La caverna de las ideas (16 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La caverna de las ideas
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—Te olvidas de un detalle tonto —sonrió Heracles—: Con tu decisión contribuyes a que el asesinato de Eunío quede impune…

—¡No! —exclamó Diágoras, triunfal por primera vez—. Ahí te equivocas. Yo pensaba decirte a ti la verdad. De esta forma, tú seguirías investigando en secreto, sin riesgo para la Academia, y atraparías al culpable…

—Un plan magistral —ironizó el Descifrador—. Y dime, Diágoras, ¿cómo lo hiciste? Quiero decir, ¿colocaste también la daga en su mano?

Sonrojándose, el filósofo retornó a su actitud mustia y trascendente.

—¡No, por Zeus, jamás se me hubiera ocurrido tocar el cadáver!… Cuando el esclavo me llevó hasta el lugar, se hallaban presentes los servidores del
astínomo
y el propio
astínomo
. Les expliqué la versión que había ido elaborando por el camino y cité los nombres de antiguos discípulos que, llegado el caso, sabía que confirmarían todo lo que yo dijera… Precisamente, al ver el puñal en su mano y percibir aquel fuerte olor a vino, pensé que mi explicación era plausible… De hecho, ¿por qué no pudo ser así, Heracles? El
astínomo
, que había examinado el cuerpo, me dijo que todas las heridas estaban al alcance de su mano derecha… No había cortes en la espalda, por ejemplo… En verdad, parece que fue él mismo quien…

Diágoras se calló al advertir un repunte de enojo en la fría mirada del Descifrador.

—Por favor, Diágoras, no ofendas mi inteligencia citando la opinión de un miserable limpiabasuras como el
astínomo
… Yo soy Descifrador de Enigmas.

—¿Y qué te hace pensar que Eunío haya sido asesinado? Olía a vino, se había vestido de mujer, sostenía una daga con su mano derecha y podía haberse producido él mismo todas las heridas… Conozco varios casos horribles en relación con los efectos del vino puro en los espíritus jóvenes. Esta misma mañana me vino a la memoria el de un efebo de mi
demo
, que se emborrachó por primera vez durante unas Leneas y se golpeó la cabeza contra un muro hasta morir… Así pues, pensé…

—Tú empezaste a pensar cosas, como siempre —lo interrumpió Heracles con placidez—, y yo me limité a examinar el cuerpo: ahí tienes la gran diferencia entre un filósofo y un Descifrador.

—¿Y qué hallaste en el cuerpo?

—El vestido. El peplo que llevaba encima, y que estaba desgarrado por las cuchilladas…

—Sí, ¿y qué?

—Los desgarros no guardaban relación con las heridas que había
debajo
. Hasta un niño hubiera podido darse cuenta… Bueno, un niño no, pero yo sí. Me bastó un simple examen para comprobar que, sobre el desgarro lineal de la tela, yacía una herida circular, y que el producido por una punción profunda se correspondía, en la piel, con un trayecto rectilíneo y superficial… Es obvio que alguien lo vistió de mujer después de que recibiera las puñaladas… no sin antes desgarrar y manchar la ropa de sangre, claro.

—Increíble —se admiró Diágoras con sinceridad.

—Consiste, tan sólo, en saber ver las cosas —replicó el Descifrador, indiferente—. Por si fuera poco, nuestro asesino se equivocó también en otro detalle: no había sangre cerca del cadáver. Si Eunío se hubiera provocado a sí mismo esos salvajes cortes, los escombros y desperdicios cercanos mostrarían un reguero de sangre, por lo menos. Pero no había sangre en los escombros: eran basura limpia, valga la expresión. Lo cual significa que Eunío no recibió
allí
las puñaladas, sino que fue herido en otro lugar y trasladado después a esa zona en ruinas del Cerámico Interior…

—Oh, por Zeus…

—Y quizás este último error haya sido decisivo —Heracles entrecerró los ojos y se atusó la pulcra barba plateada mientras meditaba. Entonces dijo—: En todo caso, aún no entiendo por qué vistieron a Eunío de mujer y le colocaron esto en la mano…

Extrajo el objeto de su manto. Ambos lo contemplaron en silencio.

—¿Por qué crees que fue otro quien lo puso? —preguntó Diágoras—. Eunío pudo haberlo cogido antes de…

Heracles negó con la cabeza, impaciente.

—El cadáver de Eunío ya no manaba sangre y estaba rígido —explicó—. Si Eunío hubiera tenido esto en la mano cuando murió, la contractura de los dedos habría impedido que yo se lo quitara con tanta facilidad como lo hice. No:
alguien
lo disfrazó de muchacha y se lo introdujo entre los dedos…

—Pero, por los sagrados dioses, ¿por qué razón?

—No lo sé. Y me desconcierta. Es la parte del texto que aún no he traducido, Diágoras… Aunque puedo asegurarte, modestamente, que no soy mal traductor —y de repente Heracles dio media vuelta y comenzó a bajar por las escalinatas de la Stoa—. ¡Pero, ea, ya está todo dicho! ¡No perdamos más tiempo! ¡Nos queda por realizar otro Trabajo de Hércules!

—¿Adónde vamos?

Diágoras tuvo que apresurar el paso para alcanzar a Heracles, que exclamó:

—¡A conocer a un individuo muy peligroso que quizá nos ayude!… ¡Vamos al taller de Menecmo!

Y, mientras se alejaba, volvió a guardar en su manto el marchito lirio blanco.
[51]

En la oscuridad, una voz preguntó:

—¿Hay alguien aquí?
[52]

En la oscuridad, una voz preguntó:

—¿Hay alguien aquí?

El lugar era tenebroso y polvoriento; el suelo estaba repleto de escombros y quizá también de basura, cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran piedras y cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran restos blandos o quebradizos. La oscuridad era absoluta: no se sabía por dónde se avanzaba ni hacia dónde. El recinto podía ser enorme o muy pequeño; quizás existía otra salida además del pórtico de entrada, o quizás no.

—Heracles, aguarda —susurró otra voz—. No te veo.

Por ello, el más débil de los ruidos representaba un irrefrenable sobresalto.

—¿Heracles?

—Aquí estoy.

—¿Dónde?

—Aquí.

Y por ello, descubrir que
en verdad había
alguien era casi gritar.

—¿Qué ocurre, Diágoras?

—Oh dioses… Por un momento pensé… Es una estatua.

Heracles se acercó a tientas, extendió la mano y tocó algo: si hubiera sido el rostro de un ser vivo, sus dedos se hubieran hundido directamente en los ojos. Palpó las pupilas, reconoció la pendiente de la nariz, el contorno ondulado de los labios, el demediado promontorio de la barbilla. Sonrió y dijo:

—En efecto, es una estatua. Pero debe de haber muchas por aquí: se trata de su taller.

—Tienes razón —admitió Diágoras—. Además, casi puedo verlas ya: los ojos se me están acostumbrando.

Era cierto: el pincel de las pupilas había comenzado a dibujar siluetas de color blanco en medio de la negrura, esbozos de figuras, borradores discernibles. Heracles tosió —el polvo lo asediaba— y removió con la sandalia la suciedad que yacía bajo sus pies: un ruido semejante a agitar un cofre lleno de abalorios.

—¿Dónde se habrá metido? —dijo.

—¿Por qué no lo aguardamos en el zaguán? —sugirió Diágoras, incómodo por la inagotable penumbra y el lento brotar de las esculturas—. No creo que tarde en venir…

—Está
aquí
—dijo Heracles—. Si no, ¿por qué iba a dejar la puerta abierta?

—Es un lugar tan extraño…

—Es un taller de artista, simplemente. Lo extraño es que las ventanas estén clausuradas. Vamos.

Avanzaron. Ya era más fácil hacerlo: sus miradas amanecían paulatinamente sobre las islas de mármol, los bustos asentados en altas repisas de madera, los cuerpos que aún no habían escapado de la piedra, los rectángulos donde se grababan frisos. El mismo espacio que los contenía empezaba a ser visible: era un taller bastante amplio, con una entrada en un extremo, tras un zaguán, y lo que parecían pesadas colgaduras o cortinajes en el extremo opuesto. Una de las paredes se hallaba arañada por filamentos de oro, débiles manchas resplandecientes que discurrían por la madera de enormes postigos cerrados. Las esculturas, o los bloques de piedra en las cuales se gestaban, se distribuían a intervalos irregulares por todo el lugar, sobresaliendo entre los desperdicios del arte: residuos, esquirlas, guijarros, arenisca, herramientas, escombros y pedazos desgarrados de tela. Frente a los cortinajes se erguía un podio de madera bastante grande al que se accedía por dos escaleras cortas situadas a los costados. Sobre el podio se vislumbraba una cordillera de sábanas blancas asediada por un vertedero de cascotes. Hacía frío entre aquellos muros, y, por extraño que parezca,
olía
a piedra: un aroma inesperadamente denso, sucio, semejante a olfatear el suelo aspirando con fuerza hasta atrapar también la picante levedad del polvo.

—¿Menecmo? —preguntó en voz alta Heracles Póntor.

El ruido que siguió, inmenso, impropio de aquella penumbra mineral, hizo trizas el silencio. Alguien había quitado la tabla que cerraba una de las amplias ventanas —la más cercana al podio—, dejándola caer al suelo. Un mediodía fúlgido y tajante como la maldición de un dios atravesó la sala sin hallar obstáculos; el polvo giraba a su alrededor en visibles nubes calizas.

—Mi taller cierra por las tardes —dijo el hombre.

Sin duda existía una puerta oculta tras los cortinajes, pues ni Heracles ni Diágoras habían advertido su llegada.

Era muy delgado, y presentaba un aspecto de enfermizo desaliño. En su cabello, revuelto y gris, las canas no habían terminado de extenderse y florecían en sucios mechones blancos; la palidez de su rostro se manchaba de ojeras. No existía un solo detalle en su aspecto que un artista no hubiese deseado perfilar: la barba rala y mal esparcida, los irregulares cortes del manto, el estropicio de las sandalias. Sus manos —fibrosas, morenas— mostraban una revuelta colección de residuos de origen diverso; también sus pies. Todo su cuerpo era una herramienta usada. Tosió, se alisó —en vano— el pelo; sus ojos sanguinolentos parpadearon; dio la espalda a sus visitantes, ignorándolos, y se dirigió a una mesa cercana al podio, repleta de utensilios, dedicándose, al parecer —pues no había modo de cerciorarse—, a elegir los más adecuados para su trabajo. Se escucharon distintos ruidos metálicos, como notas de címbalos desafinados.

—Lo sabíamos, buen Menecmo —dijo Heracles con pulcra suavidad—, y no venimos a adquirir tus estatuas…

Menecmo giró la cabeza y dedicó a Heracles un residuo de su mirada.

—¿Qué haces aquí, Descifrador de Enigmas?

—Dialogar con un colega —repuso Heracles—. Ambos somos artistas: tú te dedicas a cincelar la verdad, yo a descubrirla.

El escultor prosiguió su labor en la mesa, provocando un desgarbado ajetreo de herramientas. Entonces dijo:

—¿Quién te acompaña?

—Soy… —alzó la voz Diágoras, muy digno.

—Es un amigo —lo interrumpió Heracles—. Puedes creerme si te aseguro que tiene mucho que ver con mi presencia aquí, pero no perdamos más tiempo…

—Cierto —asintió Menecmo—, porque debo trabajar. Tengo un encargo para una familia aristocrática del Escambónidai, y he de terminarlo antes de un mes. Y otras muchas cosas… —volvió a toser: una tos, como sus palabras, sucia y estropeada.

Abandonó repentinamente su quehacer en la mesa —los movimientos, siempre bruscos, desajustados— y subió por una de las escalerillas del podio. Heracles dijo, con suma amabilidad:

—Serán sólo unas preguntas, amigo Menecmo, y si tú me ayudas acabaremos antes. Queremos saber si te suena de algo el nombre de Trámaco, hijo de Meragro, y el de Antiso, hijo de Praxínoe, y el de Eunío, hijo de Trisipo.

Menecmo, que en lo alto del podio se ocupaba de recoger las sábanas que cubrían la escultura, se detuvo.

—¿Cuál es la razón de tu pregunta?

—Oh, Menecmo: si respondes a mis preguntas con preguntas, ¿cómo vamos a terminar pronto? Procedamos con orden: contesta tú ahora a mis cuestiones y yo contestaré a las tuyas después.

—Los conozco.

—¿Por motivos profesionales?

—Conozco a muchos efebos en la Ciudad… —se interrumpió para tirar de una de las sábanas, que se resistía. No tenía paciencia; sus gestos poseían cualidades agonistas; los objetos parecían desafiarlo. Concedió al lienzo la oportunidad de dos intentos breves, casi de advertencia. Entonces apretó los dientes, afirmó los pies en el podio de madera y, lanzando un sucio gruñido, tiró con ambas manos. La sábana se desprendió con un ruido como de volcar desperdicios, desordenando las colecciones intangibles de polvo.

La escultura, descubierta al fin, era compleja: mostraba a un hombre sentado a una mesa repleta de rollos de papiros. La base, inacabada, se retorcía con la informe castidad del mármol virgen de cincel. De la cabeza de la figura, que daba la espalda a Heracles y Diágoras, sólo era visible la coronilla, tan concentrado parecía estar en lo que hacía.

—¿Alguno de ellos te sirvió de modelo? —preguntó Heracles.

—En ocasiones —fue la lacónica respuesta.

—Sin embargo, no creo que todos tus modelos sean también actores de tus obras…

Menecmo había regresado a la mesa de utensilios y preparaba una hilera de cinceles de diferente tamaño.

—Les dejo libertad para elegir —dijo sin mirar a Heracles—. A veces hacen ambas cosas.

—¿Como Eunío?

El escultor volvió la cabeza con brusquedad: Diágoras pensó que gustaba de maltratar a sus propios músculos como un padre ebrio maltrataría a sus hijos.

—Acabo de saber lo de Eunío, si es a eso a lo que te refieres —dijo Menecmo; sus ojos eran dos sombras fijas en Heracles—. No he tenido nada que ver con su arrebato de locura.

—Nadie ha dicho lo contrario —Heracles levantó ambas manos abiertas, como si Menecmo lo estuviera amenazando.

Cuando el escultor volvió a ocuparse de las herramientas, Heracles dijo:

—Por cierto, ¿sabías que Trámaco, Antiso y Eunío participaban en tus obras de incógnito? Los mentores de la Academia les prohibían hacer teatro…

Los huesudos hombros de Menecmo se alzaron a la vez.

—Creo haber oído algo parecido. ¡Es lo más necio que he escuchado jamás! —y diciendo esto, volvió a subir por la escalera del podio en dos saltos—. ¡Nadie puede prohibir el arte! —exclamó, y propinó un cincelazo impulsivo, casi azaroso, en una de las esquinas de la mesa de mármol; el sonido dejó en el aire un ligero vestigio musical.

Diágoras abrió la boca para replicar, pero pareció pensárselo mejor y desistió. Heracles dijo:

—¿Y se mostraban temerosos de ser descubiertos?

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