La chica de sus sueños (10 page)

Read La chica de sus sueños Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La chica de sus sueños
8.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

En lo alto del segundo tramo de escaleras, salía al rellano un murmullo de voces. Brunetti, sin saber si llamar con los nudillos a la puerta abierta, se asomó al recibidor y gritó:

—¿
Signora
Sambo?

Por una puerta de mano derecha apareció una mujer baja, de cabello castaño claro, que asió la mano de cada uno de ellos entre las dos suyas y les dio un beso en cada mejilla, diciendo ceremoniosamente:

—Bienvenidos a nuestra casa. —Hizo que la frase sonara como si su casa fuera también la casa de ellos.

Tenía ojos oscuros, con el borde exterior del párpado sesgado hacia abajo, lo que daba a su rostro un aire francamente oriental, aunque su fina nariz y su cutis claro tenían que ser europeos.

—Pasen a reunirse con los otros. —La mujer volvió a sonreír antes de dar media vuelta para guiarlos a otra habitación. Era una sonrisa que indicaba el enorme placer que su presencia le producía.

Por el camino, Brunetti y Vianello habían convenido en que —puesto que ignoraban las consecuencias legales que su presencia podía tener— sería preferible dar sus verdaderos nombres, pero la franca e incondicional hospitalidad de la mujer había obviado la cuestión.

La sala a la que fueron conducidos tenía una larga hilera de ventanas que, lamentablemente, daban a las ventanas de la casa de enfrente. Una veintena de personas estaban de pie junto a una mesa arrimada a una pared, en la que se veían vasos y una hilera de botellas de agua mineral y zumos de fruta. Varias filas de sillas plegables estaban colocadas de espaldas a las ventanas, de cara a un sillón de alto respaldo, situado contra la pared del fondo. Nadie fumaba.

—¿Desean beber algo? —preguntó la anfitriona.

En respuesta a los deseos expresados por los recién llegados, sirvió zumos a las señoras y agua mineral a los caballeros. Mirando en derredor, Brunetti observó que esta elección era la norma.

Los hombres, lo mismo que él y Vianello, vestían de americana y corbata, y las mujeres llevaban pantalón o falda por debajo de las rodillas. Ni una barba, ni un tatuaje a la vista, ni
piercings
, aunque algunos de los presentes parecían veinteañeros. El maquillaje de las mujeres era discreto; y los escotes, recatados.

Brunetti se volvió hacia Paola y la vio hablar con una pareja de mediana edad. Cerca de ella estaba Vianello, con su vaso en la mano, mientras Nadia sonreía a lo que le decía una mujer de pelo blanco que le había puesto la mano en el antebrazo con familiaridad.

La habitación estaba decorada con platos de cerámica con nombres de restaurantes y pizzerías. El más próximo a Brunetti tenía pintados motivos folclóricos: una pareja ataviada con traje típico —falda larga y zapatos altos la mujer, y pantalón bombacho y sombrero de ala ancha el hombre— sobre un paisaje presidido por un humeante volcán y bajo la inscripción: «Pizzeria Vesuvio», en letras color de rosa formando arco.

En la pared del fondo, encima del sillón, estaba colgado un gran crucifijo con ramas de olivo insertadas en forma de aspa entre la madera y la pared. Por una puerta lateral, Brunetti vio una cocina con altos recipientes de cristal en la encimera que contenían pasta, arroz y azúcar, y una reserva de zumos de fruta en envases de cartón.

Volvió a mirar a Paola y oyó decir a la mujer de mediana edad:

—…sobre todo, si uno tiene hijos.

El hombre asintió, y Paola dijo:

—Desde luego.

Brunetti notó de pronto que a su espalda se apagaba el rumor de las conversaciones. Vio que Paola miraba hacia el silencio y él se volvió a su vez, para encararse con él.

En la pared de enfrente de la cocina se había abierto una puerta y un hombre alto estaba de espaldas a ellos, cerrándola. Brunetti vio pelo gris, muy corto, una fina franja blanca sobre el cuello de una chaqueta negra y unas piernas muy largas, enfundadas en un deforme pantalón negro. El hombre cruzaba la habitación. Tenía cejas muy pobladas, de un gris más pálido que el cabello, la nariz grande y la cara rasurada. Los ojos parecían casi negros, por el contraste con las cejas. La boca, cordial y relajada, mostraba una expresión que fácilmente podía convertirse en sonrisa.

Mientras avanzaba lentamente, el hombre saludaba con un movimiento de la cabeza a algunos de los presentes, y a un par de ellos les dijo unas palabras y puso la mano en el brazo pero sin detener su avance hacia el sillón de la pared.

Como por tácito acuerdo, todos dejaron los vasos en la mesa y fueron hacia las bien alineadas sillas plegables. Brunetti, Vianello y sus cónyuges se sentaron en la última fila. Desde su sitio, Brunetti podía ver no sólo al hombre que ahora estaba frente a ellos sino el perfil de algunos de los que ocupaban las sillas de delante.

El hombre alto miró a la concurrencia y sonrió. Levantó la mano derecha, señalándolos con los dedos ligeramente arqueados, en un ademán que Brunetti había visto en infinidad de cuadros que representan al Cristo resucitado. Pero el hombre no esbozó siquiera una bendición sobre las cabezas de su auditorio.

La sonrisa que prometían sus labios floreció en el momento en que empezó a hablar.

—Me causa gran alegría encontrarme otra vez con vosotros, amigos, porque ello significa que, juntos, podemos contemplar la idea de hacer el bien en este mundo. Como sabéis, vivimos unos tiempos en los que no se aprecia mucho bien donde más nos gustaría verlo. Ni vemos mucha virtud en las personas que tienen deber de dar ejemplo.

El hombre no especificaba, observó Brunetti, quiénes podían ser tales personas. ¿Políticos? ¿Sacerdotes? ¿Médicos? Según Brunetti, tanto podía referirse a cineastas como a artistas de televisión.

—Pero, antes de que me preguntéis de quién hablo —prosiguió el hombre alzando las manos como para contener con el ademán sus preguntas no formuladas—, permitid que os diga que hablo de nosotros, de los que estamos en esta habitación. —Sonrió como para dar a entender que bromeaba e invitarles a compartir su regocijo—. Es fácil hablar de la obligación de dar buen ejemplo que tienen los políticos, los curas, los obispos y qué sé yo quién. Pero no podemos obligarlos a comportarse del modo que creemos correcto si nosotros no estamos dispuestos a comprometernos a obrar con rectitud. —Calló un largo momento y añadió—: Y mucho me temo que ni aun así.

»La única persona en la que podemos influir para que haga lo que consideramos justo es cada uno de nosotros mismos. No la esposa, ni el marido, los hijos, los parientes, los amigos, los compañeros de trabajo, ni los políticos a los que hemos elegido para que actúen en nombre nuestro. Podemos pedírselo, sí, y podemos quejarnos de ellos cuando no hacen lo que consideramos correcto. Y podemos murmurar de nuestros vecinos. —Aquí dejó asomar a sus labios una sonrisa de complicidad, como insinuando que él era de los primeros en hacerlo—. Pero no podemos influir en su comportamiento de modo positivo.

»Lo cierto es que no podemos obligar a las personas a ser buenas; no podemos golpearlas como se golpea con un palo a un burro o un caballo. Sí, desde luego, podemos obligarlas a que hagan ciertas cosas: podemos obligar a los niños a que hagan los deberes o a la gente a que nos dé dinero y podemos dar ese dinero a una obra de caridad. Pero ¿qué pasa cuando guardamos el palo? ¿La gente sigue dando dinero? ¿Los niños siguen haciendo los deberes?

Algunas de las personas que estaban delante de Brunetti movieron la cabeza negativamente y cuchichearon con el vecino. Él miró a Paola y la oyó decir:

—Es listo.

—…sólo a nosotros mismos podemos obligarnos a hacer buenas obras, porque sólo a nosotros mismos podemos convencernos de que queremos hacer buenas obras. Sé que esto puede parecer un insulto a la inteligencia de los que estáis aquí, y pido perdón. Pero es una verdad, por lo menos a mí me lo parece, una verdad tan evidente que es fácil que se nos escape. No podemos obligar a la gente a querer hacer las cosas.

»Estoy seguro de que muchos de vosotros ya estaréis pensando que para mí es muy fácil hablar de hacer el bien. De acuerdo: es muy fácil sentarse aquí y decir a la gente que debe hacer el bien, pero no es nada fácil decidir qué es el bien. Ya sé, ya sé, los que habéis estudiado más que yo, que probablemente seréis la mayoría, o eso me temo —dijo con la justa nota de modestia—, sabéis que los filósofos han hablado de eso durante milenios, y siguen hablando.

»Sin embargo, mientras los filósofos discuten y escriben tratados sobre ello, vosotros y yo comprendemos, por intuición, lo que es el bien. En el mismo momento en que vemos u oímos una cosa, lo sabemos: esto es bueno, aquello es bueno, eso otro no es bueno. —Cerró los ojos y, cuando los abrió, pareció estudiar el suelo que tenía delante de los pies—. No me incumbe a mí deciros lo que es bueno y lo que no. Pero os aseguro que una buena obra casi siempre da paz de espíritu tanto al que la recibe como al que la practica. No le proporciona más riqueza ni bienes materiales, una casa más grande, ni un coche mejor, sino, simplemente, el conocimiento de que la suma del bien en el mundo se ha incrementado. Tanto si dan como si reciben después se sentirán más ricos de espíritu y vivirán con más facilidad en este mundo. —Levantó la cabeza y miró a la cara a los presentes, uno a uno—. Y en la raíz de esta idea del bien está algo tan simple como la caridad y la generosidad de espíritu. Nosotros, que nos reunimos con espíritu cristiano, buscamos ejemplos de caridad cristiana en los Evangelios, en las Bienaventuranzas y en el testimonio que nos dio Jesucristo con sus actos en el mundo y en su trato con los demás. Él era fuente inagotable de perdón y de paciencia, y su cólera, las pocas veces en que afloró, fue provocada por ofensas que también nosotros condenamos: convertir la religión en un negocio en el que lo único que importa es el beneficio, y corromper a los niños.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Algunas personas me preguntan cómo deben comportarse. —Sonrió como si la idea le pareciera absurda—. Es poco lo que yo puedo decirles, porque ante sus ojos tienen ya el ejemplo de la vida de Cristo y de su predicación. Por lo tanto, haré lo más fácil y natural: pediros que habléis con mi jefe. —Se rió y la sala lo imitó—. Mejor dicho, «nuestro» jefe, porque creo que todos los presentes creéis que Él es quien puede decirnos y enseñarnos con su ejemplo como hacer el bien. Él nunca usó el palo, ni pensó en usarlo. Él sólo quería que supiéramos que el bien está ahí, que podemos elegirlo y que Él quiere que lo elijamos.

Calló, levantó la mano a la altura del hombro y la dejó caer. Como el silencio se prolongara, Brunetti pensó que la plática había terminado y se volvió hacia Paola, pero entonces el hombre siguió hablando, por el mismo tenor. Citando los Evangelios, dio ejemplos de la caridad y la bondad de Cristo, haciendo resaltar el amor que lo movía a obrar así. Habló del sacrificio de Cristo, describió con vivido detalle los sufrimientos de la Pasión, explicando que Cristo la había aceptado por el bien de la Humanidad. Porque no podía haber un bien mayor, dijo, que el don de la salvación.

Repitió que Cristo no había necesitado palo. La metáfora, tan repetida, podría haber sonado manida o absurda en boca de una persona que no hubiera estado en tan buena armonía con su auditorio. Al contrario, su simplicidad y el tono en que él proponía tan grotesca posibilidad, impresionaban con más fuerza a sus oyentes. Brunetti reconocía la potencia retórica de la figura, por muy absurda que le pareciera.

Transcurrió otro cuarto de hora, y la atención de Brunetti derivó del orador al auditorio. Vio gestos de asentimiento y gente que se volvía a cuchichear con el vecino; vio a hombres que oprimían la mano de la mujer que tenían al lado; vio a una mujer abrir el bolso y sacar un pañuelo para enjugarse los ojos. Al cabo de otros cinco minutos, el orador inclinó la cabeza, juntó las manos y se las llevó a los labios.

Brunetti esperaba aplausos, pero no sonaron. La señora Sambo, que estaba sentada en primera fila, se levantó. Dio un paso adelante y se volvió de cara a la sala.

—Creo que esta noche se nos ha dado mucho tema de reflexión. —Sonrió, se miró los pies un momento y alzó otra vez los ojos hacia el auditorio. Brunetti observó que la ponía nerviosa hablar en público. Sin dejar de sonreír, ella prosiguió—: Pero todos tenemos familias y tareas que atender, por lo que creo que ya es hora de que volvamos al mundo… —Su sonrisa se acentuó, lo mismo que su nerviosismo— … y perseveremos en el esfuerzo diario para hacer el bien a los demás, familia, amigos y desconocidos.

Lo dijo torpemente, y ella se daba cuenta, pero a ninguno de los presentes parecía importarle, a juzgar por la expresión de sus rostros. La gente se levantó, unos cuantos fueron a hablar con ella y otros con el hombre del sillón, que se puso en pie al verlos acercarse.

Brunetti y Vianello se miraron, tomaron del brazo a sus esposas y fueron los primeros en salir.

Capítulo 10

Los cuatro bajaron la escalera y salieron a la calle sin decir palabra. Se dirigieron a San Giacomo dell'Orio y cruzaron el
campo
. Cuando entraban en la callejuela que los llevaría a Rialto, Brunetti vio a Paola, que iba delante, mirar por encima del hombro, como para cerciorarse de que no venía detrás ninguna de las personas que habían asistido a la reunión. Al no ver a nadie, se paró, dio media vuelta y se acercó a Brunetti. Inclinó la cabeza, apoyando la frente en el pecho de él. Con la voz ahogada por la tela de la chaqueta, dijo:

—Yo soy la única que puede desear hacerme a mí misma el bien de echarme alcohol en el cuerpo. Si no me hago ese bien ahora mismo, me volveré loca. Si no tomo un trago, desfalleceré y pereceré.

Una impávida Nadia oprimió el hombro de Paola en ademán de consuelo.

—También yo deseo ese bien —dijo, y a Brunetti—: Y tú puedes hacer una obra de misericordia salvando la vida de esta mujer, y la mía, con una copa.


Prosecco
? —sugirió él.

—El cielo te lo compensará —asintió Nadia.

Brunetti estaba sorprendido. Hacía años que conocía a Nadia, casi los mismos que a Vianello. Pero el trato había sido superficial: unas frases al teléfono cuando él llamaba al marido y alguna que otra demanda de información sobre personas a las que ella podía conocer. Pero nunca había visto en ella a la persona, al ser individual, dotado de mente, espíritu y, al parecer, sentido del humor. Por más que ahora lo violentara reconocerlo, aun ante sí mismo, para él, Nadia había sido un apéndice de Vianello.

Other books

Las Dos Sicilias by Alexander Lernet Holenia
Boarded Windows by Dylan Hicks
Tracers by Adrian Magson
Indirect Route by Matthews, Claire
Massie by Lisi Harrison
Naked at Lunch by Mark Haskell Smith
A Hope Undaunted by Julie Lessman
The Crow of Connemara by Stephen Leigh
Waiting for Dusk by Nancy Pennick
A Regency Invitation to the House Party of the Season by Nicola Cornick, Joanna Maitland, Elizabeth Rolls