Authors: Herman Koch
Anduve por el sendero de grava con las antorchas eléctricas giré a la izquierda por el camino que bordeaba el restaurante. A la derecha había un pequeño puente sobre una acequia que conducía a la calle del tráfico y el bar; a la izquierda, un estanque rectangular. Detrás, donde el estanque se disolvía en la oscuridad, vislumbré algo que a primera vista me pareció un muro, pero que al mirarlo mejor resultó ser un seto de la altura de una persona.
Volví a girar a la izquierda y dejé atrás el estanque; la luz del restaurante reverberaba en las aguas oscuras, desde allí se podía ver a los comensales. Seguí avanzando un poco más y entonces me detuve.
Pese a que nos separaban menos de diez metros, yo podía ver a mi hermano sentado a nuestra mesa, pero él a mí no. Mientras esperábamos a que nos sirvieran el segundo plato, yo había mirado muchas veces al exterior, pero desde la llegada de la oscuridad se distinguían cada vez menos cosas de fuera; desde mi sitio, sólo podía ver el restaurante reflejado en el cristal. Serge tendría que haber pegado la cara contra el ventanal y, quizá entonces, me habría visto; aun así, no estaba claro si atisbaría algo más que una silueta negra al otro lado del estanque.
Miré alrededor; a juzgar por lo que se vislumbraba en la oscuridad, el parque estaba desierto. No había ni rastro de Claire y Babette. Mi hermano había dejado los cubiertos y se limpiaba la boca con la servilleta. No alcanzaba a ver su plato, pero habría apostado a que estaba vacío: se lo había comido todo, la sensación de hambre era agua pasada. Se acercó la copa a los labios y bebió. Justo en ese momento, el hombre de la barba y su hija se levantaron de su mesa para marcharse. Se detuvieron brevemente al pasar cerca de nuestra mesa y vi cómo el hombre levantaba la mano, la hija sonreía a Serge y éste elevaba la copa a modo de saludo.
Sin duda querían agradecerle una vez más la foto. Serge había sido todo gentileza, sin pestañear siquiera había pasado de ser un comensal en un momento de privacidad a su papel de cara conocida a nivel nacional: una cara conocida que se había mantenido siempre fiel a sí misma, un hombre corriente, una persona como tú y como yo, alguien al que se podía abordar en todas partes y a todas horas porque no se ponía a sí mismo en un pedestal.
Probablemente fui el único en detectar la arruga de enfado que se le marcó entre las cejas cuando nuestro vecino de mesa le dirigió la palabra:
—Le ruego que me disculpe, pero su... su... este señor de aquí me ha asegurado que no sería ninguna molestia que... —La arruga apenas duró un segundo, y enseguida apareció el Serge Lohman a quien todo el mundo podía votar, el candidato a primer ministro que se sentía a sus anchas entre la gente corriente.
—¡Claro, claro! —exclamó en tono cordial cuando el barbas le mostró la cámara y señaló a su hija—. ¿Y cómo te llamas? —preguntó a la muchacha.
No era una chica especialmente bonita, la clase de chica que haría brillar pícaramente los ojos de mi hermano: no era una chica por la que se desviviría, como había hecho antes con la camarera torpe con aire de Scarlett Johansson. Pero tenía una cara dulce, una cara inteligente, me corregí, demasiado inteligente para querer salir en una foto con mi hermano.
—Naomi —respondió ella.
—Ven a sentarte a mi lado, Naomi —dijo Serge, y, cuando la chica lo hubo hecho, le pasó el brazo por los hombros. El barbas reculó un par de pasos.
—Una más por si acaso —dijo después de que la cámara hubiese destellado, y volvió a pulsar el botón.
El momento fotográfico causó una gran agitación. En las mesas cercanas la gente fingió que jamás se había producido; sin embargo, como había sucedido cuando Serge llegó al restaurante, ahora también ocurría algo por el hecho de no ocurrir nada, no sé expresarlo con mayor claridad. Es como cuando ha habido un accidente en la carretera y pasas de largo rápidamente porque no quieres ver sangre, o bueno, no exageremos, pongamos un animal atropellado en la cuneta: ves el pobre bicho muerto desde lejos, pero ya no vuelves a mirarlo. No tienes ganas de ver la sangre y las vísceras medio desparramadas. Y por eso desvías los ojos, miras al cielo, por ejemplo, o un arbusto en flor en medio del prado, miras a cualquier parte salvo a la cuneta.
Serge se había mostrado muy cordial: con el brazo alrededor de los hombros de ella, había acercado a la chica un poco más hacia sí y después había ladeado la cabeza, tanto que casi tocaba la de ella. Sin duda sería una bonita foto, sin duda la hija del barbas no podría haber deseado una foto mejor. Con todo, yo tenía la impresión de que Serge se había mostrado menos cordial de lo que lo hubiera sido si en lugar de esa chica hubiera tenido a su lado a Scarlett Johansson (o a una doble de Scarlett Johansson).
—Un millón de gracias —dijo el padre—. No queremos importunarlo más. Es una cena privada.
La chica (Naomi), que no había abierto la boca para nada, echó la silla hacia atrás y se situó junto a su padre. Pero no se iban.
—¿Le sucede con frecuencia? —preguntó el barbas en tono bajo y confidencial, inclinándose ligeramente hacia delante, con lo que su cabeza quedó justo encima de la mesa—. Que la gente se le acerque como si nada y le pida que pose para una foto.
Mi hermano lo observó, la arruga en el entrecejo había vuelto. ¿Y ahora qué querían de él?, decía la arruga. El barbas y su hija ya habían tenido su momento cordial, ahora debían irse a la mierda.
Por una vez, no pude por menos que darle la razón. Ya había asistido a menudo a eso, a cómo la gente se pegaba a Serge Lohman. No sabían despedirse, querían que durase más. Sí, casi siempre deseaban algo más, una foto o una firma no bastaban, querían algo exclusivo, un trato exclusivo: buscaban algo que los distinguiera de todos los que habían pedido una foto o una firma. Querían una historia. Una historia que poder contarle a todo el mundo al día siguiente: «¿Sabes a quién nos encontramos ayer por la noche? Sí, ese mismo. Tan simpático, tan normal... Creímos que después de habernos hecho la foto preferiría que lo dejásemos tranquilo, pero ¡qué va! Nos invitó a su mesa e insistió en que tomásemos una copa con él. Eso no lo hacen todos los famosos, pero él sí. Al final estuvimos hasta bastante tarde.»
Serge miró al barbudo, la arruga entre las cejas se había acentuado, aunque para un desconocido podía pasar por el gesto de alguien al que le molesta mirar directamente a la luz. Deslizó el cuchillo sobre la mesa, alejándolo del plato para volver a acercarlo. Yo sabía cuál era el dilema al que se enfrentaba, lo había visto con frecuencia, más de lo que habría deseado: mi hermano quería que lo dejasen en paz, ya había mostrado su lado más amable —echándole el brazo por los hombros a la hija, dejándose inmortalizar por el padre—, el de un hombre corriente y humano —quien votara a Serge Lohman estaría votando por un primer ministro corriente y humano—. Pero ahora que el barbas seguía allí, esperando a que le dieran más palique gratis del que poder presumir el lunes delante de sus colegas, Serge debía contenerse. Un comentario mordaz o ligeramente sarcástico podía echarlo todo a rodar, el crédito conseguido se esfumaría, toda la ofensiva de encanto habría sido en balde. El lunes, el barbas contaría a sus colegas que Serge Lohman era un cabrón arrogante, un hombre al que se le habían subido los humos a la cabeza. Al fin y al cabo, él y su hija apenas lo habían molestado, sólo le habían pedido una foto y después lo habían dejado en paz para que prosiguiera su cena privada. Después de oír la historia, dos o tres de esos colegas ya no votarían a Serge Lohman, y sí, era muy posible que esos dos o tres colegas contaran a su vez la historia sobre el político arrogante e inabordable: el llamado efecto bola de nieve. Y, como suele suceder con los cotilleos, la historia iría adquiriendo proporciones cada vez más grotescas de segunda, tercera y cuarta mano. Como un reguero de pólvora, se extendería el rumor de que Serge Lohman había ofendido a alguien, a un padre normal y a su hija que muy educadamente le habían pedido una foto; en versiones posteriores, el candidato a primer ministro los habría echado de allí con cajas destempladas.
Pese a que se lo hubiese buscado él mismo, en aquel momento mi hermano me dio pena. Siempre me he mostrado comprensivo con las estrellas de cine y los cantantes que arremeten contra los paparazzi que los acechan a la salida de la discoteca, y les destrozan la cámara. Si Serge decidía lanzarse contra el barbas y atizarle un buen puñetazo en el morro, que quedaba fuera de la vista por aquella barba de enanito tan repulsiva como ridícula, contaría con todo mi apoyo. Le sujetaría los brazos a la espalda, me dije, para que Serge pudiera concentrarse en la cara e imprimir más fuerza a los puñetazos, pues al fin y al cabo tendría que abrirse paso entre la barba para lastimarle la cara de verdad.
La actitud que Serge adoptaba ante la atención del público era cuando menos ambigua. En las ocasiones en que se convierte en propiedad pública, durante los discursos en los auditorios de provincias, mientras responde las preguntas de sus «simpatizantes», ante las cámaras de televisión o los micrófonos de la radio, cuando reparte folletos en el mercado con su anorak y conversa con la gente corriente, o mientras, subido a la tribuna, recibe el aplauso, qué digo aplauso, la larga ovación del congreso del partido en pie (hasta lanzaron flores al podio, supuestamente de forma espontánea, aunque en realidad fue una maniobra de su estratega de campaña, en la que no se había dejado ningún detalle al azar)... en todos esos momentos, digo, Serge está radiante. No sólo de felicidad o autocomplacencia, ni porque los políticos que quieren progresar no tengan otro remedio que estar radiantes, porque en caso contrario se les acabaría la campaña electoral en un santiamén; no, Serge está radiante de veras, transmite algo.
No dejo de extrañarme y sorprenderme cada vez que veo cómo mi hermano, el patán torpe, el zoquete obtuso del «tengo que comer ahora» que se zampa un turnedó sin entusiasmo en tres bocados, el mentecato que pronto se aburre y cuyos ojos se despistan en cuanto se habla de algo que no es él mismo, cómo ese hermano mío sube al podio y bajo la luz de los reflectores y los focos de la televisión empieza, literalmente, a brillar; cómo, en definitiva, se convierte en un político carismático.
«Es su presencia —dijo en una ocasión la presentadora de un programa juvenil durante una entrevista para una revista femenina—. Cuando estás cerca de él, sucede algo.» Casualmente vi la emisión de ese programa juvenil, y resultaba evidente lo que Serge hacía. Para empezar, estaba todo el rato sonriendo, algo que ha tenido que aprender a hacer; aunque sus ojos no sonríen y así se nota que no es sincero. Pese a todo, sonreía, que eso gusta a la gente. Por lo demás, se pasó la mayor parte de la entrevista con las manos en los bolsillos, no con expresión aburrida o de estar de vuelta de todo, sino relajado, como si estuviese en el patio del colegio (lo del patio del colegio se acerca bastante, pues la filmación , se hizo en una asociación juvenil bulliciosa y mal iluminada al término de una charla). Era demasiado mayor para pasar por un alumno, pero sí parecía el profesor enrollado: el profesor en quien se puede confiar, que también dice de vez en cuando «coño» o «mola», el profesor sin corbata que en el viaje de fin de curso a París también bebe un poco más de la cuenta en el bar del hotel. De vez en cuando, Serge sacaba la mano del bolsillo para ilustrar con gestos algún estos algún punto de su programa electoral, y entonces parecía que fuera a acariciarle el pelo a la presentadora y decirle que lo tenía muy bonito.
Pero ese comportamiento cambia en su vida privada. Tiene la misma mirada que toda la gente conocida: cuando va a algún lugar como ciudadano normal, jamás mira a los demás a los ojos, su mirada vaga sin posarse en ningún bicho viviente, mira los techos, las lámparas que cuelgan de esos techos, las mesas las sillas el cuadro en la pared o preferiblemente, no mira nada. Entretanto sonríe con la sonrisa de quien sabe que todo el mundo lo está mirando, o que procura no mirarlo, lo que viene a ser lo mismo. A veces le resulta difícil separar la propiedad pública y las circunstancias privadas; en esos momentos, lo ves pensar que no es mala idea aprovecharse un poco del interés público durante su vida privada, como sucedía esa noche en el restaurante.
Miró al hombre de la barba y después a mí, la arruga desapareció. Guiñó un ojo y al instante metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el móvil.
—Dispénseme —dijo mientras miraba la pantalla—. Debo atender esta llamada. —Esbozó una sonrisa de disculpa, pulsó una tecla y se llevó el móvil a la oreja.
No se había oído nada, ningún sonido normal de llamada, ningún tono especial con una melodía, pero podía ser, era posible: el exceso de ruido exterior habría impedido que el barbas y Naomi lo oyesen o, quién sabe, quizá tenía activado el aviso por vibración.
¿Quién podía asegurarlo? El barbas desde luego no. Para él, había llegado el momento de irse de vacío; naturalmente, podía poner en duda la llamada, tenía todo el derecho a pensar que le estaban tomando el pelo, pero la experiencia enseña que la gente no lo hace. Serge les estropeaba el final de la historia: se habían hecho una foto con el futuro primer ministro de Holanda y habían cruzado unas palabras con él, pero ahora estaba muy ocupado.
—Sí —dijo Serge al aparato—. ¿Dónde? —Ya no miraba al barbas y a su hija sino hacia fuera; para él ya se habían ido. Debo admitir que su actuación era muy convincente—. Estoy cenando —añadió, y le echó un vistazo a su reloj; mencionó el nombre del restaurante—. Antes de las doce me será imposible —concluyó.
Así las cosas, me sentí en la obligación de mirar al hombre de la barba. Yo era el asistente del médico que acompaña al paciente hasta la puerta porque el doctor debe ocuparse del siguiente paciente. Hice un gesto, no de disculpa, sino dando a entender que podía retirarse con su hija sin sufrir el menor desprestigio.
—En momentos así es cuando te preguntas por qué haces todo esto —suspiró mi hermano cuando volvimos a estar a solas y hubo guardado el móvil—. ¡Por Dios, éstos son los peores! Los plastas. Si al menos la chica hubiese sido un poco guapa... —Me guiñó un ojo—. Oh, perdona, Paul, había olvidado que a ti justamente suelen gustarte éstas, las feas del baile.
Se rió de su propia broma, y yo lo imité mientras miraba hacia la puerta del restaurante para ver si Claire y Babette regresaban. Serge volvió a ponerse serio antes de lo previsto, se acodó sobre la mesa y juntó las yemas de los dedos.;