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Authors: Javier Sierra

Tags: #Historico, Intriga

La cena secreta (11 page)

BOOK: La cena secreta
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—¿Preparadas?

—Sí. Adaptadas, retocadas, engalanadas con detalles decorativos que parecen superfluos a los profanos, pero que son fundamentales para quienes conocen el abecedario secreto que esconden. Lo comprenderéis con un ejemplo, padre Agustín.

El prior sacó de debajo del hábito un pliego de papel que aplanó sobre la mesa de ofrendas. Era una hoja no mayor que la palma de su mano, blanca, con manchas de lacre en una esquina. Alguien había estampado en ella una figura femenina con el pie izquierdo apoyado en una escala. Aparecía rodeada de pájaros y objetos extraños que colgaban de su pecho y una inscripción en caracteres latinos bajo sus pies que la identificaba plenamente. La «señora Gramática», pues de ella se trataba, miraba a ninguna parte con expresión ausente:

—En estas fechas acabamos de terminar una de esas imágenes que, en adelante, servirá para recordar las diferentes partes del arte de la gramática. Es ésta —dijo señalando aquel extravagante diseño—. ¿Queréis ver cómo funciona?

Asentí.

—Fijaos bien —me animó el prior—. Si alguien nos preguntara ahora mismo sobre los términos en los que se fundamenta la gramática y tuviéramos este grabado frente a nuestros ojos, sabríamos qué responder sin titubear.

—¿De veras?

Bandello apreció mi incredulidad.

—Nuestra solución sería precisa: predicatio, applicatio y continentia. ¿Y sabéis por qué? Muy fácil: porque lo he «leído» en esta imagen.

El prior se inclinó sobre la hoja y comenzó a trazar círculos imaginarios a su alrededor, señalando partes diferentes del diseño:

—Miradla bien: predicatio está señalada por el pájaro del brazo derecho, que empieza por «P», y por el pico que tiene la forma de esa letra. Es el atributo más importante de la figura, por eso se señala con dos imágenes, amén de ser el distintivo de nuestra orden. A fin de cuentas somos predicadores, ¿verdad?

Me fijé en la graciosa banderola que sostenía la «señora Gramática», plegada sobre sí misma formando la «P» de la que hablaba Bandello.

—El siguiente atributo —prosiguió—, applicatio, está representado por el Aquila, el águila que sostiene la Gramática en su mano. Aquila y applicatio comienzan por la letra «A», así que el cerebro del iniciado en el ars memoria establecerá la relación de inmediato. Y en cuanto a Continentia, la veréis casi escrita en el pecho de la mujer. Si sois capaz de ver esos objetos, un arco, una rueda, un arado y un martillo, como si fueran letras, leeréis de inmediato c-o-n-t… ¡Continentia!

Era asombroso. En una imagen de aspecto inocente, alguien había logrado encerrar una teoría completa de la gramática. De repente se me pasó por la cabeza que los libros que se imprimían ya por cientos en talleres de Venecia, Roma o Turín incluían grabados en sus frontispicios que podrían incluir mensajes ocultos que a los legos se nos pasarían por alto. En la Secretaría de Claves no nos habían enseñado nunca nada parecido.

—¿Y los objetos que cuelgan o sostienen los pájaros? ¿También tienen algún significado? —pregunté, aún atónito por aquella inesperada revelación.

—Mi querido hermano: todo, absolutamente todo, tiene un significado. En estos tiempos en los que cada señor, cada príncipe o cardenal tiene tantas cosas que ocultar a los demás, sus actos, las obras de arte que paga o los escritos que protege esconden cosas de él.

El prior cerró aquella frase con una enigmática sonrisa. Fue mi oportunidad:

—¿Y vos? —siseé—. ¿También ocultáis algo?

Bandello me miró sin perder su gesto irónico. Se acarició la coronilla perfectamente rasurada y se ordenó distraídamente los cabellos.

—Un prior también tiene sus secretos, en efecto.

—¿Y los escondería en una iglesia ya construida? —proseguí con mi apuesta.

—¡Oh! —saltó—. Eso sería muy fácil. Primero lo contaría todo: paredes, ventanas, torres, campanas…

¡La cifra es lo más importante! Luego, con la iglesia reducida a números, buscaría cuáles de ellos podrían hermanarse con letras o palabras adecuadas. Y los compararía tanto en el número de caracteres que forman una palabra, como por el valor de esa palabra cuando se redujera a su vez a números.

—¡Eso es gematria, padre! ¡La ciencia herética de los judíos!

—Es gematria, en efecto. Pero no es un saber despreciable, como vos dais a entender con tanto escándalo. Jesús fue judío y aprendió gematria en el templo. ¿Cómo si no sabríamos que Abraham y Misericordia son palabras numéricamente gemelas? ¿O que la escala de Jacob y el monte Sinaí suman, en hebreo, ciento treinta, lo que nos indica que ambos son dos lugares de ascenso a los cielos designados por Dios?

—Es decir —lo atajé—, que si tuvierais que esconder vuestro nombre, Vicenzo, en la iglesia de Santa María, escogeríais alguna particularidad del templo que sumara siete, igual que las siete letras de vuestro nombre.

—Exacto.

—Como, por ejemplo… ¿siete ventanas? ¿Siete óculos?

—Sería una buena opción. Aunque yo me decantaría por alguno de los frescos que adornan la iglesia.

Permiten añadir más matices que una simple sucesión de ventanas. Cuantos más elementos sumes a un espacio, más versatilidad concedes al arte de la memoria. Y, la verdad, la fachada de Santa Maria es un poco simple para ello.

—¿De veras os lo parece?

—Lo es. Además, el siete es un número sujeto a muchas interpretaciones. Es la cifra sagrada por excelencia. La Biblia recurre a ella constantemente. No se me ocurriría tomar una cifra tan ambigua para enmascarar mi nombre.

Bandello parecía sincero.

—Hagamos un trato —añadió por sorpresa—: yo os confío el acertijo en el que ahora trabaja esta comunidad, y vos me confiáis el vuestro. Estoy seguro de que podremos ayudarnos mutuamente. Como es natural, acepté.

Capítulo 18

El prior, ufano, me pidió que lo acompañara al otro extremo del convento. Deseaba mostrarme algo. Y pronto.

A paso ligero, atravesamos el altar mayor, dejamos atrás el coro y la tribuna que estaban terminando de adornar para los funerales por donna Beatrice, y enfilamos el largo pasillo que desembocaba en el Claustro de los Muertos. El convento era un lugar sobrio; con muros de ladrillo visto y columnas de granito ordenadas de forma impecable a lo largo de corredores cuidadosamente pavimentados. De camino a nuestro misterioso destino, fray Vicenzo hizo una seña al padre Benedetto, el copista tuerto, que como de costumbre paseaba sin rumbo entre las arquerías, con la mirada perdida en un breviario que no acerté a identificar.

—¿Y bien? —gruñó al sentirse reclamado por su superior—. ¿Otra vez de visita a la Opus Diaboli?

¡Más os valdría que la sepultarais bajo una capa de cal!

—¡Por favor, hermano! Necesito que nos acompañéis —le ordenó el prior—. Nuestro huésped precisa de alguien que sepa contarle historias de este lugar, y nadie mejor que vos para hacerlo. Sois el fraile más antiguo de la comunidad. Más aún que los muros de esta casa.

—¿Historias, eh?

El único ojo del anciano brilló de emoción al ver mi interés. Estaba hechizado por aquel hombre que parecía disfrutar mostrando su deformidad al mundo, exhibiendo con orgullo la llaga que le había dejado en el rostro el órgano perdido.

—En esta casa se cuentan muchas historias, desde luego. ¿A que no sabéis por qué llamamos a este patio el Claustro de los Muertos? —interrogó mientras se sumaba a nuestro paso—. Es fácil: porque aquí inhumamos a nuestros frailes para que regresen a la tierra tal y como vinieron al mundo. Ya sabéis, sin honores ni placas que los recuerden. Sin vanidades. Sólo con el hábito de nuestra orden. Llegará un día en el que todo este patio estará sembrado de huesos.

—¿Es vuestro cementerio?

—Es mucho más que eso. Es nuestra antesala al cielo.

Bandello se había plantado ya frente a un enorme portón de madera de doble hoja. Era una compuerta de aspecto recio que exhibía una firme cerradura de hierro en la que el prior no tardó en encajar otra de las llaves que llevaba encima. Benedetto y yo nos miramos. El pulso se me aceleró: al verlo, intuí qué era exactamente lo que quería mostrarme el abad. Fray Alessandro me había puesto ya tras su pista y, naturalmente, me preparé para el gran momento. Ahí detrás, en una gran sala situada justo bajo el suelo de la biblioteca, debía de estar el famoso refectorio de Santa Maria delle Grazie al que Leonardo había restringido el acceso de los monjes. Si no me equivocaba, aquélla era la razón última de mi presencia en Milán y el motivo que había llevado al Agorero a escribir sus amenazadoras cartas a la Casa de la Verdad.

Una nueva duda me asaltó: ¿acaso compartíamos Bandello y yo el mismo enigma sin saberlo?

—Si este lugar ya estuviera bendecido —el rostro del prior se iluminó mientras empujaba el portón—, nos lavaríamos antes las manos y vos esperaríais aquí afuera a que yo os diera la venia para entrar…

—¡Pero no lo está! —chilló el tuerto.

—No. Todavía no. Aunque eso no impide que su atmósfera sacra nos impregne el alma.

—Atmósfera sacra, ¡bobadas!

Y diciendo esto, entramos los tres.

Tal como supuse, acababa de poner el pie en el futuro refectorio del convento. Era un lugar oscuro y frío, cubierto con grandes cartones que descansaban apoyados en las paredes y dominado por el caos.

Cuerdas y ladrillos, mamparas, cubos y —cosa curiosa— una mesa dispuesta para un almuerzo, servida y cubierta por un gran mantel de hilo blanco, completaban un recinto que parecía llevar mucho tiempo en el olvido. La mesa fue lo que más me llamó la atención porque era, con seguridad, el único rastro de orden en medio de aquel desorden. Nada indicaba que hubiera sido usada. Los platos estaban limpios y toda la vajilla aparecía cubierta por una fina capa de polvo, fruto de semanas de abandono.

—Os ruego que no os asustéis por el lamentable estado de nuestro comedor, hermano Agustín —dijo Bandello mientras se arremangaba el hábito y sorteaba parte de aquel mar de tablas—. Éste será nuestro refectorio. Llevamos casi tres años así, ¿podéis imaginarlo? Los frailes apenas pueden acceder al recinto por orden expresa del maestro Leonardo, que lo mantiene cerrado hasta que termine su trabajo. Pero mientras tanto, nuestro mobiliario se echa a perder en ese rincón de allá, en medio de la suciedad y de este detestable olor a pintura.

—Es un infierno, ¿no os lo había dicho? Un infierno con diablo y todo…

—¡Benedetto, por Dios! —lo recriminó el prior.

—No os preocupéis —tercié—. En Roma estamos siempre de obras; este ambiente me resulta familiar.

Separada del resto por unas mamparas de madera, en uno de los laterales del inmenso salón, se adivinaba un tablero en forma de «U», sobre el que se habían dispuesto grandes banquetas barnizadas de negro. Los restos de un fino baldaquino de madera descansaban también en aquel hueco oscuro, pudriéndose por culpa del moho. Según íbamos sorteando cachivaches, Bandello decía:

—No hay trabajo de decoración en este convento que no sufra algún retraso. Pero los peores son los de esta sala. Parece imposible ponerles fin.

—La culpa es de Leonardo —volvió a gruñir Benedetto—. Lleva meses jugando con nosotros.

¡Acabemos con él!

—Callad, os lo ruego. Dejadme explicar nuestro problema a fray Agustín.

Bandello miró a diestra y a siniestra, como si se asegurara de que no había nadie más escuchando. La precaución era absurda: desde que dejamos la iglesia no nos habíamos cruzado con ningún hermano a excepción del cíclope, y era poco probable que alguno de ellos estuviera agazapado allí cuando debieran estar preparándose para los funerales o atendiendo sus menesteres diarios. Sin embargo, el prior pareció inseguro, atemorizado. Quizá por eso bajó tanto la voz cuando se inclinó sobre mi oído:

—Enseguida comprenderéis mi precaución.

—¿De veras?

Fray Vicenzo asintió nervioso.

—Meser Leonardo, el pintor, tiene fama de ser un hombre muy influyente y podría quitarme de en medio si supiera que os he permitido entrar sin su permiso…

—¿Os referís al maestro Leonardo da Vinci?

—¡No gritéis su nombre! —siseó—. ¿Tanto os extraña? El duque en persona lo llamó hace cuatro años para que ayudara a decorar este convento. El Moro quiere que el panteón familiar de los Sforza se sitúe bajo el ábside de la iglesia y necesita un entorno magnífico, incontestable, con el que justificar su decisión ante su familia. Por eso lo contrató. Y creedme si os digo que desde que el dux se embarcó en este proyecto no ha habido un solo día de descanso en esta casa.

—Ni uno solo —repitió Benedetto—. ¿Y sabéis por qué? Porque ese maestro que siempre viste de blanco, al que nunca veréis comer carne ni sacrificar un animal, es en realidad un alma perversa. Ha introducido una herejía siniestra en sus trabajos para esta comunidad, y nos ha desafiado a que la encontremos antes de que los dé por terminados. ¡Y el Moro lo apoya!

—Pero Leonardo no es…

—¿Un hereje? —me atajó—. No, claro. A primera vista no lo parece. Es incapaz de hacerle daño a una mosca, pasa todo el día meditando o tomando notas en sus cuadernos, y da la impresión de ser un varón sabio. Pero estoy seguro de que el maestro no es un buen cristiano.

—¿Puedo preguntaros algo?

El prior asintió.

—¿Es cierto que ordenasteis reunir cuanta información fuera posible sobre el pasado de Leonardo? ¿Por qué no os fiasteis nunca de él? El hermano bibliotecario me puso al corriente.

—Veréis, fue justo después de que nos retara. Como comprenderéis, nos vimos obligados a indagar en su pasado para saber a qué clase de hombre nos enfrentábamos. Vos hubierais hecho lo mismo si hubiera desafiado al Santo Oficio.

—Supongo que sí.

—Lo cierto es que encargué a fray Alessandro que trazara un perfil de su obra que nos pudiera servir para adelantarnos a sus pasos. Fue así como averiguamos que los franciscanos de Milán ya habían tenido serios problemas con el maestro Leonardo. Al parecer, había utilizado fuentes paganas para documentar sus cuadros, induciendo a los fieles a graves equívocos.

—Fray Alessandro me habló de eso, y también de cierto libro herético de un tal fray Amadeo.

—El Apocalipsis Nova.

—Exacto.

—Pero ese libro es sólo una pequeña muestra de lo que halló. ¿No os dijo nada de los escrúpulos de Leonardo respecto a ciertas escenas bíblicas?

—¿Escrúpulos?

—Eso es muy revelador. Hasta la fecha, no hemos sido capaces de localizar una sola obra de Leonardo que recoja una crucifixión. Ni una. Como tampoco ninguna que refleje alguna de las escenas de la Pasión de Nuestro Señor.

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