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Authors: Javier Sierra

Tags: #Historico, Intriga

La cena secreta (10 page)

BOOK: La cena secreta
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—¿El Agorero…?

No terminó de formular su pregunta cuando una extraña convulsión agitó sus entrañas. La afilada hoja de un enorme sable de acero perforó su espalda. El peregrino dejó escapar un estertor terrible. Un palmo de metal le partió en dos el corazón. Fue una sensación aguda, fugaz como un relámpago, que le hizo abrir los ojos de puro terror. El falso vagabundo no sintió dolor, sino frío. Un gélido abrazo que lo hizo tambalearse sobre el altar y caer sobre sus rodillas amoratadas.

Fue la única vez que vio a su agresor.

El Agorero era una sombra corpulenta, de carbón, sin expresión en el rostro. Comenzaba a anochecer en la iglesia. Todo se tornaba oscuro. Incluso el tiempo comenzó a ralentizarse de un modo extraño. Al tocar el pavimento del altar, el hatillo que el peregrino llevaba anudado al hombro se deshizo, dejando caer un par de piezas de pan y un mazo de cartones con curiosas efigies estampadas. La primera correspondía a una mujer con el hábito de san Francisco, una corona triple sobre la cabeza, una cruz como la de Juan en su mano derecha y un libro cerrado en la izquierda.

—¡Maldito hereje! —masculló el Agorero al ver aquello.

El peregrino le devolvió una sonrisa cínica, mientras veía cómo el Agorero tomaba aquel naipe y mojaba una pluma en su sangre para anotar algo en el reverso.

—Jamás… abriréis… el libro de la sacerdotisa.

Desde aquella posición contrahecha, con el corazón bombeando sangre a borbotones contra el enlosado, acertó a vislumbrar algo que le había pasado desapercibido hasta ese momento: aunque Uriel no señalaba ya a Juan el Bautista como en la verdadera Opus Magna, su mirada entreabierta lo decía todo. La «llama de Dios», con los ojos entornados, seguía apuntando al sabio del Jordán como al único salvador del mundo.

Leonardo —se consoló antes de sumirse en la oscuridad eterna— no los había traicionado después de todo. El Agorero había mentido.

Capítulo 16

Aguardamos a las primeras luces del sábado 14 de enero para abandonar el interior del convento y recorrer con tranquilidad el frontis enladrillado de Santa María delle Grazie. Fray Alessandro, que había demostrado tener cierta astucia natural para los acertijos, estaba otra vez exultante. Era como si las heladas que horas antes petrificaban aquella parte de la ciudad no fueran con él. A las seis y media, justo después de los oficios, el bibliotecario y yo estábamos preparados para salir a la calle. Iba a ser una operación sencilla, que nos llevaría poco más de dos minutos y que, sin embargo, me turbaba profundamente.

Fray Alessandro lo notó, y aun así decidió callar.

No ignoraba que fuera cual fuese la «cifra del nombre» que obtuviéramos contando los óculos de la fachada, seguiríamos sin haber resuelto el problema. Tendríamos un número; quizá el del valor del nombre de nuestro anónimo informante, aunque no podíamos estar seguros de ello. ¿Y si se trataba de la cifra total de las letras de su apellido? ¿O su número de celda? ¿O…?

—He olvidado deciros algo —me interrumpió al fin.

—¿De qué se trata, hermano?

—Es algo que tal vez os alivie: cuando tengamos ese bendito número, todavía quedará mucho trabajo por hacer si queremos llegar al fondo de su acertijo.

—Es cierto.

—Pues bien, debéis saber que Santa María acoge a la comunidad de frailes más avezada en resolver adivinanzas de toda Italia.

Sonreí. El bibliotecario, como tantos otros siervos de Dios, jamás había oído hablar de Betania. Era mejor así. Pero fray Alessandro insistió en explicarme las razones de su orgullosa sentencia: me aseguró que el pasatiempo favorito de aquella treintena de dominicos de élite era, precisamente, el resolver jeroglíficos.

Los había bastante diestros en ese arte, e incluso no pocos disfrutaban creándolos para los demás.

—Los bosques paren hijos que después los destruyen. ¿Qué son? —enunció cantarín, ante mi inapetencia para sumar juegos a nuestra misión—. ¡Los mangos de las hachas!

Fray Alessandro no fue parco en detalles. De todo lo que me dijo, lo que más llamó mi atención fue saber que el uso de enigmas en Santa María no era sólo recreativo. A menudo, los frailes los empleaban en sus sermones, convirtiéndolos en instrumentos para adoctrinar. Si lo que aquel fraile decía no era una exageración, sus muros albergaban el mayor campo de adiestramiento de creadores de enigmas de la cristiandad, aparte de Betania. Por esa razón, si el Agorero había salido de algún sitio, ése era el lugar perfecto.

—Hacedme caso, padre Leyre —el bibliotecario se adelantó a mis cábalas—: cuando tengáis el número y no sepáis qué hacer con él, consultad a cualquiera de nuestros hermanos. Quien menos penséis tendrá una solución para vos.

—¿A cualquiera, decís?

El bibliotecario torció el gesto.

—¡Pues claro! ¡A cualquiera! Seguro que quien haga el turno en las cuadras sabe más de adivinanzas que un romano como vos. ¡Preguntad sin miedo al prior, al padre cocinero, a los responsables de la despensa, a los copistas, a todos! Eso sí, cuidad de que no os oigan demasiado y os amonesten por romper el voto de silencio que todo monje debe respetar. Y diciendo esto, retiró la tranca que bloqueaba el acceso principal del convento.

Una pequeña avalancha de nieve cayó del tejado, estrellándose con estruendo sordo a nuestros pies. Si he de ser sincero, no esperaba que algo tan banal como recorrer la fachada de una iglesia al alba resultara un ejercicio delicado. El intenso frío de la madrugada había convertido la nieve en una peligrosa pista de hielo.

Todo estaba blanco, desierto y envuelto en un silencio que intimidaba. La sola idea de arrimarse al muro de ladrillo del maestro Solari y bordear la valla que circundaba el tercer claustro, habría asustado al más valiente: un resbalón a destiempo podría desnucarnos o dejarnos cojos para el resto de nuestros días. Y eso por no hablar de lo difícil que sería explicar a los frailes qué hacíamos a esas horas lejos de nuestras oraciones, jugándonos la vida extramuros del convento.

No lo pensamos más. Con cautela, tratando de mojar las sandalias sólo lo necesario, avanzamos despacio entre las placas de hielo rumbo al centro de la fachada, en paralelo a la calle. La cruzamos casi a gatas y cuando fray Alessandro y yo nos supimos a una distancia prudencial, con perspectiva sobre el conjunto del edificio, las contemplamos. Una iluminación tenue procedente del interior las hacía brillar como los ojos de un dragón. Allí, en efecto, se desplegaban una pequeña serie de ventanas redondas, de óculos, que adornaban la iglesia cuan larga era. Su fachada quedaba a la vuelta de la esquina, unos pasos más allá, con la «cara» vuelta hacia otro lado.

—Pero no le mires a la cara… —castañeteé. Helado de frío, escondiendo las manos en las mangas del hábito de lana, conté: uno, dos, tres… siete.

Y aquel siete me desconcertó. Siete versos, siete óculos… La cifra del nombre del anónimo remitente era, sin duda, ese maldito y recurrente siete.

—Pero ¿siete qué? —preguntó el bibliotecario.

Me encogí de hombros.

Capítulo 17

Lo que ocurrió a continuación, iluminó mi camino.

—¿Así que vos sois el padre romano que acaba de instalarse en nuestra casa?

El prior de Santa Maria delle Grazie, Vicenzo Bandello, me escrutó con semblante severísimo antes de invitarme a pasar a la sacristía. Al fin conocía al hombre que había redactado el informe sobre la muerte de Beatrice d'Este para Betania.

—El hermano Alessandro me ha hablado mucho de vos —prosiguió—. Al parecer, sois un hombre estudioso. Un intelectual atento, con fuerza de voluntad, con el que esta comunidad podrá enriquecerse mientras dure vuestra estancia entre nosotros. ¿Cómo dijisteis que os llamabais?

—Agustín Leyre, prior.

Bandello acababa de terminar los oficios de la hora tercia, con aquel sol insuficiente gravitando sobre el valle de Padana. Estaba a punto de retirarse a preparar su sermón para el funeral de donna Beatrice cuando lo abordé. Fue un impulso irracional sólo en parte. ¿No había insistido fray Alessandro en que preguntara a cualquier hermano de la comunidad por mi acertijo? ¿No era él quien me había asegurado que el monje menos esperado podría tener una respuesta adecuada? ¿Y quién podía ser más inesperado que el abad?

Lo decidí al poco de regresar helado del exterior y buscar algo de calor intramuros del convento. La suerte quiso que husmeara en la sacristía y que el padre Bandello se encontrara en ella. El bibliotecario me había dejado solo. Acababa de ausentarse con el pretexto de bajar a la cocina a por algunas provisiones para nuestra nueva sesión de trabajo, así que fue entonces cuando reconocí la oportunidad.

Fray Vicenzo Bandello debía de tener algo más de sesenta años, el rostro arrugado y plegado como un velamen recogido en su mástil, un mentón fuerte y una sorprendente capacidad para permitir que sus gestos delataran cada una de sus emociones. Era aún más pequeño de lo que supuse la noche que lo vi en la iglesia.

Se movía nervioso de uno a otro de los armarios de puertas pintadas de la sacristía, dudando cuál cerrar primero…

—Y decidme, padre Agustín —terció mientras recogía el cáliz y la patena de la última misa—, tengo una curiosidad: ¿cuál es vuestro trabajo en Roma?

—Mi destino es el Santo Oficio.

—Ya, ya… Y, según tengo entendido, en los ratos libres que os dejan vuestras obligaciones os place resolver acertijos. Eso está bien —sonrió—; seguro que nos entenderemos.

—Precisamente de eso me gustaría hablaros.

—¿De veras?

Asentí. Si el prior era la eminencia que el bibliotecario había descrito, era probable que no se le hubiera escapado la presencia del Agorero en Milán. Sin embargo, debía ser cauto. Tal vez él mismo fuera el redactor de los anónimos, pero temiera revelar su identidad hasta no estar seguro de mis verdaderas intenciones. Aún podía ser peor: quizá no conociera su existencia, pero si se la revelaba, ¿qué le impediría alertar al Moro de nuestra operación?

—Decidme algo más, padre Leyre. Como amante de desvelar secretos, ¿no habréis oído hablar del arte de la memoria, verdad?

Bandello hizo aquella pregunta como sin querer, mientras yo trataba en vano de determinar su grado de implicación en el asunto de las cartas. Tal vez pecaba de exceso de celo. De hecho, cada nuevo monje que conocía en Santa Maria pasaba a engrosar mi lista de sospechosos. Y fray Vicenzo no iba a ser la excepción.

A decir verdad, de todas las alternativas posibles, de los casi treinta frailes que residían en aquellos muros, el prior era el hombre que mejor encajaba en el perfil del Agorero. No sé cómo no nos dimos cuenta antes en Betania. Incluso su nombre, Vicenzo, tenía siete letras. Ni una más. Como las siete líneas del endiablado Oculos ejus dinumera o las siete ventanas de la fachada sur de la iglesia. Caí en ese detalle cuando comprobé la soltura con la que abría y cerraba puertas y armarios-relicario de aquella estancia y se guardaba un grueso manojo de llaves bajo los hábitos. El prior era de los pocos que tenía acceso a las cuentas y proyectos del dux para Santa Maria, y quizá el único que utilizaría un correo oficial y seguro para hacer llegar sus cartas a Roma.

—¿Y bien? —insistió, cada vez más divertido ante mi actitud pensativa—. ¿Habéis oído o no hablar de ese arte?

Sacudí horizontalmente la cabeza mientras trataba de encontrar en él algún rasgo que confirmara mi juicio.

—¡Pues es una lástima! —prosiguió—. Pocos saben que nuestra orden ha dado grandes estudiosos en tan digna disciplina.

—Jamás supe de ella.

—Y, por supuesto, tampoco sabréis que el mismísimo Cicerón mencionó ese arte en su De Oratore, o que un tratado aún más antiguo, Ad Herennium, lo detalla y nos ofrece la fórmula precisa con la que recordar en lo sucesivo cuanto uno desee…

—¿Nos ofrece? ¿A los dominicos?

—¡Pues claro! Desde hace treinta o cuarenta años, padre Leyre, muchos hermanos nos hemos entregado a su estudio. Vos mismo, que trabajáis a diario con expedientes y documentos complejos, ¿nunca habéis soñado con archivar en vuestra memoria un texto, una imagen, un nombre, sin preocuparos de repasarlo nunca más porque ya sabéis que lo vais a llevar con vos para siempre?

—Claro que sí. Pero sólo los más privilegiados pueden…

—Y necesitándolo por vuestro oficio —me atajó—, ¿no os habéis preocupado de averiguar cuál es la mejor fórmula para lograr semejante prodigio? Los antiguos, que no tenían la misma capacidad para hacer copias de libros que nosotros, inventaron un recurso magistral: imaginaron «palacios de la memoria» en los que atesorar sus conocimientos. Tampoco habéis oído hablar de ellos, ¿verdad?

Negué con la cabeza, mudo de perplejidad.

—Los griegos, por ejemplo, imaginaban un edificio grande, lleno de habitaciones y galerías suntuosas, y asignaban a cada ventana, arcada, columnata, escalera o sala un significado diferente. En el vestíbulo «guardaban» sus conocimientos de gramática, en el salón los de retórica, en la cocina la oratoria… Y para recordar cualquier cosa previamente almacenada allí, sólo tenían que acudir a ese rincón del palacio con su imaginación y extraerla en orden inverso al que fue colocada. Ingenioso, ¿no es cierto?

Miré al prior sin saber qué decir. ¿Estaba dándome pie a que le preguntara sobre las cartas que habíamos recibido en Roma o no? ¿Debía seguir el consejo de fray Alessandro y consultarle mi acertijo sin rodeos? Temeroso de perder su temprana confianza, deslicé una insinuación:

—Decidme una cosa, padre Vicenzo: ¿y si en lugar de un «palacio de la memoria» utilizásemos una «iglesia de la memoria».

¿Podríamos, por poner un ejemplo, disfrazar el nombre de una persona en una iglesia de piedra y ladrillo?

—Veo que sois perspicaz, fray Agustín —guiñó un ojo con cierta sorna—. Y práctico. Lo que los griegos diseñaron aplicándolo a palacios imaginarios, los romanos y hasta los egipcios lo ensayaron con edificios reales. Si quienes entraban en ellos conocían el «código de memoria» preciso, podrían caminar por sus salas al tiempo que recibían una valiosa información.

—Y en una iglesia, —insistí.

—Sí, en una iglesia también podría hacerse —concedió—. Pero dejadme que os enseñe algo antes de explicaros cómo funcionaría un mecanismo de ese tipo. Como os decía, en los últimos años padres dominicos de Rávena, Florencia, Basilea, Milán o Friburgo venimos trabajando en un sistema de memorización que descansa sobre imágenes o estructuras arquitectónicas especialmente preparadas para ello.

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