La caverna de las ideas (20 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La caverna de las ideas
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—Fin del capítulo —dijo.
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VIII
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Los días finales de las fiestas Leneas entorpecían el ritmo normal de la Ciudad.

Aquella soleada mañana, una densa hilera de carretas de mercaderes bloqueaba la Puerta de Dipilon; escuchábanse insultos y órdenes, pero no por ello los movimientos dejaban de ser tardos. En la Puerta del Pireo, los pasos eran aún mucho más morosos y una vuelta completa de rueda de carro podía demorar un cuarto de clepsidra. Los esclavos, transportando ánforas, mensajes, haces de leña o sacos de trigo, se gritaban unos a otros por las calles, exigiendo vía libre. La gente se levantaba a deshora, y la Asamblea en el Dioniso Eleútero se retrasaba. Como no habían venido todos los prítanos, no podía pasarse a la votación. Los discursos languidecían, y el escaso público dormitaba sobre las gradas. Oigamos ahora a Janócrates. Y Janócrates —dueño de importantes fincas en las afueras de la Ciudad— desplazaba su ostentosa anatomía con torcido paso hasta el podio de oradores y comenzaba una lenta declamación que a nadie importaba. En los templos, los sacrificios deteníanse por la ausencia de sacerdotes, que se hallaban ocupados en preparar las últimas procesiones. En el Monumento a los Héroes Epónimos, las cabezas se inclinaban con desgana para leer los bandos y las nuevas disposiciones. La situación en Tebas se hallaba estacionaria. Se esperaba el regreso de Pelópidas, el general cadmeo exiliado. Agesilao, el rey espartano, era rechazado por casi toda la Hélade. Ciudadanos: nuestro apoyo político a Tebas es crucial para la estabilidad de… Pero, a juzgar por la expresión cansada de los que leían, nadie parecía opinar que hubiera algo «crucial» en aquel momento.

Dos hombres, que contemplaban absortos una de las tablillas, se dirigían pausadas palabras:

—Mira, Anfico, aquí dice que la patrulla destinada a exterminar a los lobos del Licabeto aún no está completa: siguen necesitando voluntarios…

—Somos más lentos y torpes que los espartanos…

—Es la molicie de la paz: ya ni siquiera nos apetece alistarnos para matar lobos…

Otro hombre contemplaba las tablillas con el mismo embrutecido interés que los demás. Por la expresión neutra de su rostro, adosado a una esférica y calva cabeza, hubiérase dicho que sus pensamientos eran torpes o avanzaban despaciosos. Lo que le ocurría, sin embargo, era que apenas había descansado en toda la noche. «Ya es hora de visitar al Descifrador», pensó. Se alejó del Monumento y encauzó sus pasos lentamente hacia el barrio Escambónidai.

¿Qué ocurría con el día?, se preguntó Diágoras. ¿Por qué parecía que todo se arrastraba a su alrededor con torpe y melífera lentitud?
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El carro del sol estaba paralizado en el labrantío del cielo; el tiempo parecía hidromiel espesa; era como si las diosas de la Noche, la Aurora y la Mañana se hubieran negado a transcurrir y permaneciesen quietas y unidas, fundiendo oscuridad y luz en un atascado color grisáceo. Diágoras se sentía lento y confuso, pero la ansiedad lo mantenía enérgico. La ansiedad era como un peso en el estómago, despuntaba en el lento sudor de sus manos, lo azuzaba como el tábano del ganado, obligándolo a avanzar sin pensar.

El trayecto hasta la casa de Heracles Póntor le pareció interminable como el recorrido de Maratón. El jardín había enmudecido: sólo la lenta cantilena de un cuco adornaba el silencio. Llamó a la puerta con fuertes golpes, aguardó, escuchó unos pasos y, cuando la puerta se abrió, dijo:

—Quiero ver a Heracles Po…

La muchacha no era Pónsica. Su pelo, rizado y revuelto, se hallaba flotando libremente sobre la angulosa piel de su cabeza. No era hermosa, no exactamente hermosa, pero sí rara, misteriosa, desafiante como un jeroglífico en una piedra: ojos claros como el cuarzo, que no parpadeaban; labios gruesos; un cuello delgado. El peplo apenas formaba
colpos
sobre su busto prominente y… ¡Por Zeus, ahora recordaba quién era ella!

—Pasa, pasa, Diágoras —dijo Heracles Póntor asomando su cabeza por detrás del hombro de la muchacha—. Estaba esperando a otra persona, y por eso…

—No quisiera molestarte… si estás ocupado —los ojos de Diágoras se dirigían alternativamente a Heracles y a la muchacha, como si esperasen una respuesta por parte de ambos.

—No me molestas. Vamos, entra —hubo un instante de torpe lentitud: la muchacha se hizo a un lado en silencio; Heracles la señaló—. Ya conoces a Yasintra… Ven. Hablaremos mejor en la terraza del huerto.

Diágoras siguió al Descifrador a través de los oscuros pasillos;
sintió
—no quiso volver la cabeza— que
ella
no venía detrás, y respiró aliviado. Afuera, la luz del día regresó con cegadora potencia. Hacía calor, pero no molestaba. Entre los manzanos, inclinada sobre el brocal de un pozo de piedra blanca, se hallaba Pónsica afanándose en sacar agua con un pesado cubo; sus gemidos de esfuerzo resonaban como débiles ecos a través de la máscara. Heracles condujo a Diágoras hasta el borde del muro del soportal, y lo invitó a sentarse. El Descifrador se hallaba contento, incluso entusiasmado: se frotaba las gruesas manos, sonreía, sus mofletudas mejillas enrojecían —¡enrojecían!—, su mirada poseía un novedoso destello picaro que asombraba al filósofo.

—¡Ah, esa muchacha me ha ayudado mucho, aunque no te lo creas!

—Claro que me lo creo.

Heracles pareció sorprendido al comprender las sospechas de Diágoras.

—No es lo que imaginas, buen Diágoras, por favor… Permíteme contarte lo que ocurrió anoche, cuando regresé a casa tras haber completado satisfactoriamente todo mi trabajo…

 

Las coruscas sandalias de Selene ya habían llevado a la diosa más allá de la mitad del surco celeste que labraba todas las noches, cuando Heracles llegó a su casa y penetró en la oscuridad familiar de su jardín, bajo la espesura de las hojas de los árboles, que, plateadas por los efluvios fríos de la luna, se meneaban en silencio sin perturbar el tenue descanso de las ateridas avecillas que dormitaban en las pesadas ramas, congregadas en los densos nidos…
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Entonces la vio: una sombra erguida entre los árboles, forjada en relieve por la luna. Se detuvo bruscamente. Lamentó no tener la costumbre (en su oficio a veces era necesario) de llevar una daga bajo el manto.

Pero la silueta no se movía: era un volumen piramidal oscuro, de base amplia y quieta y cúspide redonda florecida de cabellos bordados en gris brillante.

—¿Quién eres? —preguntó él.

—Yo.

Una voz de hombre joven, quizá de efebo. Pero sus matices… La había escuchado antes, de eso estaba seguro. La silueta dio un paso hacia él.

—¿Quién es «yo»?

—Yo.

—¿A quién buscas?

—A ti.

—Acércate más, para que pueda verte.

—No.

Él se sintió incómodo: le pareció que el desconocido tenía miedo y, al mismo tiempo, no lo tenía; que era peligroso y, a la vez, inocuo. Razonó de inmediato que tal oposición de cualidades era propia de una mujer. Pero… ¿quién? Pudo advertir, de reojo, que un grupo de antorchas se aproximaba por la calle; sus integrantes cantaban con voces desafinadas. Quizás eran los supervivientes de alguna de las últimas procesiones leneas, pues éstos, en ocasiones, regresaban a sus casas contagiados por las canciones que habían escuchado o entonado durante el ritual, impelidos por la anárquica voluntad del vino.

—¿Te conozco?

—Sí. No —dijo la silueta.

Aquella enigmática respuesta fue —paradójicamente— la que le reveló por fin su identidad.

—¿Yasintra?

La silueta demoró un poco en responder. Las antorchas se acercaban, en efecto, pero no parecieron moverse durante todo aquel intervalo.

—Sí.

—¿Qué quieres?

—Ayuda.

Heracles decidió acercarse, y su pie derecho avanzó un paso. El canto de los grillos pareció desfallecer. Las llamas de las antorchas se movieron con la desidia de pesadas cortinas agitadas por la trémula mano de un viejo. El pie izquierdo de Heracles recorrió otro eleático segmento. Los grillos reanudaron su canto. Las llamas de las antorchas mudaron imperceptiblemente de forma, como nubes. Heracles alzó el pie derecho. Los grillos enmudecieron. Las llamas rampaban, petrificadas. El pie descendió. Ya no existían sonidos. Las llamas estaban quietas. El pie se hallaba detenido sobre la hierba…
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Diágoras tenía la impresión de haber estado escuchando a Heracles durante largo tiempo.

—Le he ofrecido mi hospitalidad y he prometido ayudarla —explicaba Heracles—. Está asustada, pues la han amenazado recientemente, y no sabía a quién acudir: nuestras leyes no son benévolas con las mujeres de su profesión, ya sabes.

—Pero ¿quiénes la han amenazado?

—Los mismos que la amenazaron antes de que habláramos con ella, por eso huyó cuando nos vio. Pero no te impacientes, pues voy a explicártelo todo. Creo que disponemos de algún tiempo, porque ahora el asunto consiste en aguardar las noticias… ¡Ah, estos últimos momentos de la resolución del enigma constituyen un placer especial para mí! ¿Quieres una copa de vino no mezclado?

—Esta vez, sí —murmuró Diágoras.

Cuando Pónsica se marchó después de dejar sobre el muro del soportal una pesada bandeja con dos copas y una crátera de vino no mezclado, Heracles dijo:

—Escucha sin interrumpirme, Diágoras: las explicaciones tardarán más si me distraigo.

Y empezó a hablar mientras se desplazaba de un lugar a otro del porche con lentos y torcidos pasos, dirigiéndose ora a las paredes, ora al reluciente huerto, como si estuviera ensayando un discurso destinado a la Asamblea. Sus obesas manos envolvían las palabras en morosos ademanes.
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Trámaco, Antiso y Eunío conocen a Menecmo. ¿Cuándo? ¿Dónde? No se sabe, pero tampoco importa. Lo cierto es que Menecmo les ofrece posar como modelos para sus esculturas e intervenir en sus obras de teatro. Pero, además, se enamora de ellos y los invita a participar en sus fiestas licenciosas con otros efebos.
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Sin embargo, prodiga más atenciones a Antiso que a los otros dos. Estos empiezan a sentir celos, y Trámaco amenaza a Menecmo con contarlo todo si el escultor no reparte su cariño de forma más equitativa.
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Menecmo se asusta, y arregla una cita con Trámaco en el bosque. Trámaco finge que se marcha a cazar, pero en realidad se dirige al lugar convenido y discute con el escultor. Este, bien premeditadamente, bien en un momento de ofuscación, le golpea hasta dejarlo muerto o inconsciente y abandona su cuerpo para que las alimañas lo devoren. Antiso y Eunío se atemorizan al saber la noticia, y, una noche, confrontan a Menecmo y le piden explicaciones. Menecmo confiesa el crimen con frialdad, quizá para amenazarles, y Antiso decide huir de Atenas so pretexto de su reclutamiento. Eunío, que no puede escapar del dominio de Menecmo, se asusta y quiere delatarle, pero el escultor también lo liquida. Antiso lo presencia todo. Menecmo, entonces, decide acuchillar salvajemente el cadáver de Eunío, y después lo rocía de vino y lo viste de muchacha, con el fin de hacer creer que se trata de un acto de locura del ebrio adolescente.
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Y eso es todo.
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—Todo esto que te he contado, buen Diágoras, fueron mis deducciones hasta el momento inmediatamente posterior a nuestra entrevista con Menecmo. Yo estaba casi convencido de su culpabilidad, pero ¿cómo asegurarme? Entonces pensé en Antiso: era el punto débil de aquella rama, proclive a quebrarse ante la más ligera presión… Elaboré un sencillo plan: durante la cena en la Academia, mientras todos perdíais el tiempo hablando de filosofía poética, yo espiaba a nuestro bello copero. Como sabes, los coperos sirven a cada invitado según un orden predeterminado. Cuando estuve seguro de que Antiso se acercaría a mi diván para servirme, saqué un pequeño trozo de papiro del manto y se lo entregué sin decirle nada, pero con un gesto más que significativo. Había escrito: «Lo sé todo sobre la muerte de Eunío. Si no te interesa que hable, no regreses para servirle al siguiente comensal: aguarda un instante en la cocina, a solas».

—¿Cómo estabas tan seguro de que Antiso había presenciado la muerte de Eunío?

Heracles pareció muy complacido de repente, como si ésa fuera la pregunta que esperaba. Entrecerró los ojos al tiempo que sonreía y dijo:

—¡No estaba seguro! Mi mensaje era un cebo, pero Antiso lo mordió. Cuando vi que se retrasaba en servirle al siguiente… a ese compañero tuyo que se mueve como si sus huesos fueran juncos en un río…

—Calicles —asintió Diágoras—. Sí: ahora recuerdo que se ausentó un momento…

—Así es. Acudió a la cocina, intrigado porque Antiso no le atendía. Estuvo a punto de sorprendernos, pero, afortunadamente, ya habíamos terminado de hablar. Pues bien, como te decía, cuando observé que Antiso no regresaba, me levanté y fui a la cocina…

Heracles se frotó las manos con lento placer. Enarcó una de sus grises cejas.

—¡Ah, Diágoras! ¿Qué puedo contarte sobre esta astuta y bella criatura? ¡Te aseguro que tu discípulo podría darnos lecciones a ambos en más de un aspecto! Me aguardaba en un rincón, trémulo, los ojos brillantes y grandes. En su pecho temblaba la guirnalda de flores con los jadeos. Me indicó con gestos apresurados que lo siguiese, y me llevó a una pequeña despensa, donde pudimos hablar a solas. Lo primero que me dijo fue: «¡Yo no lo hice, os lo juro por los dioses sagrados del hogar! ¡Yo no maté a Eunío! ¡Fue él!». Logré que me contara lo que sabía haciéndole creer que yo lo sabía ya, y de hecho así era, pues sus respuestas confirmaron punto por punto mis teorías. Al terminar, me pidió, me rogó, con lágrimas en los ojos, que no revelase nada. No le importaba lo que le ocurriera a Menecmo, pero él no deseaba verse involucrado: había que pensar en su familia… en la Academia… En fin, sería terrible. Le dije que no sabía hasta qué punto podría obedecerle en eso. Entonces se acercó a mí con jadeante provocación, bajando los ojos. Me habló en susurros. Sus palabras, sus frases, se hicieron deliberadamente lentas. Me prometió muchos favores, pues (me dijo) él sabía ser amable con los hombres. Le sonreí con calma y le dije: «Antiso, no es preciso llegar a esto». Por toda respuesta, se arrancó con dos rápidos movimientos las fíbulas de su jitón y dejó caer la prenda hasta los tobillos… He dicho «rápidos», pero a mí me parecieron muy lentos… De repente comprendí cómo ese muchacho puede desatar pasiones y hacer perder el juicio a los más sensatos. Sentí su perfumado aliento en mi rostro y me aparté. Le dije: «Antiso, veo aquí dos problemas bien distintos: por una parte, tu increíble belleza; por otra, mi deber de hacer justicia. La razón nos dicta que admiremos la primera y cumplamos con el segundo, y no al revés. No mezcles, pues, tu admirable belleza con el cumplimiento de mi deber». Él no dijo ni hizo nada, sólo me miró. No sé cuánto tiempo estuvo mirándome así, de pie, vestido únicamente con la corona de hiedra y la guirnalda de flores que colgaba de sus hombros, inmóvil, en silencio. La luz de la despensa era muy tenue, pero pude advertir una expresión de burla en su precioso rostro. Creo que quería demostrarme hasta qué punto era consciente del poder que ejercía sobre mí, a pesar de mi rechazo… Este muchacho es un terrible tirano de los hombres, y lo sabe. Entonces ambos escuchamos que alguien lo llamaba: era tu compañero. Antiso se vistió sin apresurarse, como si se deleitara con la posibilidad de ser sorprendido de aquella guisa, y salió de la despensa. Yo regresé después.

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