La chica de sus sueños (11 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La chica de sus sueños
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Brunetti sabía que, de vez en cuando, Paola la llamaba y salían a tomar café o a dar un paseo, pero nunca le decía de qué hablaban, o él nunca preguntaba. Y ahora, al cabo de tantos años, Nadia era una desconocida.

En lugar de ahondar en esas reflexiones, Brunetti los llevó a un bar situado a mano izquierda y pidió al camarero
prosecco
para cuatro. Cuando llegó el vino, prescindiendo de brindis, bebieron y dejaron las copas en el mostrador con suspiros de alivio.

—¿Y bien? —preguntó Vianello, y nadie imaginó que la pregunta se refería a la calidad del vino.

—Todo muy balsámico —dijo Paola—, muy sentido y beatífico.

—Positivo y reconfortante —agregó Nadia—. No ha criticado a nadie, no ha hablado del pecado y sus consecuencias. Todo muy elevado.

—Dickens tiene un predicador —dijo Paola—, en
Casa desolada
, me parece. —Cerró los ojos de un modo que a Brunetti le era familiar de antiguo. Casi le parecía verla buscar en los miles de páginas almacenadas en su memoria. Ella abrió los ojos—. Ahora no recuerdo el nombre, pero lo que importa es que tiene subyugada a la esposa de Snagsby, el letrado, por lo que es invitado permanente en su mesa, donde no hace más que verter perogrulladas y hacer preguntas retóricas sobre la virtud y la religión. El pobre Snagsby no desea otra cosa que clavarle una estaca en el corazón, pero su mujer lo tiene tan dominado que ni siquiera se ha dado cuenta de ese deseo.

—¿Y? —preguntó Brunetti, curioso por averiguar por qué Paola los había llevado a todos a cenar con el tal Snagsby, quienquiera que fuese.

—Existe cierto parecido genérico entre él y el hombre al que acabamos de escuchar, el hermano Leonardo, si realmente se llama así —respondió Paola, y Brunetti recordó que ni la
signora
Sambo ni ninguno de los presentes había mencionado el nombre del orador en toda la sesión—. Nada de lo que ha dicho es excepcional, son los mismos lugares comunes que puedes leer en los editoriales de
Famiglia Cristiana
—prosiguió Paola, y Brunetti se preguntó desde cuándo leía ella esta revista—. Pero son las cosas que le gusta oír a la gente, desde luego.

—¿Por qué? —preguntó Vianello, que miró al camarero señalando las cuatro copas.

—Porque no les obligan a hacer algo —respondió Paola—. Sólo tienen que «sentir» el bien, y eso les hace suponerse acreedores al mérito de haber hecho algo. —Su voz se impregnó de desdén al añadir—: Es tan terriblemente americano.

—¿Por qué americano? —preguntó Nadia alargando la mano hacia una de las nuevas copas que el camarero había dejado en el mostrador.

—Porque esa gente piensa que basta con sentir las cosas. Han llegado a creer que es más importante sentir que hacer, o que viene a ser lo mismo, o, en todo caso, que tan encomiable es lo uno como lo otro. ¿Qué ha dicho siempre ese fantasma de Presidente que tienen ahora? «Siento vuestro dolor.» Como si eso sirviera de algo. Hasta un cerdo se moriría de asco. —Paola tomó su copa y bebió un buen trago—. Lo único que necesitas es tener buenos sentimientos —prosiguió—. Porque los sentimientos están de moda. Y ya puedes presumir de sensibilidad. Así no tienes que «hacer» nada. Sólo exhibir tus preciosos sentimientos y la gente se romperá las manos aplaudiéndote y alabándote por tener los mismos sentimientos que tiene cualquier criatura normal.

Brunetti rara vez había visto a Paola reaccionar con tanta vehemencia.

—Bueno, bueno —dijo en tono apaciguador, tomando un sorbo de
prosecco
.

Ella volvió la cabeza vivamente con ojos de sorpresa. Pero entonces él la vio recapacitar y tomar otro buen trago antes de decir:

—Debe de haberme afectado el estar expuesta a tanta bondad —dijo—. Esa bondad se me sube a la cabeza y hace aflorar lo peor de mi carácter.

Todos rieron y la conversación se hizo general.

—A mí me pone nerviosa que la gente no use palabras concretas al hablar —dijo Nadia.

—Por eso nunca escucha a los políticos —dijo Vianello rodeándola con el brazo y atrayéndola hacia sí.

—¿Es así como la seduces, Lorenzo? —preguntó Paola—. ¿Le lees una lista de palabras cada mañana?

Brunetti miró a Vianello, que dijo:

—Yo tampoco soy un gran admirador de los predicadores, y menos de los que procuran que lo que te dicen no suene a sermón.

—Pero él no predicaba, ¿verdad? —preguntó Nadia—. En realidad no.

—No —dijo Brunetti—. En absoluto. Pero me parece que no deberíamos olvidar que estaba viendo a cuatro personas desconocidas, y quizá por eso ha decidido mantenerse en un tono suave y general hasta averiguar quiénes éramos.

—¿Y soy yo la que pasa por tener una pobre opinión de la naturaleza humana? —preguntó Paola.

—Es sólo una posibilidad —dijo Brunetti—. Me han dicho que después de la charla suele haber una colecta o, por lo menos, la gente le entrega sobres, pero esta noche no ha sido así.

—Por lo menos, mientras estábamos allí nosotros —dijo Nadia.

—Cierto —reconoció Brunetti.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Paola. Y, mirando a Brunetti, añadió—: Si me pides que vuelva, nuestro matrimonio podría estar en peligro.

—¿Peligro, peligro? —preguntó él.

Brunetti la vio fruncir los labios mientras meditaba la respuesta.

—No tanto, supongo —admitió ella finalmente—. Aunque quizá la idea de volver me hiciera beberme a media tarde el jerez de cocinar.

—Eso ya lo haces —dijo él poniendo fin a la discusión acerca del hermano Leonardo.

Capítulo 11

Al día siguiente, Brunetti apenas se había sentado a su mesa cuando recibió una llamada de la
signorina
Elettra, recién regresada de Abano, quien le comunicó que el
vicequestore
, también de regreso del seminario de Berlín sobre el crimen organizado, deseaba cambiar impresiones con él. La fórmula «cambiar impresiones» sonó de un modo extraño en los oídos de Brunetti. Su tono neutro y mesurado estaba exento de la ácida agresividad habitual en Patta pero tampoco sugería la falsa afabilidad que utilizaba el
vicequestore
cuando quería pedir un favor.

La curiosidad llevó a Brunetti a la escalera y al despacho de la
signorina
Elettra. Enseguida notó un cambio, pero tardó un momento en darse cuenta de lo que era: encima de la mesa, donde él se había acostumbrado a ver la voluminosa consola del ordenador, estaba ahora una delgada pantalla negra. El amplio teclado gris había sido sustituido por un fino rectángulo negro en el que unas teclas lisas parecían tratar de hacerse invisibles.

La vestimenta elegida por la
signorina
Elettra en el día de su reincorporación armonizaba con el teclado: jersey de lana con dibujo en gris y negro, idéntico, recordó Brunetti, al que Paola le había señalado la semana anterior en el escaparate de Loro Piana, y pantalón negro del que asomaban las puntas de unos zapatos salón de charol negro, afiladas como estoques.

—¿Tiene idea de qué impresiones desea cambiar? —preguntó Brunetti a modo de saludo.

La
signorina
Elettra desvió la atención de la pantalla. Brunetti vio borrarse la sonrisa de sus labios, para dejar paso a una expresión atenta y formal.

—Creo que el
vicequestore
se interesa por el tema de la «multi-cultural sensitivity», comisario —respondió ella.

—¿Berlín? —preguntó Brunetti.

—Eso deduzco, de las notas que me ha dado para el informe al
questore
sobre la conferencia.

—¿«Multi-cultural sensitivity»?

—Precisamente.

—¿Tiene eso algún significado en nuestro idioma? —preguntó Brunetti.

Con gesto ausente, ella asió un lápiz por la punta y golpeó con la goma uno de los papeles que tenía encima de la mesa.

—Por las notas que me ha dado, supongo que significa que se dictarán nuevas directrices sobre el comportamiento de los agentes en situaciones en las que intervengan
extracomunitari
.

—¿Todos los extranjeros en general o sólo los
extracomunitari
? —preguntó Brunetti.

—Ni europeos ni norteamericanos. Creo que la expresión que se utilizaba antes era «tercermundistas» o «pobres».

—Que ha sido sustituida por
extracomunitari
.

—Exactamente.

—Entiendo —dijo Brunetti, que se preguntaba si el papel que estaba debajo de la goma del lápiz formaba parte del informe de Patta—. ¿Esta sensibilidad ha de configurarse de una manera concreta?

—Creo que se refiera a la forma en que el agente que efectúa el arresto debe dirigirse al arrestado —dijo ella con voz átona.

—Ah —repuso Brunetti, reduciendo su respuesta a un simple ruido.

—La filosofía imperante parece ser… —empezó ella recalcando la palabra «filosofía» como si la colgara de la pared para hacerle unos cuantos disparos— …la de que los miembros de los grupos minoritarios son víctimas de una postura de… —Se interrumpió y se acercó el papel—. Sí, aquí está —prosiguió usando la goma para señalar el centro de la hoja—: «…una postura de indebida agresividad verbal por parte del agente» —terminó.

—¿Qué es una postura verbal? —preguntó Brunetti.

—Buena pregunta, comisario —dijo ella inclinándose para consultar nuevamente el papel—: «El daño infligido por una represión semejante es tal que, incluso quienes no guardan recuerdo directo de la represión, acusan ese daño en su vocabulario psíquico, por lo que cualquier reintroducción de un comportamiento opresivo dañará su autoestima, especialmente en los casos en los que esa autoestima esté ligada a tradiciones tribales, religiosas, raciales o culturales.» —Levantó la cabeza—: ¿Sigo?

—Si cree que pueda tener sentido, continúe, por favor.

—No estoy segura de que lo tenga, pero este párrafo puede interesarle.

—Soy todo oídos.

Ella apartó la hoja y deslizó la goma por la que estaba debajo.

—Ah, sí —dijo—: «A causa del actual enriquecimiento étnico y cultural de nuestra sociedad, tiene redoblada importancia que las fuerzas del orden acepten con tolerancia y paciencia la diversidad cultural de nuestros residentes recién llegados. Sólo con una política amplia de miras, de aceptación de la pluralidad cultural, podemos demostrar la sinceridad de nuestra disposición a acoger a quienes han decidido labrar su futuro entre nosotros.» —Levantó la cara y sonrió.

—¿Podría traducírmelo?

—Verá —empezó ella—. He leído todas las notas, por lo que sé lo que sigue, pero me parece que el meollo es que pronto va a ser más difícil todavía arrestar a los
extracomunitari
.

La franqueza y claridad de la explicación, cualidades ausentes de la mayoría de los documentos que pasaban por la mesa de Brunetti, dejaron al comisario momentáneamente atónito.

—Comprendo —dijo—. ¿Está él? —Señaló el despacho de Patta con un movimiento de la cabeza, aunque no hacía falta preguntar, ya que ella acababa de llamarle.

—Está y lo aguarda —respondió la
signorina
Elettra, sin asomo de contrición por haber impedido con su charla que Brunetti acudiera con presteza a la llamada de su superior.

Brunetti golpeó la puerta con los nudillos y entró en el despacho al oír la voz de Patta. El
vicequestore
estaba sentado detrás de su mesa, en estudiada, casi escultórica, pose.

—Ah, comisario, buenos días —dijo Patta—. Siéntese, por favor.

Viendo que el
vicequestore
tenía unos papeles ante sí, Brunetti eligió la silla más próxima a la mesa. Patta se había dirigido a él por su rango, lo que podía ser buena señal, ya que indicaba respeto; pero también podía ser malo, porque aludía a su condición de subordinado. La expresión de Patta parecía bastante cordial, aunque la experiencia había enseñado a Brunetti a no fiarse de las apariencias: las víboras se solazan al sol en las piedras, ¿no?

—¿Ha sido provechosa la conferencia,
dottore
? —preguntó Brunetti.

—Ah, sí, Brunetti —dijo Patta echando el cuerpo hacia atrás, extendiendo las piernas y cruzando los tobillos—. Muy provechosa, sí. Es bueno salir del despacho de vez en cuando y ponerse en contacto con los colegas de otros países. Hacerse una idea de sus puntos de vista, de sus problemas.

—¿Hubo muchas intervenciones interesantes? —preguntó Brunetti, a falta de algo mejor que decir.

—No es con las intervenciones como se aprenden cosas, Brunetti; es hablando con los colegas particularmente, escuchando lo que opinan de lo que ocurre en sus países, en las calles. —Dicho esto, Patta se mostró más expansivo—. Así es como te enteras de lo que pasa. Interconexiones, Brunetti, ése es el secreto. Interconexiones.

Brunetti sabía que los conocimientos lingüísticos de Patta, además del italiano y un palermitano impenetrable, se reducían a unas docenas de palabras de inglés y alguna que otra frase de francés relacionada, muy particularmente, con la gastronomía. Por lo tanto, no podía adivinar en qué lengua habría interconectado su superior.

—Desde luego. Comprendo, sí, señor —respondió Brunetti, que sentía curiosidad por descubrir adónde conduciría la afabilidad de su superior. En el pasado, las lisonjas de Patta solían tener por objeto el desarrollo de ambiciosos proyectos orientados a producir pruebas estadísticas de la mejora de la eficacia policial.

—No necesito recordarle —prosiguió Patta con una voz que destilaba cordialidad— la importancia de acrecentar la atención que prestamos a los temas sectoriales. —Al oír la expresión «temas sectoriales», que Patta pronunciaba con desparpajo de economista televisivo, Brunetti sintió que empezaban a vibrarle los sensores—. Precisamos un enfoque innovador en los temas de pluralidad cultural y tenemos que desarrollar una metodología práctica que nos permita instrumentalizar sistemas eficaces para transmitir nuestro mensaje a un más amplio segmento de la comunidad.

Brunetti asintió y se pellizcó el labio inferior, gesto que había observado que algunos actores utilizaban en el cine para denotar profunda reflexión. Pero, al parecer, el gesto no era suficiente, porque Patta lo miraba sin pestañear, aguardando respuesta, y el comisario emitió un mesurado:

—Hmm, hmm.

Esto bastó, porque Patta prosiguió:

—Con este fin, pienso formar una unidad operativa que se encargue de esos temas —declaró.

Era típico en Brunetti saltar de las películas a los libros, y ahora recordó una de las escenas finales de 1984, en la que Warren Smith, para librarse del horror final, grita: «¡Hacédselo a Julia, a Julia!» Ante la posibilidad de ser designado para esta unidad operativa, Brunetti sintió el impulso de caer de rodillas y gritar: «¡Hágaselo a Vianello, a Vianello!» Pero Patta ya decía:

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