y una compensación para usted. Está usted enfermo. Posible úlcera. Y se mantendrá entretanto alejado del trabajo, ¿le importa?
—Haré lo que usted diga —respondió Landau.
Pero antes de marcharse, firmó una declaración de la Ley de Secretos Oficiales bajo la benévola mirada de Ned. Se trata de un documento redactado en términos legales, calculado para impresionar al firmante y a nadie más. Pero tampoco la propia Ley dice mucho en favor de sus redactores.
Después Ned desconectó los micrófonos y las cámaras de vídeo ocultas que el duodécimo piso había insistido en que se encendieran porque aquello se estaba convirtiendo en esa clase de operación.
Y hasta aquí Ned lo hizo todo solo, a lo que tenía perfecto derecho como jefe de la Casa Rusia. Los agentes operativos tienen que ser solitarios. Ni siquiera llamó al viejo Palfrey para que leyera la ley de sedición. Todavía no.
Si Landau se había sentido menospreciado hasta esa tarde, durante el resto de la semana fue objeto de inusitada atención. A primera hora de la mañana siguiente, Ned telefoneó para pedirle con su cortesía habitual que se presentara en una dirección de Pimlico. Resultó ser un bloque de pisos de los años 30, con curvadas ventanas de marco de acero pintadas de verde y una entrada que hubiera debido conducir a un cine. En presencia de dos hombres que no le presentó, Ned hizo que Landau repitiera por segunda vez su historia y, luego, le arrojó a los lobos.
El primero en hablar fue un hombre de aire distraído y flotante, de mejillas sonrosadas, ojos claros e infantiles y una chaqueta de tonalidad amarillenta que hacía juego con sus desordenados cabellos rubios. Su voz flotaba también.
—Ha dicho usted un vestido azul, me parece. Me llamo Walter —añadió, como si él mismo se sintiera sorprendido por la noticia.
—En efecto, señor.
—¿Está seguro? —gorjeó, girando la cabeza y mirándole de soslayo por debajo de sus sedosas cejas.
—Completamente, señor. Un vestido azul, con una bolsa marrón de compra. La mayoría de las bolsas de compra están hechas de cuerda o de rafia. La suya era de plástico marrón. «Bueno, Niki —me dije—, hoy no es el día, pero si alguna vez pensaras en darte un revolcón con esta damita en el futuro, como bien podría ser, siempre podrías traerle de Londres un bonito bolso azul que hiciese juego con su vestido azul, ¿verdad?». Así es como lo recuerdo, ¿sabe? Tengo la relación en la cabeza, señor.
Y siempre llama la atención en las cintas cuando vuelvo a reproducirlas que Landau llamase a Walter «señor», cuando a Ned nunca le llamó otra cosa que Ned. Pero esto no era tanto una señal de respeto por parte de Landau, cuanto de una cierta repulsión que Walter le inspiraba. Al fin y al cabo, Landau era un mujeriego, y Walter era todo lo contrario.
—¿Y el pelo
negro
, dice usted? —inquirió Walter, como si el pelo negro suscitase incredulidad.
—Negro, señor. Negro y sedoso. Casi como el ala de un cuervo. Definitivamente.
—¿No teñido cree usted?
—Conozco la diferencia, señor —respondió Landau, tocándose la cabeza, pues ahora quería ya darles todo, incluso el secreto de su eterna juventud.
—Ha dicho antes que era de Leningrado, ¿Por qué ha dicho eso?
—El porte, señor. Vi calidad. Vi una mujer rusa de Roma. Así es como pienso en ella. Petersburgo.
—Pero ¿no le pareció armenia? ¿O georgiana? ¿O judía, por ejemplo?
Landau meditó la última sugerencia, pero la rechazó.
—Yo mismo soy judío, ¿sabe? No diré que haya que serlo para conocer a uno, pero lo cierto es que no sentí ese estremecimiento especial de reconocimiento.
Un silencio que podría haber sido embarazoso pareció alentarle a continuar.
—Para ser sincero, yo creo que ser judío es excesivo. Si es eso lo que uno quiere ser, por mi parte muy bien. Pero si no necesita serlo, nadie debería obligarle. Yo mismo soy primero, británico y luego, polaco, y todo lo demás viene después. No importa que en muchos la situación sea justamente al revés. Eso es problema suyo.
—¡Oh, bien dicho! —exclamó enérgicamente Walter, agitando los dedos y sonriendo—. ¡Oh! Eso lo expresa de forma concisa y perfecta. ¿Y dice usted que su inglés era bastante bueno?
—Más que bueno, señor. Clásico. Una lección para todos nosotros.
—Como una maestra, dijo usted.
—Ésa fue mi impresión —respondió Landau—. Una maestra, una profesora. Percibí la instrucción. La inteligencia. La voluntad.
—¿No podría ser una intérprete?
—En mi opinión, los buenos intérpretes adoptan una postura discreta, se mantienen en un segundo plano. Esta mujer se destacaba a sí misma.
—¡Oh!, vaya, esa es una buena respuesta —dijo Walter, estirándose los puños—. Y llevaba un anillo de boda. Bien hecho.
—Ciertamente que lo llevaba, señor. Un anillo de compromiso y un anillo de boda. Normalmente es lo primero que suelo mirar, y en Rusia no es como en Inglaterra y tiene uno que mirar al revés, porque las mujeres llevan el anillo de boda en la mano derecha. Las solteras rusas son una plaga y el divorcio no está bien visto. A mí deme un buen marido y un par de chiquillos con los que ella pueda volver.
—Hablemos de eso. Cree usted que ella también tenía hijos, ¿no?
—Estoy convencido de ello, señor.
—¡Oh!, vamos, no puede estarlo —dijo despectivamente Walter, con una súbita contracción de las comisuras de los labios—. Usted no tiene facultades de percepción psíquica, ¿no?
—Las caderas, señor. Las caderas, la dignidad incluso cuando estaba asustada. No era una Juno, no era una sílfide. Era una madre.
—¿Estatura? —preguntó Walter con voz aguda, mientras enarcaba con alarma sus peladas cejas—. ¿Puede decirnos su estatura? Piense en usted mismo. Imagine que está con ella. ¿Está usted mirando hacia arriba o hacia abajo?
—Más alta de lo normal, ya se lo he dicho.
—¿Más alta que usted, entonces?
—Sí.
—¿Uno sesenta y cinco? ¿Uno setenta?
—Más bien lo segundo —respondió hoscamente Landau.
—¿Y su edad? Antes no la ha concretado.
—Si tiene más de treinta y cinco años, ella no lo sabe. Una piel preciosa, una bella figura, una mujer hermosa en la plenitud de su vida, especialmente el espíritu, señor —respondió Landau con una leve sonrisa, pues, si bien podía encontrar a Walter desagradable, en algunos aspectos seguía sintiendo la debilidad del polaco hacia los excéntricos.
—Es domingo. Imagine que ella es inglesa. ¿Esperaría usted que fuese a la iglesia?
—Habría dejado zanjada de forma definitiva la cuestión —dijo Landau, con gran sorpresa por su parte, antes de haber tenido tiempo de pensar una respuesta—. Podría haber dicho que Dios
no
existía. Podría haber dicho que Dios sí existía. Pero no habría dejado la cuestión en el aire como la mayoría de nosotros. Ella la habría abordado de frente y habría tomado una decisión y hecho algo al respecto si consideraba que debía hacerlo.