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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La catedral del mar (51 page)

BOOK: La catedral del mar
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—¿Seguro que no te pasa nada? —volvió a preguntarle sobresaltándola.

Mar enrojeció. Donaha decía que cualquiera podía leer sus pensamientos, que llevaba el nombre de Arnau en los labios, en los ojos, en todo su rostro. ¿Y si Guillem los había leído?

—No… —repitió—, seguro.

Guillem movió las bolas del ábaco y Mar le sonrió… ¿con tristeza? ¿Qué pasaba por la mente de la muchacha? Quizá fra Joan tuviera razón; ya estaba en edad nubil, era una mujer encerrada con dos hombres…

Mar apartó el dedo del ábaco.

—Guillem.

—Dime.

Calló.

—Nada, nada —dijo al fin levantándose.

Guillem la siguió con la mirada mientras abandonaba la mesa; le molestaba, pero probablemente el fraile tuviera razón.

Se acercó a ellos. Había andado hasta la orilla mientras los barcos, tres galeras y un ballenero, entraban en el puerto. El ballenero era de su propiedad. Isabel, de negro, sosteniendo el sombrero con una mano, y sus hijastros Josep y Genis, a su lado, todos de espaldas a él, miraban la entrada de las naves. «No traen vuestro consuelo», pensó Arnau.

Bastaixos, barqueros y mercaderes callaron al ver pasar a Arnau vestido de gala.

«¡Mírame, arpía!». Arnau esperó a algunos pasos de la orilla. «¡Mírame! La última vez que lo hiciste…». La baronesa se volvió, lentamente; después lo hicieron sus hijos. Arnau respiró hondo. «La última vez que lo hiciste, mi padre colgaba por encima de mi cabeza».

Bastaixos y barqueros murmuraron entre sí.

—¿Deseas algo, Arnau? —le preguntó uno de los prohombres.

Arnau negó con la cabeza, la vista fija en los ojos de la mujer. La gente se apartó y éste quedó frente a la baronesa y sus primos.

Volvió a respirar hondo. Clavó los ojos en los de Isabel, sólo unos instantes; luego paseó la mirada por sus primos, miró hacia los barcos y sonrió.

Los labios de la mujer se contrajeron antes de volverse hacia el mar, siguiendo la dirección marcada por Arnau. Cuando miró de nuevo hacia él, fue para ver cómo se alejaba; las piedras de su capa refulgían.

Joan seguía empeñado en casar a Mar y propuso varios candidatos; no le fue difícil encontrarlos. Con sólo hablar de la cuantía de la dote de Mar, nobles y mercaderes acudieron a su llamada, pero… ¿cómo decírselo a la chica? Joan se ofreció a hacerlo, pero cuando Arnau lo comentó con Guillem, el moro se opuso rotundamente.

—Debes hacerlo tú —dijo—. No un fraile al que apenas conoce.

Desde que Guillem se lo dijo, Arnau perseguía a Mar con la mirada allá donde la muchacha se encontrara. ¿La conocía? Hacía años que convivían pero en realidad era Guillem quien se había ocupado de ella. Él simplemente se había limitado a disfrutar de su presencia, de sus risas y sus bromas. Jamás había hablado con ella de ningún asunto serio. Y ahora, cada vez que pensaba en acercarse a la muchacha y pedirle que lo acompañara a dar un paseo por la playa o, ¿por qué no?, a Santa María, cada vez que pensaba en decirle que tenían que tratar un tema serio, se encontraba con una mujer desconocida… y dudaba, hasta que ella lo sorprendía mirándola, y sonreía. ¿Dónde estaba la niña que se columpiaba sobre sus hombros?

—No deseo casarme con ninguno de ellos —les contestó.

Arnau y Guillem se miraron. Al final había acudido a él.

—Tienes que ayudarme —le pidió.

Los ojos de Mar se iluminaron cuando le hablaron de matrimonio, los dos tras la mesa de cambio, ella enfrente, como si de una operación mercantil se tratara. Pero después negó con la cabeza ante cada uno de los cinco candidatos que les había propuesto fra Joan.

—Pero, niña —intervino Guillem—, tienes que elegir alguno. Cualquier muchacha estaría orgullosa de los nombres que hemos mencionado.

Mar volvió a negar con la cabeza.

—No me gustan.

—Pues algo habrá que hacer —dijo de nuevo Guillem, dirigiéndose a Arnau.

Arnau miró a la muchacha. Estaba a punto de llorar. Escondía el rostro, pero el temblor de su labio inferior y la respiración agitada la delataban. ¿Por qué reaccionaba así una muchacha a la que le acababan de proponer tales hombres? El silencio se prolongó. Al final, Mar levantó la mirada hacia Arnau, apenas un imperceptible movimiento de sus párpados. ¿Por qué hacerla sufrir?

—Seguiremos buscando hasta encontrar alguno que le guste —le contestó a Guillem—. ¿Estás de acuerdo, Mar?

La muchacha asintió con la cabeza, se levantó y se fue, dejando tras de sí a los dos hombres.

Arnau suspiró.

—¡Y yo que creía que lo difícil sería decírselo!

Guillem no contestó. Continuaba con la vista fija en la puerta de la cocina, por donde había desaparecido Mar. ¿Qué sucedía? ¿Qué escondía su niña? Había sonreído al oír la palabra matrimonio, lo había mirado con ojos chispeantes, y después…

—Verás cómo se pone Joan cuando se entere —añadió Arnau.

Guillem se volvió hacia Arnau pero se contuvo a tiempo. ¿Qué importaba lo que pensara el fraile?

—Tienes razón. Lo mejor será que sigamos buscando.

Arnau se volvió hacia Joan.

—Por favor —le dijo—, no es el momento.

Había entrado en Santa María para calmarse. Las noticias no eran buenas y allí, con su Virgen, con el constante repiqueteo de los operarios, con la sonrisa de todos cuantos trabajaban en la obra, se sentía a gusto. Pero Joan lo había encontrado y se había pegado a su espalda. Mar por aquí, Mar por allá, Mar por acullá. ¡Además, no le concernía!

—¿Qué razones puede tener para oponerse al matrimonio? —insistió Joan.

—No es el momento, Joan —repitió Arnau.

—¿Por qué?

—Porque nos acaban de declarar otra guerra. —El fraile se sobresaltó—. ¿No lo sabías? El rey Pedro el Cruel de Castilla nos acaba de declarar la guerra.

—¿Por qué?

Arnau negó con la cabeza.

—Porque desde hace tiempo tenía ganas de hacerlo —bramó moviendo los brazos—. La excusa ha sido que nuestro almirante, Francesc de Perellós, ha apresado frente a las costas de Sanlúcar dos naves genovesas que transportaban aceite. El castellano ha exigido su liberación y, como el almirante ha hecho oídos sordos, nos ha declarado la guerra. Ese hombre es peligroso —murmuró Arnau—. Tengo entendido que se ha ganado a pulso su apelativo; es rencoroso y vengativo. ¿Te das cuenta, Joan? En este momento estamos en guerra contra Génova y Castilla a la vez. ¿Te parece el momento de andar a vueltas con la muchacha?

Joan titubeó. Se encontraban bajo la piedra de clave de la tercera bóveda de la nave central, rodeados de los andamiajes de los que saldrían las nervaduras.

—¿Te acuerdas? —le preguntó Arnau señalando hacia la piedra de clave. Joan levantó la mirada y asintió. ¡Sólo eran unos niños cuando vieron cómo izaban la primera! Arnau esperó unos instantes y continuó—: Cataluña no va a poder soportar esto. Todavía estamos pagando la campaña contra Cerdeña y ya se nos abre otro frente.

—Creía que los comerciantes erais partidarios de las conquistas.

—Castilla no nos abrirá ninguna ruta comercial. La situación es mala, Joan. Guillem tenía razón. —El fraile torció el gesto al oír el nombre del moro—. No acabamos de conquistar Cerdeña y los corsos ya se han sublevado; lo hicieron en cuanto el rey abandonó la isla. Estamos en guerra contra dos potencias y el rey ha agotado todos sus recursos; ¡hasta los consejeros de la ciudad parecen haberse vuelto locos!

Empezaron a andar hacia el altar mayor.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que las arcas no lo soportarán. El rey sigue con sus grandes construcciones: las atarazanas reales y la nueva muralla…

—Pero son necesarias —alegó Joan interrumpiendo a su hermano.

—Las atarazanas, quizá, pero la nueva muralla carece de sentido tras la peste. Barcelona no necesita ampliar esa muralla.

—¿Y?

—Pues que el rey sigue agotando sus recursos. Para la construcción de las murallas ha obligado a contribuir a todas las poblaciones de los alrededores, por si algún día tienen que refugiarse tras ellas; además, ha creado un nuevo impuesto destinado a su construcción: la cuadragésima parte de todas las herencias deberá destinarse a la ampliación de las murallas. Y en cuanto a las atarazanas, todas las multas de los consulados se dedican a su construcción. Y ahora una nueva guerra.

—Barcelona es rica.

—Ya no, Joan, ésa es la cuestión. El rey ha cedido privilegios a medida que la ciudad le concedía recursos, y los consejeros se han metido en tales gastos que no pueden financiarlos. Han aumentado los impuestos sobre la carne y el vino. ¿Sabes qué parte del presupuesto municipal cubrían esos impuestos? —Joan negó—. El cincuenta por ciento de todos los gastos municipales, y ahora los suben. Las deudas del municipio nos llevarán a la ruina, Joan, a todos.

Los dos se quedaron pensativos frente al altar mayor.

—¿Qué hay de Mar? —insistió Joan cuando decidieron abandonar Santa María.

—Hará lo que quiera, Joan, lo que quiera.

—Pero…

—Sin peros. Es mi decisión.

—Llama —le pidió Arnau.

Guillem golpeó con la aldaba sobre la madera del portalón. El sonido atronó la calle desierta. Nadie abrió.

—Vuelve a llamar.

Guillem empezó a golpear la puerta, una, dos…, siete, ocho veces; a la novena se abrió la mirilla.

—¿Qué ocurre? —preguntaron los ojos que aparecieron en ella—. ¿A qué tanto escándalo? ¿Quiénes sois?

Mar, agarrada al brazo de Arnau, notó que se tensaba.

—¡Abre! —ordenó Arnau.

—¿Quién lo pide?

—Arnau Estanyol —contestó con gravedad Guillem—, propietario de este edificio y de todo lo que hay dentro de él, incluida tu persona si eres esclavo.

«Arnau Estanyol, propietario de este edificio…». Las palabras de Guillem resonaron en los oídos de Arnau. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Veinte años? ¿Veintidós? Tras la mirilla, los ojos dudaron.

—¡Abre! —insistió a gritos Guillem.

Arnau levantó la vista al cielo, pensando en su padre.

—¿Qué…? —empezó a preguntarle la muchacha.

—Nada, nada —contestó sonriendo Arnau justo cuando la puerta para el paso de personas de uno de los portalones empezaba a abrirse.

Guillem le ofreció entrar.

—Los portalones, Guillem. Que abran los dos portalones.

Guillem entró y, desde fuera, Arnau y Mar oyeron cómo daba órdenes.

«¿Me estás viendo, padre? ¿Recuerdas? Aquí fue donde te entregaron la bolsa de dinero que te perdió. ¿Qué podías hacer entonces?». La revuelta de la plaza del Blat acudió a su memoria; los gritos de la gente, los de su padre, ¡todos pidiendo grano! Arnau notó que se le hacía un nudo en la garganta. Los portalones se abrieron de par en par y Arnau entró.

Varios esclavos se encontraban en el patio de entrada. A su derecha, la escalinata que subía a los pisos nobles. Arnau no miró hacia arriba, pero Mar sí lo hizo y pudo ver cómo unas sombras se movían tras los ventanales. Enfrente de ellos estaban las caballerizas, con los palafreneros parados a la entrada. ¡Dios! Un temblor recorrió el cuerpo de Arnau, que se apoyó en Mar. La muchacha dejó de mirar hacia arriba.

—Toma —le dijo Guillem a Arnau, ofreciéndole un pergamino enrollado.

Arnau no lo cogió. Sabía qué era. Se había aprendido de memoria su contenido desde que Guillem se lo entregara el día anterior. Era el inventario de los bienes de Grau Puig que el veguer le adjudicaba en pago de sus créditos: el palacio, los esclavos —Arnau buscó en vano entre los nombres pero Estranya no constaba—, algunas propiedades fuera de Barcelona, entre las que se encontraba una insignificante casa en Navarcles que decidió dejarles para que vivieran en ella. Algunas joyas, dos pares de caballos con sus arneses, un carruaje, trajes y vestidos, ollas y platos, alfombras y muebles, todo lo que se encontraba dentro del palacio aparecía reseñado en aquel pergamino enrollado que Arnau había leído una y otra vez la noche anterior.

Volvió a observar la entrada de las caballerizas y después paseó la mirada por todo el patio empedrado… hasta el pie de la escalera.

—¿Subimos? —preguntó Guillem.

—Subimos. Llévame ante tu señor…, ante Grau Puig —se corrigió, dirigiéndose a un esclavo.

Recorrieron el palacio; Mar y Guillem lo observaban todo, Arnau con la vista al frente. El esclavo los llevó hasta el salón principal.

—Anúnciame —le dijo Arnau a Guillem antes de abrir las puertas.

—¡Arnau Estanyol! —gritó su amigo abriéndolas.

Arnau no recordaba cómo era el salón principal del palacio. Ni siquiera lo miró cuando de niño lo recorrió… de rodillas. Tampoco lo hizo ahora. Isabel estaba sentada en un sillón junto a una de las ventanas; flanqueándola, en pie, Josep y Genis. El primero, como su hermana Margarida, había contraído matrimonio. Genis seguía soltero. Arnau buscó a la familia de Josep. No estaban. En otro sillón, vio a Grau Puig, anciano y babeante.

Isabel lo miraba con los ojos encendidos.

Arnau se plantó en medio del salón, junto a una mesa de comedor, de madera noble, el doble de larga que su mesa de cambio. Mar permaneció junto a Guillem, detrás de él. En las puertas del salón se arracimaron los esclavos.

Arnau habló lo suficientemente alto para que su voz resonase en toda la estancia.

—Guillem, esos zapatos son míos —dijo señalando los pies de Isabel—. Que se los quiten.

—Sí, amo.

Mar se volvió sobresaltada hacia el moro. ¿Amo? Conocía el estado de Guillem, pero nunca antes le había oído dirigirse a Arnau en tales términos.

Con una señal, Guillem llamó a dos de los esclavos que miraban desde el quicio de la puerta y los tres se encaminaron hacia Isabel. La baronesa continuaba altiva, enfrentándose con la mirada a Arnau.

Uno de los esclavos se arrodilló, pero antes de que la tocase, Isabel se descalzó y dejó caer los zapatos al suelo, sin dejar de mirar un solo momento a Arnau.

—Quiero que recojas todos los zapatos de esta casa y les prendas fuego en el patio —dijo Arnau.

—Sí, amo —volvió a contestar Guillem.

La baronesa lo seguía mirando con altivez.

—Esos sillones —Arnau señaló los asientos de los Puig—. Llévatelos de ahí.

—Sí, amo.

Grau fue cogido en volandas por sus hijos. La baronesa se levantó antes de que los esclavos cogieran su sillón y se lo llevaran, junto con los demás, hasta una de las esquinas.

Pero seguía mirándolo.

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