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Authors: Herman Koch

La cena (26 page)

BOOK: La cena
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—Debo reconocer que en estos asuntos se dejó guiar excesivamente por mis propias opiniones al respecto —admití—. Tengo ideas bastante claras sobre lo que podría sucederle al culpable de determinados crímenes. Quizá de algún modo impuse esas ideas a Michel, ya fuera consciente o inconscientemente.

El director me dirigió una mirada inquisitiva, siempre y cuando pueda considerarse inquisitiva la mirada de una inteligencia inferior.

—Hace un momento, me ha dicho usted que la mayor parte la hizo su hijo.

—Así es. Me refería especialmente a los pasajes en que se considera inhumana la pena de muerte ejercida por el Estado.;

Mi experiencia me decía que con las inteligencias inferiores lo mejor es ser claro y meridiano; con una mentira, ofreces a los tontos la posibilidad de desdecirse sin quedar en evidencia. Además, ¿sabía yo qué parte del trabajo sobre la pena de muerte correspondía a mi cosecha o a la de Michel? Me acordaba de una conversación, mientras cenábamos sentados a la mesa, en la que salió a relucir el caso de un asesino en libertad condicional, un asesino que llevaba tan sólo unos días en la calle y que según parecía ya había vuelto a matar a alguien. «No deberían poner en libertad a alguien así», comentó Michel. «¿No deberían ponerlo nunca en libertad o no deberían llegar a encerrarlo en prisión?», pregunté. Michel tenía quince años por entonces y hablábamos de casi cualquier tema con él. Le interesaba todo: la guerra de Irak, el terrorismo, Oriente Medio. En el instituto apenas les enseñaban nada, decía, lo pasaban por alto. «¿Qué quieres decir con que no deberían llegar a encerrarlo?», preguntó. «Pues eso mismo —repuse—. Lo que he dicho.»

Miré al director. Aquel estúpido que creía en el calentamiento global y la erradicación total de la guerra y la injusticia seguramente también estaría convencido de que se podía rehabilitar a los violadores y a los asesinos en serie, que después de años de cháchara con un psiquiatra podrían volver a reinsertarse gradualmente en la sociedad.

El director, que hasta entonces había permanecido reclinado en su asiento, se echó hacia delante y apoyó los antebrazos en la mesa con las manos estiradas y los dedos separados.

—Si no me equivoco, usted también ha trabajado en la enseñanza, ¿verdad?

El vello de la nuca y el hormigueo de los dedos no me habían engañado: cuando las inteligencias inferiores veían la amenaza de perder una discusión, se agarraban a un clavo ardiendo con tal de tener razón.

—Sí, durante unos años di clases —afirmé.

—Fue en..., ¿no? —Mencionó el nombre del centro de enseñanza secundaria, un nombre que aún hoy me provoca sentimientos desagradables, como una enfermedad de la que uno está oficialmente curado, pero cuyos síntomas pueden reaparecer en cualquier momento en alguna parte del cuerpo.

—Así es.

—Y después lo suspendieron de sus funciones.

—No exactamente. Fui yo mismo quien propuso tomarme un descanso por un tiempo y reincorporarme más adelante, cuando todo se hubiera calmado un poco.

El director tosió y echó un vistazo al papel que tenía delante.

—Pero la verdad es que no se ha reincorporado. En realidad, lleva más de nueve años sin empleo.

—No estoy en activo, pero mañana mismo podría emplearme en cualquier otro lugar.

—Según mis datos, datos que me han sido facilitados por..., eso depende de un informe psiquiátrico. De modo que la decisión de que pueda usted volver o no al trabajo no está en sus manos.

¡Otra vez el nombre del instituto! Sentí como los músculos del párpado izquierdo se me tensaban; no significaba nada, pero los demás podían tomarlo por un tic. Por eso fingí que me había entrado algo en el ojo y me lo froté con los dedos, pero la contracción muscular no hizo sino empeorar.;

—Bah, en realidad no tiene mayor importancia. No necesito que ningún psiquiatra me dé el visto bueno para ejercer mi profesión.

El director estudió de nuevo el papel.

—Pues no es eso lo que pone aquí. Aquí pone...;

—Haga el favor de enseñarme ese papel. —Mi voz sonó tajante e imperiosa, pero el director no satisfizo inmediatamente mi requerimiento.

—Déjeme acabar, por favor —dijo—. Hace unas semanas, me encontré por casualidad con un antiguo compañero que ahora está trabajando en... No recuerdo cómo salió el tema, creo que estábamos hablando del estrés laboral en la enseñanza. Sobre el fenómeno de quemarse en el trabajo, ya sabe. Entonces él mencionó un nombre que me resultó familiar. Al principio no supe de qué, y luego pensé en Michel y en usted.

Yo nunca he estado quemado. Eso es una enfermedad moderna. Y tampoco he estado estresado.

Me fijé en que ahora era él quien pestañeaba, y aunque no se podía haber llamado tic a eso por muy buena voluntad que uno tuviera sí que era un signo de repentina debilidad. Más aún, de miedo. No me percaté, pero quizá hubo algo en mi voz —había pronunciado las últimas frases más despacio; en todo caso, más despacio que las anteriores—, algo que hizo que se encendieran las luces de emergencia del director.

—Yo no he dicho que usted hubiese padecido estrés —repuso.

Tamborileó con los dedos sobre la mesa. ¡Y volvió a pestañear! Sí, algo había cambiado, el tonillo de sabelotodo con que había intentado venderme sus teorías de pacotilla sobre la pena de muerte había desaparecido.

Entonces, husmeé claramente el miedo sobre el tufo a basura orgánica. Como un perro es capaz de distinguir cuándo alguien tiene miedo, así percibí también un olor vago y ácido que antes no estaba.

Creo que fue en ese momento cuando me levanté. Ya no me acuerdo bien, hay un punto ciego, un agujero en el tiempo. No recuerdo si se dijo algo más. El caso es que de pronto estaba de pie. Me había levantado de la silla y miraba al director. Lo que sucedió a continuación se debió en gran parte a la diferencia de altura y al hecho de que el hombre siguiera sentado mientras yo lo miraba desde arriba, podría decirse que me erigía por encima de él. Era una suerte de ley tácita, como que el agua fluye de arriba abajo o, para seguir con los perros, el hecho de que el director estaba en desventaja por estar sentado, una posición más vulnerable. Lo mismo sucede con los perros. Durante años, se dejan alimentar y acariciar por su amo, no hacen daño ni a una mosca, son una delicia de mascota; pero de pronto, un buen día, el amo pierde el equilibrio, da un traspié y se cae. En un abrir y cerrar de ojos, los perros se le echan encima, le hincan los colmillos en el cuello y lo matan a mordiscos, a veces desgarrándolo por completo. Es el instinto: lo que cae es débil, lo que está en el suelo constituye una presa.

—Le pido encarecidamente que me deje ver ese papel —dije por guardar las formas, mientras señalaba la hoja que él tenía encima de la mesa y que en ese momento cubría con las manos. Digo por guardar las formas porque ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

—Señor Lohman —dijo aún.

Después, le di de lleno con el puño en la nariz. Enseguida hubo sangre, mucha sangre. Le brotó de las fosas nasales y le salpicó la camisa y el escritorio, y después le manchó los dedos que se llevó a la nariz.

Mientras tanto, yo había rodeado el escritorio y lo golpeé de nuevo en la cara, más abajo esta vez; sus dientes rotos me lastimaron los nudillos. Gritó algo ininteligible, pero yo ya lo había levantado de la silla. Sin duda, alertaría a la gente con sus gritos, en medio minuto la puerta del despacho se abriría de golpe, pero en medio minuto se pueden causar grandes estragos; sí, con medio minuto tendría suficiente.

—Cerdo sucio y asqueroso —le espeté mientras le daba otro puñetazo en la cara y un rodillazo en el estómago.

Y entonces cometí un error de cálculo; no creí que le quedasen fuerzas, pensé que podría seguir atizándolo tranquilamente hasta que los profesores pusieran fin a la escena. Pero él levantó la cabeza con suma rapidez y me dio en la barbilla. Acto seguido, me aferró las piernas con los brazos y dio un tirón, con lo que perdí el equilibrio y caí hacia atrás.;

—¡Mierda! —grité.

El director corrió, no hacia la puerta sino hacia la ventana. Antes de que lograra ponerme de pie ya la había abierto.

—¡Auxilio! —bramó—. ¡Auxilio!

Pero para entonces ya había llegado hasta él. Lo agarré del pelo y le eché la cabeza hacia atrás, y a continuación se la estrellé con toda mi fuerza contra el marco de la ventana.;

—¡No hemos acabado aún! —le grité al oído.

Había mucha gente en el patio del instituto, principalmente estudiantes; debía de ser la hora del recreo. Todos miraban hacia arriba, hacia nosotros.

Casi de inmediato distinguí a un chico con una gorra negra entre los demás; fue tranquilizador, me dio confianza atisbar ese rostro conocido entre todas aquellas caras. Estaba a un lado, con un pequeño grupo, junto a la escalera que conducía a las aulas, en compañía de algunas chicas y un muchacho con una moto. El chico de la gorra negra llevaba auriculares alrededor del cuello.

Lo saludé. Todavía lo recuerdo bien. Saludé a Michel e intenté sonreírle. Con aquel saludo y aquella sonrisa quería darle a entender que probablemente desde fuera parecía más grave de lo que en realidad era. Que el director y yo sosteníamos opiniones distintas en relación con su trabajo, pero que ya nos estábamos acercando a una solución.

41

—Era el primer ministro —dijo Serge. Tomó asiento y se guardó el móvil en el bolsillo—. Quería saber de qué tratará la rueda de prensa de mañana.

Alguno de nosotros podría haberle preguntado: «¿Y bien? ¿Qué le has dicho?» Pero todos guardamos silencio. A veces, la gente mantiene silencios así cuando no tiene ganas de tomar el camino que tiene delante. Si Serge hubiese contado un chiste, un chiste que empezase con una pregunta (¿Por qué dos chinos no pueden ir nunca juntos al peluquero?), es probable que se hubiera producido un silencio parecido.

Mi hermano miró su dame blanche, que quizá por cortesía no habían retirado aún de la mesa.

—Le he dicho que prefería no revelarle nada esta noche. Ha contestado que esperaba que no fuese nada grave, que, por ejemplo, no hubiese decidido retirarme de las elecciones. Lo ha dicho literalmente: «Lamentaría profundamente que decidieses arrojar la toalla ahora, a siete meses vista de las elecciones.» —Serge intentó imitar el acento del primer ministro, pero le salió tan mal que pareció una caricatura exagerada de la propia caricatura—. Le he respondido la verdad, que estaba debatiéndolo con mi familia. Que todavía estaba considerando varias opciones.

Al poco de que el primer ministro asumiese sus funciones, las bromas en el país eran continuas: sobre su aspecto, su forma desgarbada de moverse, sus frecuentes deslices, a menudo literales. Después, se produjo un proceso de acostumbramiento. Uno se acaba acostumbrando, como a una mancha en el empapelado. Una mancha que ya se había ganado su sitio y que sólo nos llamaría la atención si un buen día desapareciera.

—Vaya, qué interesante —dijo Claire—. Así que todavía estás considerando varias opciones. Creía que ya lo habías decidido todo. Por nosotros también.

Serge intentó establecer contacto visual con su mujer, pero ella fingió más interés en su móvil que en lo que sucedía en la mesa.

—Sí, todavía estoy considerando varias opciones —admitió con un suspiro—. Quiero que lo hagamos entre todos. Como... como familia.

—Como siempre lo hemos hecho —dije. Pensé en los macarrones a la carbonara, en la cazuela con que le había machacado la cara cuando intentó apartar a mi hijo de mí, pero al parecer los recuerdos de Serge no eran tan nítidos como los míos, porque en su rostro apareció una cálida sonrisa.;

—Sí —repuso mirando el reloj—. Tenemos... tenemos que irnos ahora. Babette... ¿Por qué no traen la cuenta?;

Mi cuñada se levantó.

—Sí, vamos —convino ella, y le preguntó a Claire—: ¿Venís?

Claire levantó el vasito de grappa, todavía a medias.;

—Si podéis, adelantaos vosotros. Enseguida iremos.;

Serge le tendió la mano a su esposa. Creí que ella ignoraría aquella mano, pero la aceptó e incluso le ofreció su brazo.

—Podemos... —dijo él. Sonrió y, se diría, casi resplandeció al coger del codo a su mujer—. Volveremos luego. Tomamos un café en el bar y volvemos.

—No te preocupes, Serge —dijo Claire—. Iros tranquilos. Paul y yo nos acabamos la grappa y vamos para allá.;

—La cuenta—recordó mi hermano. Se palpó los bolsillos de la chaqueta como si buscase la cartera o la tarjeta de crédito.

—Déjalo —dijo Claire—. Ya lo arreglaremos.

Y se fueron. Los observé dirigirse a la salida, Serge con su esposa del brazo. Sólo unas pocas personas levantaron la cabeza o se volvieron para mirarlos. Se diría que en eso se había producido el mismo proceso de acostumbramiento: si uno permanece en un sitio el tiempo suficiente, su rostro pasa a confundirse con los de los demás.

A la altura de la cocina, apareció Tonio (seguramente en su pasaporte ponía Anton). Serge y Babette se detuvieron y hubo apretones de manos. Las camareras llegaron prestas con las chaquetas.

—¿Se han ido ya? —preguntó Claire.;

—Casi —contesté.

Mi mujer se bebió la grappa que le quedaba y puso su mano sobre la mía.

—Tienes que hacer algo —me dijo, apretándome los dedos.

—Sí —convine—. Tenemos que detenerlo.;

Claire enlazó sus dedos entre los míos.;

—Tienes que detenerlo tú —precisó.

La miré.

—¿Yo? —dije, aunque intuía que estaba a punto de suceder algo a lo que tal vez no podría negarme.

—Tienes que hacerle algo.;

La observé.

—Algo que impida que ofrezca la rueda de prensa mañana —explicó.

Justo en ese instante, empezó a sonar un móvil muy cerca. Sonidos apagados que fueron cobrando intensidad para formar una melodía.

Claire me dirigió una mirada interrogante. Y yo se la devolví. Negamos con la cabeza a la vez.

El móvil de Babette estaba medio escondido debajo de su servilleta. Involuntariamente, miré primero hacia la salida: Serge y Babette se habían ido. Alargué la mano, pero Claire se me anticipó.

Levantó la tapa y leyó en la pantalla. Después volvió a cerrarla. Los sonidos se detuvieron.

—Beau —,dijo.

42

—En este momento su madre no tiene tiempo para él —dijo Claire, y volvió a dejar el móvil donde estaba. Incluso lo cubrió con la servilleta.

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