La caverna de las ideas (15 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La caverna de las ideas
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Pero, de hecho,
había
otra sorpresa: porque al apartar el velo de su rostro, Heracles se encontró con las facciones de un hombre.

—¡Ah, te asombras, Descifrador! —chilló el
astínomo
, afeminadamente complacido—. ¡Por Zeus, que no te censuro! ¡Yo mismo no lo quise creer cuando mis servidores me lo contaron!… Y ahora, permíteme una pregunta: ¿qué haces aquí? Este amable individuo —señaló al hombre calvo— me aseguró que estarías interesado en ver el cuerpo. Pero no entiendo por qué. ¡No hay nada que descifrar, creo yo, salvo el oscuro motivo que impulsó a este efebo…! —se volvió de repente hacia el hombre calvo—. ¿Cómo me dijiste que se llamaba?…

—Eunío —dijo Diágoras como si hablara en sueños.

—… el oscuro motivo que impulsó a Eunío a disfrazarse de cortesana, emborracharse y hacerse estas espantosas heridas… ¿Qué buscas?

Heracles levantaba suavemente los bordes del peplo.

—Ta, ta, ta, ba, ba, ba —canturreaba.

El cadáver parecía asombrado por aquella humillante exploración: contemplaba el cielo del amanecer con su único ojo (el otro, que había sido arrancado y pendía de una sutil viscosidad, miraba el interior de una de las orejas); por la boca abierta sobresalía, burlón, el músculo de la lengua partido en dos trozos.

—Pero ¿se puede saber qué miras? —exclamó el
astínomo
, impaciente, pues deseaba terminar con su trabajo. El era el encargado de limpiar la ciudad de excrementos y basuras, y de vigilar el destino de los muertos que brotaban sobre ella, y la aparición madrugadora de aquel cadáver en un solar lleno de escombros y desperdicios en el barrio Cerámico Interior era responsabilidad suya.

—¿Por qué estás tan seguro,
astínomo
, de que fue el propio Eunío quien se hizo todo esto? —dijo Heracles, ocupado ahora en abrir la mano izquierda del cadáver.

El
astínomo
saboreó su gran momento. Su pequeña y tersa cara se ensució con una grotesca sonrisa.

—¡No he necesitado contratar a un Descifrador para saberlo! —chilló—. ¿Has olido sus asquerosas ropas?… ¡Apestan a vino!… Y hay
testigos
que vieron cómo se mutilaba él mismo con esa daga…

—¿Testigos? —Heracles no parecía impresionado. Había encontrado algo (un pequeño objeto que el cadáver albergaba en la mano izquierda) y lo había guardado en su manto.

—Muy respetables. Uno de ellos, aquí presente…

Heracles alzó la vista.

El
astínomo
señalaba a Diágoras.
[49]

Dieron el pésame a Trisipo, el padre de Eunío. La noticia había cundido con rapidez y había mucha gente cuando llegaron, en su mayoría familiares y amigos, pues Trisipo era muy respetado: como estratego, se le recordaba por sus hazañas en Sicilia, y, aún más importante, era de los pocos que habían regresado para contarlo. Y por si alguien lo dudaba, su historia estaba escrita en sucias cicatrices sobre el cementerio de su rostro, «que se ennegreció en el sitio de Siracusa», como solía decir: de una en especial se hallaba más orgulloso que de todos los honores recibidos en su vida, y era ésta una hendidura tajante, oblicua, que se dirigía desde la zona izquierda de su frente hasta la mejilla derecha, infectando en su descenso la húmeda pupila, producto de un golpe de espada siracusano; su aspecto, con aquella grieta blanca sobre la piel tostada y el globo ocular tan semejante a la clara de los huevos, no resultaba muy agradable de contemplar, pero era honroso. Muchos jóvenes guapos le tenían envidia.

En casa de Trisipo había un gran revuelo. Daba, empero, la sensación de que siempre lo había, no importaba que el día fuera excepcional: cuando Diágoras y el
astínomo
llegaron (el Descifrador venía detrás, pues, por algún motivo, no había querido unirse a ellos), un par de esclavos intentaban salir cargando con abultadas cestas de desperdicios, resultado quizá de algún cuantioso banquete de los muchos que ofrecía el militar a los prohombres de la Ciudad. La puerta se hallaba casi impracticable debido a los numerosos montoncitos de gente depositados frente a ella: preguntaban; no entendían; opinaban sin saber; observaban; se lamentaban cuando los gritos rituales de las mujeres detenían sus conversaciones. Había algo más que la muerte en el tema de aquella animada reunión: estaba también, y sobre todo, el
hedor
. La muerte de Eunío
hedía
. ¿Vestido de cortesana? Pero… ¿Borracho?… ¿Loco?… ¿El hijo mayor de Trisipo?… ¿Eunío, el hijo del estratego?… ¿El efebo de la Academia?… ¿Un cuchillo?… Pero… Aún era demasiado pronto para proponer teorías, explicaciones, enigmas: el interés general, por ahora, se concentraba en los hechos. Los hechos eran algo así como basura bajo la cama: nadie sabía exactamente cuáles habían sido, pero todos podían percibir su mal olor.

Trisipo, sentado como un patriarca en una silla del cenáculo y rodeado de familiares y amigos, recibía las muestras de condolencia sin preocuparse por quién se las daba: extendía una mano o las dos, erguía la cabeza, agradecía, se mostraba confuso, ni triste ni irritado sino confuso (eso era lo que le hacía digno de compasión), como si la presencia de tanta gente hubiera acabado por desconcertarlo, y se preparaba para alzar la voz e improvisar un discurso fúnebre. La emoción había oscurecido aún más la broncínea piel de su rostro, del que pendía una barba gris y deshecha, acentuando la sucia blancura de su cicatriz y otorgándole una extraña apariencia de hombre mal construido, elaborado a trozos. Por fin pareció hallar las palabras adecuadas y, tras imponer débilmente el silencio, dijo:

—Gracias a todos. Si poseyera tantos brazos como Briareo, me gustaría usarlos, oídme bien, para estrecharos fuertemente contra mí. Ahora compruebo con gozo que mi hijo era amado… Permitidme que os honre con unas breves palabras de alabanza…
[50]

—Yo creía conocer a mi hijo —dijo Trisipo cuando hubo terminado su discurso—: Era respetuoso con los Sagrados Misterios, pese a que era el único devoto de nuestra familia; y se le consideraba un buen alumno en la escuela de Platón… Su mentor, aquí presente, puede atestiguarlo…

Todos los rostros se volvieron hacia Diágoras, que enrojeció.

—Así era —dijo.

Trisipo hizo una pausa para sorber por la nariz y preparar un poco más de sucia saliva: cada vez que hablaba acostumbraba a expulsarla con calculada precisión a través de una de las comisuras, la que parecía más débil de las dos, aunque no podía saberse con certeza si cambiaba de comisura tras las pausas de sus prolongados discursos. Como hablaba siempre como un militar, nunca esperaba que nadie le replicase; por ello, se extendía indebidamente cuando el tema se hallaba más que agotado. En aquel momento, sin embargo, ni el más grande partidario de la concisión hubiera considerado agotado el tema. Por el contrario, todos escuchaban sus palabras con un interés casi enfermizo:

—Me dicen que se emborrachó… que se vistió de mujer y se cortó en pedazos con una daga… —escupió minúsculas gotas de saliva al proseguir—: ¿Mi hijo? ¿Mi Eunío?… No, él nunca haría algo tan…
hediondo
. ¡Habláis de otro, no de mi Eunío!… ¡Que enloqueció, dicen! Que se volvió loco en una sola noche y ofendió de esa forma el sagrado templo de su cuerpo virtuoso… ¡Por Zeus y Atenea Portaégida, es falso, o deberé creer entonces que mi hijo era un desconocido para su propio padre! ¡Más aún: que todos sois para mí tan enigmáticos como el designio de los dioses! ¡Si esa basura fuera cierta, creeré a partir de ahora que vuestras caras, vuestras muestras de dolor y vuestras miradas comprensivas son tan sucias como una carroña insepulta!…

Hubo murmullos. A juzgar por las expresiones de indiferencia, hubiérase dicho que casi todo el mundo estaba de acuerdo en ser considerado «carroña insepulta», pero que nadie se hallaba dispuesto a modificar un ápice su opinión sobre lo ocurrido. Existían testigos de toda confianza, como Diágoras, que afirmaban —aunque con reticencia— haber visto a Eunío borracho y enloquecido, vestido con peplo y manto de lino, infligiéndose heridas más o menos serias por todo el cuerpo. Diágoras, en concreto, precisó que su encuentro había sido casual: «Regresaba a mi casa por la noche cuando lo vi. Al principio pensé que era una hetaira; entonces me saludó, y pude reconocerlo. Pero advertí que estaba borracho, o loco. Se provocaba arañazos con la daga y al mismo tiempo se reía, así que al pronto no fui consciente de la gravedad de la situación. Cuando quise detenerle, ya había huido. Se dirigía al Cerámico Interior. Me apresuré a buscar ayuda: encontré a Ipsilo, Deolpos y Argelao, que son algunos de mis antiguos discípulos, y… ellos también habían visto a Eunío… Avisamos, por fin, a los soldados… pero demasiado tarde…».

Cuando Diágoras dejó de ser el centro de la atención, buscó con la vista al Descifrador. Lo halló a punto de escabullirse por la puerta, esquivando a la gente. Corrió tras él y logró alcanzarlo en la calle, pero Heracles hizo caso omiso a sus palabras. Por fin, Diágoras tiró de su manto.

—¡Aguarda!… ¿Adónde vas?

La mirada de Heracles lo hizo retroceder.

—Contrata a otro Descifrador que sepa escuchar mentiras mejor que yo, Diágoras de Medonte —dijo, con gélida furia—. Consideraré que la mitad del dinero que me has pagado hasta ahora son mis honorarios: mi esclava te entregará el resto cuando quieras. Buen día…

—¡Por favor! —suplicó Diágoras—. ¡Espera!… Yo…

Aquellos ojos fríos e inclementes volvieron a acobardarle. Diágoras jamás había visto al Descifrador tan enojado.

—No me ofende tanto tu engaño como tu necia pretensión de que podías engañarme… ¡Esto último, Diágoras, lo considero imperdonable!

—¡No he querido engañarte!

—Entonces, mi enhorabuena al maestro Platón, pues te ha enseñado el difícil arte de mentir sin querer.

—¡Aún trabajas para mí! —se irritó Diágoras.

—¿Vuelves a olvidar que se trata de mi trabajo?

—Heracles… —Diágoras optó por bajar la voz, ya que advertía la presencia de demasiados curiosos aglomerados como desperdicios alrededor de la discusión—. Heracles, no me abandones ahora… ¡Después de lo ocurrido ya no puedo confiar en nadie salvo en ti!…

—¡Afirma otra vez que viste a ese efebo vestido de muchachita cortándose lonchas de carne ante tus ojos, y juro por el peplo de Atenea Políade que no volverás a recibir noticias mías!

—Ven, te lo ruego… Busquemos un lugar tranquilo para hablar…

Pero Heracles prosiguió:

—¡Extraña forma de ayudar a tus alumnos, oh mentor! ¿Cubriendo de estiércol la verdad crees que contribuirás a descubrirla?

—¡No pretendo ayudar a los alumnos sino a la Academia! —toda la esférica cabeza de Diágoras había enrojecido; jadeaba; sus ojos se hallaban húmedos. Había logrado algo curioso: gritar sin estrépito, manchar la voz hasta conseguir un aullido hacia dentro, como para hacer saber a Heracles (pero sólo a él) que había gritado. Y con idéntica magia vocal, añadió—: ¡La Academia debe quedar fuera de todo esto!… ¡Júramelo!…

—¡No tengo por costumbre ofrecer mi juramento a aquellos que esgrimen la mentira con tanta facilidad!

—¡Mataría —exclamó Diágoras en la cúspide de su alarido inverso, de su estentóreo cuchicheo—, óyeme bien, Heracles, mataría por ayudar a la Academia…!

Heracles se hubiera reído de no hallarse tan indignado; pensó que Diágoras había descubierto el «murmullazo»: la forma de ensordecer a su interlocutor con susurros espasmódicos. Sus ahogados chillidos se le antojaban los de un niño que, temiendo que su compañero le arrebate el maravilloso juguete de la Academia (la palabra donde su voz enmudecía casi por completo, de modo que Heracles sólo podía intuirla por los gestos de su boca), intenta impedírselo a toda costa, pero en mitad de una clase y sin que el maestro se aperciba.

—¡Mataría! —repitió Diágoras—. ¿Qué es para mí, entonces, una mentira, comparada con perjudicar a la Academia?… ¡Lo peor debe ceder el paso a lo mejor! ¡Aquello que vale menos ha de sacrificarse por lo que vale más!…

—Sacrifícate, pues, Diágoras, y dime la verdad —replicó Heracles con mucha calma y no poca ironía—, porque te aseguro que, ante mis ojos, nunca has valido menos que ahora.

Caminaban por la Stoa Poikile. Era la hora de la limpieza, y los esclavos bailaban con las escobas de caña barriendo los desperdicios acumulados durante el día anterior. Aquel ruido múltiple y vulgar, semejante a una chachara de viejas, imprimía (Heracles no sabía muy bien por qué) cierta burla de fondo a la actitud apasionada y trascendente de Diágoras, el cual, siempre incapaz de frivolizar los asuntos, mostraba en aquel momento, y más que nunca, toda la gravedad que requería la situación: con su actitud cabizbaja, su lenguaje de orador de Asamblea y sus profundos suspiros interruptores.

—Yo… de hecho, no había vuelto a ver a Eunío desde anoche, cuando lo dejamos interpretando aquella obra de teatro… Esta mañana, un poco antes del amanecer, uno de mis esclavos me despertó para decirme que los servidores de los
astínomos
habían encontrado su cadáver entre los escombros de un solar del Cerámico Interior. Cuando me contó los detalles, me horroricé… Lo primero que pensé fue: «Debo proteger el honor de la Academia»…

—¿Es preferible el deshonor de una familia al de una institución? —preguntó Heracles.

—¿Tú crees que no? Si la institución, como es el caso, se halla mucho más capacitada que la familia para gobernar e instruir noblemente a los hombres, ¿debe sobrevivir la familia antes que la institución?

—¿Y de qué modo se perjudicaría a la Academia si se hiciera público que Eunío puede haber sido asesinado?

—Si encuentras porquería en uno de esos higos —señaló Diágoras el que Heracles se llevaba en aquel momento a la boca—, y desconoces cuál puede ser su origen, ¿confiarías en los demás frutos de la misma higuera?

—Puede que no —a Heracles le estaba pareciendo que preguntarle a los platónicos consistía, básicamente, en responder a sus preguntas.

—Pero si hallaras un higo sucio en el suelo —prosiguió Diágoras—, ¿acaso pensarías que es la higuera la responsable de su suciedad?

—Claro que no.

—Pues lo mismo pensé yo. Mi razonamiento fue el siguiente: «Si Eunío ha sido el único responsable de su muerte, la Academia no sufrirá daño; la gente, incluso, se alegrará de que el higo enfermo haya sido apartado de los sanos. Pero si hay alguien detrás de la muerte de Eunío ¿cómo evitar el caos, el pánico, la sospecha?». Aún más: piensa en la posibilidad de que a cualquiera de nuestros detractores (y tenemos muchos) se le ocurriera establecer peligrosas comparaciones con la muerte de Trámaco… ¿Te imaginas lo que sucedería si se extendiera la noticia de que alguien está matando a nuestros alumnos?

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