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Authors: Herman Koch

La cena (28 page)

BOOK: La cena
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Miré de soslayo hacia la entrada del restaurante, donde se habían congregado algunas camareras, intrigadas seguramente por las sirenas y las luces giratorias. Me pareció reconocer también al maître, al menos vislumbré a un hombre trajeado encendiendo un cigarrillo.

Por un momento, pensé que no podían verme desde la entrada, pero entonces recordé que unas horas antes yo mismo había visto a Michel pedaleando por el puente.

Debía seguir adelante. No podía quedarme mucho rato parado allí. No podía arriesgarme a que una camarera declarase haber visto a un tipo parado en el puente: «Me resultó muy extraño. Estaba allí, sin hacer nada. No sé si le será útil para la investigación.»

Saqué el móvil de Babette del bolsillo, lo sostuve sobre el agua y lo dejé caer. Un pato se acercó al oír el chapoteo. Luego solté el pretil y me puse en movimiento. Ya no iba a cámara lenta, sino a un ritmo normal; ni demasiado lento ni demasiado rápido. Al final del puente crucé el carril bici, miré hacia la izquierda y fui hasta la parada de tranvía. Había un grupo de curiosos, no muy nutrido por lo tarde que era, como mucho una veintena. A la izquierda del bar había un pasaje. Me dirigí hacia allí. Acababa de alcanzar la acera cuando las puertas del bar se abrieron literalmente de par en par, con dos ruidosos chasquidos. Sacaron una camilla, una camilla con ruedas empujada por dos enfermeros. El que iba detrás sostenía una bolsa de suero. Luego salió Babette, ya sin gafas y apretándose un pañuelo sobre los ojos.

De la persona que iba en la camilla bajo una sábana verde sólo asomaba la cabeza. Lo había sabido en todo momento, pero aun así suspiré aliviado. Llevaba la cabeza cubierta con vendas y gasas. Vendas y gasas ensangrentadas.

Las puertas de la ambulancia ya estaban abiertas y subieron la camilla al interior. Dos sanitarios montaron delante y dos detrás, junto con Babette. Cerraron las puertas y la ambulancia se alejó a toda prisa y torció a la derecha en dirección al hospital.

Las sirenas ululaban, así que aún había esperanza.;

O no, depende de cómo se mirase.

No tuve mucho tiempo para pensar en un futuro próximo porque las puertas del bar se abrieron de nuevo.

Claire salió escoltada por dos agentes uniformados; no iba esposada, ni siquiera la agarraban. Miró alrededor, escrutando las caras de los curiosos en busca de algún rostro conocido.

Entonces lo halló.

La miré y ella me miró. Avancé un paso, o cuando menos mi cuerpo delató la intención de avanzar un paso.;

Claire negó con la cabeza.

No lo hagas, decía. Casi había llegado a uno de los coches de policía. Un tercer agente le abrió la puerta trasera. Miré rápidamente al grupo de gente para comprobar si alguien se había percatado de a quién dirigía su gesto Claire, pero al parecer sólo tenían ojos para la mujer escoltada.;

Al llegar junto a la portezuela, Claire se detuvo un momento. De nuevo buscó y halló mi mirada. Hizo un movimiento con la cabeza; un gesto en el que los demás probablemente sólo vieron la inclinación normal para subir al coche, pero a mí me señalaba una dirección concreta.

Una dirección a mis espaldas, el pasaje, el camino más corto para llegar a casa.

A casa, me decía mi esposa. Vete a casa.

No esperé a que el coche de la policía arrancase. Me di la vuelta y me fui.

46

¿Qué propina se deja en un restaurante donde la cuenta te da risa? Recuerdo haber hablado de este tema a menudo, no sólo con Serge y Babette, sino también con otros amigos con los que hemos cenado en restaurantes holandeses. Supongamos que una cena para cuatro personas ha costado cuatrocientos euros —ojo, no digo que nuestra cena costara cuatrocientos euros— y la propina oscila entre el diez y el quince por ciento; en ese caso, lógicamente debería dejarse un mínimo de cuarenta o un máximo de sesenta euros.

Sesenta euros de propina... No puedo remediarlo, pero me entra risa. Y si no me ando con cuidado, estallaré de nuevo en carcajadas. Es una risa nerviosa, como la que te asalta en un entierro o una iglesia donde hay que estar callado.

Pero a nuestros amigos no les hace gracia alguna.;

—¡Esta gente tiene que vivir de algo! —me dijo una vez una buena amiga mientras cenábamos en un restaurante parecido.

La mañana de nuestra cena yo había sacado quinientos euros del cajero. Me había propuesto pagarlo todo, hasta la propina. Actuaría con rapidez, pondría los diez billetes de cincuenta sobre el platito antes de que mi hermano tuviese la oportunidad de sacar su tarjeta de crédito.

Cuando al final de la velada puse en el platito los cuatrocientos cincuenta euros que me quedaban, el maître pensó que me había confundido. Fue a decir algo. Quién sabe, quizá que una propina del ciento por ciento era demasiado buena; pero yo me adelanté.

—Esto es para usted si me promete que nunca me ha visto en el jardín con mi hijo. Jamás. Ni ahora. Ni dentro de una semana. Ni dentro de un año.

Serge perdió las elecciones. Al principio, los votantes mostraron cierta simpatía por el candidato de la cara desfigurada. Una copa de vino blanco —mejor dicho, una copa de vino blanco rota justo por encima del tallo— causa heridas muy extrañas. Sobre todo los puntos de sutura resultan extraños, dejan el tejido irregular y zonas vacías donde el viejo rostro no se recupera jamás. En los dos primeros meses lo operaron tres veces. Después de la última intervención, se dejó crecer la barba por un tiempo. En retrospectiva, creo que la barba marcó el punto de inflexión: ahí estaba Serge, en un mercado, en un solar en construcción, a la entrada de una fábrica, con su anorak, repartiendo folletos... con barba.

En los sondeos, Serge Lohman empezó a bajar drásticamente. Lo que unos meses antes parecía un triunfo anunciado se transformó en una caída libre. Un mes antes de las elecciones se afeitó la barba. Fue un último acto de desesperación. Los electores vieron el rostro con las cicatrices, pero también vieron las zonas vacías. Es asombroso, e injusto en cierto modo, lo que un rostro desfigurado puede hacerle a uno. La gente mira las zonas vacías y no puede evitar preguntarse qué había antes allí.

Pero el golpe de gracia fue sin duda la barba. O mejor dicho, dejarse la barba primero y afeitársela después. Serge Lohman no sabe lo que quiere, fue la conclusión de los electores, y votaron por lo conocido. La mancha del empapelado.

Por supuesto, Serge no interpuso ninguna denuncia. Denunciar a su cuñada, la esposa de su hermano, no habría emitido una buena señal.

—Me parece que a estas alturas ya lo ha entendido —dijo Claire unas semanas después del incidente en el bar—. Él mismo habló de ello: dijo que quería resolver las cosas en familia. Creo que ha entendido que ciertas cosas no deben trascender el entorno familiar.

En cualquier caso, Serge y Babette tenían otras cosas en la cabeza. Por ejemplo, la desaparición de su hijo adoptivo Beau. No escatimaron esfuerzos para encontrarlo: organizaron una campaña con fotos en los periódicos y las revistas, carteles por todas partes y una aparición televisiva en el programa Desaparecido.

En aquel programa se divulgó la noticia de que, antes de desaparecer, Beau había dejado un mensaje en el buzón de voz de su madre. No consiguieron encontrar el móvil de Babette, pero el mensaje se había conservado, aunque ahora tenía connotaciones muy distintas de las que tuvo la noche de nuestra cena.

«Mamá, pase lo que pase... quiero decirte que te quiero...»

Podría decirse que movieron cielo y tierra para encontrar a Beau, pero también surgieron dudas. Una revista sugirió que quizá Beau se había hartado de sus padres adoptivos y había regresado a su país de origen. «Es algo que sucede con frecuencia en esta "edad difícil —rezaba el artículo—, que los chicos adoptados vayan en busca de sus padres biológicos. O, como mínimo, que manifiesten curiosidad por su país de origen.»

Un periódico dedicó al caso una página entera, y planteó por primera vez la cuestión de si los padres biológicos buscarían a su hijo con más ahínco que los de adopción. Se citaban ejemplos de padres adoptivos de hijos descarriados, en los que los adoptantes habían acabado por desentenderse de ellos. Con frecuencia, atribuían los problemas a una combinación de factores. La incapacidad de arraigarse en otra cultura se mencionaba como el más importante, seguido de los aspectos biológicos: «defectos» que los niños heredaban de sus padres biológicos. Y en el caso de adopciones a edades más tardías, había que tener en cuenta las experiencias vitales del niño antes de ser acogido por su nueva familia.

Me acordé de aquella vez en Francia, la fiesta en el jardín de mi hermano. Cuando los campesinos franceses habían pillado a Beau robando una gallina y Serge había afirmado que sus hijos jamás harían algo así. Sus hijos, había dicho, sin hacer distingos entre ellos.

De nuevo pensé en la protectora de animales. Uno tampoco sabe lo que le ha pasado a un perro o a un gato antes de llevárselo a casa, si lo han maltratado o encerrado durante días en un sótano oscuro. No importa mucho. Si el perro o el gato se muestran indóciles, se devuelven y asunto arreglado. Al final del extenso artículo se planteaba la cuestión de si los padres biológicos se mostrarían menos dispuestos a desentenderse de un hijo díscolo o descarriado.

Yo sabía la respuesta, pero primero le dejé leer el artículo a Claire.

—¿Qué opinas? —le pregunté cuando hubo acabado. Estábamos sentados a la pequeña mesa de la cocina con los restos del desayuno. Los rayos del sol incidían en el jardín y sobre la encimera. Michel había ido a jugar al fútbol.

—Me he preguntado a menudo si Beau hubiese chantajeado a su hermano o a su primo de haber sido familia carnal. Desde luego que los hermanos carnales se pelean, a veces incluso no quieren volver a verse, pero sin embargo... cuando llega el momento, en un caso de vida o muerte, siempre se puede contar con ellos. —Y entonces se echó a reír.;

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—No, es que de pronto me he oído hablar de los hermanos —dijo riéndose aún—. ¡Y te lo decía a ti!

—Ya —repuse, y reí también.

Luego estuvimos un rato sin decir nada, sólo mirándonos de vez en cuando. Como marido y mujer. Como dos partes de una familia feliz, pensé. Por supuesto habían sucedido cosas, pero últimamente me venía a menudo al pensamiento la idea de un naufragio. Una familia feliz sobrevive al naufragio. No quiero decir que después sea más feliz que antes, pero tampoco lo será menos.

Claire y yo. Claire, Michel y yo. Compartíamos algo. Algo que antes no existía. Seguramente no compartíamos lo mismo los tres, pero quizá tampoco fuese necesario. No hay que saberlo todo del otro. Afortunadamente los secretos no estorbaban.

Pensé en aquella noche al término de nuestra cena. Michel tardó bastante en llegar a casa. En nuestra sala hay una antigua cómoda de madera en la que Claire guarda sus cosas. Mientras abría el primer cajón me invadió la sensación de que estaba a punto de hacer algo de lo que luego me arrepentiría.

No pude evitar acordarme del período que Claire pasó en el hospital. En una ocasión, le hicieron una exploración interna en mi presencia. Me hallaba sentado en una silla junto a su cama y le tenía la mano cogida. El médico me invitó a mirar el monitor mientras le metían algo a mi esposa —un tubo, una sonda, una cámara—. Recuerdo que miré muy rápidamente y luego desvié los ojos. No fue porque las imágenes me abrumasen o temiera desmayarme, fue algo distinto. Pensé que sencillamente no tenía derecho a mirar.

Estaba por desistir cuando hallé lo que buscaba. En el primer cajón tenía unas viejas gafas de sol, pulseras y pendientes que ya no se ponía. Pero en el segundo había papeles: el carnet de socia del club de tenis, una póliza del seguro de la bicicleta, un permiso de estacionamiento caducado y un sobre con el nombre del hospital en la esquina izquierda. El nombre del hospital donde la habían operado, pero también el hospital donde había dado a luz a Michel. «Amniocentesis», ponía en letras de imprenta en el encabezamiento del papel que saqué del sobre. Justo debajo había dos casillas, «niño» y «niña».

Había una cruz sobre «niño».

Claire sabía que tendríamos un varón, fue lo primero que se me ocurrió. Pero nunca me lo dijo. Hasta el día antes del nacimiento estuvimos fantaseando sobre el nombre que le pondríamos si era niña. Si era niño no teníamos dudas: años antes de que Claire se quedase embarazada ya nos habíamos decidido por Michel. Pero en caso de ser chica, dudábamos entre Laura y Julia.

En el formulario había una serie de cifras escritas a mano. Leí varias veces la palabra «positivo».

Debajo había un recuadro de unos cinco centímetros por tres bajo el encabezamiento «Observaciones». Aquel recuadro estaba todo escrito con la misma letra casi indescifrable que había anotado las cifras y había hecho una cruz en la casilla «niño».

Empecé a leer. Y al punto me detuve.

Esa vez no me embargó la sensación de que no tenía derecho a mirar. No, fue otra cosa. ¿Debía saberlo?, me pregunté. ¿Quería saberlo? ¿Seríamos más felices como familia?

Debajo del recuadro manuscrito había dos casillas más pequeñas. En una ponía «Elección del médico/hospital», en la otra «Elección de los padres».

Había una cruz en la casilla «Elección de los padres».;

Elección de los padres. No ponía «Elección de la madre» sino «Elección de los padres».

Ésas son las palabras que a partir de ahora llevaré siempre conmigo, pensé, y volví a meter el formulario en el sobre y éste debajo del permiso de estacionamiento caducado.

«Elección de los padres», dije en voz alta mientras cerraba el cajón.

Cuando Michel nació, todo el mundo, hasta los padres y familiares directos de Claire, convinieron en que era idéntico a mí. «¡Es clavado a ti!», exclamaban las visitas tan pronto lo sacaban de la cuna.

A Claire también le hacía gracia. El parecido era tan evidente que no había forma de negarlo. Luego disminuyó un poco, y a medida que crecía se pudo reconocer en él, no sin esfuerzo y buena voluntad, algunos rasgos de su madre. Sobre todo los ojos, y algo entre el labio superior y la nariz. Clavado a mí. Después de cerrar el cajón, escuché los mensajes del contestador del teléfono fijo.

«¡Hola, cariño! —oí decir a mi esposa—. ¿Cómo estás? ¿No te aburres demasiado?» En el silencio que siguió se distinguían claramente los sonidos del restaurante: murmullos, platos apilados. «No, nos tomamos el café y nos vamos, dentro de una hora estaremos en casa. Así que aún estás a tiempo de recoger un poco. ¿Qué has cenado?»

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