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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (7 page)

BOOK: La casa Rusia
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Súbitamente, el extraño comportamiento de Walter dejó paso a una amplia y blanda sonrisa.

—¡Oh!, es usted muy bueno —declaró con envidia—. ¿Conoce usted alguna ciencia? —continuó, mientras su voz volvía a perderse entre las nubes.

—Un poco. Ciencia elemental, en realidad. Lo que voy captando.

—¿Física?

—Nivel cero, no más, señor. Antes vendía libros de texto. No estoy seguro de que aprobase el examen, ni aun ahora. Pero me permitieron mejorar, por así decirlo.

—¿Qué significa telemetría?

—Jamás he oído hablar de eso.

—¿Ni en inglés ni en ruso?

—Me temo que en ningún idioma, señor. La telemetría ha pasado de largo por delante de mí.

—¿Y qué me dice del CEP?

—¿El qué, señor?

—Circular-errar-probable. Bueno, en esos curiosos cuadernos que usted nos trajo se hablaba mucho de ello. No me diga que no le ha llamado la atención.

—No me fijé. Lo pasé por alto. Eso es todo lo que hice.

—Hasta que llegó a esa observación sobre el caballero soviético agonizando en el interior de su armadura, donde dejó de pasar cosas por alto. ¿Por qué?

—No es que llegara deliberadamente a esa observación. Me tropecé con ella por casualidad.

—Muy bien, se la tropezó por casualidad. Y se formó una opinión, ¿verdad? De lo que el autor nos estaba diciendo. ¿Qué opinión?

—Incompetencia, supongo. Los rusos son unos inútiles en eso. Son ineficaces.

—¿Ineficaces en qué?

—Los cohetes. Cometen errores.

—¿Qué clase de errores?

—Todas las clases. Errores
magnéticos
, errores de
distorsión
, sea lo que sea eso. No sé. Eso es cosa de usted, no mía.

Pero la defensiva hosquedad de Landau no hizo sino poner de relieve su virtud como testigo. Pues cuando deseaba brillar y no lo conseguía, su fracaso les tranquilizaba, como mostró ahora el alegre gesto de alivio de Walter.

—Bueno, creo que se ha portado terriblemente bien —declaró como si Landau no estuviera delante y agitando de nuevo las manos en un teatral gesto de conclusión—. Nos dice lo que recuerda. No inventa cosas para urdir una historia mejor. Usted no hará eso, ¿verdad, Niki? —añadió ansiosamente, descruzando las piernas como si tuviera un pellizco en la ingle.

—No, señor. Puede estar tranquilo.

—¿Y no lo ha hecho? Porque tarde o temprano lo averiguaríamos. Y entonces todo lo que usted nos ha dado perdería valor.

—No, señor. Es como lo he dicho. Ni más ni menos.

—Estoy seguro de ello —dijo Walter a sus colegas en tono de confianza, mientras volvía a recostarse—. Lo más difícil en nuestra profesión, o en cualquier otra es decir «creo». Niki es una fuente natural y muy poco frecuente. Si hubiera más como
él
, nadie nos a
nosotros
.

—Éste es Johnny —explicó Ned, haciendo de edecán.

Johnny tenía ondulados cabellos entre canos, mandíbula ancha y una carpeta llena de telegramas de aspecto oficial. Con su leontina de oro y su bien cortado traje oscuro, podría haber sido la visión estereotipada del inglés de una camarera extranjera, pero ciertamente, no lo era de Landau.

—Niki, ante todo tenemos que darle las gracias, muchacho —dijo Johnny, con el perezoso acento americano de la Costa Este. Nosotros somos los mayores beneficiarios, sugería su munificente tono. Nosotros, los accionistas mayoritarios. Me temo que Johnny es un poco así. Un buen oficial, pero incapaz de guardarse su supremacía americana. A veces pienso que ésa es la diferencia entre los espías americanos y los nuestros. Los americanos, con su franco disfrute de poder y de dinero, hacen ostentación de su suerte. Carecen del instinto de disimulo que es tan natural en nosotros, los británicos.

De cualquier modo, Landau se sintió súbitamente irritado.

—¿Le importa que le haga un par de preguntas? —dijo Johnny.

—Si a Ned le, parece bien… —respondió Landau.

—Por supuesto —dijo Ned.

—Así que estamos en la feria fonográfica esa noche. ¿De acuerdo, muchacho?

—Bueno, era por la tarde en realidad, Johnny.

—Usted escolta a la mujer Yekaterina Orlova a través de la sala hasta lo alto de la escalera, donde están los guardias. Se despide de ella.

—Ella va cogida de mi brazo.

—Ella va cogida de su brazo, estupendo. Delante de los guardias. Usted la ve bajar la escalera. ¿También la ve salir a la calle, muchacho?

Nunca le había oído a Johnny utilizar la palabra «muchacho» para dirigirse a alguien, así que entendí que estaba tratando de aguijonear de alguna manera a Landau, una cosa que los miembros de la Agencia aprenden de los psicólogos de la casa.

—En efecto —respondió ásperamente Landau.

—¿Hasta la misma calle? Párese a pensarlo —sugirió, con la falsa afabilidad del fiscal.

—Hasta la calle y fuera de mi vida.

Johnny esperó hasta tener la seguridad de que todo el mundo se daba cuenta de que estaba esperando, y Landau más que nadie.

—Niki, muchacho, hemos situado a distintas personas en lo alto de esa escalera durante las últimas veinticuatro horas. Nadie ve la calle desde lo alto de esa escalera.

El rostro de Landau se ensombreció. No de azoramiento, sino de ira.

—La vi bajar la escalera. La vi cruzar el vestíbulo hasta donde está la calle. No volvió. A menos que alguien haya cambiado de sitio la calle durante las últimas veinticuatro horas, cosa que admito que con Stalin siempre era posible…

—Vamos a seguir, ¿eh? —dijo Ned.

—¿Vio salir a alguien detrás de ella? —preguntó Johnny, presionando un poco más a Landau.

—¿Por la escalera o a la calle?

—Las dos cosas, muchacho. Las dos.

—No. No la vi salir a la calle, ¿no?, porque acaba usted de decirme que no la vi hacerlo. Así que, ¿por qué no responde usted a las preguntas y yo las formulo?

Mientras Johnny se recostaba negligentemente, intervino Ned.

—Niki, algunas cosas tienen que ser examinadas muy cuidadosamente. Es mucho lo que está en juego, y Johnny tiene sus órdenes.

—Yo también estoy en juego —repuso Landau—. He hablado con toda franqueza y sinceridad, y no me gusta que me ponga en ridículo un americano que ni siquiera es británico.

Johnny había vuelto a consultar la carpeta.

—Niki, ¿quiere describir las medidas de seguridad adoptadas en la feria, tal como usted mismo las observó?

Landau respiró tensamente.

—Está bien —dijo, y volvió a empezar—. Teníamos a esos dos jóvenes policías de uniforme paseando por el vestíbulo del hotel. Ésos son los que llevan las listas de todos los rusos que entran y salen, lo cual es normal. Luego, arriba, dentro de la sala, teníamos los plastas. Esos son los de paisano. Los vagos, les llaman, los
echados
—añadió para ilustración de Johnny—. Al cabo de un par de días se conoce uno de memoria a los
echados
. No compran, no roban los objetos expuestos ni piden muestras gratuitas, y uno de ellos siempre tiene pelo rubio, no me pregunte por qué. Teníamos tres de éstos, y no cambiaron toda la semana. Fueron los que se la quedaron mirando mientras bajaba la escalera.

—¿Ésos son todos, muchacho?

—Que yo sepa, sí, pero estoy esperando que me diga que estoy equivocado.

—¿No reparó también en dos damas de edad indeterminada y cabellos grises que también estuvieron presentes todos los días de la feria, llegaban temprano, se marchaban tarde, que tampoco compraban, ni entraban en negociaciones con ninguno de los expositores, ni parecían tener ningún motivo legítimo para asistir a la feria?

—Supongo que está usted hablando de Gert y Daisy.

—¿Perdón?

—Había un par de viejas del Consejo de Bibliotecas. Venían por la cerveza. Su principal placer era coger folletos de los puestos y mendigar prospectos gratuitos. Las bautizamos Gert y Daisy por los personajes de cierto programa de radio muy popular en Inglaterra en los años de la guerra y después.

—¿No se le ocurrió que esas damas podrían estar desempeñando también una función de vigilancia?

La poderosa mano de Ned se había levantado ya para contener a Landau, pero llegó demasiado tarde.

—Johnny —exclamó Landau, hirviendo de excitación—. Estoy en Moscú, ¿de acuerdo? Moscú, Rusia,
muchacho
. Si me parase a considerar quién tenía una función de vigilancia y quién no, no saldría de la cama por la mañana y no me metería en ella por la noche. Hasta los pájaros de los árboles están conectados, según tengo entendido.

Pero Johnny estaba consultando de nuevo sus telegramas.

—Dice usted que Yekaterina Borisovna Orlova afirmó que el puesto contiguo, perteneciente a «Abercrombie Blair», había permanecido vacío el día anterior, ¿no es así?

—Sí, eso digo.

—Pero usted no la vio el día anterior, ¿verdad?

—No, en efecto.

—Dice usted también que nunca le pasa inadvertida una mujer atractiva.

—Así es, y que me dure mucho tiempo.

—¿No cree, entonces, que hubiera debido fijarse en ella?

—A veces me pierdo alguna —confesó Landau, coloreándose de nuevo su rostro—. Si estoy de espaldas, si estoy inclinado sobre una mesa o aliviándome en el retrete, es posible que mi atención se debilite por un momento.

Pero la imperturbabilidad de Johnny estaba adquiriendo su propia autoridad.

—Tiene usted parientes en Polonia, ¿verdad, señor Landau? —El «muchacho» había cumplido evidentemente su función, pues, escuchando la cinta, advertí que había prescindido de él.

—Sí.

—¿No tiene usted una hermana mayor ocupando un alto puesto en la Administración polaca?

—Mi hermana trabaja en el Ministerio de Sanidad polaco como inspectora de hospitales. No ocupa un alto puesto y está ya en edad de jubilación.

—¿Se ha percatado alguna vez de ser directa o indirectamente objeto de presión o chantaje por parte de agencias del bloque comunista o de terceras partes que actuasen en su nombre?

Landau se volvió hacia Ned.

—¿Que si me he qué? Me temo que mi inglés no es muy bueno.

—Si lo ha advertido, si se ha dado cuenta —dijo Ned, con una sonrisa.

—No, nunca —respondió Landau.

—En sus viajes a países del bloque oriental, ¿ha intimado con mujeres de esos países?

—Me he acostado con algunas. No he intimado.

Como un escolar travieso, Walter soltó una risita a medias contenida levantando los hombros y tapándose con una mano los horribles dientes. Pero Johnny continuó gravemente:

—Señor Landau, ¿ha tenido usted anteriormente contactos con alguna agencia de Inteligencia de algún país hostil o amigo, en alguna parte?

—Negativo.

—¿Ha vendido alguna vez información a alguna persona de cualquier posición o profesión…, periódico, agencia de investigación, Policía, Ejército, para cualquier finalidad, aun inocua?

—Negativo.

—¿Y nunca ha sido usted miembro de un partido comunista o de cualquier organización o grupo favorable a sus fines?

—Yo soy un súbdito británico —replicó Landau, adelantando su pequeña mandíbula polaca.

—¿Y no tiene usted idea, por vaga y nebulosa que sea, del mensaje general contenido en el material que usted ha manejado?

—Yo no lo he manejado. Lo he pasado.

—Pero usted lo leyó.

—Leí lo que pude. Un poco. Luego lo dejé, como ya le he dicho.

—¿Por qué?

—Por un sentido de decencia, si quiere saberlo. Algo que empiezo a sospechar que a usted no le preocupa.

Pero Johnny, lejos de enrojecer, estaba rebuscando pacientemente en su carpeta. Sacó un sobre y del sobre varias fotografías tamaño postal que extendió sobre la mesa como cartas de baraja. Unas eran borrosas, todas eran granulosas. Unas pocas presentaban obstáculos en primer plano. Mostraban mujeres que bajaban los peldaños de un desolado edificio de oficinas, unas en grupos, otras solas. Unas llevaban bolsas de compra, otras tenían la cabeza inclinada y no llevaban nada. Y Landau recordó haber oído que era costumbre en Moscú que las mujeres que se escabullían para hacer sus compras durante la hora de la comida se metieran en los bolsillos todo lo que necesitaban y dejaran los bolsos encima de las mesas, con el fin de mostrar al mundo que sólo habían salido momento al pasillo.

—Ésta —dijo Landau de pronto, señalando con el índice.

Johnny recurrió a otro de sus trucos de tribunal. En realidad, era demasiado inteligente para aquella tontería, pero eso no le contuvo. Adoptó una expresión decepcionada e incrédula. Parecía como si hubiese cogido a Landau en una mentira. La película de vídeo le muestra exagerando desaforadamente el papel.

—¿Cómo puede estar tan condenadamente seguro, por amor de Dios? Nunca la vio con abrigo.

Landau no se inmuta.

—Ésa es la mujer, Katya —dice con firmeza—. La reconocería en cualquier parte. Katya. Se ha arreglado el pelo, pero es ella, Katya. Y ésa es su bolsa, de plástico —continúa mirando la fotografía—. Y su anillo de boda —por un momento parece olvidar que no está solo—. Haría lo mismo por ella mañana —dice—. Y pasado mañana.

Lo cual señaló el satisfactorio final del hostil interrogatorio del testigo por parte de Johnny.

A medida que avanzaban los, días y una enigmática entrevista seguía a otra, nunca dos veces en el mismo sitio, nunca con las mismas personas, a excepción de Ned, Landau tenía la creciente impresión de que las cosas se estaban aproximando a un clímax. En un laboratorio de sonido situado detrás de Portland Place le hicieron escuchar voces de mujeres recogidas en cinta magnetofónica, rusas hablando en ruso y rusas hablando en inglés. Pero no reconoció la de Katya. Otro día, para alarma suya, fue dedicado al dinero. No el de ellos, sino el de Landau. Sus extractos bancarios…, ¿de dónde diablos los sacaban? Sus declaraciones de impuestos, recibos de salarios, ahorros, hipoteca, póliza de seguros, peor que la Inspección de Hacienda.

—Confíe en nosotros, Niki —dijo Ned con una sonrisa tan franca y tranquilizadora que Landau tuvo la impresión de que había estado luchando de alguna manera en su favor y de que las cosas estaban a punto de arreglarse.

Van a ofrecerme un empleo, pensó el lunes. Van a convertirme en un espía, como Barley.

Están tratando de enmendar lo que hicieron con mi padre, veinte años después de su muerte, pensó el martes.

Luego, el miércoles por la mañana, Sam, el conductor, tocó por última vez el timbre de su puerta, y todo quedó claro.

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