—¿Magia? —No salía de mi asombro.
¡Leedla!
Me sumergí en el mensaje allí mismo. No había duda de que la carta la había escrito la misma persona que las anteriores: sus mismos encabezamientos y caligrafía delataban a su autor. —¡Leedla, hermano! —insistió.
Pronto comprendí tanta insistencia. El Agorero volvía a revelar algo que nadie esperaba oír. Retrocedía a casi sesenta años atrás, a los tiempos del papa Eugenio IV, cuando el patriarca de Florencia Cosme de Médicis, llamado el Viejo, decidió financiar un concilio que podría haber cambiado para siempre el rumbo de la cristiandad. Era una vieja historia. Al parecer, Cosme propició un infructuoso encuentro entre delegaciones diplomáticas muy dispares, que duró varios años, con el que pretendía lograr la reunificación de la Iglesia oriental y la de Roma. Los turcos amenazaban entonces con extender su influencia sobre el Mediterráneo y había que detenerlos como fuera. Al viejo banquero se le ocurrió la peregrina idea de unir a todos los cristianos bajo una misma cabeza y plantar cara al enemigo común con la fuerza de la fe. Pero su plan fracasó.
O no.
Lo que el Agorero revelaba en aquel mensaje es que existió una agenda secreta detrás del concilio. Un objetivo enmascarado cuyos efectos todavía se dejaban sentir seis décadas después en Milán. Según él, además de las discusiones políticas de la época, Cosme de Médicis empleó buena parte de su tiempo en negociar con las delegaciones venidas de Grecia y Constantinopla la compra de libros antiguos, instrumentos ópticos y hasta manuscritos atribuidos a Platón o Aristóteles que se creían perdidos. Los mandó traducir todos sin excepción, y de ellos aprendió cosas sorprendentes. Así descubrió que ya en Atenas creían en la inmortalidad del alma y sabían que los cielos eran los responsables de todo cuanto se movía en la Tierra. Entendámonos bien: los atenienses no creían en Dios, sino en la influencia de los cuerpos celestes. Y es que, según aquellos despreciables tratados, los astros influían sobre la materia gracias a un «calor espiritual» parecido al que conecta cuerpo y alma en los seres humanos. Aristóteles habló de ello después de aprenderlo de las crónicas de la Edad de Oro, y Cosme se fascinó con sus lecciones.
Según el Agorero, el viejo banquero fundó una Academia al estilo de las antiguas, sólo para enseñar estos secretos a los artistas. Por culpa de aquellas lecturas, estaba convencido de que el diseño de obras de arte era una ciencia exacta. Una obra confeccionada con arreglo a ciertas claves sutiles actuaría como reflejo de las fuerzas cósmicas y podría ser utilizada para proteger o destruir a quien la poseyera.
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En efecto. Un párrafo más abajo, el mensaje hablaba de la fuerza de la geometría. El número, la armonía, el sonido, eran elementos que podían aplicarse a una obra de arte para que irradiara influencias benéficas a su alrededor. Pitágoras, uno de los griegos defensores de la Edad de Oro que deslumbró a Cosme de Médicis, decía que «los únicos dioses comprobables son los números». El Agorero los maldecía a todos.
—Un arma —siseé—. Un arma que el Moro pretende ocultar en Santa María delle Grazie.
—¡Exacto! —Gozzoli estaba ufano—. Eso es justo lo que dice. ¿No es increíble?
Comenzaba a entender el repentino interés del maestro Torriani en todo esto. Años atrás, nuestro amado superior general había condenado los trabajos del pintor Sandro Botticelli por culpa de una sospecha similar.
Lo acusó de emplear imágenes inspiradas en cultos paganos para ilustrar obras de la Iglesia, aunque su denuncia encerró algo más. Gracias a los informadores de Betania, Torriani supo que Botticelli, en la Villa di Castello de la familia Médicis, había representado la llegada de la primavera utilizando una técnica«mágica». Las ninfas que bailaban en el cuadro habían sido dispuestas como las piezas de un gigantesco talismán. Más tarde Torriani averiguó que Lorenzo di Pierfrancesco, el patrón de Botticelli, le había pedido un amuleto contra el envejecimiento. El cuadro era el remedio mágico solicitado. En realidad, encerraba todo un tratado contra el paso del tiempo que incluía a la mitad de las divinidades del Olimpo danzando contra el avance de Cronos. ¡Y pretendían hacer pasar por devota una obra así, proponiéndola como decoración para una capilla florentina!
Nuestro maestro general descubrió la infamia a tiempo. La clave se la dio una de las ninfas de la Primavera, Chloris, pintada con un ramo de enredadera saliéndole de la boca. Era el símbolo inequívoco del«lenguaje verde» de los alquimistas, de esos buscadores de la eterna juventud embebidos de ideas espurias a los que el Santo Oficio perseguía por doquiera que emergiesen. Aunque en Betania jamás logramos descifrar los detalles de ese misterioso lenguaje, la sospecha bastó para que el cuadro no llegara a mostrarse nunca en una iglesia.
Pero ahora, si el Agorero estaba en lo cierto, esta historia amenazaba con repetirse en Milán.
—Decidme, hermano Giovanni, ¿sabéis por qué el maestro Torriani me pide que estudie este mensaje?
Mi asistente, que ya había tomado asiento en un pupitre contiguo y se distraía mirando un libro de horas recién iluminado, puso cara de no entender la pregunta:
—¿Cómo? ¿No habéis llegado al final de la carta?
Volví a fijar los ojos en ella. En el último párrafo, el Agorero hablaba de la muerte de Beatrice d'Este y de lo mucho que ésta aceleraría la consecución del plan mágico del Moro.
—No veo nada de particular, querido Giovannino —protesté.
—¿No os llama la atención que cite la muerte de la duquesa en términos tan explícitos?
—¿Y por qué habría de hacerlo?
El padre Gozzoli bufó:
—Porque el Agorero fechó y envió esta carta el 30 de diciembre. Dos días antes del mal parto de donna Beatrice.
¿Me juráis, pues, que habéis escondido un secreto en este muro?
Marco d'Oggiono se rascaba la barbilla, perplejo, mientras echaba un nuevo vistazo al mural que pintaba el maestro. Leonardo da Vinci se divertía con aquellos juegos. Cuando estaba de buen humor, y ese día lo estaba, era difícil encontrar en él al afamado pintor, inventor, constructor de instrumentos musicales e ingeniero, favorito del Moro y aplaudido en media Italia. Aquella fría mañana, el maestro tenía mirada de niño travieso. Aun a sabiendas de que contrariaba a los frailes, había aprovechado la calma tensa que vivía Milán tras la muerte de la princesa para inspeccionar su trabajo en el refectorio de los padres dominicos.
Estaba allá arriba, satisfecho entre apóstoles, encaramado en un andamio de seis metros de altura y saltando de tabla en tabla como un chaval.
—¡Desde luego que hay un secreto! —gritó. Su risa contagiosa retumbó en las bóvedas vacías de Santa Maria delle Grazie—. No tenéis más que mirar con atención mi obra y tener en cuenta los números.
¡Contad! ¡Contad! —rió.
—Pero maestro…
—Está bien. —Leonardo sacudió la cabeza, condescendiente, arrastrando la última sílaba a modo de protesta—. Veo que enseñarte será difícil. ¿Por qué no tomas la Biblia que hay ahí abajo, junto a la caja de pinceles, y lees el capítulo trece de Juan, a partir del versículo veintiuno? Tal vez así encuentres la iluminación.
Marco, uno de los jóvenes y apuestos discípulos del toscano, corrió en busca del libro sagrado. Lo tomó del atril que estaba arrinconado junto a la puerta y lo sopesó. Debía de pesar varias libras. Marco, con esfuerzo, hojeó aquel ejemplar impreso en Venecia, de pastas de cuero negrísimo y repujado en cobre, hasta que el Evangelio de Juan se abrió frente a él. Era una edición hermosa, con grabados florales en el encabezamiento, cuajado de letras góticas grandes y negras.
—«Dicho esto —comenzó a recitar—, se turbó Jesús en su espíritu y lo demostró diciendo: "En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me traicionará". Se miraban los discípulos unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de ellos, el amado de Jesús, estaba recostado en Su seno. Simón Pedro le hizo señal diciéndole: "Pregúntale de quién habla".»
—¡Ya! ¡Ya está bien! —tronó Leonardo desde el andamio—. Mira ahora hacia aquí y dime: ¿aún no entiendes mi secreto?
El discípulo negó con la cabeza. Marco ya sabía que el maestro tenía listo algún truco:
—Meser Leonardo —un tono de franca decepción presidió su reproche—, ya sé que estáis trabajando en este pasaje evangélico. No me reveláis nada nuevo mandándome leer la Biblia. Lo que yo quiero es saber la verdad.
—¿La verdad? ¿Qué verdad, Marco?
—En la ciudad se rumorea que tardáis tanto en terminar esta obra porque queréis ocultar algo importante en ella. Habéis rechazado la técnica del fresco por otra nueva y más lenta. ¿Por qué? Yo os lo diré: porque así podéis pensar mejor lo que queréis transmitir.
Leonardo no pestañeó.
—¡Conocen vuestro gusto por los misterios, maestro, y yo también quiero conocerlos todos…! Tres años a vuestro lado, preparando mezclas y auxiliando vuestras manos con los bocetos y los cartones creo que deberían darme alguna ventaja sobre los de ahí fuera, ¿no?
—Ya, ya. Pero ¿quién dice todas esas cosas, si puede saberse?
—¿Quién, maestro? ¡Todos! ¡Hasta los monjes de esta santa casa paran a menudo a vuestros discípulos y les preguntan!
—¿Y qué comentan, Marco? —volvió a bramar desde lo alto, cada vez más divertido.
—Que si vuestros Doce no son verdaderos retratos de los apóstoles, como los pintaría fray Filippo Lippi o Crivelli, que si reflejan las doce constelaciones del zodiaco, que si habéis escondido en los gestos de sus manos las notas de una de vuestras partituras para el Moro… Dicen de todo, maestro.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—Sí, sí, tú. —Otra sonrisa picara volvió a iluminar el rostro de Leonardo—. Teniéndome tan cerca, trabajando todos los días en una sala tan magnífica, ¿a qué conclusión has llegado?
Marco alzó la vista hacia la pared en la que el toscano daba algunos retoques con un pincel de cerdas finísimas. El muro norte acogía la representación de la Última Cena más extraordinaria que Marco hubiera visto jamás. Allí estaba Jesús, presente en carne y hueso, en el centro exacto de la composición. Tenía la mirada lánguida y los brazos extendidos, como si estudiara de reojo las reacciones de sus discípulos a la revelación que acababa de hacerles. A su lado estaba Juan, el amado, que escuchaba a Pedro susurrarle. Si se afinaban los sentidos, casi podía vérseles mover los labios. ¡Eran tan reales!
Pero Juan ya no estaba recostado sobre el maestro como decía el Evangelio. Incluso daba la impresión de no haberlo estado jamás. Al otro lado de Cristo, Felipe, el gigante, se mantenía en pie hundiendo sus manos en el pecho. Parecía interrogar al Mesías: «¿Acaso soy yo el traidor, Señor?». O Santiago el Mayor, que sacaba pecho cual guardaespaldas, jurándole lealtad eterna. «Nadie te hará daño mientras yo esté cerca», fanfarroneaba.
—¿Y bien, Marco? Aún no te has pronunciado.
—No sé, maestro… —titubeó—. Esta obra vuestra tiene algo que me desconcierta. Es tan, tan…
—¿Tan…?
—Tan próxima, tan humana, que me deja sin palabras.
—¡Bien! —aplaudió Leonardo, secándose las manos en el mandil—. ¿Lo ves? Sin pretenderlo, ya estás más cerca de mi secreto.
—No os entiendo, maestro.
—Y tal vez no lo logres nunca —sonrió—. Pero escucha lo que voy a decirte: todo en la naturaleza guarda algún misterio. Las aves nos ocultan las claves de su vuelo, el agua encierra a buen recaudo el porqué de su extraordinaria fuerza… Y si lográsemos que la pintura fuera un reflejo de esa naturaleza, ¿no sería justo incorporar en ella esa misma y enorme capacidad para custodiar información? Cada vez que admires una pintura recuerda que te adentras en la más sublime de las artes. No te quedes nunca en su superficie: penetra en la escena, muévete entre sus elementos, descubre los ángulos inéditos, husmea en la trastienda… y así alcanzarás su verdadero significado. Pero, te lo advierto: se necesita valor para ello. No pocas veces lo que encontramos en un mural como éste dista mucho de lo que esperábamos hallar. Dicho queda.
Fray Giovanni cumplió sin titubear la segunda parte de la misión que le encomendó el maestro general.
Después de nuestra conversación y de mostrarme la última carta del Agorero, regresó a la casa madre de la orden, dejando Betania antes del anochecer. Torriani le había ordenado que volviera para informarle de mi reacción. En especial quería saber qué opinión me merecían los rumores que hablaban de graves anomalías en las obras de acondicionamiento de Santa María delle Grazie. Mi asistente debió de transmitirle mi mensaje, claro y escueto: si finalmente se tomaban en cuenta mis viejos temores y se le sumaban como probables las revelaciones del Agorero, había que localizar a ese sujeto en Milán y conocer de su mano el alcance de los proyectos secretos que el dux tenía para aquel convento.
—En especial —insistí a fray Giovanni—, habrá que examinar los trabajos de Leonardo da Vinci. En Betania ya tenemos constancia de su afición a enmascarar ideas heterodoxas en obras de apariencia piadosa.
Leonardo trabajó muchos años en Florencia, mantuvo contacto con los descendientes de Cosme el Viejo, y entre todos los artistas que trabajan en Santa María es el más proclive a participar de las ideas del Moro.
Gozzoli sumó mi otra gran preocupación a su informe para el maestro Torriani: le insistí en la necesidad de abrir una investigación sobre la muerte de donna Beatrice. El vaticinio tan preciso del Agorero sugería la existencia de algún siniestro plan ocultista, tal vez ideado por el duque Ludovico o por sus pérfidos asesores, para implantar una república pagana en el corazón de Italia. Aunque no tenía mucho sentido que el dux mandara asesinar a su esposa y a su futuro heredero, la mentalidad de los adeptos a las ciencias ocultas discurría a menudo por senderos impredecibles. No era la primera vez que oía hablar de la necesidad de sacrificar a una víctima notable antes de emprender una gran obra. Los antiguos, esos bárbaros de la Edad de Oro, lo hacían a menudo.
Supongo que mi determinación animó a Torriani.
El maestro general avisó al hermano Gozzoli de sus intenciones y a la mañana siguiente, con la escarcha aún cayendo sobre Roma, abandonó sus dependencias en el monasterio de Santa María sopra Minerva dispuesto a atajar de raíz aquel problema.
Desafiando los accesos nevados a la Ciudad Eterna, Torriani ascendió hasta el cuartel de Betania en mulo y solicitó entrevistarse conmigo a la mayor brevedad. Aún ignoro qué términos empleó el hermano Gozzoli para informarle de mis ideas, pero era evidente que le había impresionado. Jamás había visto así a nuestro maestro: dos bolsas amoratadas caían a plomo bajo su mirada gris, apagándola; su espalda parecía socavarse bajo el peso de una responsabilidad plúmbea, devorando poco a poco su carácter alegre y hundiendo unos hombros que también languidecían por momentos. Torriani, mentor, guía y viejo amigo, apuraba lo que le quedaba de vida con las huellas de la decepción grabadas en el rostro. Y aun con todo, tras el brillo de sus ojos se apreciaba una sensación de urgencia: