Con la espalda pegada a la pared, para pasar lo más lejos posible de Brunetti, el chico salió a la calle adyacente y se alejó en dirección al puente por el que los dos habían venido corriendo.
Al llegar al pie de la escalera, el chico se detuvo, pero no miró atrás. Cuando ponía el pie en el primer peldaño, Brunetti gritó:
—Eres un buen muchacho.
El niño subió corriendo la escalera del puente y se perdió de vista al otro lado.
—«Hombre tigre» —repitió Vianello cuando Brunetti le hubo contado sus conversaciones con los Fornari y con el niño—. ¿No te ha dado otra explicación?
—No. Alguien que a sus ojos se parecía a un tigre entró cuando ellos estaban en la habitación, levantó en brazos a la niña y la arrojó por el balcón. —Brunetti reflexionó, se pasó una mano por el pelo y añadió—: O, por lo menos, eso me ha parecido entender.
—¿Y por eso el chico lo quiere «muerto»?
—El balcón de la habitación de los padres daba a la terraza —le recordó Brunetti—. Quizá ella se cayó desde la terraza y resbaló por el tejado.
—Es posible —concedió Vianello—, pero no recuerdo haber visto una piel de tigre en la casa.
—No hay que tomarlo al pie de la letra, Lorenzo. Es un niño. Cualquiera sabe lo que habrá querido decir con hombre tigre. Podría ser alguien que llevara un pijama a rayas, o que le gritara con voz ronca.
Vianello reflexionó y dijo:
—Ni siquiera sabemos si el chico se ha equivocado de palabra, ¿verdad? —Como Brunetti no respondiera, añadió—: Dices que apenas habla italiano.
Brunetti pensaba que el chico entendía el italiano bastante bien, pero lo que decía Vianello podía ser cierto. Entonces recordó que el niño se había ahuecado el pelo como el de una fiera y había hecho ademán de trazarse en los brazos rayas que podían imitar las de un tigre. Pero la imaginación de un niño no tenía que corresponderse con la de un adulto.
—Pobre diablo —dijo Vianello.
—¿Te refieres al chico? —preguntó Brunetti.
—Claro que me refiero al chico —dijo Vianello rápidamente—. ¿Cuántos años tiene? ¿Doce? Tendría que estar en la escuela, en lugar de venir a la ciudad a «trabajar» robando por las casas. —Brunetti se abstuvo de comentar sobre la incoherencia de las opiniones de Vianello y esperó a que prosiguiera—. Es un niño —insistió el inspector, indignado—. No hace esas cosas porque salga de él hacerlas. —Levantó las manos en ademán de repulsa y lanzó un gruñido de cólera.
—Por lo que se ve, sientes simpatía, cuando menos, por uno de ellos —observó Brunetti, pero lo dijo sonriendo, y Vianello no se molestó.
—En fin, ya sabes lo que ocurre: es fácil sentir simpatía cuando se trata de un caso concreto. Sólo cuando contemplamos la situación en conjunto, los metemos a todos en el mismo saco y decimos esas cosas. Esas estupideces. —Sin duda, Vianello se refería a su anterior diatriba, lo que equivalía a pedir disculpas, o casi—. Lo que me revienta es no poder hacer nada —prosiguió, y Brunetti siguió callado—. Antes de subir, estaba hablando con Pucetti. Han llamado de la tienda de comestibles de Miracoli. Al parecer, esta mañana ha entrado un drogata con una barra de hierro, amenazando con romperlo todo si no le daban dinero. —Era la misma historia que Brunetti había oído tantas veces, y temía adivinar el final—. Le han dado veinte euros y él ha entrado en el bar de al lado, ha comprado una botella de vino y se ha sentado en el banco que está delante de la tienda, a beber. Entonces el dueño nos ha llamado. —Vianello extendió las piernas y se miró los pies. También él había oído la historia muchas veces—. Pucetti ha ido a la tienda. Ha pedido a Alvise que lo acompañara. —Se interrumpió, suspiró y meneó la cabeza—. Pero Alvise estaba muy ocupado, y se ha llevado a Fede y a Moretti. Cuando han llegado, el tío seguía en el banco, como si pasara por allí y se hubiera sentado a descansar un rato. El dueño de la tienda lo ha identificado, Pucetti ha redactado una denuncia y han traído aquí al hombre. Al cabo de un par de horas, lo hemos soltado. —Parecía que ya había terminado, pero entonces dijo—: Lo mismo que el tal Mutti. Ha desaparecido. Te ha llamado tu amigo Zeccardi.
—¿Qué ha dicho?
—Mutti vivía en Dorsoduro. Los chicos de la
Guardia di Finanza
le hicieron una visita y le pidieron que les enseñara las cuentas de su organización. Él les dijo que fueran a verlo al día siguiente a las oficinas de la Agrupación.
—¿Y bien? —preguntó Brunetti aunque, visto el contexto en el que Vianello situaba el caso, estaba seguro de conocer el desenlace.
—Así lo hicieron. Pero él se había marchado. La dirección de las oficinas que les había dado era la de un bar en el que nunca habían oído su nombre y, cuando volvieron al domicilio, se había mudado, nadie sabía adónde.
—Transportado —dijo Brunetti.
—¿Cómo? —preguntó Vianello.
—Nada, nada. Un chiste malo.
Las cárceles rebosaban, Brunetti lo sabía, y el Gobierno, que tantas críticas había recibido por la última amnistía, no podía conceder otra tan pronto. Ésta era la razón de que en los boletines del ministerio se instara a la policía a limitar los arrestos a los criminales más violentos. La sensación de impotencia que ello ocasionaba tanto a la policía como a la población provocaba en ambas una ira latente, pero la situación no tenía remedio.
—En fin —dijo Brunetti apoyando las manos en la mesa para ponerse en pie—. Nada se adelanta con lamentaciones.
—¿Qué propones?
—Salir a tomar café y ver si hay manera de poner a alguien a vigilar la casa de los Fornari. —Al observar la expresión de Vianello, explicó—: Me gustaría saber si alguien va a hacerles una visita.
—¿Alguien como, por ejemplo?
—Eso es lo que quiero averiguar. Porque podría revelarme el motivo de la visita.
Mientras tomaban el café, los dos hombres hablaron de efectivos y logística, sin encontrar la manera de poner bajo vigilancia la casa de los Fornari. Quienquiera que fuera visto rondando por aquella calle sin salida, había de llamar la atención. Fueron estudiando y descartando una posibilidad tras otra, hasta que, finalmente, Vianello no pudo menos que preguntar:
—¿Quién crees que querría hacerles una visita?
—El padre de la niña.
La respuesta pareció sorprender al inspector.
—¿Crees que tanto le importa lo ocurrido a su hija?
—No; pero puede ver en ello la oportunidad de sacarles dinero.
—Supones que él sabe lo que le ocurrió a la niña, ¿no? —preguntó Vianello—. Y también los Fornari.
Antes de responder, Brunetti recordó su primera visita, en la que la esposa de Fornari había mostrado curiosidad pero no preocupación por la visita de la policía; y la segunda, en la que tanto ella como su marido habían dado señales de ansiedad. Algo debían de haber averiguado entretanto, y Brunetti quería saber qué era y quién les había dado la información.
Se hizo el silencio mientras los dos hombres estudiaban las posibilidades de actuación. Al fin, Brunetti dijo, procurando que sonara como si fuera la cosa más natural que podía pedir un padre:
—Podría preguntar a mis hijos.
—¿Preguntarles qué? —dijo Vianello sin poder disimular el asombro.
—Si conocen a alguno de los chicos. Y si han oído hablar de ellos.
La mirada de Vianello, larga y severa, hizo que Brunetti se sintiera incómodo.
—Tienen la misma edad —explicó, y añadió—: Bueno, más o menos.
—Gracias a Dios que los míos aún son pequeños —dijo Vianello con una indiferencia sospechosa.
—¿Para qué? —preguntó Brunetti, aunque ya sabía la respuesta.
—Para trabajar para nosotros —dijo el inspector.
Brunetti reprimió el impulso de defenderse. Miró el reloj y vio que eran casi las tres.
—Me voy a casa —dijo levantándose.
Al parecer, también Vianello había dicho ya todo lo que tenía que decir.
—Si preguntan por mí, di que he tenido que salir, ¿quieres? —dijo Brunetti.
—Por supuesto.
Ni el Supremo Augur habría podido detectar un mensaje oculto en la voz de Vianello, pero Brunetti sabía que lo había. El comisario se levantó y, al dar la vuelta a la mesa, descargó una palmada en el hombro de Vianello. Luego salió de la
questura
y se fue a casa.
Abordó el tema durante la cena, entre el
risotto
con espinacas y el cerdo con setas. Chiara, que esta noche tenía un aspecto diferente y, por lo visto, había abandonado la dieta vegetariana, dijo que no conocía a Ludovica Fornari, pero había oído hablar de ella.
—¿Has oído hablar de ella? —preguntó Brunetti sirviéndose otro trozo de cerdo.
—Y hasta yo —dijo Raffi, volviendo a concentrar la atención en la fuente de zanahorias con jengibre.
—¿Qué has oído? —preguntó Brunetti con indiferencia.
Paola le lanzó una mirada tan penetrante como suspicaz y se adelantó a preguntar:
—Chiara, ¿llevas mi
Flor de Pasión
?
Brunetti no sabía a qué se refería el nombre, pero, como Chiara llevaba un jersey de algodón blanco, dedujo que no podía ser una prenda de vestir. Quedaba el lápiz de labios u otra cosa que hubiera podido ponerse en la cara. O un perfume, aunque él no lo había percibido, y Paola no solía usarlo.
—Sí —dijo Chiara, titubeando.
—Ya me parecía a mí —dijo Paola con una amplia sonrisa—. Te queda muy bien. —Ladeó la cabeza y contempló la cara de su hija—. Probablemente, mejor que a mí, de modo que puedes quedártelo.
—¿No te importa,
mamma
?
—En absoluto. —Paseando una alegre mirada alrededor de la mesa, Paola dijo—: De postre no hay más que fruta, pero esta noche podríamos empezar la temporada del
gelato
. ¿Algún voluntario para ir a buscarlo a San Giacomo dell'Orio?
Raffi pinchó las rodajas de zanahoria que quedaban en el plato, se las puso en la boca, dejó el tenedor y levantó la mano.
—Yo iré.
—¿Pero qué sabor? —Paola, que nunca había mostrado preferencia por el sabor del helado que comía, mientras la ración fuera abundante, preguntó ahora con fingida vivacidad—: Chiara, ¿por qué no vas con tu hermano para ayudarle a decidir?
Chiara echó la silla hacia atrás y se levantó.
—¿Cuánto traemos?
—La caja grande; el primer día hay que ser espléndidos. —Y a Raffi—: Coge dinero de mi portamonedas. Está al lado de la puerta.
Antes de que Brunetti terminara su cena, y en franco desafío a la norma familiar, los chicos ya habían salido del apartamento y trotaban escalera abajo.
Brunetti dejó el tenedor y, al oír el golpe del cubierto en la madera de la mesa, notó el silencio de la cocina.
—¿Puedo preguntar a qué viene eso? —dijo.
—Eso viene a que no quiero que mis hijos hagan de espías —dijo Paola con vehemencia. Y, sin dejarle empezar siquiera a defenderse, añadió—: Y no me digas que preguntabas sólo para tener de qué hablar durante la cena. Te conozco, Guido. Y no lo consiento.
Brunetti miró el plato que tenía delante. De pronto, se sentía tan repleto que no se explicaba cómo había podido comer tanto. Apuró el vino y dejó la copa en la mesa.
Comprendía que ella tenía razón, pero le dolía que se lo hiciera ver con tanta crudeza. Volvió a mirar el plato, tomó el tenedor y lo puso encima de él, atravesado, y después el cuchillo, en simétrico paralelo.
—Y, Guido, tú tampoco querrías eso —dijo ella en tono más suave—. Te conozco, ya te lo he dicho. —Hizo una pausa y añadió—: Y, porque te conozco, sé que te pesaría haberlo hecho.
Él echó la silla hacia atrás y se levantó. Tomó el plato para llevarlo al fregadero. Al pasar por detrás de ella, le puso la mano en el hombro, y Paola la cubrió con la suya inmediatamente.
—A ver si traen chocolate —dijo él, que había recuperado el apetito.
A la mañana siguiente, Brunetti seguía en la cama mucho después de que Paola se levantara y se fuera a dar su clase de primera hora. Repasaba sus opciones, contemplando el caso de la niña gitana desde otra perspectiva, o lo que le parecía otra perspectiva. En realidad, no tenía nada. La única prueba tangible de que la niña no se había caído al escapar de la escena de un robo era el testimonio de un niño que afirmaba que a su hermana la había matado el hombre tigre. Como prueba de ello, Brunetti tenía un gemelo y un anillo con un trozo de vidrio rojo.
No había en el cadáver de la niña más señales de violencia que las que podía haberle producido resbalar por un tejado de terracota, y la causa de la muerte era ahogamiento.
Su percepción de que los Fornari se habían enterado de algo incriminatorio era totalmente subjetiva. Su primera impresión —y la de Vianello— era la de que la sorpresa manifestada por la esposa de Fornari al enterarse del robo era sincera.
El propio Fornari parecía preocupado cuando Brunetti habló con él, pero a un empresario que hacía transacciones en Rusia no le faltarían motivos de preocupación. Su mujer también estaba nerviosa esta vez. ¿Y qué? La hija parecía perfectamente tranquila al saludar a Brunetti. Pero ahora recordó la tos. Tuvo aquel acceso de tos cuando él dijo que ya se iba y que avisaría a Vianello. «Al
ispettor
Vianello», había dicho.
Pero tampoco esto significaba nada: la gente tose.
Brunetti se puso boca arriba y estuvo mirando al techo hasta que la luz que iba entrando en la habitación le hizo comprender que ya no podía seguir remoloneando en la cama. Lo único que cabía era hablar con Patta, para ver si, por una vez, el
vicequestore
era capaz de descubrir una trama en todos estos hechos.
—Otra vez se está dejando llevar por la imaginación, Brunetti —dijo Patta horas después, tal como Brunetti había previsto. El comisario no había malgastado el tiempo en tratar de adivinar cuáles serían las palabras que utilizaría su superior, pero conocía de antemano su reacción—. Está claro que ellos no sospechaban lo ocurrido —explicó el
vicequestore
—. Probablemente, madre e hijo, al llegar a casa y ver el balcón de la terraza abierto, pensaron que se habrían olvidado de cerrarlo; son cosas que ocurren con frecuencia. Desgraciadamente, mientras ellos estaban fuera, entró la niña. —Patta, que se paseaba por el despacho mientras exponía su hipótesis, se detuvo y dio media vuelta con brusquedad, como el sagaz fiscal de las películas americanas—: ¿No dijo que llevaba una sandalia de plástico?