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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Un desencantado treintañero, superviviente de su propia juventud, tiene con un socio más o menos alcohólico una pequeña agencia de publicidad y traducciones. En una de sus campañas publicitarias ha publicado una fotografía que lo pondrá en el punto de mira de un poderosísimo grupo industrial, verdadero imperio económico y también político. Y a partir de aquí, se verá lanzado a una ardua investigación, digna de las mejores novelas policíacas americanas: antes de un mes debe encontrar el lugar donde fue hecha la fotografía y el animal que aparece en ella. Si no lo hace le convertirán en un paria en su propia sociedad. El lector, junto con el protagonista, se internará en esta búsqueda del carnero mítico que, cuando es mirado por alguien a quien él elige, posee al espectador. Un carnero que –dice la leyenda– se apoderó de Gengis Khan y que tal vez no sea más que la encarnación del poder absoluto.

«Una novela de fascinante lectura» (Santiago Aizarna, El Diario Vasco).

«Uno de esos libros que recomiendas a un amigo cuando intentas sorprenderle» (Juana Romero, Crítica).

Haruki Murakami

La caza del carnero salvaje

羊をめぐる冒険

ePUB v1.1

Mística
11.02.12

Título original:
羊をめぐる冒険

Traducción: Fernando Rodríguez-Izquierdo

I. 25 DE NOVIEMBRE DE 1970
1. La excursión del miércoles
por la tarde

Lo supe gracias a la llamada —de un amigo, que casualmente se enteró por el periódico de que ella había muerto. Me leyó despacio el artículo —un simple párrafo en un diario matutino— por teléfono. Un articulillo de nada. Y con toda la pinta de ser un ejercicio de práctica encargado a un periodista novato, recién salido de la universidad.

En el día tal del mes tal, en cierto barrio de la ciudad, un camión, conducido por fulanito de tal, había atropellado a una mujer. El chófer, en fin, quedó a disposición judicial para aclarar sus posibles responsabilidades.

Aquello sonaba como esos resúmenes informativos tipo telegrama que aparecen en la primera plana de algunos periódicos.

—¿Y dónde será el entierro? —le pregunté a mi amigo.

—¡Qué sé yo! —me contestó— ¿Tú crees que esa chica tenía casa y familia?

Naturalmente, las tenía.

Ese mismo día llamé a la policía para informarme del domicilio familiar de la joven y su teléfono. Acto seguido, telefoneé para preguntar a sus familiares la fecha del entierro. Como dice el refrán, el que la sigue la consigue.

Su casa estaba en uno de los arrabales de Tokio. Desplegué el plano —distribuido por distritos— de la ciudad, y con un bolígrafo rojo marqué la situación del edificio. Ciertamente, se trataba de uno de los suburbios más degradados de Tokio. Las líneas de metro, de ferrocarril y de autobús se entramaban y se superponían como una desquiciada tela de araña, e incontables albañales fluían entre un laberinto de callejas, dejando el terreno tan arrugado como la corteza de un melón. El día del entierro tomé un tranvía en la parada de la Universidad Waseda. Me apeé poco antes del final de la línea, y allí eché mano de mi plano por distritos de Tokio. Pero el tal plano me fue tan útil como un globo terráqueo. Así que para llegar a la casa opté por pararme a cada momento a comprar tabaco y preguntar de paso por el camino.

La casa era una vieja construcción de madera rodeada por una cerca de color ocre. Pasada la cancela, a mano izquierda se extendía un jardincito tan estrecho que no pude menos que preguntarme para qué diablos serviría. Allí, en un rincón, yacía abandonado un viejo e inútil brasero de arcilla, en el interior del cual había casi un palmo de agua de lluvia. La tierra del jardín era oscura y estaba sumamente húmeda.

Quizá porque ella se había marchado de casa a los dieciséis años, el entierro se celebró en la más estricta intimidad. Los allí presentes eran en su casi totalidad parientes ya mayores; el hombre que se ocupaba del ceremonial, de poco más de treinta años, debía de ser hermano o cuñado de la difunta.

Su padre era un hombre achaparrado, cincuentón, que vestía traje negro y llevaba un brazalete blanco de duelo. Permanecía de pie junto a la puerta, prácticamente inmóvil. Su figura me recordó el lustroso asfalto de una carretera tras el paso de una riada.

Al marcharme, me incliné ante él en silencio. Y él me respondió con una muda inclinación.

La conocí en el otoño de 1969. Entonces yo tenía veinte años y ella diecisiete. Cerca de la universidad había una pequeña cafetería donde solía citarme con mis amigos. No era nada del otro mundo, pero los asiduos sabíamos que allí escucharíamos rock duro mientras bebíamos un café indescriptiblemente malo.

Ella se sentaba siempre en el mismo sitio, hincaba los codos en la mesa y se quedaba absorta en la lectura de un libro. Sus gafas de montura metálica, semejantes a un aparato de ortodoncia, y sus huesudas manos le daban un indefinible atractivo que invitaba a acercársele. Su café estaba siempre frío, mientras que su cenicero se hallaba indefectiblemente rebosante de colillas. Lo único que variaba era el título del libro. Tanto leía a Mickey Spillane como a Kenzaburo Oê o al poeta Allen Ginsberg. En resumidas cuentas, parecía que con tener un libro delante se daba por satisfecha. Los estudiantes que rondaban por la cafetería siempre estaban dispuestos a prestarle libros. Ella los engullía en serie, enfrascada en su lectura igual que si comiera a dentelladas mazorcas de maíz. Y como entonces la gente disfrutaba prestando libros, creo que jamás le faltó algo que leer.

Era también la época de grupos tales como los Doors, los Rolling Stones, los Byrds, los Deep Purple y los Moody Blues. La atmósfera daba la impresión de estar insidiosamente electrizada, hasta el punto de que hubiera bastado con dar un enérgico puntapié para que todo se viniera abajo en un santiamén.

Por aquel entonces nuestra existencia transcurría bebiendo whisky barato, fornicando sin demasiado entusiasmo, charlando de temas que no nos llevaban a ninguna parte, prestándonos mutuamente libros… Entre unas cosas y otras, también sobre aquella calamitosa década de los sesenta estaba a punto de caer el telón entre crujidos ominosos.

Su nombre se ha borrado de mi memoria.

Desde luego, podría buscar su esquela, que recorté y guardé, para recordarlo, pero a estas alturas da igual cómo se llamaba. Es un nombre que se ha borrado para mí. Así de sencillo.

A veces me encuentro con amigos a quienes no he visto desde hace años y si por casualidad en nuestra conversación hablamos de ella, tampoco recuerdan su nombre. «¡Ah, entonces…! ¿Te acuerdas de aquella chica que se acostaba con todos…? ¿Cómo se llamaba…? Ni idea, oye… y eso que también yo me la follé un montón de veces… ¿Qué habrá sido de su vida? ¡Estaría bueno tropezársela por ahí…!» «Érase una vez, en algún lugar, una-chica-que-se-acostaba-con-todos.» Así se llamaba para nosotros. Ése era su nombre.

Se cae de su peso que, si se precisan más los términos, no se puede decir alegremente que se acostaba con todos. Como es natural, debía atenerse a cierto sistema de valores, muy personal. Con todo, enfocando el asunto en términos prácticos, se puede decir que se iba a la cama con casi todos los hombres.

En cierta ocasión, concomido por la curiosidad, no pude contenerme y le pregunté por ese sistema de valores suyo, tan personal.

—Pues bueno… —estuvo pensándoselo casi medio minuto—: tampoco me va eso de hacerlo con cualquier tío. A veces me da por cerrarme en banda.

Lo que me pasa, creo, es que, a fin de cuentas, me gusta conocer a la gente. O a lo mejor es que así se va aclarando mi concepción del mundo. ¿No?

—¿Llevándotelos a la cama?

—Sí.

Esta vez fui yo quien se quedó pensativo.

—Y… ¿ya ves las cosas más claras?

—Sí, un poquito —me respondió.

Desde el invierno del 69 hasta el verano del 70 apenas nos vimos. La universidad fue clausurada repetidas veces, y yo, por mi parte, me encontraba asediado por problemas personales que poco tenían que ver con los de mi entorno.

Cuando, en el otoño del 70, me di una vuelta por aquella cafetería, sólo vi caras nuevas; la única conocida era la suya. Todavía sonaba por los altavoces el rock duro, pero el ambiente electrizante de antaño se había esfumado. Lo que no había cambiado desde el año anterior eran el pésimo café y la presencia de la chica. Me senté frente a ella y, entre sorbos de café, hablamos de nuestras antiguas amistades.

La mayoría habían dejado la universidad. Uno de los habituales se suicidó, y otro puso tierra por medio y desapareció sin dejar rastro. Charlamos de cosas así.

—¿Qué has hecho durante este año? —me preguntó.

—De todo un poco —le respondí.

—Y… ¿qué? ¿Te has espabilado?

—Sí, un poquito.

Aquella noche, por primera vez me acosté con ella.

No sé gran cosa de sus años de infancia. Unas veces tengo la sensación de que alguien me lo contó, y otras veces pienso que fue ella misma quien lo hizo cuando compartíamos la cama. Cosas como que en su primer año de bachillerato, y a raíz de una bronca colosal con su padre, se marchó de casa y —consecuentemente— del colegio. Algo así. Pero de otros temas —dónde diablos vivía, cómo se las arreglaba para salir adelante— nadie sabía ni palabra.

Se pasaba el día sentada ante un velador de aquella cafetería donde ponían música de rock; allí se bebía un café tras otro, fumaba sin parar e iba pasando páginas de un libro; de ese modo aguardaba la llegada de alguien que se prestara a pagarle los cafés y el tabaco (gastos que, para nuestros bolsillos de entonces, representaban una suma nada despreciable). A continuación, por regla general, se acostaba con él.

He aquí todo lo que sabía de ella.

Desde el otoño de aquel año hasta bien entrada la primavera del siguiente, adquirió la costumbre de dejarse caer por mi apartamento, situado en uno de los arrabales extremos de Mitaka, una vez por semana, el martes por la noche. Comía la sencilla cena preparada por mí, me llenaba los ceniceros y se entregaba al juego del amor mientras oíamos por la radio, a toda potencia, un programa de rock duro que transmitía la emisora de las fuerzas de ocupación norteamericanas. Al despertarnos, el miércoles por la mañana, solíamos ir andando, dando un paseo a través de pintorescos bosquecillos, hasta el campus de la Universidad Cristiana Internacional. En el comedor del campus tomábamos un ligero almuerzo, y por la tarde bebíamos café poco cargado en la sala de descanso de los estudiantes. Y, si el tiempo era bueno, nos tumbábamos en el césped del campus a mirar el cielo. Según ella, aquello era nuestra «excursión del miércoles».

—Cada vez que venimos aquí, tengo la impresión de ir de excursión.

—¿De ir de excursión?

—¡Claro! En este espacio abierto, abierto…, con césped por todas partes, contemplando ese aire de felicidad en las caras de la gente…

Sentada en el césped, consiguió encender un cigarrillo tras apagársele unas cuantas cerillas.

—El sol se remonta, para hundirse después. La gente viene y va. El tiempo corre como el aire. ¿No es una verdadera excursión?

Por entonces yo contaba veintiún años, y dentro de pocas semanas iba a cumplir veintidós. No veía perspectivas inmediatas de llegar a graduarme en la universidad, aunque, por otra parte, tampoco tenía razones de peso para abandonar los estudios. Prisionero de una serie de desesperantes y enrevesadas circunstancias, durante muchos meses me sentí incapaz de avanzar ni un paso.

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