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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La catedral del mar (54 page)

BOOK: La catedral del mar
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—Pero ¿cómo es, Joan? —lo interrumpió Arnau.

—Tiene veintitrés años y es atractiva.

—¿Y de carácter?

—Es noble —se limitó a contestar.

¿Para qué contarle lo que había oído de Elionor? Es atractiva, ciertamente, le habían dicho, pero sus rasgos siempre reflejan un constante enfado con el mundo entero. Es caprichosa y mimada, altiva y ambiciosa. El rey la casó con un noble que falleció al poco tiempo y ella, sin hijos, volvió a la corte. ¿Un favor a Arnau? ¿Una gracia real? Sus confidentes se rieron. El rey no aguantaba más a Elionor y con quién casarla mejor que con uno de los hombres más ricos de Barcelona, un cambista a quien podía acudir en demanda de créditos. El rey Pedro ganaba en todos los sentidos: se quitaba de encima a Elionor y se aseguraba el acceso a Arnau. ¿Para qué contarle todo aquello?

—¿Qué quieres decir con eso de que es noble?

—Pues eso —dijo Joan tratando de evitar la mirada de Arnau—, que es noble, una mujer noble, con su carácter, como todas ellas.

También Elionor había hecho averiguaciones por su cuenta, y su irritación aumentaba a medida que le llegaban más noticias: un antiguo bastaix, una cofradía que derivaba de los esclavos de ribera, de los macips de ribera, de los mancipados. ¿Cómo pretendía el rey casarla con un bastaix? Era rico, muy rico, sí, según le habían dicho todos, pero ¿qué le importaban a ella sus dineros? Vivía en la corte y nada le faltaba. Decidió acudir al rey cuando se enteró de que Arnau era hijo de un payés fugitivo y que él mismo, por nacimiento, también había sido siervo de la tierra. ¿Cómo podía el rey pretender que ella, hija de un infante, desposara con semejante personaje?

Pero Pedro III no la recibió y ordenó que la boda se celebrase el 21 de junio, dos días antes de su partida hacia Mallorca.

Al día siguiente se casaría. En la capilla real de Santa Ágata.

—Es una capilla pequeña —le explicó Joan—. La construyó a principios de siglo Jaime II por indicación de su esposa, Blanca de Anjou, bajo la advocación de las reliquias de la Pasión de Cristo, la misma que la Sainte-Chapelle de París, de donde provenía la reina.

Sería una boda íntima, tanto que el único que acompañaría a Arnau sería Joan. Mar se negó a asistir. Desde que anunció su matrimonio la muchacha lo rehuía y callaba en su presencia, mirándolo de vez en cuando, sin las sonrisas que hasta entonces le había dedicado.

Por eso aquella tarde Arnau abordó a la muchacha y le pidió que lo acompañase.

—¿Adonde? —preguntó Mar.

¿Adonde?

—No sé… ¿Qué tal a Santa María? Tu padre adoraba esa iglesia. Lo conocí allí, ¿sabes?

Mar accedió; los dos salieron de la mesa de cambio y se dirigieron hacia la inconclusa fachada de Santa María. Los albañiles empezaban a trabajar en las dos torres ochavadas que debían flanquearla y los maestros del cincel se afanaban en el tímpano, las jambas, el parteluz y las arquivoltas, picando y repicando sobre la piedra. Arnau y Mar entraron en el templo. Las nervaduras de la tercera bóveda de la nave central habían empezado ya a extenderse hacia el cielo, en busca de la clave, como una tela de araña protegida por el andamiaje de madera sobre el que crecían.

Arnau sintió la presencia de la muchacha a su lado. Era tan alta como él y su cabello caía con gracia sobre sus hombros. Olía bien: a frescor, a hierbas. La mayoría de los operarios la admiraron; lo vio en sus ojos, aun cuando se desviaban en cuanto advertían la mirada de Arnau. Su aroma iba y venía al ritmo de sus movimientos.

—¿Por qué no quieres venir a mi boda? —le preguntó de repente.

Mar no le contestó. Paseaba la vista por el templo.

—Ni siquiera me han permitido casarme en esta iglesia —murmuró Arnau.

La muchacha tampoco dijo nada.

—Mar… —Arnau esperó a que se volviera hacia él—. Me hubiera gustado que estuvieras conmigo el día de mi boda. Sabes que no me gusta, que lo hago contra mi voluntad, pero el rey… No insistiré más, ¿de acuerdo? —Mar asintió—. Si no lo hago, ¿podremos tratarnos como siempre?

Mar bajó la mirada. Eran tantas las cosas que habría querido decirle… Pero no podía negarle lo que le pedía; no habría podido negarle nada.

—Gracias —le dijo Arnau—; si me fallases tú… ¡No sé qué sería de mí si los que quiero me fallaseis!

Mar sintió un escalofrío. No era esa clase de cariño el que ella pedía. Era amor. ¿Por qué había consentido en acompañarlo? Dirigió su mirada hacia el ábside de Santa María.

—Joan y yo vimos cómo elevaban esa piedra de clave, ¿sabes? —le dijo Arnau al observar la dirección de su mirada—. Sólo éramos unos niños.

En aquel momento, los maestros vidrieros trabajaban con denuedo en el claristorio, el conjunto de ventanas situado debajo del ábside, tras haber finalizado las de la parte superior, cuyo arco ojival aparecía cercenado por un pequeño rosetón. Luego pasarían a decorar los grandes ventanales ojivales que se abrían bajo ellas. Trabajaban los colores componiendo figuras y dibujos, todos rotos mediante finas y delicadas tiras de plomo, que recibían la luz externa para filtrarla al templo.

—Cuando era un muchacho —continuó Arnau—, tuve la suerte de hablar con el gran Berenguer de Montagut. «Nosotros», recuerdo que me dijo refiriéndose a los catalanes, «no necesitamos más decoración: sólo el espacio y la luz». Entonces señaló el ábside, justo donde ahora estás mirando tú, y dejó caer una mano extendida hasta el altar mayor simulando la luz de la que había hablado. Yo le dije que entendía lo que decía pero en realidad era incapaz de imaginar a qué se refería. —Mar se volvió hacia él—. Era joven —se excusó—, y él era el maestro, el gran Berenguer de Montagut. Pero hoy sí lo entiendo. —Arnau se acercó más a Mar y extendió una mano en dirección al rosetón del ábside, arriba, muy arriba. Mar se esforzó por esconder el ligero temblor que tuvo al contacto con Arnau—. ¿Ves cómo entra la luz en el templo? —Entonces empezó a bajar la mano hasta el altar mayor, como hizo Berenguer en su día, pero en esta ocasión señalando unos coloridos rayos de luz que efectivamente entraban en la iglesia. Mar siguió la mano de Arnau—. Fíjate bien. Las vidrieras orientadas al sol son de colores vivos, rojos, amarillos y verdes, para aprovechar la fuerza de la luz del Mediterráneo; las que no lo están son blancas o azules. Y cada hora, a medida que el sol recorre el cielo, el templo va cambiando de color y las piedras reflejan unas u otras tonalidades. ¡Qué razón tenía el maestro! Es como una iglesia nueva cada día, cada hora, como si continuamente naciera un nuevo templo, porque aunque la piedra está muerta, el sol está vivo y cada día es diferente; nunca se verán los mismos reflejos.

Los dos se quedaron hipnotizados con la luz.

Al final, Arnau cogió a Mar por los hombros y la volvió hacia él.

—No me dejes, Mar, por favor.

Al día siguiente, al amanecer, en la capilla de Santa Ágata, oscura y recargada, Mar trató de ocultar sus lágrimas mientras duraba la ceremonia.

Por su parte, Arnau y Elionor permanecían hieráticos delante del obispo. Elionor ni siquiera se movió, erguida, con la mirada al frente. Arnau se volvió hacia ella en un par de ocasiones al principio de la ceremonia, pero Elionor continuó mirando hacia delante. A partir de entonces sólo se permitió algunas miradas de reojo.

39

El mismo día de la boda, en cuanto finalizó la ceremonia, los nuevos barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui partieron hacia el castillo de Montbui. Joan le había trasladado a Arnau las preguntas del mayordomo de la baronesa. ¿Dónde pretendía Arnau que durmiera doña Elionor? ¿En las habitaciones superiores de una vulgar mesa de cambio? ¿Y su servicio? ¿Y sus esclavos? Arnau lo hizo callar y accedió a ponerse en marcha ese mismo día, con la condición de que Joan los acompañara.

—¿Por qué? —preguntó éste.

—Porque me da la impresión de que necesitaré tus oficios.

Elionor y su mayordomo partieron a caballo, ella a la amazona, con las dos piernas al mismo lado de la montura y con un palafrenero que a pie llevaba las riendas de su señora. El escribano y dos doncellas iban montados en mulas, y cerca de una docena de esclavos tiraban de otras tantas acémilas cargadas con las pertenencias de la baronesa. Arnau alquiló un carro.

Cuando la baronesa lo vio aparecer, destartalado, tirado por dos mulas y cargado con las escasas pertenencias de Arnau, Joan y Mar —Guillem y Donaha se quedaban en Barcelona—, el fuego que salió por sus pupilas podría haber prendido una tea. Aquélla fue la primera vez que miró a Arnau y a su nueva familia; se habían casado, habían comparecido ante el obispo, en presencia del rey y su esposa, y ni siquiera había mirado a uno u otros.

Escoltados por la guardia que el rey puso a su disposición, abandonaron Barcelona. Arnau y Mar montados en el carro. Joan caminando a su lado. La baronesa apretó el paso para llegar cuanto antes al castillo. Lo avistaron antes de la puesta de sol.

Erigido en lo alto de una loma, el castillo era una pequeña fortaleza donde hasta entonces había residido un carlán. Payeses y siervos se habían ido sumando al séquito de sus nuevos señores, de modo que, cuando estaban a escasos metros del castillo, más de un centenar de personas caminaba junto a ellos, preguntándose quién sería el personaje tan ricamente vestido pero montado en aquel carro destartalado.

—Y ahora, ¿por qué paramos? —preguntó Mar cuando la baronesa dio orden de detenerse.

Arnau hizo un gesto de ignorancia.

—Porque nos tienen que entregar el castillo —contestó Joan.

—¿Y no deberíamos entrar para que nos lo entregasen? —inquirió Arnau.

—No. Las Costumbres Generales de Cataluña establecen otro procedimiento: el carlán debe abandonar el castillo, con su familia y la servidumbre, antes de entregárnoslo.

Las pesadas puertas de la fortaleza se abrieron lentamente y el carlán salió de él, seguido por su familia y sus servidores. Cuando llegó a la altura de la baronesa, le entregó algo.

—Deberías ser tú quien recogiese esas llaves —le dijo Joan a Arnau.

—¿Y para qué quiero yo un castillo?

Cuando la nueva comitiva pasó junto al carro, el carlán dirigió una sonrisa burlona a Arnau y sus acompañantes. Mar se ruborizó. Hasta los sirvientes los miraron directamente a los ojos.

—No deberías permitirlo —volvió a intervenir Joan—. Ahora tú eres su señor. Te deben respeto, fidelidad…

—Mira, Joan —lo interrumpió Arnau—, aclaremos una cosa: no quiero ningún castillo, no soy ni pretendo ser el señor de nadie y desde luego sólo pienso permanecer en este lugar el tiempo estrictamente necesario para ordenar lo que haya que ordenar. En cuanto esté todo en regla, volveré a Barcelona, y si la señora baronesa desea vivir en su castillo, ahí lo tiene, todo para ella.

Aquélla fue la primera vez a lo largo del día en que Mar esbozó una sonrisa.

—No puedes irte —negó Joan.

La sonrisa de Mar desapareció y Arnau se volvió hacia el fraile.

—¿Qué no puedo qué? Puedo hacer lo que quiera. ¿No soy el barón? ¿Acaso no se van los barones con el rey durante meses y meses?

—Pero ellos se van a la guerra.

—Con mi dinero, Joan, con mi dinero. Me parece que es más importante que sea yo el que me vaya que cualquiera de esos barones que no hacen más que pedir préstamos baratos. Bueno —añadió volviéndose hacia el castillo—, y ahora ¿a qué esperamos? Ya está vacío y estoy cansado.

—Todavía falta… —empezó a decir Joan.

—Tú y tus leyes —lo interrumpió—. ¿Por qué tenéis que aprender leyes los dominicos? ¿Qué falta aho…?

—¡Arnau y Elionor, barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui!

Los gritos resonaron a lo largo del valle que se extendía a los pies de la loma. Todos los presentes elevaron la mirada hacia el más alto de los torreones de la fortaleza, donde el mayordomo de Elionor, con las manos a modo de bocina, se desgañitaba.

—¡Arnau y Elionor, barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui! ¡Arnau y Elionor…!

—Faltaba el anuncio de la toma del castillo —apostilló Joan.

La comitiva se puso en marcha de nuevo.

—Por lo menos dicen mi nombre.

El mayordomo continuaba gritando.

—Si no, no sería legal —aclaró el fraile.

Arnau fue a decir algo, pero en lugar de ello meneó la cabeza.

El interior de la fortaleza, como era costumbre, había crecido desordenadamente tras las murallas y alrededor de la torre del homenaje, a la que se le había añadido un cuerpo de edificio compuesto por un enorme salón, cocina y despensa, amén de habitaciones en el piso superior. Alejadas del conjunto se erigían diversas construcciones destinadas a albergar a la servidumbre y a los escasos soldados que componían la guarnición del castillo.

Fue el oficial de la guardia, un hombre bajo, fondón, desastrado y sucio, quien tuvo que hacer los honores a Elionor y su séquito. Entraron todos en el gran salón.

—Muéstrame las habitaciones del carlán —le gritó Elionor.

El oficial le indicó una escalera de piedra, adornada con una sencilla balaustrada también de piedra, y la baronesa, seguida del soldado, el mayordomo, el escribano y las doncellas, empezó a subir. En momento alguno se dirigió a Arnau.

Los tres Estanyol se quedaron en el salón, mientras los esclavos depositaban en él las pertenencias de Elionor.

—Quizá debieras… —empezó a decirle Joan a su hermano.

—No intervengas, Joan —le espetó Arnau.

Durante un rato se dedicaron a inspeccionar el salón: sus altos techos, la inmensa chimenea, los sillones, los candelabros y la mesa para una docena de personas. Poco después, el mayordomo de Elionor apareció en la escalera. Sin embargo no llegó a pisar el salón; se quedó tres escalones por encima de él.

—Dice la señora baronesa —cantó desde allí, sin dirigirse a nadie en concreto— que esta noche está muy cansada y no desea ser molestada.

El mayordomo empezaba a dar media vuelta cuando Arnau lo detuvo:

—¡Eh! —gritó. El mayordomo se volvió—. Dile a tu señora que no se preocupe, que nadie la molestará… Nunca —susurró.

Mar abrió los ojos y se llevó las manos a la boca. El mayordomo volvió a dar media vuelta, pero Arnau lo detuvo de nuevo.

—¡Eh! —volvió a gritar—, ¿cuáles son nuestras habitaciones?

El hombre se encogió de hombros.

—¿Dónde está el oficial?

—Atendiendo a la señora.

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