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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (26 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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Brunetti preguntó, alzando la voz:

—¿Tienen ustedes médico?

Evidentemente, la pregunta desconcertó a Rocich, que dijo:

—¿Qué?

—Médico. ¿Tienen médico?

—¿Por qué pregunta?

Brunetti adoptó un aire de irritada paciencia.

—Porque quiero saberlo. Quiero saber si tienen médico, si tienen médico de familia. —De nuevo la palabra «familia» se deslizaba en la conversación y en su pensamiento. Antes de que Rocich pudiera negarlo, Brunetti dijo—: Hay fichas,
signor
Rocich, pero no quiero perder más tiempo buscándolas.

—Calfi, médico de todos —respondió Rocich abarcando el campamento con un ademán.

Brunetti se tomó la innecesaria molestia de sacar la libreta y anotar el nombre del médico.

Rocich no podía dejarlo así.

—¿Por qué quiere saber?

—Su hija estaba enferma —dijo el comisario. Y era verdad—. Y el médico de la policía quiere ver los análisis de sangre de todos ustedes.

Brunetti se preguntaba en qué medida Rocich había entendido sus palabras. Al parecer, lo suficiente para inquirir:

—¿Por qué?

—Porque cuando compruebe los tipos de sangre, sabrá quién le contagió la enfermedad —mintió Brunetti.

La reacción de Rocich fue instintiva. Abrió mucho los ojos y volvió la cabeza rápidamente hacia la caravana, pero ya no había nadie en la puerta ni en las ventanas, como si estuviera vacía. Cuando el nómada miró de nuevo a Brunetti, su cara era inexpresiva.

—No entiendo —dijo.

—No importa si lo entiende o no —dijo Brunetti—. Pero queremos comprobarlo.

Rocich dio media vuelta, subió las escaleras de la caravana, entró y cerró la puerta. Brunetti dijo al conductor que lo llevara de vuelta a
piazzale
Roma.

Capítulo 25

—¿Te parece que te ha creído? —preguntó Paola a Brunetti aquella noche, sentados los dos en la sala, los chicos, en sus cuartos y la casa, en silencio, con la calma nocturna que invita a dar por terminado el día e irse a la cama.

—No se lo que ha creído —respondió Brunetti, tomando otro sorbo del licor de ciruela que uno de sus informadores pagados le había regalado la Navidad anterior. El hombre, que era dueño de tres barcas de pesca en Chioggia, había resultado una útil fuente de información sobre el contrabando de cigarrillos procedentes de Montenegro, por lo que ni Brunetti ni sus colegas de la
Guardia di Finanza
manifestaban curiosidad alguna por la fuente, aparentemente inagotable, de los licores —todos, en botellas sin marca— con los que el hombre alebraba las fiestas a numerosos miembros de las fuerzas del orden.

—Repíteme lo que le has dicho, palabra por palabra —dijo Paola, pero entonces se interrumpió, levantando la copa—: ¿Crees que lo fabrica él?

—Ni idea —admitió Brunetti—. Pero es mejor que todo lo que he comprado con el sello del impuesto.

—Lástima.

—¿Lástima, qué?

—Que no lo fabrique legalmente.

—¿Para que pudiera hacer más? —preguntó Brunetti, sin acabar de entender la explicación.

—Eso también —dijo Paola—. Pero, sobre todo, para que pudiéramos comprarlo abiertamente, sin tener la sensación de que le debes un favor cada vez que te lo regala.

—Bastante se le paga ya —dijo Brunetti, sin más explicaciones—. Por otra parte, ya sabes lo difícil que es abrir un negocio, y más si necesitas permisos para producir bebidas alcohólicas. No; así le sale más a cuenta.

—¿Protegido por la policía?

—Y la
Guardia di Finanza
—agregó Brunetti, sin incomodarse por la ironía—. No los olvides.

Ella apuró el licor, dejó la copa en la mesa y dijo, en el tono de voz que usaba cuando se daba por vencida:

—Está bien. Volvamos al gitano. ¿Qué le has dicho exactamente?

Brunetti sostenía la copa entre las manos.

—Que la niña estaba enferma. Lo que es verdad —agregó, y ahora se daba cuenta de que sólo con Paola podía hablar de esto sin sentirse incómodo—. Y que un médico podría saber, por el tipo de sangre, quién le contagió la enfermedad. —Brunetti lo había dicho impulsivamente, con la esperanza de que Rocich hubiera oído hablar vagamente de transmisión de enfermedades e imaginara que era posible detectar de este modo el foco de una infección. Y que supiera qué clase de enfermedad tenía, o pudiera tener, la niña.

—¿Cómo quieres que alguien se crea semejante cosa? —preguntó Paola sin disimular el escepticismo.

Brunetti se encogió de hombros.

—Nunca se sabe lo que puede creer la gente.

Paola se quedó pensativa un momento y dijo:

—Tienes razón, sin duda. Sabe Dios las ideas que se le meten a la gente en la cabeza. —Meneó la suya con gesto de cansancio—. Tengo alumnas que creen que no puedes quedarte embarazada la primera vez que practicas el sexo.

—Y yo he arrestado a personas que creen que puedes pillar el sida por el cepillo del pelo.

—¿Qué vas a hacer?

—Nadie ha reclamado el cuerpo —dijo Brunetti, no en respuesta a su pregunta, sólo a modo de comentario y para ver qué decía ella—. Por lo menos, hasta ayer, cuando hablé con Rizzardi.

—¿A qué espera la familia?

—Cualquiera sabe —respondió Brunetti.

—¿Qué pasará?

Brunetti no tenía respuesta. Le parecía inconcebible que unos padres, al saber que su hija había muerto, no corrieran junto al cadáver, dondequiera que estuviera. Él sabía que éste era el motivo del lamento final de Hénibe: «Yo, sin patria, sin hijos, os doy sepultura a vosotros, tan jóvenes y miserablemente muertos.» Lo leía precisamente la noche antes, y tuvo que dejar el libro, sin acabar la escena.

Tendría que volver a llamar al despacho de Rizzardi, para averiguar si se habían llevado el cadáver. Comprendía que debía dominar la impaciencia, sería inútil llamar ahora; a estas horas no habría nadie en el depósito, y tampoco estaba justificado importunar al forense en su casa.

—Guido, ¿te encuentras bien? —preguntó Paola.

—Sí, sí —dijo él, haciendo un esfuerzo para volver a la conversación—. Estaba pensando en la niña. —Aún no se atrevía a confesar a Paola que no sólo pensaba mucho en Ariana sino que hasta soñaba con ella.

—¿Qué pasará ahora?

—¿Quieres decir si nadie la reclama?

—Sí.

—No lo sé —reconoció él. En el pasado, cuando quedaba sin identificar un cadáver aparecido en el agua, la ciudad se hacía cargo del entierro y se decía una misa por el anónimo difunto, por si era católico y, quizá, también, por si servía de algo.

En este caso, en el que la muerta había sido identificada y, no obstante, nadie había reclamado el cadáver, Brunetti no sabía cómo proceder ni si existía una norma. Ni siquiera un Estado tan insensible había previsto que pudiera existir gente que no reclamara a sus muertos. Ignoraba cuál podía ser la religión de la niña. Él sabía que los musulmanes entierran a sus muertos rápidamente y que los cristianos ya la habrían enterrado, desde luego. No obstante, ella seguía en su cajón del depósito del hospital.

Brunetti dejó la copa en la mesa.

—¿Vamos a la cama? —preguntó sintiéndose, de repente, muy cansado.

—Será lo mejor —dijo Paola. Levantó una mano, invitándole a ayudarla a ponerse en pie. Era la primera vez que hacía tal cosa, y él no pudo disimular la sorpresa. Al observarlo, ella dijo—: Tú eres mi escudo protector, Guido. —Habitualmente, Paola decía estas cosas en broma, pero esta noche estaba seria.

—¿Contra qué? —dijo él levantándola.

—Contra la idea de que todo es un caos horrendo y que no hay esperanza para nadie —dijo ella serenamente, llevándolo de la mano hacia la cama.

Lo primero que hizo Brunetti al llegar a la
questura
al día siguiente fue llamar a Rizzardi y preguntar por el cadáver de la niña.

—Sigue aquí —respondió el forense—. Me llamó una mujer de los servicios sociales, que dijo que no era competencia suya, que debíamos ocuparnos nosotros.

—¿Y qué han hecho ustedes?

—Informamos a la policía de Treviso. Dijeron que enviarían a alguien a hablar con los padres.

—¿Sabe si han ido?

—Lo único que sé es que nosotros, es decir, la administración del hospital, enviamos una carta a los padres comunicándoles que el cadáver de la niña estaba aquí y que podían venir a recogerlo. —El médico hizo una pausa y añadió—: En la carta se indicaba el nombre de la empresa que se encarga de eso.

—¿De qué?

—Del traslado del cadáver.

—Ah.

—Primero, en barco, hasta
piazzale
Roma y, después, en furgón, a donde haya que llevarlo.

A Brunetti no se le ocurrió nada que decir a esto.

Finalmente, Rizzardi, añadió:

—Pero nadie ha venido a recogerla.

Brunetti miraba fijamente a la pared de su despacho, tratando de comprender. Ante su silencio, Rizzardi dijo:

—Que yo sepa, nunca había ocurrido una cosa así. Hablé con Giacomini, que es el único magistrado que me pareció que podía saber algo, y me dijo que se informaría del procedimiento.

—¿Cuándo habló con él?

—Ayer tarde.

—¿Y?

—Y es un hombre muy ocupado, Guido. —Al percibir una nota de impaciencia en la voz de Rizzardi, Brunetti temió que el médico, que pasaba los días rodeado de cuerpos mudos, pudiera decir que no había miedo de que la niña se marchara, o hiciera cualquier comentario irónico sobre la situación. No quería ni pensar en tal posibilidad y, menos, en boca de un hombre al que tenía en mucha estima, por lo que dijo:

—Cuando sepa algo, ¿me lo hará saber, Ettore? —Y, sin esperar respuesta, colgó.

Permaneció sentado a su mesa, mirando papeles, leyendo y releyendo palabras, tratando de encontrarles sentido. Pero no eran más que letras en el papel. La pared no le decía más que los papeles. Conocía a Giacomini, era un hombre serio; él encontraría la fórmula.

Brunetti recordó haber anotado el nombre del médico: Calfi. Rocich parecía muy sorprendido para haber pensado en inventar una mentira. Llamó a la sala de los agentes y preguntó por Pucetti. Cuando el joven se puso al teléfono, Brunetti dijo:

—Le agradeceré que busque la dirección y el teléfono de un médico que se apellida Calfi. Debe de estar cerca del campamento. No sé el nombre de pila.

—Sí, señor —dijo Pucetti, y colgó.

Brunetti se quedó esperando. Debió pensar en el médico hacía tiempo, en cuanto Rizzardi le comunicó los resultados de la autopsia. Un médico debía de tratarlos a todos: a la niña, a la madre, a los otros chicos, quizá incluso al propio Rocich. ¿Cómo, si no, iba él a saber el nombre del médico?

A los pocos minutos, llamó Pucetti, que le dio el nombre de pila del médico, Edoardo, la dirección, en Scorza, y el teléfono de la consulta.

Brunetti marcó el número y, después de siete señales, oyó una grabación que le pedía que describiera su problema y dejara su nombre y número, y el doctor le llamaría.

—Describir mi problema —dijo Brunetti, mientras esperaba que sonara la señal—: Dottor Calfi, aquí el comisario Guido Brunetti, de Venecia. Deseo hacerle varias preguntas acerca de unos pacientes suyos y le agradeceré que me llame a la
questura
. —Dio su número directo y colgó.

¿Qué miembros de la familia eran pacientes suyos? ¿Sabía el médico que la niña tenía gonorrea? ¿Lo sabían los padres? ¿Tenía idea de cómo había podido contraer la enfermedad? Mientras repasaba la lista de preguntas, le vino a la memoria el médico que atendía a su familia cuando él y su hermano eran pequeños. Y, pensando en el médico, recordó también a su madre, que siempre estaba a su lado las pocas veces que él había enfermado siendo niño y le llevaba tazas de agua caliente con miel y limón, diciendo que era el mejor remedio de la naturaleza contra el resfriado, la gripe o cualquier molestia. Y seguía siendo el remedio que él insistía en dar hoy a sus hijos.

Interrumpió sus pensamientos una llamada de la
signorina
Elettra, quien, con mal disimulado desprecio por la facilidad con que el Departamento de Instrucción Pública permitía que se accediera a sus archivos, informó a Brunetti de que los dos Fornari hijos eran excelentes estudiantes y el chico ya estaba admitido en la Escuela de Ciencias Empresariales Bocconi de Milán. Él le dio las gracias por la información, se levantó y bajó a la sala de agentes en busca de Vianello, quien la víspera no había podido ir con Brunetti al campamento de los nómadas por tener que acompañar a una de sus informadoras a hablar con un magistrado.

Al empezar a bajar el último tramo, Brunetti vio al inspector al pie de la escalera.

—¿Subes? —preguntó.

—Sí —respondió Vianello, poniendo el pie en el primer peldaño—. Quería saber qué pasó ayer en el campamento.

Mientras iban al despacho de Brunetti, andando despacio, el comisario describió su visita al campamento y terminó mencionando su llamada al médico. Vianello escuchó atentamente y lo felicitó por la idea de llamar a las grúas.

Halagó a Brunetti que Vianello apreciara lo ingenioso de la medida.

—¿Crees que la madre te oyó? —preguntó Vianello.

—Tuvo que oírme. Estaba justo detrás de la puerta, a menos de dos metros.

—Suponiendo que entienda el italiano.

—Con ella estaba uno de los hijos —dijo Brunetti—. Y los chicos deben de hablarlo.

Vianello dejó oír un gruñido afirmativo y siguió a Brunetti al despacho. Al sentarse, el inspector dijo con cansancio en la voz:

—A veces, me da por pensar que me gustaría que tuviéramos más grúas.

—¿Para qué? —preguntó Brunetti.

—Para que los remolcaran a todos a otro sitio.

Brunetti no se permitió alzar las cejas, pero dijo:

—Lorenzo, tú no acostumbras a decir cosas tan fuertes. —Al ver que Vianello se encogía de hombros, añadió—: Nunca te había oído decir que te desagradaran.

—Pues me desagradan —replicó Vianello con voz átona.

Sorprendido, no tanto por las palabras en sí como por la frialdad con que habían sido dichas, Brunetti no disimuló la sorpresa.

Vianello extendió las piernas, se contempló los zapatos un momento, miró a Brunetti y dijo:

—De acuerdo, estaba exagerando. No es que me desagraden, es sólo que no me agradan.

—De todos modos, aún me suena raro viniendo de ti —insistió Brunetti.

—¿Y si te dijera que no me gusta el vino blanco? ¿O las espinacas? ¿Te sonaría raro? —preguntó Vianello alzando el tono un poco—. ¿Y tu voz tendría ese acento de decepción porque yo no pensara o no sintiera como es debido? —Brunetti declinó responder y Vianello prosiguió—: Si digo que no me gusta una cosa, un objeto, incluso una película o un libro, no hay nada que oponer. Pero si digo que no me gustan los gitanos, o los finlandeses, o los nativos de Nueva Escocia, ya está armada. —Vianello lanzó una rápida mirada a su jefe, dándole ocasión de responder, y, en vista de que callaba, prosiguió—: Ya te lo he dicho, no es que les tenga especial antipatía pero, simpatía, tampoco.

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