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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (30 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—Sí.

—Pues ahí está —dijo Patta abriendo las manos como el que acaba de presentar la prueba definitiva que hace innecesario seguir con el debate.

—¿Está qué? —se aventuró a preguntar Brunetti.

La expresión de Patta dejaba claro que Brunetti se la estaba jugando. Con una voz impregnada de sensatez, el
vicequestore
explicó:

—Plástico. En un tejado inclinado. Tejas de terracota. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Es que tendré que hacerle un dibujo, comisario? —El empleo por Patta del título de Brunetti solía suponer un aviso.

—No, señor. Comprendo.

—Así pues, la tal
signora
Vivarini y su hijo regresan a casa, ella encuentra la vidriera abierta, pero no sospecha nada. —Patta, convertido ahora en el simpático abogado defensor, hizo una pausa, para sonreír en dirección a Brunetti—. Eso no puede ser motivo de preocupación, ¿verdad, comisario?

—No, señor.

—Usted dijo que le pareció que la
signora
Vivarini se sorprendió al enterarse del robo, ¿no?

—Sí, señor.

—Entonces no sé a qué vienen las dudas.

—Ya le dije lo de la hija, cómo se puso a toser cuando mencioné el título de Vianello. —Al oírse decirlo, Brunetti se dio cuenta de lo banal, casi patético, del incidente—. Hasta entonces, todo había sido perfectamente normal: ella entró, se presentó como Ludovica Fornari, me dio la mano, pero cuando yo dije…

—¿Qué? —le interrumpió Patta, repentinamente alerta.

—¿Perdón?

—¿Cómo ha dicho que se llama la muchacha?

—Ludovica Fornari. ¿Por qué? —Y entonces se acordó de añadir—: Señor.

—Usted ha hablado siempre de una
signora
Vivarini —dijo Patta.

—Está en el informe, señor. Fornari es el apellido del marido.

Patta hizo un brusco ademán de impaciencia, como si hiciera ya mucho tiempo que había superado el punto en el que debía prestar atención a los informes por escrito.

—¿Por qué no me lo dijo antes? —inquirió.

—No me pareció importante, señor.

—Pues claro que es importante —dijo Patta, hablando como si se dirigiera a un alumno muy torpe.

—¿Podría decirme por qué, señor?

—¿No es usted veneciano?

Sorprendido, lo más que Brunetti pudo decir fue:

—Sí.

—¿Y no sabe quién es ella?

Brunetti sabía quiénes eran los padres, pero, por la forma de hablar de Patta, comprendió que no sabía nada.

—No, señor.

—Es la
fidanzata
del hijo del ministro del Interior. Eso es.

Si esto hubiera sido una película de tribunales convencional, y Brunetti, el abogado cuya única función en la escena fuera la de ser derrotado por el brillante
coup de théâtre
de su oponente, éste habría sido el momento en el que debía darse una palmada en la frente y exclamar: «Debí suponerlo» o «No tenía ni la más remota idea».

Brunetti guardó silencio, aparentemente, para permitir a Patta ampliar la información pero, en realidad, para darse tiempo de encajar las piezas.

—Me sorprende usted, Brunetti, en serio —prosiguió Patta—. Mi hijo conoce a los dos hermanos, pertenece al mismo club de remo que el chico, pero yo no imaginaba de quiénes estaba usted hablando. La chica Fornari. Desde luego.

Brunetti escuchaba con una expresión de viva atención pintada en la cara, como siguiendo el guión de la película de la serie B.

El ministro del Interior. Entre cuyas atribuciones figuraba la del mando de las fuerzas del orden, incluida la policía. La prensa rosa adoraba a la familia: la esposa, heredera de un magnate de la industria; el hijo mayor, antropólogo, desaparecido, presuntamente muerto, en Nueva Caledonia; una hija, famosa por sus idas y venidas entre Roma y Los Ángeles, en pos de una carrera cinematográfica que no acababa de fraguar; otra hija, casada con un médico español y afincada discretamente en Madrid; y el ahora heredero, un joven de genio imprevisible que había estado implicado en más de una riña de discoteca y respecto al que circulaban entre la policía rumores de faltas más graves, sin que hasta el momento se hubiera instruido caso alguno. La madre, Brunetti lo sabía, era veneciana; y el ministro, romano.

—…idea totalmente insostenible —decía Patta, hacia el final de su perorata—. Por lo tanto, ni que decir tiene que la sola idea de involucrarlo ni remotamente en semejante episodio es inconcebible, y no vamos a contemplarla ni un momento. —El
vicequestore
calló, esperando la respuesta de su subordinado, que no llegaba porque Brunetti estaba absorto pensando en qué podría averiguar acerca del chico y cómo.

Al fin, el comisario movió la cabeza de arriba abajo, como si hubiera seguido cada una de las palabras que había pronunciado su superior. Sentía curiosidad, entre otras cosas, por saber a quién se refería Patta al decir «nosotros» ni a quién no podían involucrar. Este último tanto podía ser el ministro como su hijo. Y «nosotros» debía de ser la policía, pero también podía ser toda la clase política.

—¿Está lo bastante claro, comisario? —preguntó Patta, imprimiendo ahora en su voz la torva amenaza que suele reservarse para el villano del melodrama.

—Sí, señor —respondió Brunetti. Se puso en pie—: Sin duda su análisis de la situación es correcto, y debemos extremar las precauciones para no implicar a persona tan importante en nuestra investigación sin plena justificación.

—No cabe justificación alguna —sentenció Patta, sin disimular la irritación—. En absoluto.

—No, señor —dijo Brunetti—. Evidentemente. —Dio unos pasos hacia la puerta, esperando la advertencia final de Patta, pero el
vicequestore
no dijo más. Brunetti dio cortésmente los buenos días a su superior y salió del despacho.

La
signorina
Elettra le preguntó al verlo salir:

—Desagradable, ¿eh?

—Por lo visto, la chica Fornari es la novia del hijo del ministro del Interior —dijo él. La vio abrir mucho los ojos y empezar a considerar los hechos con otra perspectiva. Entonces, por si el teniente Scarpa andaba rondando por los alrededores, añadió—: Desde luego, no podemos intentar siquiera averiguar el historial del chico ni si se han formulado acusaciones contra él.

Ella movió la cabeza negativamente, descartando semejante posibilidad.

—Siendo hijo de un ministro, seguro que las indagaciones no darían resultado —dijo muy seria, extendiendo la mano derecha hacia el teclado que estaba a un lado de la mesa: el arroyo de montaña que discurría por la pantalla del ordenador desapareció, sustituido por una panoplia de programas—. Sería perder el tiempo —añadió, volviendo la silla de cara a la pantalla.

—Completamente de acuerdo,
signorina
—dijo Brunetti, y subió a su despacho, a esperar los resultados de la búsqueda.


Mamma mia
—dijo ella entrando en el despacho del comisario dos horas después—. Es un chico muy activo. —Se acercó a la mesa con varios papeles en la mano. Se detuvo y, uno a uno, fue levantándolos y dejándolos caer aleteando en la mesa, mientras decía—: Tenencia de drogas. —Aleteo, aleteo—. Archivado por falta de pruebas. Agresión con agravantes. —Aleteo, aleteo—. Archivado porque la víctima retiró la denuncia. Otra agresión. —Aleteo, aleteo. Levantó un papel un poco más que los otros y dijo—: He puesto los cuatro arrestos por conducir bajo los efectos del alcohol en la misma hoja. No me ha parecido bien malgastar tanto papel con él. —Aleteo, aleteo—. En cada ocasión, un juez comprensivo tomó en consideración su edad y sus sinceros propósitos de enmienda, y lo absolvió. —La sonrisa que acompañaba estas palabras era la de una tía benévola, satisfecha al comprobar que las fuerzas del orden habían descubierto, lo mismo que ella, la pureza de corazón de su sobrino preferido. Brunetti observó que sólo quedaban dos papeles—. Agresión a un policía —dijo ella, depositando uno de los papeles delante de Brunetti, en lugar de dejarlo caer, como dando a entender que habían terminado las fruslerías—. Una disputa en un restaurante de Bérgamo. Empezó cuando entró en el establecimiento uno de esos tamiles que venden rosas. El hijo del ministro, Antonio se llama, le dijo que se fuera y, como el tamil no se iba, se puso a gritarle. Un cliente, un policía que estaba cenando con su esposa, se acercó y trató de calmarlo.

—¿Qué pasó entonces?

—Según el informe original, el chico sacó una navaja y atacó al tamil, pero éste lo esquivó. Lo que pasó luego no está claro, pero el chico acabó en el suelo, esposado.

—¿Y después?

—Lo que vino después tampoco está claro —dijo ella dejando la última hoja encima de las otras.

Brunetti miró el papel: un formulario oficial que no reconoció.

—¿Qué es?

—Una orden de expulsión. Al día siguiente, el tamil estaba en un avión con destino a Colombo. —La voz era átona—. Al comprobar sus papeles, vieron que tenía varios arrestos y orden de abandonar el país.

—¿Y esta vez le ayudaron a marcharse? —preguntó Brunetti innecesariamente.

—Por lo visto.

—¿Y el policía?

—Al día siguiente, al redactar su informe por escrito, recordó que el tamil estaba borracho, que se mostraba agresivo y que había amenazado a la muchacha. —Al ver la expresión de Brunetti, añadió—: Son famosos por su agresividad, esos cingaleses. ¿O ahora hay que llamarles srilankeses.

Brunetti miraba la mesa, sin hacer comentarios. Al fin dijo:

—Fue una suerte para el chico que el policía lo recordara.

Ella recuperó las dos últimas hojas y las miró, más por efectismo que por necesidad, observó Brunetti.

—También recordó que no hubo tal navaja, que debía de ser una de las rosas del tamil.

—¿Eso dijo? —preguntó Brunetti, con asombro.

Agitando el papel, ella respondió:

—Así lo escribió. —Tras una mínima pausa, prosiguió—: La policía de Bérgamo, al parecer, traspapeló la declaración que el policía hizo a los agentes que acudieron al restaurante.

—¿Y la muchacha? —preguntó Brunetti—. ¿También ella recordó el detalle de la rosa?

La
signorina
Elettra se encogió de hombros ligeramente.

—Dijo que estaba muy asustada y no recordaba nada.

—Ya.

—¿Cuánto tiempo hace que él sale con la chica Fornari?

—Tengo entendido que varios meses.

—Es el heredero, ¿no?

—Sí.

—¿Qué le pasó en realidad al hermano mayor?

—Había ido a Nueva Caledonia, a hacer una investigación antropológica y vivía con una tribu, como uno más. Y la tribu, dicen los informes, fue atacada por otra tribu del valle vecino, y el muchacho desapareció durante una incursión.

—¿Muerto?

Ella alzó los hombros y los dejó caer.

—Nadie lo sabe a ciencia cierta. Se había afeitado la cabeza y marcado con las cicatrices tribales, de modo que los atacantes debieron de tomarlo por uno de ellos.

Brunetti meneó la cabeza ante la futilidad de aquella muerte.

—No se supo del ataque hasta meses después, y ya no había rastro de él.

—Lo que significa…

—Por lo que he leído, o bien la tribu con la que vivía lo enterró o los que lo mataron se llevaron el cadáver.

Brunetti no quiso saber más y desvió la conversación.

—¿Y Antonio pasó a ser el heredero?

—Sí.

—¿Estaban muy unidos los dos hermanos?

—Mucho. Por lo menos, eso dicen los artículos que se publicaron entonces. «Dos hermanos que eran hermanos de sangre» y todas esas cosas que tanto gustan a la prensa del corazón.

—¿Hermanos de sangre?

—Parece ser que Antonio fue a visitarlo a Nueva Caledonia y se sometió a algún ritual que lo hacía miembro de la tribu, lo mismo que su hermano. —Hizo una pausa, tratando de recordar detalles que había leído y que no había creído necesario copiar—. Cazar con arco y flechas y esas cosas de tarzanes que chiflan a los chicos. No se sabe a ciencia cierta si el hermano desaparecido, Claudio, tenía las cicatrices rituales en las mejillas, pero los dos se hicieron tatuajes y comían larvas con miel. —Se estremeció ante la idea, o ante las dos ideas.

—¿Tatuajes? —preguntó Brunetti.

—Sí, ya sabe. Eso que tenemos que ver todo el verano. Marcas en los brazos y las piernas, arabescos, dibujos geométricos… Están por todas partes.

Efectivamente. También en las fotos colgadas de las paredes de las casas. Una melena rojiza y alborotada que agranda la cabeza, y tatuajes en los brazos que parecen rayas.

—El hombre tigre —dijo Brunetti en voz alta.

—¿Qué? —preguntó ella y, más cortésmente—: ¿Cómo dice?

—¿Hay fotos de ese chico?

—De sobra —dijo ella con aire de fatiga.

—Imprima varias. Ahora, por favor. —Brunetti alargó la mano hacia el teléfono para pedir una lancha y un coche y luego llamó a Vianello, para que lo acompañara.

Capítulo 30

—¿Y tú crees que el hombre tigre es él? —preguntó Vianello cuando Brunetti acabó de referir lo que le había dicho la
signorina
Elettra. Estaban en un costado de la cubierta de la lancha que los llevaba a
piazzale
Roma, donde Brunetti confiaba encontrar esperándolos el coche que había pedido. Foa se desvió repentinamente a la izquierda, para no chocar con un sándalo ocupado por cuatro personas y un perro que los había cortado. Foa hizo sonar la bocina dos veces y gritó al que llevaba el timón. El otro ni los miró.

—¿Y crees que basta con eso para ir tras él? —preguntó Vianello, alzando la voz a medida que se acercaba al final de la frase, que acabó casi a gritos, levantando las manos al cielo, como para trasladar la pregunta a una autoridad que estaba por encima del hombre que tenía al lado.

Brunetti desvió la mirada de la cara de Vianello hacia la fachada del edificio de la orilla izquierda del Canal. Observó que por fin restauraban el
palazzo
situado a la derecha del de los Falier. Él iba al colegio con el hijo de los antiguos dueños. Recordaba que el padre perdió el
palazzo
jugando en un club privado y que la familia tuvo que mudarse. Brunetti no volvió a saber del chico, a pesar de que habían sido buenos amigos.

—¿Y bien? —preguntó Vianello, reclamando la atención de Brunetti. Como el comisario no respondiera, añadió—: Aunque eso que dices sea verdad y el tal hombre tigre hiciera algo a la niña, no podremos probarlo. ¿Me has oído, Guido? No tenemos posibilidad. Cero.

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