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Authors: José Saramago

Tags: #Ciencia Ficción

La caverna (20 page)

BOOK: La caverna
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A la mañana siguiente, ya Cipriano Algor estaba entregado a su tarea, Marcial entró en la alfarería, Buenos días, dijo, se presenta el aprendiz. Marta venía con él, pero no se ofreció para trabajar, aunque estuviese segura de que el padre no la echaría esta vez. La alfarería era como un campo de batalla donde una sola persona hubiese andado durante cuatro días peleándose contra sí misma y contra todo lo que la rodeaba, Esto está un poco desordenado, se disculpó Cipriano Algor, nada es como antes, cuando hacíamos cacharrería teníamos una norma, una rutina establecida, Es sólo cuestión de tiempo, dijo Marta, con el tiempo las manos y las cosas acaban habituándose unas a otras, a partir de ese día ni las cosas aturrullan ni las manos se dejan aturrullar, Por la noche me siento tan cansado que se me caen los brazos sólo de pensar que debería ordenar este caos, Con todo gusto me encargaría yo de la tarea si no se me hubiese prohibido la entrada aquí, dijo Marta, No te la he prohibido, Con esas precisas y exactas palabras, no, Es que no quiero que te canses, cuando sea el momento de comenzar a pintar será diferente, trabajarás sentada, no tendrás que hacer esfuerzos, Vamos a ver si a esa altura no se le ocurre decirme que el olor de las pinturas perjudica al niño, Está visto que con esta mujer no es posible conversar, dice Cipriano Algor a Marcial como quien se ha resignado a pedir ayuda, La conoce hace más tiempo que yo, tenga paciencia, pero que esto necesita una limpieza en serio y una organización capaz, no hay duda, Puedo tener una idea, preguntó Marta, me autorizan los señores a tener una idea, Ya la has tenido, reventarías si no la echaras afuera, rezongó el padre, Cuál es, preguntó Marcial, Esta mañana la pasta descansa, vamos a poner todo esto en condiciones decentes, y como mi querido padre no quiere que me canse trabajando, daré las órdenes. Cipriano Algor y Marcial se miraron el uno al otro, a ver quién hablaría primero, y como ni uno ni otro se decidía a tomar la palabra, acabaron diciendo a coro, De acuerdo. Antes de la hora en que Marcial y Marta salieran para el almuerzo, la alfarería y todo lo que en ella se contiene estaba tan limpio y aseado cuanto se podría esperar de un lugar de trabajo donde la lama es la materia prima del producto fabricado. En verdad, si juntamos y mezclamos agua y barro, o agua y yeso, o agua y cemento, podremos dar las vueltas que queramos a la imaginación para inventarles un nombre menos grosero, menos prosaico, menos ordinario, pero siempre, más pronto o más tarde acabaremos llegando a la palabra justa, la palabra que dice lo que hay que decir, lama. Muchos dioses, de los más conocidos, no quisieron otro material para sus creaciones, pero es dudoso si esa preferencia representa hoy para la lama un punto a favor o un punto en contra.

Marta dejó preparado el almuerzo del padre, Es sólo calentarlo, dijo al salir con Marcial. El ruido débil del motor de la furgoneta disminuyó y se desvaneció rápidamente, el silencio se adueñó de la casa y de la alfarería, durante un poco más de una hora Cipriano Algor estará solo. Aliviado de la situación nerviosa de los últimos tiempos, no tardó mucho en notar que el estómago comenzaba a darle señales de insatisfacción. Llevó primero la comida a Encontrado, después entró en la cocina, destapó la cacerola y olió. Olía bien y aún estaba caliente. No había ninguna razón para esperar. Cuando acabó de comer, ya sentado en su sillón de reposo, se sintió en paz. Es de sobra conocido que el gozo del espíritu no es del todo insensible a una alimentación suficiente del cuerpo, sin embargo, si en este momento Cipriano Algor se sentía en paz, si experimentaba una especie de transporte casi jubiloso en todo su ser, no se debía sólo al hecho material de haber comido. Por orden, contribuyeron también para ese venturoso estado de ánimo su innegable avance en el dominio de las técnicas de modelado, la esperanza de que a partir de ahora se acaben los problemas o pasen a mostrarse menos intratables, el excelente entendimiento de Marta y Marcial, que, como suele decirse, entra por los ojos de cualquiera, y, finalmente, pero no de menor importancia, la limpieza a fondo de la alfarería. Los párpados de Cipriano Algor cayeron despacio, se levantaron todavía una vez, después otra con mayor esfuerzo, la tercera no pasó de una tentativa enteramente desprovista de convicción. Con el alma y el estómago en estado de plenitud, Cipriano Algor se dejó deslizar hacia el sueño. Fuera, bajo la sombra del moral, Encontrado también dormía, podrían quedarse así hasta el regreso de Marcial y Marta, pero de repente el perro ladró. El tono no era de amenaza ni de susto, no pasaba de una alerta convencional, un quién va por deber del cargo, Aunque conozca a la persona que acaba de llegar, tengo que ladrar porque es eso lo que se espera que haga. No fueron, sin embargo, los ladridos desenfadados de Encontrado los que despertaron a Cipriano Algor, pero sí una voz, una voz de mujer que desde fuera llamaba, Marta, y luego preguntaba, Marta, estás en casa. El alfarero no se levantó del sillón, apenas enderezó el cuerpo como si estuviese preparándose para huir. El perro ya no ladraba, la puerta de la cocina estaba abierta, la mujer venía ahí, se aproximaba cada vez más, iba a aparecer, si este nuevo encuentro no es efecto de un incidente fortuito, de una mera y casual coincidencia, si estaba previsto y registrado en el libro de los destinos, ni siquiera un terremoto le podrá impedir el camino. Abaneando el rabo, Encontrado fue el primero en entrar, luego apareció Isaura Madruga. Ah, exclamó ella, sorprendida. No le resultó fácil a Cipriano Algor levantarse, el sillón bajo y las piernas súbitamente flojas tuvieron la culpa de la triste figura que sabía que estaba haciendo. Dijo él, Buenas tardes. Dijo ella, Buenas tardes, buenos días, no sé bien qué hora es. Dijo él, Ya es más de mediodía. Dijo ella, Creía que era más temprano. Dijo él, Marta no está, pero haga el favor de entrar. Dijo ella, No quiero molestarlo, vengo en otro momento, lo que me traía no tiene ninguna urgencia. Dijo él, Fue con Marcial a almorzar a casa de los suegros, no tardarán. Dijo ella, Sólo venía para decirle a Marta que conseguí un trabajo. Dijo él, Consiguió trabajo, dónde. Dijo ella, Aquí mismo, en el pueblo, felizmente. Dijo él, En qué va a trabajar. Dijo ella, En una tienda, atendiendo el mostrador, podría ser peor. Dijo él, Le gusta ese trabajo. Dijo ella, En la vida no siempre podemos hacer aquello que nos gusta, lo principal, para mí, era quedarme aquí, a esto no respondió Cipriano Algor, se quedó callado, confundido por las preguntas que, casi sin pensar, le habían salido de la boca, salta a la vista de cualquiera que si una persona pregunta es porque quiere saber, y si quiere saber es porque tiene algún motivo, ahora la cuestión de principio que Cipriano Algor tiene que elucidar en el desorden de sus sentimientos es el motivo de preguntas que, entendidas literalmente, y no se ve que pueda existir en este caso otro modo de entenderlas, demuestran un interés por la vida y por el futuro de esta mujer que excede en mucho lo que sería natural esperar de un buen vecino, interés ese, por otro lado, como sabemos de sobra, en contradicción radical e inconciliable con decisiones y pensamientos que, a lo largo de estas páginas, el mismo Cipriano Algor ha venido tomando y produciendo con relación a Isaura, primero Estudiosa y actualmente Madruga. El problema es serio y exigiría una extensa y concienzuda reflexión, pero la lógica ordenadora y la disciplina del relato, aunque alguna que otra vez puedan ser desacatadas, o incluso, cuando así convenga, deban serlo, no nos permiten que dejemos más tiempo a Isaura Madruga y Cipriano Algor en esta angustiosa situación, constreñidos, callados uno ante otro, con un perro que los mira y no comprende lo que pasa, con un reloj de pared que se estará preguntando, en su tic tac, para qué querrán estos dos el tiempo si no lo aprovechan. Es necesario, por tanto, hacer alguna cosa. Sí, hacer alguna cosa, pero no cualquier cosa. Podremos y deberemos faltar el respeto a la lógica ordenadora y a la disciplina del relato, pero jamás de los jamases a eso que constituye el carácter exclusivo y esencial de una persona, es decir, a su personalidad, a su modo de ser, a su propia e inconfundible presencia. Se admiten en el personaje todas las contradicciones, pero ninguna incoherencia, y en este punto insistimos particularmente porque, al contrario de lo que suelen preceptuar los diccionarios, incoherencia y contradicción no son sinónimos. Es en el interior de su propia coherencia donde una persona o un personaje se van contradiciendo, mientras que la incoherencia, por ser, más que la contradicción, una constante del comportamiento, repele de sí a la contradicción, la elimina, no se entiende viviendo con ella. Desde este punto de vista, aunque arriesgándonos a caer en las telas paralizadoras de la paradoja, no debería ser excluida la hipótesis de que la contradicción sea, al final, y precisamente, uno de los más coherentes contrarios de la incoherencia. Ay de nosotros, estas especulaciones, quizá no del todo desprovistas de interés para aquellos que no se satisfacen con el aspecto superficial y consuetudinario de los conceptos, nos distraerán todavía más de la difícil situación en que habíamos dejado a Cipriano Algor e Isaura Madruga, ahora a solas uno con el otro, porque Encontrado, comprendiendo que allí no se ataba ni se desataba, tuvo por bien apartarse y regresar a la sombra del moral para proseguir el sueño interrumpido. Es, pues, tiempo de buscar una solución para este inadmisible estado de cosas, haciendo, por ejemplo, que Isaura Madruga, más resuelta por el hecho de ser mujer, pronuncie unas pocas palabras sólo para comprobar que da igual, tanto servirían éstas como otras, Bueno, entonces me voy, muchas veces no es necesario más, basta romper el silencio, mover ligeramente el cuerpo como quien hace ademán de retirarse, por lo menos en este caso fue remedio bendito, aunque al alfarero Cipriano Algor, lamentablemente, no se le ocurrió nada mejor que dejar salir una pregunta que más tarde le hará darse puñetazos en la cabeza, juzgue cada uno de nosotros si el suceso es para tanto, Qué me dice de nuestro cántaro, preguntó él, sigue prestándole buen servicio. Cipriano Algor se infligirá puñetazos como castigo por lo que consideró una estupidez sin perdón, pero esperemos que más tarde, cuando se le pase la furia autopunitiva, recuerde que Isaura Madruga no soltó una insultante carcajada a cambio, no se rió inclemente, no sonrió siquiera aquella mínima sonrisa de ironía que la situación parecía pedir, y que, al contrario, se puso muy sería, cruzó los brazos sobre el pecho como si estuviese todavía abrazando el cántaro, ese que Cipriano Algor sin darse cuenta del desliz verbal había llamado nuestro, tal vez luego a la noche, mientras el sueño llega, esta palabra lo interrogue sobre qué intención efectiva habría tenido cuando le dijo, si el cántaro era nuestro porque un día pasó de una mano a otra y porque de él se hablaba en ese momento, o nuestro por ser nuestro, nuestro sin rodeos, nuestro sólo, nuestro de los dos, nuestro y punto final. Cipriano Algor no responderá, mascullará como otras veces, Qué estupidez, pero lo hará de manera automática, en tono asaz vehemente, seguro, pero sin real convicción. Ahora que Isaura Madruga se ha retirado después de haber dicho en un murmullo Hasta otro día, ahora que ha salido por esa puerta como una sombra sutil, ahora que Encontrado, después de haberle hecho compañía hasta el principio de la rampa que conduce a la carretera, acaba de entrar en la cocina con una expresión claramente interrogante en la inclinación de la cabeza, en el meneo de la cola y en el levantar de las orejas, es cuando Cipriano Algor se da cuenta de que ninguna palabra había respondido a su pregunta, ni un sí, ni un no, sólo aquel gesto de abrazar el propio cuerpo, tal vez para encontrarse en él, tal vez para defenderlo o de él defenderse. Cipriano Algor miró alrededor perplejo, como si estuviese perdido, tenía las manos húmedas, el corazón disparado en el pecho, la ansiedad de quien acaba de escapar de un peligro de cuya gravedad no llegó a tener una noción clara. Y entonces se dio el primer puñetazo en la cabeza.

Cuando Marta y Marcial regresaron del almuerzo, lo encontraron en la alfarería, echando yeso líquido en un molde, Cómo lo ha pasado sin nosotros, preguntó Marta, No me he muerto de nostalgia, si era eso lo que querías decir, di de comer al perro, almorcé, descansé un poco, y aquí estoy otra vez, y por aquella casa, qué tal las cosas, Nada de especial, dijo Marcial, como ya les había dicho lo de Marta, no hubo grandes fiestas, los besos y los abrazos de rigor en estas ocasiones, del resto no se habló, Mejor así, dijo Cipriano Algor, y siguió vertiendo la mezcla de yeso dentro del molde. Le temblaban un poco las manos. Ya vengo a ayudarlo, voy a cambiarme de ropa, dijo Marcial. Marta no siguió al marido. Un minuto después, Cipriano Algor, sin mirarla, le preguntó, Quieres algo, No, no quiero nada, sólo estaba viendo su trabajo. Pasó otro minuto, y fue el turno de que Marta preguntara, No se siente bien, Claro que me siento bien, Lo encuentro muy extraño, diferente, Eso son tus ojos, En general, mis ojos están de acuerdo conmigo, Tienes suerte, yo nunca sé con quién estoy de acuerdo, respondió el padre secamente. Marcial no podría tardar mucho. Marta volvió a preguntar, Ha pasado algo en nuestra ausencia. El padre dejó el cubo en el suelo, se limpió las manos con un trapo, y respondió mirando a la hija de frente, Apareció por aquí Isaura, esa Estudiosa, o Madruga, o comoquiera que se llame, venía para hablar contigo, Isaura vino, Con más palabras, creo que ha sido lo que acabo de decirte, No todos tenemos sus capacidades analíticas, y qué quería, si se puede saber, Darte noticia de que ha encontrado trabajo, Dónde, Aquí, Me alegro, me alegro mucho, luego iré a su casa. Cipriano Algor había pasado a ocuparse de otro molde, Padre, comenzó a decir Marta, pero él la interrumpió, Si es sobre este asunto, te pido que no sigas, lo que me pidieron que te transmitiera ya lo sabes, sobran cualesquiera otras palabras, A las semillas también las entierran, y acaban naciendo, perdone si el asunto es el mismo. Cipriano Algor no respondió. Entre la salida de la hija y el regreso del yerno se daría otro puñetazo en la cabeza.

15

Que muchos de los mitos antropogenéticos no prescindieron del barro en la creación material del hombre es un hecho ya mencionado aquí y al alcance de cualquier persona medianamente interesada en almanaques lo-sé-todo y enciclopedias ca-si-todo. No es éste, por regla general, el caso de los creyentes de las diferentes religiones, ya que se sirven de las vías orgánicas de la iglesia de la que forman parte para recibir e incorporar esa y otras muchas informaciones de igual o similar importancia. No obstante, hay un caso, un caso por lo menos, en que el barro necesitó ir al horno para que la obra fuese considerada acabada. Y eso después de varias tentativas. Este singular creador al que nos estamos refiriendo y cuyo nombre olvidamos ignoraría probablemente, o no tendría suficiente confianza en la eficacia taumatúrgica del soplo en la nariz al que otro creador recurrió antes o recurriría después, como en nuestros días hizo también Cipriano Algor, aunque sin más intención que la modestísima de limpiar de cenizas la cara de la enfermera. Volviendo, pues, al tal creador que necesitó llevar el hombre al horno, el episodio pasó de la manera que vamos a explicar, de donde se verá que las frustradas tentativas a que nos referimos resultaron del insuficiente conocimiento que el dicho creador tenía de las temperaturas de la cocción. Comenzó por hacer con barro una figura humana, de hombre o de mujer es pormenor sin importancia, la metió en el horno y atizó la lumbre suficiente. Pasado el tiempo que le pareció cierto, la sacó de allí, y, Dios mío, se le cayó el alma a los pies. La figura había salido negra retinta, nada parecida a la idea que tenía de lo que debería ser su hombre. Sin embargo, tal vez porque todavía estaba en comienzo de actividad, no tuvo valor para destruir el fallido producto de su inexperiencia. Le dio vida, se supone que con un coscorrón en la cabeza, y lo mandó por ahí. Volvió a moldear otra figura, la metió en el horno, pero esta vez tuvo la precaución de cautelarse con la lumbre. Lo consiguió, sí, pero demasiado, pues la figura apareció blanca como la más blanca de todas las cosas blancas. Aún no era lo que él quería. Con todo, pese al nuevo fallo, no perdió la paciencia, debe de haber pensado, indulgente, Pobrecillo, la culpa no es suya, en fin, dio también vida a éste y lo echó a andar. En el mundo había ya por tanto un negro y un blanco, pero el desgarbado creador todavía no había logrado la criatura que soñara. Se puso una vez más manos a la obra, otra figura humana ocupó lugar en el horno, el problema, incluso no existiendo todavía el pirómetro, debía ser fácil de solucionar a partir de aquí, es decir, el secreto era no calentar el horno ni de más ni de menos, ni tanto ni tan poco, y, por esta regla de tres, ahora será la buena. No lo fue. Es cierto que la nueva figura no salió negra, es cierto que no salió blanca, pero, oh cielos, salió amarilla. Otro cualquiera tal vez hubiese desistido, habría despachado aprisa un diluvio para acabar con el negro y el blanco, habría partido el cuello al amarillo, lo que se podría considerar como la conclusión lógica del pensamiento que le pasó por la mente en forma de pregunta, Si yo mismo no sé hacer un hombre capaz, cómo podré mañana pedirle cuentas de sus errores. Durante unos cuantos días nuestro improvisado alfarero no tuvo coraje para entrar en la alfarería, pero después, como se suele decir, le acometió de nuevo el bicho de la creación y al cabo de algunas horas la cuarta figura estaba modelada y pronta para ir al horno. En el supuesto de que entonces hubiese por encima de este creador otro creador, es muy probable que del menor al mayor se hubiese elevado algo así como un ruego, una oración, una súplica, cualquier cosa del género, No me dejes quedar mal. En fin, con las manos ansiosas introdujo la figura de barro en el horno, después escogió con meticulosidad y pesó la cantidad de leña que le parecía conveniente, eliminó la verde y la demasiado seca, retiró una que ardía mal y sin gracia, añadió otra que daba una llama alegre, calculó con la aproximación posible el tiempo y la intensidad del calor, y, repitiendo la imploración, No me dejes quedar mal, acercó un fósforo al combustible. Nosotros, humanos de ahora, que hemos pasado por tantas situaciones de ansiedad, un examen difícil, una novia que faltó al encuentro, un hijo que se hizo esperar, un empleo que nos fue negado, podemos imaginar lo que este creador habrá sufrido mientras aguardaba el resultado de su cuarta tentativa, los sudores que probablemente sólo la proximidad del horno impedían que fuesen helados, las uñas roídas hasta la raíz, cada minuto que iba pasando se llevaba consigo diez años de existencia, por primera vez en la historia de las diversas creaciones del universo mundo conoció el propio creador los tormentos que nos aguardan en la vida eterna, por ser eterna, no por ser vida. Pero valió la pena. Cuando nuestro creador abrió la puerta del horno y vio lo que se encontraba dentro, cayó de rodillas extasiado. Este hombre ya no era ni negro, ni blanco, ni amarillo, era, sí, rojo, rojo como son rojos la aurora y el poniente, rojo como la ígnea lava de los volcanes, rojo como el fuego que lo había hecho rojo, rojo como la misma sangre que ya le estaba corriendo por las venas, porque a esta humana figura, por ser la deseada, no fue necesario darle un coscorrón, bastó haberle dicho, Ven, y ella por su propio pie salió del horno. Quien desconozca lo que pasó en las posteriores edades dirá que, pese a tal acopio de yerros y ansiedades, o, por la virtud instructiva y educativa de la experimentación, gracias a ellos, la historia acabó teniendo un final feliz. Como en todas las cosas de este mundo, y seguramente de todos los otros, el juicio dependerá del punto de vista del observador. Aquellos a quienes el creador rechazó, aquellos a quienes, aunque con benevolencia de agradecer, apartó de sí, o sea, los de piel negra, blanca y amarilla, prosperaron en número, se multiplicaron, cubren, por decirlo así, todo el orbe terráqueo, mientras que los de piel roja, esos por quienes se había esforzado tanto y por quienes sufriera un mar de penas y angustias, son, en estos días de hoy, las evidencias impotentes de cómo un triunfo puede llegar a transformarse, pasado el tiempo, en el preludio engañador de una derrota. La cuarta y última tentativa del primer creador de hombres que introdujo sus criaturas en el horno, esa que aparentemente le trajo la victoria definitiva, llegó a ser, al final, la del definitivo descalabro. Cipriano Algor, también lector asiduo de almanaques y enciclopedias lo-sé-todo o casi-todo, había leído esta historia cuando todavía era muchacho y habiendo olvidado tantas cosas en la vida, de ésta no se olvidó, vaya usted a saber por qué. Era una leyenda india, de los llamados pieles rojas, para ser más exactos, con la cual los remotos creadores del mito pretenderían probar la superioridad de su raza sobre cualesquiera otras, incluyendo aquellas de cuya efectiva existencia no tenían entonces noticia. Sobre este último punto, anticípese la objeción, sería vano e inútil el argumento de que, puesto que no tenían conocimiento de otras razas tampoco las podrían imaginar blancas, o negras, o amarillas, o tornasoladas. Puro engaño. Quien así argumentase sólo demostraría ignorar que estamos lidiando aquí con un pueblo de alfareros, de cazadores también, para quienes el penoso trabajo de transformar el barro en una vasija o en un ídolo había enseñado que dentro de un horno todas las cosas pueden suceder, tanto el desastre como la gloria, tanto la perfección como la miseria, tanto lo sublime como lo grotesco. Cuántas y cuántas veces, durante cuántas generaciones habrían tenido que retirar del horno piezas torcidas, rajadas, convertidas en carbón, faltas o medio crudas, todas inservibles. En realidad no existe una gran diferencia entre lo que pasa en el interior de un horno de alfarería y un horno de panadería. La masa del pan no es más que un barro diferente, hecho de harina, levadura y agua, y, tal como el otro, va a salir cocido del horno, o crudo, o quemado. Dentro tal vez no haya diferencia, se desahoga Cipriano Algor, pero, aquí fuera, garantizo que daría todo en este momento por ser panadero.

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