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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (24 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—Me parece que son más populares los brasileños.

—¿Los brasileños?

—Los culebrones.

—Ah, desde luego —asintió él, sin saber qué decir.

—Veré qué puedo encontrar —dijo ella—. Y llamaré a esa
dottoressa
Pitteri.

—Muchas gracias,
signorina
—terminó él.

Brunetti sabía que podía buscar información sobre Giorgio Fornari con el ordenador, pero la zona de la memoria en la que estaba ubicado el nombre era la misma en la que se alojaban las habladurías y los rumores, de manera que la clase de información que le interesaba era la que no aparece en diarios y revistas ni en los informes del Gobierno. Trató de reconstruir la situación en la que había oído el nombre de Fornari por primera vez. Algo relacionado con dinero, y algo que tenía que ver con la
Guardia di Finanza
, porque días atrás, al leer en el periódico una alusión a la policía de delitos económicos, le vino a la memoria el nombre de Fornari.

Un antiguo condiscípulo de Brunetti era ahora capitán de la
Guardia di Finanza.
El comisario no había olvidado la tarde que habían pasado en la laguna unos tres años atrás. La patrullera, equipada a uno y otro lado con turbinas de película de acción, asombró a Brunetti, acostumbrado a las lanchas de la policía y de los
carabinieri
. Aquella tarde, el comisario aprendió el verdadero significado del concepto «gran velocidad», mientras el piloto los llevaba por el Canale di San Nicolò y más allá, como si no fuera a parar hasta avistar las islas de las costas de Croacia. El amigo de Brunetti justificó la excursión como «operación de coordinación con otras fuerzas del orden», pero en realidad, con la complicidad del piloto, aquello fue una escapada de colegiales, en la que no fallaron los gritos de júbilo ni las palmadas en la espalda, que no acabó hasta que se recibió por radio una llamada pidiendo su posición.

Desentendiéndose de la llamada, el piloto viró en redondo y la lancha salió disparada hacia la ciudad, dejando atrás las barcas de pesca como si fueran islotes y dando grandes saltos al tomar de través deliberadamente la estela de un transatlántico que se dirigía a la ciudad.

Impresionado por el recuerdo, Brunetti dijo en voz alta:

—Los transatlánticos. —Sin apartar la mirada de la pared, fue rescatando del olvido todo el episodio. Giorgio Fornari era amigo del capitán amigo de Brunetti, y un día lo llamó para hablarle de algo que le había contado el dueño de una tienda de Via XXII Marzo que se encontró atrapado en uno de tantos ingeniosos métodos utilizados por la gente para lucrarse a costa de la ciudad.

Al parecer, según dijeron a Fornari, en los cruceros era norma advertir al pasaje de que no era seguro hacer compras ni comer en Venecia. Puesto que la mayoría de cruceristas de los grandes transatlánticos que visitaban la ciudad eran norteamericanos que sólo se consideraban seguros en su casa, delante de su televisor, creían el aviso y se sentían agradecidos cuando el barco les proporcionaba una lista de tiendas y restaurantes «seguros» en los que no se les estafaría. Estos lugares no sólo eran de absoluta confianza —y aquí el capitán no había podido contener la risa al contárselo a Brunetti— sino que, además, les harían un descuento del diez por ciento, sólo con que lo solicitaran y mostraran la tarjeta de identificación que el barco distribuía a sus pasajeros.

Con creciente regocijo, el capitán había explicado que el personal de a bordo, siempre deseoso de proporcionar alegrías, ofrecía una especie de lotería a los pasajeros a su regreso al barco: enseñando el recibo de las compras o del almuerzo, las posibilidades de ganar un premio eran proporcionales al importe del desembolso.

«Y todos felices y contentos con sus descuentos», recordaba ahora Brunetti que había dicho el capitán con una sonrisa feroz. Y, al día siguiente, el personal de a bordo hacía la ronda de las tiendas y los restaurante, «recomendados», para recaudar su propio diez por ciento, gratificación relativamente modesta que los comerciantes satisfacían gustosos con tal de ver sus nombres en la lista de establecimientos seguros. Y, por si la tienda trataba de minimizar el importe de la venta, ya tenían ellos los recibos con el verdadero total. Más seguridad, imposible.

Giorgio Fornari había preguntado al capitán si no habría manera de poner fin a esto. El capitán, animado del espíritu de la verdadera amistad, había aconsejado a Fornari que mantuviera la boca cerrada y que recomendara a los comerciantes que hicieran otro tanto. Brunetti recordaba que el capitán le había dicho: «Me parece que se ha ofendido, porque lo considera ilícito.»

Brunetti comprendía que esta actitud no podía considerarse un fiel retrato de Fornari, sino, a lo sumo, una instantánea. Frente a una situación concreta, había reaccionado como un ciudadano honrado. Su amigo le dijo que Fornari estaba indignado porque pudieran aprovecharse de este modo de la ciudad unos individuos que no eran venecianos, ni siquiera italianos, ya que los barcos eran extranjeros. A lo que el capitán respondió a Fornari recordándole que semejante chanchullo no podría mantenerse, ni tal vez habría podido organizarse, sin el tácito consentimiento, y quién sabe si la colaboración, de «ciertos sectores» de la ciudad.

Pero ya se acercaban al muelle de la punta de la Giudecca, la escapada había terminado y el episodio de la indignación de Fornari ante la fraudulencia quedó archivado en la memoria de Brunetti.

—Imagina —dijo ahora en voz alta el comisario.

Sacó a Brunetti de la contemplación de este ingenioso apaño la llamada de la
signorina
Elettra, que dijo sin preámbulos:

—He encontrado varias cosas de ese tal Mutti.

Desafinó al pronunciar el nombre.

—¿Qué ha encontrado?

—Como ya le dije, nunca ha pertenecido a una orden religiosa.

—Lo recuerdo, sí —dijo Brunetti, y agregó, porque el tono de ella parecía pedirlo—: ¿Pero…?

—Pero el padre Antonin no iba descaminado al hablar de Umbria. Mutti estuvo allí dos años, en Asís. Entonces llevaba hábito franciscano.

Ante tan prudente forma de expresión, Brunetti preguntó:

—¿Qué hacía?

—Dirigía una especie de centro de recuperación.

—¿Centro de recuperación? —preguntó Brunetti, advirtiendo que iba a aprender algo nuevo sobre la época en la que vivía.

—Un sitio al que los ricos pueden trasladarse un fin de semana en busca de…, bueno, de purificación.

—¿Física? —preguntó él, recordando el balneario de Abano, en el que ella había estado hacía poco, pero sin olvidar la alusión al hábito franciscano.

—Y espiritual.

—Ah —dijo Brunetti, y luego—: ¿Y qué pasó?

—Pues que tanto las autoridades sanitarias como la
Guardia di Finanza
tuvieron que intervenir y clausurar el centro.

—¿Y Mutti? —preguntó Brunetti, prescindiendo del tratamiento clerical.

—Él nada sabía de las finanzas del lugar, desde luego. Estaba allí en calidad de consejero espiritual.

—¿Y la contabilidad?

—No existía.

—¿Qué pasó?

—Fue acusado de fraude, multado y dejado en libertad.

—¿Y?

—Y, al parecer, se trasladó a Venecia.

—En efecto —dijo Brunetti, y entonces decidió—: Haga el favor de llamar a la
Guardia di Finanza
. Pregunte por el capitán Zeccardi. Cuéntele todo eso y diga que quizá le interese investigar las actividades de Mutti.

—¿Eso es todo, comisario?

—Sí —dijo Brunetti y entonces, recordando, rectificó—: No. Diga al capitán que con esto quiero agradecerle el paseo por la laguna. Él lo entenderá.

Durante la cena, Brunetti estuvo menos hablador de lo habitual en él, pero nadie pareció notarlo, enfrascados como estaban todos en un debate acerca de la guerra que parecía estar librándose en las calles de Nápoles.

—Hoy han disparado a dos —dijo Raffi, alargando el brazo hacia la fuente de los
ruote
con
melanzane
y
ricotta
—. Aquello es el Salvaje Oeste. Sales de casa para ir a la esquina a por un litro de leche y
zacchetè!
te vuelan la cabeza.

Con el tono de voz que usaba para calmar los arrebatos juveniles, Paola dijo:

—Imagino que, siendo Nápoles, lo más probable es que vayan a la esquina a por un litro de cocaína. —Sin cambiar de tono, preguntó—: ¿Más pasta, Chiara?

—No serán todos así, ¿verdad? —preguntó Chiara a su padre, asintiendo en respuesta al ofrecimiento de su madre.

—No —respondió Brunetti, asumiendo su papel de autoridad en materia policial—. Tu madre exagera, una vez más.

—Dicen los profesores que la policía y el Gobierno luchan contra la Mafia —dijo Chiara con una entonación que sonó a Brunetti a lección aprendida de memoria.

—¿Y cuánto hace que luchan? —dijo Paola con una voz engañosamente serena—. Pregúntaselo al profesor la próxima vez que diga semejante estupidez —concluyó, procurando, como siempre, fomentar la confianza de sus hijos en el profesorado y también en el Gobierno. Brunetti fue a protestar, pero ella no le dio tiempo—: ¿Qué otra guerra hay en Europa que dure desde hace más de sesenta años? La tenemos ahí desde que terminó la auténtica, cuando los norteamericanos nos trajeron de vuelta a la Mafia, para ayudar a combatir —aquí su voz adquirió el tono melifluo que utilizaba al mencionar las obras de misericordia que más la repugnaban— el comunismo internacional. Así, en lugar del riesgo de que los comunistas pudieran entrar en el Gobierno después de la guerra, tuvimos a la Mafia, y seguiremos teniéndola colgada del cuello para siempre.

En su condición de miembro de las fuerzas del orden, Brunetti debía refutar esta afirmación y sostener que, bajo el enérgico liderazgo del Gobierno actual, la policía y otros órganos del Estado avanzaban a grandes pasos en su lucha contra la Mafia. Pero sólo preguntó qué había de postre.

Capítulo 24

Durante los dos días siguientes, Brunetti estuvo muy atareado redactando un informe sobre las tendencias de la delincuencia en el Véneto, cuyos datos utilizaría Patta en una conferencia que debía pronunciar en Roma dentro de dos meses. En lugar de endosar el trabajo de documentación a la
signorina
Elettra o a los hombres del departamento, Brunetti decidió hacerlo personalmente, y pasaba varias horas al día examinando archivos de la policía de todo el Véneto y cotejándolos con las cifras disponibles de otras provincias y países.

Repasando las estadísticas, tropezaba a menudo con estas cuatro palabras: zíngaros, romaníes,
sinti
, nómadas, grupos a los que pertenecían la mayoría de las personas arrestadas por determinados delitos. Robo, hurto, escalo: una y otra vez, los arrestados eran nómadas. A pesar de que no se hacía informe de los arrestos de menores, no era necesario ser un experto en los arcanos de la policía para leer entre líneas de las frecuentes justificaciones dadas para el uso de vehículos policiales en viajes al continente: «devolver menor a sus tutores», «acompañar menores a sus padres». Brunetti leyó un informe que aludía a un joven multirreincidente, que afirmaba tener sólo trece años, para evitar ser arrestado. A falta de documentos que acreditaran su edad, el juez ordenó que se le hicieran radiografías de todo el cuerpo, a fin de determinar su edad por el estado de los huesos.

Durante siglos, los nómadas habían conseguido mantenerse al margen de la sociedad, cualquiera que fuera el país en el que vivían. Siempre se habían ganado la vida haciendo de tratantes y adiestradores de caballos, hojalateros y hasta montadores de gemas, oficios que actualmente habían pasado a la historia. Pero ellos seguían viviendo de lo que llamaban
gadje
, porque, a sus ojos, el robo no era una actividad muy distinta del comercio. Durante la última guerra, su alienación les costó cara, y fueron asesinados en masa.

A medida que Brunetti recogía estadísticas de otras regiones, se iba definiendo un perfil. Escalo, robo, hurto: en estos casos, los miembros de los grupos nómadas eran arrestados en un número y con una frecuencia desproporcionados. Pero también había casos que denotaban la existencia de redes de prostitución —en Roma, se había dado uno especialmente abyecto—, en las que miembros de los clanes alquilaban menores a pederastas. Brunetti recordó el informe de la autopsia de la niña.

Por más que trataba de examinar la estadística del crimen objetivamente y en líneas generales, aquel caso concreto seguía inquietándolo, y la cara de la pequeña Ariana, tanto en carne y hueso como en las fotos que había dejado en el peldaño de la caravana, se le presentaba de improviso, sobre todo, en sueños. Sustrayéndose al insistente recuerdo, Brunetti se concentró en la tarea de tabular comparaciones del número de delitos, pero, al llegar al apartado de robo de vehículos, para el que no supo hallar un equivalente en Venecia, decidió abandonar la tarea por el momento.

«Vea si se puede hacer algo por la madre», le había dicho Patta. Brunetti no sabía qué se puede hacer por la madre de una niña de once años que ha muerto ahogada, y suponía que el
vicequestore
tampoco tendría ni idea. Pero Patta había dado la orden, y Brunetti la cumpliría.

El coche que lo llevaba esta vez pertenecía a la
Squadra Mobile
, pero también el conductor reconoció el nombre del campamento cuando Brunetti le dijo adónde quería ir.

—Sería más práctico poner una línea de autobuses, comisario —dijo el hombre, en el dialecto que había oído hablar a Brunetti. Aparentaba cuarenta y tantos años, tenía la tez clara y el gesto franco y relajado.

—¿Y eso? —preguntó Brunetti.

—Vamos tan a menudo que somos como un servicio de taxis para sus críos.

—¿Tanto van? —preguntó Brunetti observando que hoy los árboles estaban más cargados de flor y el verde era más intenso, más seguro de sí—. Mala cosa parece.

—No es asunto mío decir si está bien o mal, señor. Pero, con el tiempo, se te hace extraño.

—¿Por qué?

—Es como si para ellos la ley fuera diferente que para los demás. —Aventuró una mirada de soslayo y, al ver que el comisario escuchaba con interés, prosiguió—: Yo tengo dos hijos, de seis y nueve años. ¿Imagina lo que ocurriría si me negara a dejarles ir a la escuela y si me los trajeran a casa por haberlos pillado robando? ¿Y eso seis veces? ¿Diez?

—¿Qué sería diferente? —preguntó Brunetti, aunque se hacía una idea bastante aproximada.

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