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Authors: José Saramago

Tags: #Ciencia Ficción

La caverna (17 page)

BOOK: La caverna
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Se cuenta que en tiempos antiguos hubo un dios que decidió modelar un hombre con el barro de la tierra que antes había creado, y luego, para que tuviera respiración y vida, le dio un soplo en la nariz. Algunos espíritus contumaces y negativos enseñan cautelosamente, cuando no osan proclamarlo con escándalo, que, después de aquel acto creativo supremo, el tal dios no volvió a dedicarse nunca más a las artes de la alfarería, manera retorcida de denunciarlo por haber, simplemente, dejado de trabajar. El asunto, por la trascendencia de que se reviste, es demasiado serio para que lo tratemos de forma simplista, exige ponderación, mucha imparcialidad, mucho espíritu objetivo. Es un dato histórico que el trabajo de modelado, desde aquel memorable día, dejó de ser un atributo exclusivo del creador para pasar a la competencia incipiente de las criaturas, las cuales, excusado será decirlo, no están pertrechadas de suficiente soplo ventilador. El resultado fue que se asignara al fuego la responsabilidad de todas las operaciones subsidiarias capaces de dar, tanto por el color como por el brillo, y hasta por el sonido, una razonable semejanza de cosa viva a cuanto saliese de los hornos. Era juzgar por las apariencias. El fuego hace mucho, eso no hay quien lo niegue, pero no puede hacerlo todo, tiene serias limitaciones, incluso hasta algún grave defecto, como, por ejemplo, la insaciable bulimia que padece y que lo conduce a devorar y reducir a cenizas todo cuanto encuentra por delante. Volviendo al asunto que nos ocupa, la alfarería y su funcionamiento, todos sabemos que barro húmedo metido en horno es barro estallado en menos tiempo del que lleva contarlo. Una primera e irrevocable condición establece el fuego, si queremos que haga lo que de él se espera, que el barro entre seco y bien seco en el horno. Y es aquí cuando humildes regresamos al soplo en la nariz, es aquí cuando tendremos que reconocer hasta qué punto fuimos injustos e imprudentes al apadrinar y hacer nuestra la impía idea de que el dicho dios habría dado la espalda, indiferente, a su propia obra. Sí, es cierto que después de eso nadie más lo ha vuelto a ver, pero nos dejó lo que tal vez fuese lo mejor de sí mismo, el soplo, el aire, el viento, la brisa, el céfiro, esos que ya están entrando suavemente por las narices de los seis muñecos de barro que Cipriano Algor y la hija acaban de colocar, con todo cuidado, sobre uno de los tableros de secado. Escritor, además de alfarero, el dicho dios también sabe escribir derecho con líneas torcidas, no estando él aquí para soplar personalmente, mandó a quien hiciese el trabajo en su nombre, y todo para que la todavía frágil vida de estos barros no acabe extinguiéndose mañana en el ciego y brutal abrazo del fuego. Decir mañana es apenas una manera de hablar, porque si es cierto que un único soplo fue suficiente en el inicio para que el barro del hombre adquiriese respiración y vida, muchos serán los soplos necesarios para que de los bufones, de los payasos, de los asirios de barbas, de los mandarines, de los esquimales y de las enfermeras, de estos que están aquí y de los que en filas cerradas vendrán a alinearse en estos tableros, se evapore poco a poco el agua sin la que no habrían llegado a ser lo que son, y puedan entrar seguros en el horno para transformarse en aquello que van a tener que ser. El perro Encontrado se alzó sobre las patas traseras y apoyó las manos en el borde de la plancha para ver desde más cerca los seis monigotes formados ante él. Olisqueó una vez, dos veces, y luego se desinteresó de ellos, pero no a tiempo de evitar la palmada seca y dolorosa que el dueño le propinó en la cabeza ni la repetición de las duras palabras que ya oyera antes, Fuera de aquí, cómo podría él explicar que no le iba a hacer ningún mal a los muñecos, que sólo los quería ver mejor y oler, que no ha sido justo que me pegues por tan poco, parece que no sabes que los perros no se sirven sólo de los ojos de la cara para indagar el mundo exterior, la nariz es como un ojo complementario, ve lo que huele, menos mal que esta vez ella no gritó Quieto, felizmente siempre se encuentra a alguien capaz de comprender las razones ajenas, incluso las de aquellos que, por mudez de naturaleza, o insuficiencia de vocabulario, no supieron o no les llegó la lengua para explicarlas, No era necesario pegarle, padre, sólo estaba curioseando, dijo Marta. Lo más seguro es que el propio Cipriano Algor no haya querido hacerle daño al perro, le salió así por la fuerza del instinto, que, al contrario de lo que generalmente se piensa, los seres humanos todavía no han perdido ni están cerca de perder. Convive éste pared con pared con la inteligencia, pero es infinitamente más rápido que ella, por eso la pobrecilla queda tantas veces en ridículo y es desairada en tantas ocasiones, es lo que ha sucedido en este caso, el alfarero reaccionó al miedo de ver destruido lo que tanto esfuerzo le había costado de la misma manera que la leona a la ansiedad de ver en peligro a su cría. No todos los creadores se distraen de sus criaturas, sean éstas cachorros o muñecos de barro, no todos se van y dejan en su lugar la inconstancia de un céfiro que sopla de vez en cuando, como si nosotros no tuviésemos esta necesidad de crecer, de ir al horno, de saber quiénes somos. Cipriano Algor llamó al perro, Ven aquí, Encontrado, ven aquí, de hecho no hay quien consiga comprender a estos bichos, pegan y en seguida van a acariciar a quienes han pegado, les pegan y en seguida van a besar la mano que les ha pegado, es posible que todo esto no sea nada más que una consecuencia de los problemas que venimos teniendo, desde el remoto comienzo de los tiempos, para entendernos unos a otros, nosotros, los perros, nosotros, los humanos. Encontrado ya se ha olvidado del manotazo recibido, pero el dueño no, el dueño tiene memoria, lo olvidará mañana o dentro de una hora, pero por el momento no puede, en casos así la memoria es como aquel toque instantáneo de sol en la retina que deja una quemadura en la superficie, cosa leve, sin importancia, pero que molesta mientras dura, lo mejor será llamar al perro, decirle, Encontrado, ven aquí, y el perro irá, va siempre, si está lamiendo la mano que lo acaricia es porque ésa es la manera de besar de los perros, en poco tiempo desaparecerá la quemadura, la visión se normalizará, y será como si nada hubiera ocurrido.

Cipriano Algor echó cuenta de la leña y la encontró poca. Durante años había andado complaciéndose en la idea de que habría de llegar la hora en que el viejo horno de leña sería derribado para que en su lugar surgiera un horno nuevo, de los modernos, de esos que trabajan con gas, capaces de ofrecer temperaturas altísimas, rápidos de calentar y de excelentes resultados en la cocción. En el fondo de sí mismo, sin embargo, intuía que nunca tal acabaría sucediendo, en primer lugar por el mucho dinero que la obra exigiría, fuera de su alcance, pero también por otras razones menos materiales, como saber de antemano que le daría pena derribar aquello que el abuelo había construido y después el padre perfeccionara, si lo hiciese sería como si, en sentido propio, los borrase de una vez por todas de la faz de la tierra, pues precisamente sobre la faz de la tierra está el horno. Tenía aún una otra razón, menos confesable, que despachaba en cinco palabras, Ya estoy viejo para eso, pero que objetivamente implicaba el uso de los pirómetros, de las tuberías, de los pilotos de seguridad, de los quemadores, es decir, otras técnicas y otros cuidados. No quedaba por tanto más remedio que seguir con el horno viejo alimentándolo a la vieja manera, con leña, leña y leña, tal vez esto sea lo que más cuesta soportar en los menesteres del barro. Así como el fogonero de las antiguas locomotoras de vapor, que se pasaba el tiempo echando paladas de carbón en la boca del fogón, el alfarero, por lo menos este Cipriano Algor, que no puede pagar a un ayudante, se fatiga durante horas metiendo el arcaico combustible horno adentro, ramajes que el fuego envuelve y devora en un instante, ramas que la llama va mordisqueando y lamiendo poco a poco hasta fragmentarlas en brasas, lo bueno es cuando podemos mimarlo con pinas y serrín, que arden más despacio y proporcionan más calor. Cipriano Algor se abastece en los alrededores de la población, encarga a los leñadores y agricultores unas cuantas cargas de leña para quemar, compra en los aserraderos y carpinterías del Cinturón Industrial unas cuantas sacas de serrín, preferentemente de maderas duras, como el roble, el nogal y el castaño, y todo esto lo tendrá que hacer solo, evidentemente no se le pasa por la cabeza pedirle a la hija, y más estando embarazada, que le acompañe y le ayude a subir las sacas a la furgoneta, se llevará a Encontrado para acabar de hacer las paces, lo que parece significar que la quemadura en la memoria de Cipriano Algor, al final, no estaba del todo curada. La leña que se encuentra debajo del alpendre sería más que suficiente para la cochura de las seis figuras que van a servir de moldes. Pero Cipriano Algor duda, encuentra absurda, disparatada, un desbarato sin disculpa, la enorme desproporción de medios a emplear en relación con los fines a conseguir, es decir, que para cocer la nadería material de media docena de muñecos vaya a ser necesario usar el horno como si de una carga hasta el techo se tratase. Se lo dijo a Marta, que le dio la razón, y media hora después el remedio, El libro explica cómo se puede resolver el problema, hasta trae un dibujo para que se entienda mejor. Es muy posible que el bisabuelo de Marta, siendo como era del tiempo de Maricastaña, hubiese usado alguna vez, en los primordios de su profesión de alfarero, el ya en esa época anticuado proceso de cochura en cueva, pero la instalación del primer horno debería haber dispensado y de algún modo hecho olvidar la arcaica práctica, que no pasó ya al padre de Cipriano Algor. Afortunadamente existen los libros. Podemos tenerlos olvidados en una estantería o en un baúl, dejarlos entregados al polvo o a las polillas, abandonarlos en la oscuridad de los sótanos, podemos no pasarles la vista por encima ni tocarlos durante años y años, pero a ellos no les importa, esperan tranquilamente, cerrados sobre sí mismos para que nada de lo que tienen dentro se pierda, el momento que siempre llega, ese día en el que nos preguntamos, Dónde estará aquel libro que enseñaba a cocer los barros, y el libro, finalmente convocado, aparece, está aquí en las manos de Marta mientras el padre cava al lado del horno una pequeña cueva con medio metro de profundidad y otro tanto de anchura, para el tamaño de las figuras no es necesario más, después dispone en el fondo del agujero una capa de pequeñas ramas y les prende fuego, las llamas suben, acarician las paredes, reducen la humedad superficial, luego la hoguera esmorecerá, sólo restarán las cenizas calientes y unas diminutas brasas, y será sobre éstas donde Marta, habiéndole pasado al padre el libro abierto en la página, haga descender, y con extremo cuidado vaya posando, una a una, las seis figuras de la prueba, el mandarín, el esquimal, el asirio de barba, el payaso, el bufón, la enfermera, dentro de la cueva el aire caliente todavía tiembla, toca la epidermis grisácea de la que, y también del interior macizo de los cuerpos, casi toda el agua ya se había evaporado por obra de la virazón y de la brisa, y ahora, sobre la boca de la cavidad, a falta de una rejilla adecuada para este fin, coloca Cipriano Algor, ni demasiado juntas ni demasiado separadas, como el libro enseña, unas barras estrechas de hierro por donde han de caer las brasas resultantes de la hoguera que el alfarero ya ha comenzado a atizar. Tan felices estaban con el descubrimiento del libro salvador que no repararon, ni el padre ni la hija, que la hora casi crepuscular en que comenzaron el trabajo los obligaría a alimentar la hoguera noche adentro, hasta que las brasas llenen por completo la cueva y la cocción termine. Cipriano Algor dijo a la hija, Tú acuéstate, que yo me quedo mirando por la lumbre, y ella respondió, No me perdería esto por todo el oro del mundo. Se sentaron en el banco de piedra contemplando las llamas, de vez en cuando Cipriano Algor se levantaba e iba a echar más leña, ramas no demasiado gruesas para que las brasas caigan por los intervalos de los hierros, cuando llegó la hora de la cena Marta bajó a casa para preparar una refección ligera, tomada después a la luz oscilante que se movía sobre la pared lateral del horno como si también él estuviese ardiendo por dentro. El perro Encontrado compartió lo que había para comer, después se tumbó a los pies de Marta, mirando fijamente las llamas, en su vida había estado cerca de otras hogueras, pero ninguna como ésta, probablemente querría decir otra cosa, las hogueras, mayores o más pequeñas, se parecen todas, son leña ardiendo, centellas, tizones y cenizas, lo que Encontrado pensaba era que nunca había estado así, a los pies de dos personas a quienes había entregado para siempre su amor de perro, junto a un banco de piedra propicio a serias meditaciones, como él mismo, a partir de hoy y por experiencia personal directa, podrá testificar. Llenar medio metro cúbico de brasas lleva su tiempo, sobre todo si la leña, como está sucediendo, no llegó seca del todo, la prueba está en que se ven hervir las últimas savias en el extremo opuesto de los troncos que se están quemando. Sería interesante, si fuese posible, mirar dentro, ver si las brasas han alcanzado ya la altura de la cintura de los muñecos, pero lo que se puede imaginar es cómo estará el interior de la cueva, vibrante y resplandeciente con la luz de las múltiples llamas breves que acaban de consumir los pequeños trozos de leña incandescente que van cayendo. Como la noche comenzaba a refrescar, Marta fue a casa a buscar una manta, bajo la cual, echada por los hombros, padre e hija se abrigaron. Por delante no necesitaban, sucedía ahora lo mismo que cuando, en tiempos pasados, nos arrimábamos a la chimenea para calentarnos en las noches de invierno, la espalda tiritaba de frío mientras la cara, las manos y las piernas se achicharraban. Las piernas sobre todo, por estar más cerca de la lumbre. Mañana comienza el trabajo duro, dijo Cipriano Algor, Yo ayudo, dijo Marta, Ayudarás, sin duda, no tienes otro remedio, por mucho que me cueste, Siempre he ayudado, Pero ahora estás embarazada, De un mes, o ni tanto, todavía no se nota, me siento perfectamente, Me temo que no consigamos llevar esto hasta el final, Lo conseguiremos, Si al menos pudiésemos encontrar a alguien que nos ayudase, Usted mismo lo tiene dicho, nadie quiere trabajar en alfarerías, aparte de eso emplearíamos todo el tiempo enseñando a quien viniese y los resultados serían de todo menos compensadores, Claro, confirmó Cipriano Algor, súbitamente distraído. Se había acordado de que Isaura Estudiosa, o Isaura Madruga como parece que ha vuelto a llamarse, andaba buscando trabajo, que si no lo encontraba se iría del pueblo, pero este pensamiento no llegó a perturbarlo, de hecho no podría ni querría imaginarse a la tal Madruga trabajando en la alfarería, metida en el barro, las únicas luces que ella tiene de este oficio es esa manera de abrazar un cántaro contra el pecho, pero eso no sirve de nada cuando es de fabricar monigotes de lo que se trata, y no de acunarlos. Para acunar cualquier persona sirve, pensó, pero sabía que esto no era verdad. Dijo Marta, Podríamos llamar a alguien para que se encargara del trabajo de casa, de manera que me dejara libre a mí para la alfarería, No tenemos dinero para pagar una asistenta, o una empleada doméstica, o mujer por horas, o comoquiera que se llame, cortó bruscamente Cipriano Algor, Una persona que esté necesitando una ocupación y que no le importe ganar poco durante un tiempo, insistió Marta. Impaciente, el padre se sacudió la manta de los hombros como si estuviera sofocándose, Si lo que estás pensando es lo que me imagino, creo que es mejor que la conversación acabe aquí, Falta saber si usted se lo imaginó porque yo lo pensé, dijo Marta, o si ya lo había pensado antes de que yo me lo imaginara, No juegues con las palabras, por favor, tú tienes esa habilidad, pero yo no, no la heredaste de mí, Alguna cosa tendrá que ser de nuestra propia cosecha, en todo caso, eso a lo que llama jugar con las palabras es simplemente un modo de hacerlas más visibles, Pues ésas puedes volver a taparlas, no me interesan. Marta repuso la manta en su lugar, embozó los hombros del padre, Ya están tapadas, dijo, si un día alguien las pone otra vez a la vista, le garantizo que no seré yo. Cipriano Algor se deshizo de la manta, No tengo frío, dijo, y fue a echar más leña a la hoguera. Marta se sintió conmovida al reparar en la meticulosidad con que él colocaba los troncos nuevos sobre las teas que ardían, aplicado y escrupuloso como quien se ha obligado, para expulsar incómodos pensamientos, a concentrar todo su poder de atención en un pormenor sin importancia. No debería haber vuelto al asunto, se dijo a sí misma, mucho menos ahora, cuando ya ha dicho que se vendrá con nosotros al Centro, además, suponiendo que ellos se entiendan hasta el punto de querer vivir juntos, cargaríamos con un problema de difícil o incluso de imposible solución, una cosa es irse al Centro con la hija y el yerno, otra que llevara a la propia mujer, en vez de una familia serían dos, estoy convencida de que no nos aceptarían, Marcial ya me ha dicho que los apartamentos son pequeños, luego tendrían que quedarse aquí, y de qué vivirían, dos personas que apenas se conocen, cuánto tiempo iba a durar el entendimiento, más que jugar con las palabras, lo que hago es jugar con los sentimientos de los otros, con los sentimientos de mi propio padre, qué derecho tengo yo, qué derecho tienes tú, Marta, prueba a ponerte en su lugar, no puedes, claro, pues si no puedes cállate, se dice que cada persona es una isla, y no es cierto, cada persona es un silencio, eso, un silenció, cada una con su silencio, cada una con el silencio que es. Cipriano Algor regresó al banco de piedra, él mismo se colocó la manta sobre los hombros a pesar de traer todavía en la ropa el calor de la hoguera, Marta se le acercó, Padre, padre, dijo, Qué quieres, Nada, no me haga caso. Pasaba de la una cuando la cueva se acabó de llenar. Ya no somos necesarios aquí, dijo Cipriano Algor, mañana, cuando se hayan enfriado, retiraremos las piezas, vamos a ver cómo salen. El perro Encontrado los acompañó hasta la puerta de la casa. Después volvió junto a la hoguera y se tumbó. Bajo la finísima película de ceniza, irradiando una luz tenue, el rescoldo todavía palpitaba. Sólo cuando las brasas se apagaron del todo, Encontrado cerró los ojos para dormir.

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