La caza del carnero salvaje (42 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

BOOK: La caza del carnero salvaje
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—Sí —confirmé—. Para terminar, me quedan dos preguntas.

—De acuerdo. Adelante.

—La primera es sobre el hombre carnero.

—Es un tío fenomenal.

—El hombre carnero que vino aquí eras tú, ¿no?

El Ratón giró el cuello haciendo sonar las vértebras cervicales.

—Efectivamente —dijo—. Tomé su cuerpo prestado. Te lo imaginaste, ¿no?

—Al cabo de un rato —le respondí—. Al principio no se me ocurrió.

—Para serte sincero, me impresionó que te cargaras la guitarra a golpes. Nunca te había visto tan enfadado; y, por otra parte, era la primera guitarra que había comprado en mi vida. No era muy cara, pero, en fin…

—Lo siento de veras —me disculpé—. Sólo pretendía amedrentarte, para ver si te quitabas la máscara.

—Bueno, dejémoslo estar. Mañana, todo se esfumará —dijo el Ratón—. La segunda pregunta es acerca de tu amiga, ¿no?

—Eso es.

El Ratón estuvo callado bastante rato. Oí cómo se frotaba las manos, y a continuación respiraba hondo.

—No quería hablar de ella, a ser posible. Es que era una pieza extraña en el juego.

—¿Una pieza extraña?

—Sí. Concebí esto como algo entre tú y yo, y esa chica se metió por medio. No teníamos por qué implicarla en esto. Como bien sabes, esa chica está dotada de maravillosos poderes. Un poder que ejerce sobre las cosas para atraerlas hacia ella. Pero no tenía que haber venido. Éste es un sitio que desborda con mucho el alcance de sus poderes.

—¿Qué ha sido de ella?

—Está a salvo, y se encuentra bien —respondió el Ratón—. Sólo que ya no tendrá atractivo alguno para ti. Es una lástima, pero…

—Y eso ¿por qué?

—Se esfumó. Ese algo que había en ella, se esfumó por completo.

Me hundí en el silencio.

—No creas que no te entiendo —prosiguió el Ratón—. Pero eso, en realidad, tenía que esfumarse antes o después. En ti, en mí, en tantas chicas que hemos conocido, hay un algo que acaba esfumándose. Sabes que es así.

Asentí.

—Ya va siendo hora de que me vaya —dijo el Ratón—. No puedo quedarme más. Seguramente, nos volveremos a encontrar en algún sitio.

—Así lo espero —le contesté.

—De ser posible, en un sitio un poco más alegre, y durante el verano. ¡Ojalá! Una cosa, para terminar: mañana por la mañana, a las nueve, quiero que pongas en hora el reloj de pesas y que empalmes unos hilos que hay detrás: el hilo verde con el verde, y el rojo con el rojo. Y a las nueve y media quiero que te marches de aquí monte abajo. A las doce vendrá un visitante a tomar el té, ¿sabes?

—Descuida.

—Me he alegrado mucho de verte.

El silencio nos rodeó por un instante.

—¡Adiós! —exclamó el Ratón.

—Hasta la vista —le dije.

Arropado aún en mi manta, cerré los ojos y traté de afinar el oído. El Ratón atravesó el salón con un ruido seco de zapatazos, y abrió la puerta. Un frío helado penetró en la casa. No era viento, sino el más glacial de los fríos, que se infiltraba con exasperante lentitud.

El Ratón se entretuvo algún tiempo en la entrada, con la puerta abierta. Parecía estar mirando algo, pero no era el paisaje exterior, ni el interior de la habitación, ni mi persona, sino algo completamente distinto. Daba la impresión de que estuviera mirando el pomo de la puerta, o tal vez la punta de sus zapatos. Después, como si se cerraran las puertas del tiempo, la puerta se cerró con un leve chasquido.

Luego, solo quedó el silencio. Nada más que silencio.

13. Hilo verde, hilo rojo,
gaviotas heladas

Pasado un rato tras la marcha del Ratón, me sobrevino un tremendo escalofrío. Varias veces intenté vomitar en el lavabo, pero no me salía nada, aparte de mi aliento rancio.

Subí al piso de arriba, donde me quité el jersey y me metí en la cama. Los escalofríos y los accesos de fiebre se sucedían. La habitación se ensanchaba y se estrechaba alternativamente. La manta y la ropa interior se empaparon de sudor, lo que me hizo sentir un frío húmedo y gélido.

—A las nueve, dale cuerda al reloj —me susurraba alguien al oído—. Hilo verde con hilo verde; hilo rojo con hilo rojo. A las nueve y media, márchate de aquí…

—No hay ningún problema —decía el hombre carnero—. Todo saldrá bien.

—Las células van reemplazándose entre sí —dijo mi mujer. Llevaba una combinación blanca en su mano derecha. Todo mi cuerpo temblaba.

—Hilo rojo con hilo rojo; hilo verde con hilo verde…

—Tú no entiendes nada de nada, sabes —me echaba en cara mi amiga.

Efectivamente, no entendía nada.

Se oyó un clamor de olas. Pesadas olas de invierno. Un mar color de plomo, orlado de espuma blanca. Gaviotas heladas.

Estaba en el salón de exposiciones, herméticamente cerrado, del gran acuario. Allí había expuestos varios penes de ballena macho. Hacía un calor bochornoso, sofocante. Alguien tenía que abrir las ventanas.

—No hay nada que hacer —dijo el chófer—, pues una vez abiertas no se pueden volver a cerrar. Y si pasa eso, todos moriremos sin remedio.

Alguien abrió la ventana. Hacía un frío terrible. Se oía el gemido de las gaviotas. Sus voces agudas me desgarraban la piel.

—¿Recuerda el nombre del gato?

—Boquerón —respondí.

—No, no es Boquerón —dijo el chófer—. Ya ha cambiado de nombre. Los nombres cambian muy de prisa. ¿No es cierto que usted ya no se acuerda del suyo?

Terrible frío. Con su cortejo de gaviotas, demasiadas gaviotas.

—La mediocridad recorre un larguísimo camino —dijo el hombre del traje negro—. El hilo verde va con el rojo; el rojo, con el verde.

—¿Has oído algo acerca de la guerra? —preguntó el hombre carnero.

La orquesta de Benny Goodman empezó a interpretar «Air Mail Special».

Charlie Christian la emprendió con un largo solo. Llevaba un sombrero flexible color crema. Era la última imagen que recordaba haber visto.

14. Visita de vuelta a la curva
ominosa

Cantaban los pájaros.

La luz del sol, tamizada por las rendijas de las contraventanas, llovía en forma de franjas sobre la cama. Mi reloj de pulsera, caído por el suelo, indicaba las siete y media. La manta y la chaqueta del pijama estaban empapadas, como si las hubieran rociado con agua.

Mi cabeza aún estaba confusa y abrumada, pero la fiebre había desaparecido. Más allá de la ventana, se extendía un panorama de nieve. Bajo la nueva luz matinal, la pradera resplandecía como plata. Era un frío que sentaba bien a la piel.

Bajé al piso bajo, y me di una ducha caliente. Mi cara estaba asquerosamente blanquecina, y las mejillas se me habían quedado chupadas en una sola noche. Me unté de crema de afeitar, tres veces más de lo ordinario, y me fui rasurando con cuidado. Luego, oriné una meada increíblemente larga. Tras dar fin a esta operación fisiológica, me quedé tan postrado que tuve que echarme sobre el sofá un buen cuarto de hora, en albornoz.

Los pájaros seguían cantando. La nieve comenzaba a derretirse, y se oía gotear desde los aleros. De vez en cuando llegaba un agudo gemido desde la lejanía.

Pasadas las ocho y media, me tomé dos vasos de mosto, y me comí una manzana a mordiscos. Luego me puse a hacer el equipaje. Decidí coger de la despensa subterránea una botella de vino blanco, una gran tableta de chocolate y dos manzanas.

Una vez listo el equipaje, un aire de tristeza se cernía por el salón. Todo, sin excepción, presagiaba su final.

Tras asegurarme por mi reloj de pulsera de que eran las nueve, subí las tres pesas del reloj y giré sus manecillas hasta las nueve. Luego, deslizando el pesado reloj, empalmé los hilos que le salían por detrás. El verde con el verde. Y el rojo con el rojo.

Los hilos salían por cuatro agujeros, abiertos con un taladro en la tabla trasera: dos arriba, para un juego de hilos, y dos abajo, para el otro. Los hilos iban sujetos a la caja del reloj mediante un alambre igual al que había dentro del todoterreno. Tras devolver el reloj a su posición anterior, me dirigí al espejo y, de pie ante él, me despedí de mí mismo.

—Ojalá haya suerte —le dije.

—Ojalá haya suerte —me dijo.

Igual que cuando había venido, atravesé en diagonal el prado. A mis pies crujía la nieve. La pradera, sin una sola huella de pasos, semejaba un lago volcánico de plata. Al volverme, mis pisadas dejaban un rastro que se continuaba hasta la casa. Las pisadas zigzagueaban sorprendentemente. No siempre es fácil caminar en línea recta.

Una vez que me encontré lejos de la casa, ésta me pareció un ser vivo. Al debatirse entre sus cuatro paredes, la casa se sacudía la nieve de su techumbre abuhardillada, haciéndola caer. Los cúmulos de nieve se deslizaban por la pendiente del tejado y, precipitándose sobre el terreno, se despedazaban.

Seguí andando y crucé la pradera. Luego dejé atrás el interminable bosque de abedules blancos, crucé el puente, rodeé el pie del monte cónico y salí a la odiosa curva.

La nieve amontonada en la curva aún no había cuajado, por fortuna. Pero no lograba desterrar el aciago presentimiento de que, por muy firme que pisara, me vería arrastrado sin remedio al abismo infernal. Agarrándome a aquel paredón que se desmoronaba, logré salir por mi pie de la maldita curva. Me corría el sudor por los sobacos. Justamente como en las pesadillas de mi infancia.

A la derecha vi extenderse una llanura, la cual estaba también cubierta de nieve. Por medio de ella corría el río Junitaki, entre brillos cegadores. Un silbato de vapor parecía oírse en la remota lejanía. El tiempo era espléndido.

Me detuve para retomar el aliento. Me eché la mochila a la espalda, y fui bajando por la suave pendiente. Al doblar el próximo recodo, vi un jeep nuevo que estaba parado.

Ante él estaba de pie el secretario del traje negro.

15. El té de las doce

—Te estaba esperando —dijo el hombre del traje negro—, aunque no más de unos veinte minutos, ésa es la verdad.

—¿Cómo es que estaba al corriente?

—¿En lo concerniente al sitio?, ¿o al tiempo?

—Lo digo por el tiempo —expliqué, quitándome la mochila.

—¿Cómo te crees que he llegado a ser secretario del jefe? ¿Por mi esfuerzo? ¿Por mi coeficiente intelectual? ¿Por mi eficiencia? ¡Qué disparate! La única razón es porque tenía capacidad. Sexto sentido, en una palabra, según diría la gente como tú.

El hombre vestía una chaqueta deportiva de color beige y pantalones de esquiador; llevaba gafas de sol con cristales verdes antirreflectantes.

—Entre el jefe y yo había varios puntos comunes. Puntos que entrarían en conflicto, por ejemplo, con la racionalidad, la lógica y la moral al uso, desbordándolas.

—¿Cómo que
había?

—El jefe murió hace una semana. Fue un funeral magnífico. Ahora mismo Tokio anda de cabeza, en el trance de elegir un sucesor. Una tropa de mediocres no hace más que dar vueltas a mil pamplinas. Un esfuerzo inútil.

Suspiré. El hombre sacó una pitillera dorada del bolsillo de la chaqueta. Extrajo de ella un cigarrillo sin filtro y lo encendió.

—¿Quieres fumar?

—No, gracias —le respondí.

—Desde luego, te has portado bien. Por encima de toda esperanza. Hablando con franqueza, estoy sorprendido. Tenía la intención, por supuesto, de irte dando pistas poco a poco, en caso de que llegaras a un callejón sin salida. Pero ese encuentro por las buenas con el profesor Ovino fue algo genial. Tanto que, si fuera posible, me gustaría que trabajaras para mí.

—Así que desde el principio, usted conocía este lugar, ¿no?

—Naturalmente. ¿Quién, si no, podía conocerlo?

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Adelante —dijo el hombre, de buen talante—, aunque sé breve.

—¿Por qué no me habló de este lugar desde el principio?

—Porque quería que vinieses aquí espontánea y libremente. Y que consiguieras hacerlo salir de su madriguera.

—¿Madriguera?

—Una madriguera mental. Cuando alguien llega a estar poseído por un carnero, cae en una enajenación temporal. Es algo así como el síndrome de la almeja, ¿eh? Lograr sacarlo de ahí era tu cometido. Aunque para infundirle confianza en ti, tenías que ser como un papel en blanco. Ahí estaba el detalle. ¿Qué tal? ¿Todo fácil?

—Eso parece.

—Abriendo la semilla, todo lo demás viene por sí mismo. Poner en pie el programa es lo más duro. Pues los ordenadores no alcanzan a tomar en consideración el margen de vaivén imputable a los sentimientos humanos. Esto supone más trabajo a mano, como si dijéramos. Aunque si luego ese programa, elaborado con tanto esfuerzo, es llevado a la práctica según lo esperado, no hay alegría mayor.

Me encogí de hombros.

—Bien, pues —prosiguió el hombre—. La caza del carnero se encamina a su desenlace. Gracias a mis cálculos y a tu habilidad. Ahora me haré con él, ¿no es así?

—Eso parece —apostillé—. Lo está esperando. Me ha dicho que tomarán el té a las doce.

El hombre y yo miramos a la vez nuestros respectivos relojes de pulsera. Eran las once menos diez.

—Voy a tener que irme —dijo el hombre—. Estaría mal hacerle esperar. No te vendría mal que el jeep te lleve hasta allá abajo. Y, por supuesto, aquí tienes tu recompensa.

El hombre sacó del bolsillo interior de su chaqueta un cheque, y me lo entregó. Me lo metí en el bolsillo, sin mirar siquiera la cantidad.

—¿No vas a mirarlo?

—No creo que haya necesidad.

El hombre sonrió, complacido.

—Ha sido un placer trabajar contigo. Y otra cosa: he disuelto la empresa de tu socio. Y eso que las perspectivas eran favorables. La industria publicitaria se extenderá más y más a partir de ahora. Puedes trabajar por tu cuenta.

—¿Está usted loco? —le dije.

—Nos volveremos a ver —dijo el hombre.

Y echó a andar por la curva, camino de la meseta.

—Boquerón se encuentra estupendamente —dijo el chófer, al volante del jeep—. Está gordito como una bola.

Yo iba sentado al lado del conductor. Parecía ser una persona distinta de la que conducía aquella monstruosa limusina. Me habló de cosas como el funeral del jefe y el cuidado del gato, pero yo casi no lo escuchaba.

Cuando el jeep llegó a la estación, eran las once y media. La ciudad estaba tranquila, como muerta. Un viejo apartaba a paletadas la nieve de la plazoleta situada ante la estación. Un perro flacucho estaba junto a él, meneando el rabo.

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