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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (31 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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La atención de Brunetti vagaba ahora por los edificios que quedaban a la espalda de Vianello, que puso la mano en el brazo de su jefe para atraerlo hacia sí.

—Guido, esto será tu suicidio. Supongamos que llegas al campamento y consigues convencer a los padres para que el niño hable del hombre tigre. —Para manifestar su opinión de las probables consecuencias, Vianello cerró los ojos y Brunetti vio cómo tensaba los músculos de la mandíbula—. Es decir, tienes un testigo menor de edad, cuyos padres deben de tener una larga lista de arrestos y condenas, ¿y tú quieres que ese niño que, según me dijiste apenas habla italiano, testifique contra el hijo del ministro del Interior?

La lancha viró bruscamente para encarar una ola que venía de través, lanzándolos contra la borda. Foa enderezó el rumbo y volvió la vista al frente.

Brunetti abrió la boca para sugerir que continuasen la conversación en la cabina, pero Vianello prosiguió:

—¿Y crees que vas a encontrar a un fiscal, cuya carrera, huelga decirlo, depende del mismo ministerio, que vaya a esforzarse por conseguir una condena? —Acercó la cara a la de Brunetti—. ¿Con ese testimonio? —Y, como si la pregunta no fuera ya lo bastante elocuente, añadió—: ¿Con esas pruebas?

Brunetti metió la mano en el bolsillo y palpó el gemelo y el anillo. Había observado el nerviosismo de Fornari, había visto la rabia en la cara del niño, la primitiva ansia de venganza, inoculada por la madre. Eran pruebas, pero pruebas a las que un tribunal no daría crédito, ni admitiría siquiera. En las salas de los tribunales, en las que «la ley es igual para todos», las impresiones de Brunetti no tendrían peso ni valor. Según sabía él, y según acababa de recordarle Vianello, la ley exige pruebas, no la opinión de un hombre que atrapó a un niño atemorizado y lo sostuvo en brazos hasta que le contó su historia. Brunetti sabía lo que cualquier abogado, y no digamos un abogado que defendiera al hijo de un ministro, haría con semejante acusación.

—Quiero estar seguro —dijo Brunetti.

—¿Seguro de qué?

—De que lo que me dijo el chico es verdad.

Vianello se impacientó.

—¿Es que no te das cuenta de que si es verdad o no es lo que menos importa? —Agarró del brazo a Brunetti y le hizo bajar los tres escalones de la cabina. Cuando estuvieron sentados frente a frente, el inspector prosiguió—: Es posible que el chico dijera la verdad, pero eso es lo de menos, Guido. Es el hijo de un gitano con una larga lista de antecedentes, que acusa al hijo del ministro del Interior.

—Eso me lo has dicho ya tres veces, Lorenzo —dijo Brunetti con fatiga.

—Y te lo diré otras tres si es necesario para que me escuches —replicó el inspector. Hizo una pausa larga y añadió suavizando el tono—: Si tú quieres arruinar tu carrera, yo no.

—Nadie te lo ha pedido.

—Ahora mismo voy camino del campamento contigo, ¿no? Estaré allí mientras hablas con alguien con quien Patta te ha prohibido expresamente que hables.

—Él no me ha dicho eso exactamente —protestó Brunetti, meticuloso.

—Ni falta que hacía. Te ha dicho que dejes el asunto, y tú lo primero que haces es ir al campamento sin autorización, desafiando las órdenes de tu superior, de nuestro superior, para hablar con unas personas a las que te ha pedido que dejes en paz.

—El chico y la otra hermana estaban allí aquella noche. Ellos vieron lo que pasó.

—¿Y crees que los padres dejarán que hablen contigo o con el juez?

—La madre quiere venganza, tanto como el chico, o más.

—¿Así que ahora somos vigilantes que ayudan a los gitanos en su lucha contra el resto del mundo? —Para ocultar la exasperación, Vianello volvió la cara, levantó la cabeza y cerró los ojos un momento, como implorando paciencia. La lancha aminoraba la marcha y Brunetti vio que llegaban a
piazzale
Roma. Se levantó y empujó una hoja de las puertas oscilantes.

—Puedes regresar con Foa —dijo subiendo a cubierta.

Al llegar arriba, oyó a Vianello subir tras él.

—Por el amor de Dios, Guido, deja de hacerte la
prima donna
—refunfuñó el inspector.

Era otro conductor, pero también conocía el camino del campamento y, durante el trayecto, habló de las veces que había tenido que hacer el recorrido llevando a gente. El hombre era afable y hablador, y su monólogo permitió a sus pasajeros hacer una tregua en su propia conversación.

Brunetti ya había oído antes todo aquello, y apenas prestaba atención, mientras recreaba la vista contemplando el paisaje primaveral que los rodeaba desde que habían salido de la ciudad. Al igual que la mayoría de la gente de ciudad, Brunetti tenía una idea romántica del campo y de la vida rural. Una vez en que la familia comía un pollo asado y Chiara, en una de sus fases vegetarianas, le preguntó si él había matado algún pollo, Brunetti le contestó que nunca había matado nada. Ahora no recordaba cómo había acabado la discusión; como casi todas las discusiones inútiles, suponía.

El coche giró, redujo la marcha y se detuvo, y el conductor bajó a abrir la verja. Una vez dentro del campamento, volvió a bajar, cerró, subió al coche, describió un amplio semicírculo y paró de cara a la verja, como deseoso de marchar cuanto antes.

—Espere aquí —dijo Brunetti inclinándose para ponerle la mano en el hombro. Él y Vianello se apearon y cerraron las puertas. No se veía a nadie; hoy ningún hombre estaba sentado en las escaleras de las caravanas.

Brunetti enseguida vio que el Mercedes azul había desaparecido, lo mismo que la
roulotte
en la que había adivinado las figuras femeninas y a la que Rocich había vuelto después de cada entrevista. Los coches que se habían llevado las grúas no habían vuelto a sus sitios delante de las
roulottes
, que seguían en la fila de detrás como piezas de ajedrez sin sus peones.

Brunetti y Vianello se acercaron a la caravana del jefe. En el instante en que se pararon frente a ella, brotó de la hilera de
roulottes
una sinfonía de tonos de
telefonini
, como una explosión de trinos de pájaros. Brunetti distinguió hasta cuatro tonos diferentes, antes de que se hiciera el silencio.

Pasaron varios minutos, se abrió la puerta de la
roulotte
y salió Tanovic. Los miró con una sonrisa fácil que intranquilizó a Brunetti.

—Ah, señor Policía —dijo el hombre bajando la escalera. Saludó a Vianello con un movimiento de la cabeza—. Y señor Ayudante Policía. —Se acercó sin dejar de sonreír, pero no les tendió la mano. Ellos tampoco—. ¿Por qué visitan nosotros otra vez? —Volvió la cabeza y recorrió con la mirada toda la línea de coches, girando sobre sí mismo—. ¿Se llevarán más coches? —Lo preguntó en tono jocoso, pero Brunetti vio en sus ojos un rencor que pulverizaba el humorismo.

—No; vengo a hablar con el
signor
Rocich —dijo Brunetti, señalando el lugar en el que habían estado el Mercedes y la
roulotte
—. Pero veo que se han marchado. ¿Sabe adónde han ido?

El hombre volvió a sonreír.

—Ah, señor Policía, difícil decir. —Se inclinó e hizo extensiva su sonrisa a Vianello, que permaneció impasible—. Mi gente son, ¿cómo dicen ustedes?, nómadas. Hoy aquí y cuando nos vamos nadie sabe adónde. —Volvió a sonreír, pero la voz se había vuelto agria—: A nadie importa.

—Tengo su número de matrícula —dijo Brunetti—. Quizá la policía de tráfico pueda ayudarme a encontrarlo.

La sonrisa se hizo más ancha y aún menos amistosa.

—Coche viejo. Número viejo. No sirve, me parece.

—¿Qué quiere decir «coche viejo»? —preguntó Brunetti.

—Ahora coche nuevo. Número nuevo.

—¿Qué coche?

—Muy bueno. No coche italiano de mierda. Coche de verdad. Alemán.

—¿Qué marca?

El hombre levantó las manos, rechazando la idea de que un coche pudiera tener nombre.

—Coche grande, alemán, nuevo. —Y, cuando Brunetti se disponía a hablar, añadió—: Número nuevo.

—Comprendo. En tal caso, tendremos que mirar en el registro.

—Ah, venta particular. Sin papeles. De amigo. Coche aún del amigo. Difícil encontrar, me parece —dijo con otra sonrisa.

—¿Cómo se llama el amigo? —preguntó Brunetti.

El hombre se encogió de hombros con elocuencia.

—Él no dice. Sólo amigo. Pero coche muy grande. Muy caro.

—¿De dónde ha sacado el dinero para comprarlo?

—Ah, otro amigo le da dinero.

—¿Un gi…? —empezó Brunetti, pero rectificó—: ¿Un amigo romaní?

—Puede decir gitano, señor Policía —dijo el hombre sin molestarse ya en filtrar el veneno de su voz.

—¿Un amigo gitano, pues? —preguntó Brunetti.

—No; un
gadje
. Él busca al hombre en Venecia y le pide dinero. El hombre muy generoso; le da mucho dinero. Compra coche —concluyó. Levantó una mano y la agitó con elegancia diciendo—:
Bye, bye
.

—¿Qué hombre? —preguntó Brunetti.

—Hombre que dice su hijo.

—¿Y ese hombre le dio el dinero para el coche?

Señal afirmativa. Sonrisa.

—Y más.

—¿Sabe cuánto más?

—Él no dice. Quizá tiene miedo de decir a gitano porque gitano roba, ¿eh? —La sonrisa volvía a ser malévola.

Brunetti dio media vuelta bruscamente y chocó con Vianello, que dio un paso atrás.

—Vámonos —dijo Brunetti yendo hacia el coche.

El hombre les dejó llegar al coche antes de gritarles:

—Él me dio algo para usted, señor Policía. —Ahora hablaba con soltura, como si ya se hubiera cansado de hacer el papel de gitano balbuciente.

Con una mano en la empuñadura de la puerta, Brunetti se volvió. El gitano metió la mano abierta en el bolsillo de la chaqueta, la sacó cerrada y la tendió en dirección a Brunetti.

—Yo gitano, pero no roba esto —dijo, agitando el puño de un lado a otro. Él y Brunetti se miraban, a tres metros de distancia. El hombre levantó el puño—. ¿Lo quiere? —preguntó.

Brunetti fue hacia él, peleando con una repentina atrofia de las rodillas. Se paró cerca del hombre y extendió la mano, con el brazo rígido. Temió que el hombre fuera a pedirle que dijera «por favor», y no sabía si podría decirlo.

Brunetti abrió la mano, con la palma hacia arriba.

El hombre puso el puño encima de la mano y extendió el índice, luego el mayor y el anular. Brunetti sintió que le caía algo en la palma. Antes de que pudiera mirar lo que era, el hombre dijo, señalando la mano de Brunetti:

—Hombre que da dinero quería esto. Demuestra que chico estaba allí, que ve lo que pasa. Pero Rocich me dice que lo dé a usted, señor Policía. —Dejó caer el brazo, dio media vuelta y volvió a su
roulotte
. Cuando el hombre subía la escalera, Brunetti ladeó la mano para ver lo que el gitano le había dado por encargo de Rocich.

Un gemelo de lapislázuli montado en plata, la pareja del otro.

Un golpe seco sobresaltó a Brunetti, pero era sólo el portazo que había dado el gitano al entrar en su
roulotte
.

Capítulo 31

La abulia en que cayó Brunetti a su regreso del campamento gitano duró tres días, hasta que Paola le preguntó por el caso. Estaban sentados en la terraza, después de una cena que Brunetti apenas había probado. Él iba ya por la segunda copa de
grappa
y la botella estaba en la mesa, por si quería una tercera, que parecía lo más probable.

Poco a poco, mientras oscurecía e iba entrando el frío de la noche, él contó a Paola lo ocurrido, sin atenerse a la cronología ni a la secuencia de los hechos. Si algún orden seguía en el relato era, quizá, el de la emotividad, dejando para el final los ingredientes más fuertes: el lacerante lamento de la madre y la ferocidad de la cara del niño al hablar del hombre tigre.

Ni siquiera su última visita a los Fornari le había causado tan honda impresión.

—No querían dejarme entrar —dijo Brunetti—. Pero les dije que volvería con una orden judicial. —En respuesta a la súbita presión de la mano de ella en su brazo (ya estaba muy oscuro para distinguir sus facciones y hasta para verla mover la cabeza), él dijo—: Fue una tontería, desde luego: nadie me la habría dado. Por lo que a nosotros respecta, y a toda la magistratura, el caso está cerrado: la niña murió accidentalmente de una caída, después de robar en el apartamento de los Fornari, y punto.

—¿Pero al fin te dejaron entrar? —preguntó ella.

—Sí. Ya sabes lo bien que miento.

—La verdad, no muy bien —dijo ella, observación que él tomó como un cumplido—. ¿Qué pasó?

—Ella estaba nerviosa, y él también. Al principio, no creí que tuvieran valor de negarlo. —Y entonces comprendió que lo decía como un cumplido.

—¿Qué les dijiste?

—Que había hablado con uno de los gitanos del campamento, que me había dicho que Rocich había venido a verlos a la ciudad. —Recordó su propia actitud durante la conversación: el frío burócrata que trata de confirmar una información, nada más.

Brunetti estuvo un rato en silencio. Tomó un sorbo de
grappa
, la Tignanello que Paola le había regalado en su cumpleaños. Era excelente, pero hoy le desagradaba el sabor, y puso la copa en la mesa.

—No dio resultado —admitió—. Dijeron que no sabían quién era el tal Rocich ni por qué iba a querer hablar con ellos alguien con ese nombre. —Brunetti recordaba que la mujer era la que protestaba con más energía, mientras Fornari se limitaba a mover la cabeza negativamente, hablando sólo cuando Brunetti le hacía una pregunta directa.

Brunetti descruzó las piernas y las estiró, levantó los pies y los apoyó en el travesaño inferior de la barandilla. Entonces recordó que, cuando los niños eran pequeños, siempre tenían cerrada la puerta de la terraza y sólo los dejaban salir cuando ellos los vigilaban. Incluso ahora, cuando llevaba décadas en el apartamento, Brunetti aún evitaba asomarse a mirar a la calle, cuatro pisos más abajo.

Paola dejó pasar un rato antes de preguntar:

—¿Tú qué crees que pasó?

Brunetti apenas había pensado en otra cosa durante los últimos días, montando y desmontando la película de los hechos, imaginándola de una manera y de otra, siempre con el recuerdo de la cara de la niña en primer término.

—La hija estaba en casa —dijo al fin—. Con el novio, probablemente, en el dormitorio. Oyeron ruido. —Cerró los ojos, tratando de visualizar la escena—. Drogado o no, el chico debió de sentirse en la obligación de ir a ver qué ocurría.

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