La chica de sus sueños (22 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La chica de sus sueños
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—Le he dicho que no está. —Durante toda la conversación, su cara había permanecido impasible, como tallada en granito.

—Quizá ya haya vuelto —sugirió ella, ofreciéndole una salida—, y no se lo hayan dicho a usted.

Brunetti, que se mantenía tan impávido como el hombre, le vio considerar la posibilidad que se le ofrecía. El llamado Tanovic miró a la
dottoressa
Pitteri, luego recorrió con los ojos las caras de los visitantes que tenía frente a sí, dos de uniforme y dos que no podían negar que eran policías.

—Danis. —El hombre se volvió hacia el compañero del extremo izquierdo de la fila. De lo que dijo el hombre lo único que Brunetti entendió fue el nombre de «Bogdan».

Danis se alejó en silencio hacia la caravana situada detrás del Mercedes azul. Uno de los hombres encendió un cigarrillo y, en vista de que Tanovic no decía nada, otros dos lo imitaron. Nadie hablaba.

Al llegar a la caravana, Danis levantó la mano, pero, antes de que pudiera llamar a la puerta, ésta se abrió y salió un hombre que vestía como los otros. Los dos intercambiaron unas palabras y bajaron la escalera. Bogdan dejó la puerta abierta, y Brunetti vio moverse una mancha clara en el interior, lo que hizo que él mantuviera los ojos fijos en la puerta mientras los demás observaban al hombre que se acercaba a Tanovic y a la
dottoressa
Pitteri.

El interior de la caravana estaba oscuro, pero a Brunetti le parecía ver cerca de la puerta parte de una figura, de una silueta, humana. Sí, algo se movía allí dentro; en la parte inferior y más clara de la forma, se advertía un movimiento oscilante.

Brunetti notó que el hombre se acercaba al grupo y se paraba, no frente a la
dottoressa
Pitteri sino al lado del que lo había mandado llamar y que ahora dio medio paso atrás. Brunetti tendía el oído, pero los hombres hablaban en una lengua totalmente desconocida, y vio que sus compañeros los rodeaban y seguían atentamente la conversación.

Brunetti volvió a mirar hacia la puerta y vio unos dedos que se cerraban en torno al borde, para abrirla un poco más y, encima, la cara de una mujer. No distinguía claramente las facciones, sólo que era vieja, quizá la madre del que había salido de la caravana, quizá la abuela de Ariana.

La mujer se inclinó hacia adelante, siguiendo al hombre con la mirada, y Brunetti volvió a percibir el movimiento oscilante de la falda.

Cuando pareció que los hombres terminaban su deliberación, la
dottoressa
Pitteri dijo:

—Buenas tardes,
signor
Rocich —y Brunetti fijó la atención en el interpelado.

Era más bajo que los otros, y más fornido. Tenía un pelo tan espeso y negro como el de Steiner, pero lo llevaba más largo y peinado hacia atrás con gomina o brillantina. Sus enormes cejas negras casi ocultaban los ojos, que parecían oscuros, aunque era difícil adivinar el color.

Rocich daba la impresión de ser más próspero que los otros: tenía la barba cuidada y los zapatos más limpios, al igual que el cuello de la camisa que asomaba del jersey.

El hombre miró a la
dottoressa
Pitteri con ojos inexpresivos, que no revelaban si la conocía o era la primera vez que la veía.

—¿Qué quiere? —preguntó al fin.

—Se trata de su hija —respondió la mujer—. Ariana.

—¿Qué pasa Ariana? —El hombre no apartaba los ojos de los de ella.

—Siento tener que decirle que su hija ha muerto en un accidente,
signor
Rocich.

Lentamente, él volvió los ojos hacia la caravana y, cuando los otros siguieron la dirección de su mirada, la figura de la mujer retrocedió, aunque aún se veían sus dedos asidos al borde de la puerta.

—¿Muerta? —preguntó él y, al verla mover la cabeza afirmativamente, añadió—: ¿Cómo? ¿Coche, tráfico?

—No. Se ahogó.

Por su expresión se veía que él no entendía la palabra. La
dottoressa
Pitteri la repitió en tono más alto, uno de los hombres dijo algo y entonces él pareció comprender. Se miró los zapatos, la miró a ella y miró a los hombres que estaban detrás de él, primero a los de un lado y luego a los del otro. Nadie decía nada.

Al cabo de un rato, la
dottoressa
Pitteri dijo:

—Debo decírselo a su esposa —y dio media vuelta para dirigirse hacia la caravana.

La mano del hombre saltó como una serpiente, y se aferro a su brazo, inmovilizándola.

—Yo no quiero —dijo con voz tensa, pero no más alta que antes—. Yo digo —añadió soltándola. Brunetti vio que en la manga quedaba la huella de su mano—. Ella mía —dijo tajantemente, como para excluir toda posible discusión, y echó a andar hacia la caravana. La mujer o la hija: Brunetti se preguntaba a cuál de las dos reclamaba como suya. Probablemente, a juzgar por su entonación, a las dos.

El hombre iba hacia la caravana cuando, de pronto, se paró y volvió atrás. Encarándose con la
dottoressa
Pitteri dijo en tono beligerante:

—¿Cómo saber? ¿Cómo yo seguro ella Ariana?

La mujer se volvió hacia Steiner.

—Me parece que a usted le toca contestar,
maresciallo
.

Brunetti vio las miradas que intercambiaban los hombres al oír el tono de su voz y cómo su atención se volvía entonces hacia el hombre de uniforme al que una mujer hablaba de este modo.

El comisario se adelantó, sacando las fotos del bolsillo. Sin decir nada, alargó el sobre al hombre, que lo abrió, sacó las fotos, miró las tres y volvió a mirarlas. Las metió en el sobre y fue de nuevo hacia la caravana. Subió la escalera.

La
dottoressa
Pitteri volvió al coche. Dirigiéndose a los policías, dijo:

—Creo que ya no tenemos nada que hacer aquí. —Sin esperar respuesta, subió al asiento trasero y cerró la puerta.

El jefe dio media vuelta en silencio y entró en su caravana. Los otros se dispersaron.

Brunetti se acercó a Steiner y, en voz baja, pese a que ya nadie más podía oírle, dijo:

—¿Y ahora?

Antes de que el
carabiniere
pudiera responder, un lamento agudo brotó de la caravana de Rocich, que aún tenía entreabierta la puerta. Los ojos de Brunetti se volvieron hacia allí y fueron atraídos por un repentino movimiento que hubo en lo alto de la colina. El alarido había asustado a los pájaros, que giraban en bandada alrededor de los castaños, formando una aureola oscura y trémula. El grito continuaba, subiendo y bajando de intensidad, pero sin que se mitigara su desconsuelo. Con la mirada en los árboles, Brunetti recordó cómo el Dante, al arrancar una rama, oye el grito desgarrador del suicida cuyo dolor ha aumentado: «¿No queda compasión en alma alguna?»

Por tácito acuerdo, los cuatro policías volvieron al coche. Steiner y el conductor se instalaron delante y Brunetti ya iba a entrar detrás cuando la puerta de la caravana se abrió violentamente con un golpe seco que sonó como un pistoletazo.

La mujer que había estado oculta, escuchando, bajó la escalera en un vuelo y, al llegar abajo, se detuvo, como deslumbrada. Tenía en una mano el sobre arrugado y en la otra las tres fotos, que sostenía en la palma, con delicadeza, como si temiera estropearlas.

Brunetti había visto extraer de la madriguera a topos, que quedaban tan pasmados por la luz como ahora lo estaba la mujer. Pero el lamento no cesaba. Entonces ella arrojó el sobre al suelo, se dejó caer de rodillas y, echando la cabeza hacia atrás, empezó a aullar mientras, con la mano libre, se arañaba la mejilla. Brunetti, que era el que más cerca estaba, vio aparecer en su cara mus marcas rojas que parecían trazadas con lápiz.

Instintivamente, el comisario corrió hacia la mujer, le asió la mano y se la sujetó contra el costado. Él la vio hacer ademán de golpearle con la otra mano y contenerse, al recordar las fotos. Entonces, echando el cuerpo hacia atrás, ella le escupió una y otra vez, rociándole de saliva la camisa y el pantalón.

—Vosotros matáis mi niña —gritaba—. Vosotros matáis mi niña. En agua, vosotros matáis. Mi niña. —Tenía la cara contraída por el furor, y Brunetti vio que no era vieja, sino avejentada por la vida. Tenía las mejillas hundidas por falta de muelas, dos dientes mellados, el pelo reseco, mal recogido bajo el pañuelo y la piel oscura, grasienta y áspera.

De pronto, al lado de Brunetti, apareció la
dottoressa
Pitteri, que se inclinó sobre la mujer. Le dijo unas palabras, que repitió varias veces, siempre las mismas. Le puso la mano en el brazo al lado de la de Brunetti, e indicó con un gesto al comisario que la soltara.

Brunetti obedeció y, nada más retirar él la mano, la mujer pareció calmarse. Dejó de gritar y dobló el cuerpo, oprimiéndose el estómago con un brazo, mientras, sostenía las fotos con la otra mano. Ahora gemía y murmuraba algo que Brunetti no entendía. La
dottoressa
Pitteri sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y lo sostuvo contra la mejilla de la mujer, sin decir nada. La madre seguía sollozando y repitiendo las mismas palabras. La
dottoressa
Pitteri retiró el pañuelo para abrirlo por un lado limpio, y Brunetti vio las manchas de la sangre.

Unas manos fuertes agarraron a Brunetti por los brazos y lo apartaron hacia un lado con fuerza. Él se volvió, inclinando el cuerpo en actitud defensiva, pero se irguió al ver al padre de la niña, que se acercó a las mujeres. Al llegar a su lado, Rocich asió a la
dottoressa
Pitteri por los brazos y Brunetti vio cómo la levantaba en vilo y la depositaba a un metro de distancia.

Volviéndose hacia su esposa, que aún sollozaba, el hombre le dijo unas palabras. Ella o no le oyó o no le hizo caso, y siguió gimiendo como un animal herido. Él se inclinó y la agarró de un brazo. Estaba tan delgada que él apenas tuvo que esforzarse para ponerla en pie.

La mujer no daba señales de verlo ni parecía saber lo que hacía. Él la puso de cara a la caravana y, con la otra mano, le dio un empujón en la espalda. Ella se tambaleó y casi cayó hacia adelante. Instintivamente, extendió los brazos para recobrar el equilibrio. Brunetti vio caer al suelo las tres fotografías. El hombre, las viera o no, siguió a su mujer y pisó una de ellas, hundiéndola en el barro. Las otras dos habían caído cara abajo.

Vieron a la mujer subir a la caravana dando traspiés. El hombre la siguió y cerró la puerta con fuerza. De nuevo, el ruido hizo que los pájaros huyeran de las ramas, batiendo las alas frenéticamente y lanzando al aire una respuesta a los gritos de la mujer, en tono más agudo.

Brunetti recogió las fotos. La que el hombre había pisado era irrecuperable, con barro incrustado en los pliegues que el zapato había marcado en ella. Él se la guardó en el bolsillo. Fue a la caravana, puso las otras dos en el último peldaño y volvió al coche.

Regresaron a Venecia en silencio.

Capítulo 22

Tal como Brunetti anticipara a Patta, habían transcurrido más de dos horas cuando él y Vianello regresaron a la
questura
. Al llegar al primer piso, Brunetti dijo a Vianello que podía volver a la sala de guardia y que él se encargaría de informar al
vicequestore
de las actividades de la tarde.

La
signorina
Elettra levantó la cabeza cuando el comisario entró en su despacho. Él observó en su expresión la sombra de lo sucedido horas antes. Vio el recuerdo de la brusquedad con que él le había hablado y de la irritación con que ella había reaccionado, pero enseguida vio también que la joven reparaba en su estado de ánimo, aunque él no se explicaba cómo lo notaba ni qué había que notar.

—¿Qué sucede,
dottore
? —preguntó ella con sincera inquietud, disipado el recuerdo de su anterior encuentro.

—Hemos ido a hablar con los padres de la niña —explicó él, y le contó, lo más brevemente posible, lo ocurrido.

—Pobre mujer —dijo ella—. Qué horror, que te desaparezca una hija y vengan a darte esa noticia.

—Eso es lo más extraño —dijo Brunetti. Durante el regreso, el tenso silencio que había en el coche le había impedido reflexionar y hasta ahora no empezaba a considerar la reacción de los padres de la niña.

—¿A qué se refiere?

—La niña desapareció hace casi una semana, y nadie, ni la madre, ni el padre, denunciaron su desaparición. —Repasó los detalles de la visita al campamento—. Cuando hemos llegado, el que parecía el jefe no quería dejarnos hablar con ellos. —En vista de que ella no decía nada, preguntó—: ¿Imagina, si aquí desapareciera una criatura? Vendría en todos los periódicos y las televisiones no hablarían de otra cosa. —Como ella siguiera sin responder, insistió—: ¿No le parece?

—No sé si se puede esperar que ellos reaccionen como nosotros, comisario.

—¿Qué quiere decir?

La vio buscar las palabras.

—Creo que su actitud hacia la ley es más difusa que la nuestra.

—¿Difusa? —preguntó Brunetti con una aspereza que lo sorprendió a él mismo. Esforzándose por suavizar la voz, añadió—: ¿Cómo, difusa?

Ella dejó por fin el bolígrafo y se apartó de la mesa. Estaba diferente, y él se preguntó si habría adelgazado, o se habría cortado el pelo o hecho alguna de las cosas que se hacen las mujeres.

—No es de extrañar que, cuando a ellos les ocurre algo, no llamen a la policía al momento, ¿verdad, comisario? —Como él no decía nada, agregó—: Es comprensible, dada la forma en que se trata a los de su comunidad.

—Nadie más que la madre ha mostrado dolor por la muerte de la niña —se permitió observar Brunetti.

—¿Cree que lo mostrarían delante de cuatro policías? —preguntó ella con suavidad.

Él decidió cambiar de conversación.

—¿Por qué la veo diferente,
signorina
?

Ella no pudo disimular que la sorprendía la pregunta.

—¿Lo ha notado?

—Desde luego —respondió él, intrigado todavía.

Ella se levantó. Con un elegante movimiento, extendió los brazos hacia los lados, los levantó arqueándolos sobre la cabeza e inclinó el cuerpo hacia él al tiempo que extendía el brazo derecho en la misma dirección.

—He empezado a tomar lecciones —dijo, dejándole con la duda. ¿Yoga? ¿Karate? ¿Ballet?

Debía de resultar evidente su confusión, porque ella se rió y entonces dobló las rodillas, se volvió de lado con la mano derecha cerrada en torno a un algo invisible que agitaba en dirección a él.

—¿Esgrima?

Si puede llamarse ataque a un movimiento tan elegante, ella atacó dando dos pequeños pasos hacia él, hasta tropezar con el canto de la mesa.

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