La caverna de las ideas (24 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La caverna de las ideas
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El Descifrador se alejaba, esquivando con torpeza a la gente que parloteaba en la plaza. Se hallaba aturdido, casi mareado, como si hubiera estado soñando durante largo tiempo y hubiera despertado en una ciudad desconocida. Pero el auriga de su cerebro aún mantenía tensas las riendas en la veloz carrera de sus pensamientos. ¿Qué ocurría? Algo empezaba a ser ilógico. O algo no había sido lógico nunca, y era ahora cuando el error se hacía evidente…

Pensó en Menecmo. Lo vio golpear a Trámaco en el bosque hasta dejarlo muerto o inconsciente, abandonándolo después a las devoradoras fieras. Lo vio asesinar a Eunío y, por prudencia o temor, destrozar y disfrazar su cadáver para ocultar el crimen. Lo vio mutilar salvajemente a Antiso y, no contento con esto, al esclavo Eumarco, a quien seguramente había sorprendido espiándolos. Lo vio en el juicio, sonriente, declarándose culpable de todos los asesinatos: aquí estoy, soy yo, Menecmo de Carisio, y debo deciros que he hecho lo imposible para que no me atraparais, pero ahora… ¡qué importa! Soy culpable. He matado a Trámaco, Eunío, Antiso y a Eumarco, he huido y después me he entregado. Condenadme. Soy culpable.

Antiso y Yasintra acusaban a Menecmo… ¡Pero incluso el propio Menecmo entregaba a Menecmo a la muerte! Se había vuelto loco, sin duda… No obstante, si era así, había enloquecido recientemente. No se comportó como un loco cuando tomó la precaución de citar a Trámaco en el bosque, lejos de la Ciudad. No se comportó como un loco cuando improvisó un aparente «suicidio» para Eunío. En ambos casos se había conducido con suma astucia, cual un adversario digno de la inteligencia de un Descifrador, pero ahora… ¡Ahora parecía que ya nada le importaba! ¿Por qué?

Algo fallaba en su minuciosa teoría. Y ese algo era… todo. El prodigioso edificio de razonamientos, la estructura de sus deducciones, el armonioso armazón de causas y efectos… Estaba equivocado, lo había estado desde el principio, y lo que más lo atormentaba era la seguridad de haber deducido bien, de no haber descuidado ningún detalle importante, de haber rastreado todos y cada uno de los indicios del enigma… ¡Y ahí residía el origen de la angustia que lo devoraba! Si había razonado bien, ¿por qué estaba equivocado? ¿Sería cierto que, tal como afirmaba su cliente Diágoras, existían verdades
irracionales
?

Aquel último pensamiento lo intrigó mucho más que los anteriores. Se detuvo y alzó la vista hacia la geométrica cima de la Acrópolis, brillante y blanca bajo la luz de la tarde. Observó el prodigio del Partenón, la esbelta y precisa anatomía de su mármol, la hermosa exactitud de sus formas, el tributo de todo un pueblo a las leyes de la lógica. ¿Sería posible la existencia de verdades opuestas a aquella concisa y definitiva belleza? ¿Verdades con luz propia, irregulares, deformes, absurdas? ¿Verdades oscuras como cavernas, súbitas como relámpagos, irreductibles como caballos salvajes? ¿Verdades que los ojos no podían descifrar, que no eran palabras escritas ni imágenes, incapaces de ser comprendidas, expresadas, traducidas, siquiera intuidas, salvo mediante el sueño o la locura? Un vértigo frío se apoderó de él; tambaleóse en mitad de la plaza sumido en una increíble sensación de extrañeza, como el hombre que de repente descubre que ha dejado de entender el lenguaje vernáculo. Por un terrible momento se sintió condenado a un exilio íntimo. Entonces volvió a recuperar las riendas de su ánimo, el sudor se secó sobre su piel, los latidos de su corazón amainaron y toda su integridad de griego regresó al molde de su persona: era, otra vez, Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas.

Un tumulto en la plaza le llamó la atención. Varios hombres gritaban al unísono, pero refrenaron sus voces cuando uno de ellos, subido a unas piedras, proclamó:

—¡El arconte ayudará a los campesinos si la Asamblea no lo hace!

—¿Qué sucede? —preguntó Heracles al individuo que tenía más cerca, un viejo vestido con ropas grises mezcladas con pieles que olía a caballo y cuyo descuidado aspecto se remataba con un ojo blancuzco y la ausencia irregular de varios dientes.

—¿Qué sucede? —le espetó el viejo—. ¡Que si el arconte no protege a los campesinos del Ática, nadie lo hará!

—¡El pueblo ateniense, desde luego que no! —intervino otro de no muy distinta estampa, aunque más joven.

—¡Campesinos muertos por los lobos! —añadió el primero, clavando en Heracles su único ojo sano—. ¡Ya son cuatro en esta luna!… ¡Y los soldados no hacen nada!… ¡Hemos venido a la Ciudad para hablar con el arconte y pedirle protección!

—Uno era mi amigo… —dijo un tercer sujeto, flaco, devorado por la sarna—. Se llamaba Mopsis. ¡Yo encontré su cuerpo!… ¡Los lobos le comieron el corazón!

Los tres hombres siguieron gritándole, como si consideraran a Heracles culpable de sus desgracias, pero él ya había dejado de oírlos.

Algo —una idea— muy leve había empezado a tomar forma en su interior.

Y de repente la Verdad pareció revelársele por fin. Y el horror lo invadió.
[93]

Un poco antes del crepúsculo, Diágoras optó por marcharse a la Academia. Aunque las clases habían sido suspendidas, sentía la necesidad de refugiarse en la exacta tranquilidad de su querida escuela con el fin de apaciguar el ánimo, y también porque sabía que, si permanecía en la Ciudad, se convertiría en blanco de muchas preguntas y no pocos comentarios ociosos, y eso era lo que menos deseaba en aquel momento. Nada más emprender el camino se alegró de su decisión, pues ya el simple hecho de salir de Atenas le procuró un inmediato beneficio. La tarde era excelente, el calor se amortiguaba con el ocaso invernal y los pájaros le regalaban sus canciones sin exigir que se detuviera a escucharlos. Al llegar al bosque, llenó su pecho de aire y logró sonreír… a pesar de todo.

No podía apartar sus pensamientos de la dura prueba a la que acababa de verse sometido. El público se había mostrado clemente con su declaración, pero ¿qué opinarían Platón y sus compañeros? No les había preguntado. En realidad, apenas si había hablado con ellos al finalizar el juicio: se había retirado con rapidez, sin atreverse siquiera a interrogar sus miradas. ¿Para qué iba a hacerlo? En el fondo, ya sabía lo que pensaban. Había desempeñado mal su oficio de maestro. Había permitido que tres jóvenes potros perdieran las riendas y se desbocaran. Por si fuera poco, había contratado por su cuenta a un Descifrador y ocultado celosamente los hallazgos de la investigación. Es más: ¡había mentido! Se había atrevido a dañar gravemente el honor de una familia para proteger a la Academia. ¡Oh, por Zeus! ¿Cómo había sido posible esto? ¿Qué le había llevado, en realidad, a afirmar descaradamente que el pobre Eunío se había mutilado a sí mismo? El recuerdo de aquella ardiente calumnia devoraba su tranquilidad.

Se detuvo al llegar al blanco pórtico con el doble nicho y los rostros desconocidos. «Nadie pase que no sepa Geometría», rezaba la leyenda escrita en piedra. «Nadie pase que no ame la Verdad», pensó Diágoras, atormentado. «Nadie pase que sea capaz de mentir vilmente y perjudicar a otros con sus mentiras.» ¿Se atrevería a entrar o retrocedería? ¿Era digno de cruzar aquel umbral? Una líquida tibieza inició el descenso por su mejilla enrojecida. Cerró los ojos y apretó los dientes con furia, como el caballo muerde el freno dominado por el auriga. «No, no soy digno», pensó.

De repente oyó que alguien lo llamaba:

—¡Diágoras, espera!

Era Platón, que se acercaba al pórtico. Al parecer, había venido detrás de él todo el camino. El director de la escuela avanzó a grandes trancos y envolvió los hombros de Diágoras con uno de sus robustos brazos. Cruzaron juntos el pórtico y penetraron en el jardín. Entre los olivos, una yegua azabache y dos docenas de moscas esmeraldas se disputaban repugnantes trozos de carne.
[94]

—¿Ha terminado el juicio? —preguntó Platón de inmediato.

Diágoras pensó que se burlaba.

—Tú estabas entre el público, y sabes que sí —dijo.

Platón rió por lo bajo, aunque en aquel cuerpo inmenso la carcajada sonó normal.

—No me refiero al juicio de Menecmo sino al de Diágoras. ¿Ha terminado ya?

Diágoras comprendió, y alabó, la perspicaz metáfora. Intentó sonreír y repuso:

—Creo que sí, Platón, y sospecho que los jueces se inclinan a condenar al acusado.

—No deben ser tan duros los jueces. Hiciste lo que creías que era correcto, que es todo lo que un hombre sabio puede pretender hacer.

—Pero oculté demasiado tiempo lo que sabía… y Antiso pagó las consecuencias. Y la familia de Eunío jamás me perdonará haber mancillado con calumnias la
areté
, la virtud, de su hijo…

Platón entrecerró sus grandes ojos grises y dijo:

—Un mal, a veces, trae consigo un bien útil y provechoso, Diágoras. Estoy convencido de que Menecmo no hubiera sido descubierto de no haber cometido este último y horrendo crimen… Por otra parte, Eunío y su familia han recuperado toda la
areté
, e incluso han alcanzado más a los ojos de la gente, pues ahora sabemos que nuestro alumno no fue culpable sino sólo víctima.

Hizo una pausa e hinchó el pecho como si se dispusiera a gritar. Contemplando el despejado cielo dorado del ocaso, añadió:

—Sin embargo, está bien que escuches las quejas de tu alma, Diágoras, pues, al fin y al cabo, ocultaste verdades y mentiste. Ambas acciones se han revelado beneficiosas en sus consecuencias, pero no debemos olvidar que son malas en sí mismas, intrínsecamente.

—Lo sé, Platón. Por eso ya no me considero adecuado para seguir buscando la Virtud en este sagrado lugar.

—Al contrario: ahora puedes buscarla mejor que cualquiera de nosotros, pues conoces nuevos caminos para llegar a ella. El error es una forma de sabiduría, Diágoras. Las decisiones incorrectas son graves maestros que enseñan a las que aún no hemos tomado. Advertir sobre lo que no se debe hacer es más importante que aconsejar parcamente lo correcto: ¿y quién puede aprender mejor lo que no se debe hacer sino aquel que, habiéndolo hecho, ha degustado ya los amargos frutos de las consecuencias?

Diágoras se detuvo y atesoró en sus pulmones el aire perfumado del jardín. Se sentía más tranquilo, menos culpable, pues las palabras del fundador de la Academia obraban a modo de ungüentos que aliviaban sus dolorosas heridas. La yegua, a dos pasos de él, pareció sonreírle con su prieta dentadura mientras destrozaba carniceramente los bocados.

Sin saber por qué, recordó de repente la estremecedora sonrisa que había curvado los labios de Menecmo al declararse culpable en el juicio.
[95]

Y por pura curiosidad, y también por el deseo de cambiar de tema, preguntó:

—¿Qué puede impulsar a los hombres a actuar como Menecmo, Platón? ¿Qué es lo que nos rebaja al nivel de las bestias?

La yegua resopló mientras atacaba los últimos trozos sanguinolentos.

—Las pasiones nos aturden —dijo Platón tras meditar un instante—. La virtud es un esfuerzo que, a la larga, resulta placentero y útil, pero las pasiones son el deseo inmediato: nos ciegan, nos impiden razonar… Aquellos que, como Menecmo, se dejan arrastrar por los placeres instantáneos no comprenden que la virtud es un goce mucho más duradero y beneficioso. El mal es ignorancia: pura y simple ignorancia. Si todos conociéramos las ventajas de la virtud y supiéramos razonar a tiempo, nadie elegiría voluntariamente el mal.

La yegua volvió a resoplar, hisopando sangre por los dientes. Parecía carcajearse con sus rojizos belfos.

Diágoras comentó, pensativo:

—A veces pienso, Platón, que el mal se burla de nosotros. A veces pierdo la esperanza, y termino creyendo que la maldad nos derrotará, que se reirá de nuestros afanes, que nos aguardará al final y pronunciará la última palabra…

Huiii, huiii, dijo la yegua.

—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Platón.

—Allí —señaló Diágoras—: Un mirlo.
[96]

Huiii, huiii, dijo el mirlo de nuevo, y remontó el vuelo.

Aún intercambió Diágoras algunas palabras más con Platón. Después se despidieron como amigos. Platón se dirigió a su modesta vivienda cerca del gimnasio y Diágoras al edificio de la escuela. Se sentía satisfecho e inquieto, como siempre que hablaba con Platón. Ardía en deseos de poner en práctica todo lo que creía haber aprendido. Pensaba que, al día siguiente, la vida comenzaría de nuevo. Aquella experiencia le enseñaría a no descuidar la educación de un discípulo, a no callar cuando fuera necesario hablar, a servir de confidente, sí, pero también de maestro y consejero… ¡Trámaco, Eunío y Antiso habían sido tres graves errores que él no volvería a cometer!

Al penetrar en la fresca oscuridad del vestíbulo, oyó un ruido procedente de la biblioteca. Frunció el ceño.

La biblioteca de la Academia era una sala de amplias ventanas a la que se accedía a través de un breve pasillo a la derecha de la entrada principal. En aquel momento la puerta se hallaba abierta, lo cual era extraño, pues se suponía que las clases habían sido suspendidas y los alumnos no tenían por costumbre dedicar los días de fiesta a consultar textos. Pero, quizás, algún mentor…

Con ánimo confiado, se acercó y asomó la cabeza por el umbral.

Por las ventanas sin postigos penetraban las sobras de luz del banquete del ocaso. Las primeras mesas se hallaban vacías, las siguientes también, y al fondo… Al fondo descubrió una mesa atiborrada de papiros, pero nadie ocupaba la silla. Y las estanterías donde se guardaban celosamente los textos filosóficos (entre ellos, más de una copia de los
Diálogos
de Platón), así como obras poéticas y dramáticas, no parecían haber sido alteradas. «Un momento, las de la esquina izquierda…»

Había un hombre de espaldas en aquella esquina. Estaba agachado buscando en la zona inferior, por eso Diágoras no lo había visto antes. El hombre se incorporó bruscamente con un papiro entre sus manos, y Diágoras no necesitó ver su rostro para reconocerlo.

—¡Heracles!

El Descifrador dio media vuelta con inusitada rapidez, como un caballo fustigado por el látigo.

—¡Ah, eres tú, Diágoras!… Cuando me invitaste a la Academia conocí a un par de esclavos que hoy me han facilitado la entrada a la biblioteca. No te enfades con ellos… ni conmigo, por supuesto…

El filósofo pensó al pronto que se hallaba enfermo, tal era la palidez extrema que desangraba su semblante.

—Pero ¿qué…?

—Por la sagrada égida de Zeus —lo interrumpió Heracles, trémulo—: Nos enfrentamos a un mal poderoso y extraño, Diágoras; a un mal que, como los abismos del Ponto, no parece tener fondo y se oscurece más conforme más nos hundimos en él. ¡Nos han engañado!

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