La chica de sus sueños (4 page)

Read La chica de sus sueños Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La chica de sus sueños
11.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No es que haya hecho algo. Es lo que piensa hacer.

Brunetti empezó a considerar posibilidades: el joven —supuso que era un joven— podía estar planeando cometer un delito. O andaba con malas compañías. Quizá estaba enganchado a la droga o involucrado en el narcotráfico.

—¿Qué es lo que piensa hacer? —preguntó Brunetti al fin.

—Vender su apartamento.

Brunetti sabía que sus conciudadanos estaban muy apegados a la propiedad, pero no creía que vender una casa se considerase un crimen. Es decir, a no ser que la casa no fuera tuya.

Decidió puntualizar, o los circunloquios podían prolongarse más de lo que soportaría su paciencia.

—Antes de seguir adelante, ¿puedes decirme si esta venta o algo que esté relacionado con ella es ilegal?

Antonin reflexionó antes de contestar.

—En rigor, no.

—No sé qué significa eso.

—Por supuesto. El apartamento es suyo; legalmente, tiene derecho a venderlo.

—¿Legalmente? —preguntó Brunetti, captando el énfasis que el cura había dado a la palabra.

—Hace ocho años, a los veinte, ese muchacho heredó el apartamento de un tío suyo. Ahora vive allí con su compañera y la hija de ambos.

—¿El apartamento es de él o de los dos?

—De él. Ella vive allí desde hace seis años, pero el apartamento está a nombre de él.

—¿Y no están casados? —Brunetti lo daba por descontado, pero creyó oportuno puntualizar.

—No.

—¿Ella está empadronada en la dirección en que residen?

—No —respondió Antonin mal de su grado.

—¿Por qué?

—Es complicado —dijo el sacerdote, como si fuera suficiente explicación.

—La mayoría de las cosas lo son. ¿Por qué no?

—Verás. El apartamento en el que ella vivía con sus padres es de la obra benéfica de la IRE, y cuando los padres se trasladaron a Brescia ella fue autorizada a permanecer en él porque estaba en el paro y era madre soltera.

—¿Cuánto hace que se fueron sus padres?

—Dos años.

—¿Cuando ella ya vivía con ese chico?

—Sí.

—Comprendo —dijo Brunetti neutralmente. Las casas y apartamentos propiedad de la IRE y administrados por ella debían ser alquilados a los residentes de Venecia más necesitados de ayuda económica, pero, con los años, muchos de los inquilinos de esos inmuebles habían resultado ser abogados, arquitectos, funcionarios de la administración municipal o personas allegadas a empleados de la propia entidad benéfica. Y, más aún, muchos de los beneficiarios de estas viviendas, por las que pagaban alquileres irrisorios, se las ingeniaban para subarrendarlas con cuantiosos beneficios—. Así que ella no vive allí.

—No —respondió el sacerdote.

—¿Quién vive entonces?

—Unos conocidos de la muchacha —respondió Antonin.

—¿Pero el contrato está a nombre de ella?

—Creo que sí.

—¿Lo crees o lo sabes? —preguntó Brunetti suavemente.

Antonin, sin disimular la irritación dijo:

—Son amigos y necesitan un sitio donde vivir.

Brunetti se abstuvo de comentar que, si bien esta necesidad era común a la mayoría de las personas, no se cubría, generalmente, con un apartamento de la IRE, y optó por preguntar, sin más:

—¿Pagan alquiler?

—Creo que sí.

Brunetti aspiró profundamente, procurando que se notara. Y el cura agregó enseguida:

—Sí.

Lo que la gente pudiera ganar a expensas de la ciudad no era asunto suyo, pero siempre era útil saber cómo lo hacían.

Antonin dijo entonces, como si intuyera una tregua:

—Pero ése no es el problema. Como te he dicho, el chico quiere vender su apartamento.

—¿Por qué?

—Ahí está. Quiere venderlo para dar el dinero.

—¿A quién? —preguntó Brunetti, pensando en usureros y deudas de juego.

—A un charlatán de Umbria que lo ha convencido de que es su padre. —Brunetti iba a preguntar si existía alguna razón por la que el chico tuviera que creer esto cuando el sacerdote agregó—: Es decir, su padre espiritual.

Brunetti vivía con una mujer cuya arma principal era la ironía y, si la provocabas, el sarcasmo; con los años, él había observado en sí mismo la tendencia a surtirse del mismo arsenal. Por lo tanto, tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y limitarse a preguntar:

—¿Ese hombre es sacerdote?

Antonin desechó la pregunta con un ademán.

—No lo sé, aunque se hace pasar por tal. Pero estoy seguro de que es un estafador que ha convencido a Roberto de que tiene línea directa con el cielo.

Si alguna especie de Convención de Ginebra regía esta conversación, Brunetti la respetó a rajatabla al no señalar que también muchos de los colegas de Antonin pretendían controlar esa misma línea. Brunetti se recostó en el respaldo de la silla y puso una pierna encima de la otra. La escena tenía un aire surreal, y él poseía un sentido del absurdo lo bastante agudo como para apreciarlo. El sismógrafo moral del sacerdote podía no reaccionar ante un fraude cometido contra la ciudad, pero era muy sensible a la idea de que una suma de dinero fuera a parar a un sistema de creencias distinto del suyo. Brunetti deseaba inclinarse hacia adelante y preguntar al sacerdote cómo podía una persona distinguir la fe verdadera de la falsa, pero creyó más prudente esperar a oír lo que tenía que decir Antonin. Se esforzaba por mantener una expresión inocua y creía conseguirlo.

—Él lo conoció hará un año —prosiguió Antonin, dejando que Brunetti adivinara a quién se refería cada pronombre—. Él, Roberto, el hijo de mi amiga Patrizia, ya andaba mezclado con uno de esos grupos de catecúmenos.

—¿Como el de Santi Apostoli? —preguntó Brunetti sin inflexión en la voz, aludiendo a una iglesia en la que se reunía un grupo de cristianos un tanto despendolado. Brunetti, que a veces, al pasar por delante, oía cómo sonaban sus funciones vespertinas, no encontraba mejor adjetivo.

—No es ese grupo, pero también es de la ciudad —dijo Antonin.

—¿Estaba en él ese otro hombre?

—Eso no lo sé —respondió Antonin rápidamente, como si ése fuera un detalle sin importancia—. Pero me consta que, al mes de conocerlo, Roberto ya le daba dinero.

—¿Puedes decirme cómo te has enterado? —preguntó Brunetti.

—Me lo dijo Patrizia.

—¿Y ella cómo lo sabe?

—Por Emanuela, la compañera del hijo.

—¿Y ella lo supo porque notó un descenso en las finanzas de la familia? —inquirió Brunetti, que se preguntaba por qué este hombre no iba al grano y le explicaba de una vez lo que pasaba. ¿Por qué esperaba a que se lo fuera sacando poco a poco, en un interrogatorio lento y laborioso? Brunetti recordó entonces la última vez que se confesó, a los doce años. Mientras enumeraba al sacerdote sus míseros pecados de niño, iba notando un creciente interés en la voz del cura, que le pedía detalles de lo que había hecho y de lo que había sentido al hacerlo. Y un atávico instinto de la presencia de algo malsano y peligroso indujo a Brunetti a excusarse y abandonar el confesionario para no volver.

Y aquí estaba ahora, décadas después, en una parodia de aquella escena, aunque esta vez quien hacía las insistentes preguntas era él. El recuerdo le llevó a considerar el concepto de pecado, que inducía a la gente a dividir las acciones en buenas o malas, justas o injustas, obligándola a vivir en un universo negro y blanco.

Él no había querido dar a sus hijos una lista de los pecados que había que evitar automáticamente ni reglas incuestionables sino que había tratado de explicarles que hay acciones que producen el bien y otras el mal, aunque más de una vez había lamentado no haber elegido la otra opción que tiene una respuesta fácil para cada pregunta.

—Ya la ha puesto a la venta. Quiere dar el dinero a la comunidad e irse a vivir con ellos.

—Sí, eso lo entiendo —mintió Brunetti—. Pero ¿cuándo? ¿Y qué hará esa muchacha, Emanuela? ¿Y la hija?

—Patrizia dice que pueden ir a vivir con ella. Tiene un apartamento, pero es pequeño, sólo dos dormitorios, y para cuatro personas no es suficiente, por lo menos, a largo plazo.

—¿No puede ir a vivir a otro sitio? —preguntó Brunetti, pensando en el apartamento de la IRE, cuyo contrato estaba a nombre de la tal Emanuela.

—No sin crear graves problemas —dijo el sacerdote, sin más explicación.

Brunetti dedujo que los inquilinos del apartamento tendrían alguna especie de contrato por escrito o eran la clase de gente que te crea problemas si les pides que se vayan.

Brunetti esbozó su sonrisa más amistosa para preguntar en tono alentador:

—Dices que el padre de Patrizia está en el hospital del que eres capellán. —Cuando Antonin asintió, el comisario prosiguió—: ¿No podrían vivir en casa de él? Al fin y al cabo, es el abuelo de la pequeña —dijo Brunetti, como si el parentesco hiciera inevitable el ofrecimiento.

Antonin movió la cabeza negativamente, sin más explicación, con lo que obligó a Brunetti a preguntar:

—¿Por qué no?

—Él volvió a casarse cuando murió su mujer, la madre de Patrizia, y ella… nunca se ha llevado bien con la madrastra.

—Comprendo —murmuró Brunetti.

A su modo de ver, era un caso relativamente corriente: una familia estaba a punto de perder su casa y tenía que buscar donde vivir. Brunetti veía en esto el problema principal: una niña y su madre, amenazadas de quedarse sin techo, un apartamento que tenían que abandonar y un apartamento al que no podían volver. Lo más urgente era encontrar vivienda para ellas, pero esto no parecía preocupar a Antonin o, si acaso, sólo porque tenía relación con la venta de la vivienda del chico.

—¿Dónde está el apartamento que heredó ese muchacho?

—En
campo
Santa Maria Mater Domini. Al bajar del puente lo tienes enfrente. Ultimo piso.

—¿Es grande?

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó el sacerdote.

—¿Es grande?

—Unos doscientos cincuenta metros cuadrados.

Según el estado de la finca, las condiciones del tejado, el número de ventanas, las vistas y la fecha de la última restauración, el apartamento podía valer una fortuna, como también podía ser un agujero necesitado de costosas obras. Y aun así, valer una fortuna.

—No tengo ni idea de lo que pueda valer —dijo Antonin después de una larga pausa.

Brunetti asintió, aparentemente convencido y comprensivo, aunque el descubrimiento de un veneciano que ignorase el valor de un inmueble era un fenómeno inaudito digno de aparecer en las páginas de
Il
Gazzettino
.

—¿Tienes idea de cuánto dinero ha dado ya a ese hombre? —preguntó Brunetti.

—No —respondió el sacerdote al instante, y agregó—: Patrizia no ha querido decírmelo. Supongo que le hace sentirse violenta.

—Comprendo —dijo Brunetti. Y, tratando de imprimir en su voz un acento solemne, prosiguió—: Mal asunto. Mal asunto para todos ellos. —El sacerdote marcó otros dos pliegues en la tela de la sotana—. ¿Qué quieres que haga yo, Antonin?

Sin levantar la mirada, el sacerdote respondió:

—Que veas qué puedes averiguar de este hombre.

—¿El de Umbria?

—Sí. Sólo que no sé si es de allí.

—¿De dónde crees que es entonces?

—Del sur. Quizá de Calabria. O de Sicilia.

—Hmmm, hmmm —fue todo lo que Brunetti quiso aventurar.

El sacerdote lo miró, dejando caer la tela en el regazo.

—No es que yo reconozca los acentos ni los dialectos de allí, pero habla como los actores de las películas que son
meridionali
o hacen el papel de la gente de allí. —Buscó una explicación más adecuada—. He estado tanto tiempo fuera del país que quizá ya no pueda distinguirlos. Pero tiene ese acento, aunque sólo a veces. Casi siempre, habla el italiano corriente. —Rió entre dientes y agregó, en tono de disculpa—: Probablemente, mejor que yo.

—¿Cuándo has tenido ocasión de escucharle? —preguntó Brunetti, procurando formular la pregunta del modo más inocente posible.

—Asistí a una de sus reuniones. Se celebraba en el apartamento de una mujer que se ha unido a ellos con toda su familia. Está cerca de San Giacomo dell'Orio. Empezó a las siete. Iba entrando gente. Todos parecían conocerse. Y luego llegó el líder, ese hombre, que los saludo a todos.

—¿Estaba el hijo de tu amiga?

—Sí. Por supuesto.

—¿Fuiste con él?

—No —respondió Antonin, visiblemente sorprendido por la pregunta—. Él entonces no me conocía. —Antonin se interrumpió un momento antes de añadir—: Yo no llevaba sotana.

—¿Cuánto hace de eso?

—Unos tres meses.

—¿No se habló de dinero?

—No. Aquella noche, no.

—¿Y en otra ocasión?

—La vez siguiente —empezó Antonin, olvidando sin duda haber dicho que sólo había asistido a una reunión—. Él, el tal hermano Leonardo, habló de la necesidad de ayudar a los menos favorecidos miembros de la comunidad. Así los llamó, «menos favorecidos», como si decir pobres fuera una ofensa. Los asistentes ya debían de ir preparados, porque algunos llevaban sobres y, cuando él dijo eso, los sacaron y se los pasaron.

—¿Cómo se comportaba él a todo esto? —preguntó Brunetti, ya movido por una auténtica curiosidad que empezaba a despertarse en él.

—Pareció sorprendido, aunque no sé por qué tenía que estarlo.

—¿Ocurre lo mismo en todas las reuniones? —preguntó Brunetti.

Antonin levantó una mano.

—Sólo fui a una más, y ocurrió lo mismo.

—Ya entiendo —musitó Brunetti, que entonces preguntó—: ¿El hijo de tu amiga aún va a esas reuniones?

—Sí. Patrizia no hace más que lamentarse de ello.

Haciendo caso omiso del tono de acusación, Brunetti preguntó:

—¿Puedes decirme algo más de ese hermano Leonardo?

—Tiene un apodo, Mutti, y la casa madre, si así se llama y suponiendo que exista, está en Umbria.

—¿Sabes si tienen alguna conexión con la Iglesia?

—¿Te refieres a la Iglesia católica?

—Sí.

—No, ninguna. —Ante tan categórica respuesta, Brunetti no insistió. Dejó pasar unos momentos y preguntó—: Concretamente, ¿qué quieres que haga?

—Deseo saber quién es este hombre y si es realmente un monje, un fraile o lo que sea que dice ser.

Aunque lo disimuló, a Brunetti no dejó de sorprenderle que el sacerdote quisiera delegar esta investigación en un tercero, porque ¿acaso no sería más fácil para una persona, digamos, del gremio?

Other books

The Big Four by Agatha Christie
The Only Best Place by Carolyne Aarsen
Murder in Boston by Ken Englade
Victory at Yorktown by Richard M. Ketchum
Ninja Soccer Moms by Jennifer Apodaca
El caballero errante by George R. R. Martin
Streets of Gold by Evan Hunter
Lawman by Diana Palmer
Kings and Emperors by Dewey Lambdin