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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (20 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—Gracias —dijo el comisario cerrando la carpeta y dejándola en la mesa, frente a sí. El café estaba un poco amargo, pero no importaba.

Steiner volvió a sentarse detrás de su escritorio. Terminó el café, estrujó el vasito y lo echó a la papelera.

—¿Quiere hablar de lo que ha averiguado? —preguntó a Brunetti. Como para dar énfasis a la pregunta, se inclinó hacia adelante y puso la palma de la mano sobre la carpeta.

—La niña llevaba encima un anillo y un reloj —dijo Brunetti, sin especificar dónde había encontrado Rizzardi el anillo—. Las dos cosas pertenecen a un tal Giorgio Fornari, que vive en San Marco, cerca de donde fue encontrado el cadáver. He hablado con la esposa, fui a su casa, y pareció sorprenderse cuando le enseñé las joyas. Al mostrarme donde solían estar, echó en falta otro anillo y unos gemelos. Creo que estaba sinceramente sorprendida de que esos objetos hubieran sido robados.

—¿Había en la casa alguna otra cosa que valiera la pena robar?

—Nada que acostumbren a robar los gitanos —dijo Brunetti—. Es decir, los romaníes —rectificó rápidamente.

—Eso es sólo para los informes —dijo Steiner—. Aquí puede llamarlos gitanos. —Brunetti asintió—. ¿Quién más vive en la casa?

—El marido, que ahora está fuera, en Rusia, en viaje de negocios. Debe regresar pronto. Un hijo de dieciocho años, que aquella noche fue a la ópera con la madre. —Steiner alzó las cejas, pero Brunetti no se dio por enterado—. Y una hija de dieciséis años. Llegó a casa mientras estábamos allí.

—¿Alguien más?

—La asistenta, que no vive con ellos.

Steiner echó el cuerpo hacia atrás y, con un movimiento que a Brunetti le pareció familiar, abrió un cajón lateral con un pie y apoyó en él ambos pies, cruzando los tobillos. Cruzó los brazos y apoyó la cabeza en el respaldo. Miró por la ventana hacia los árboles. Quizá también observaba al pájaro. Al cabo de un rato, dijo:

—O alguien la sorprendió, o no. O cayó, o alguien la ayudó a caer. —Contempló los árboles y el pájaro un rato más—. No podemos estar seguros; al menos, por ahora. Pero de algo sí podemos estar seguros.

—¿De que no estaba sola? —sugirió Brunetti.

—Exactamente.

—Los otros dos han sido arrestados con ella varias veces —añadió Brunetti.

Esta vez, Steiner se llevó las dos manos a la cabeza y se la frotó vigorosamente, como si fuera la de un perro cariñoso. Cuando terminó, volvió a fijar la atención en el árbol, luego miró a Brunetti y dijo:

—Creo que aquí es donde deberíamos detenernos a reflexionar sobre las circunstancias de los hechos.

—¿Como la de que se trata de menores? —apuntó Brunetti. Ante el gesto afirmativo de Steiner, agregó—: Y decidir quién tiene jurisdicción.

El
carabiniere
volvió a asentir y entonces sorprendió a Brunetti con la pregunta:

—¿Patta es su jefe?

—Sí.

—Hmm. He trabajado para hombres como él. Imagino que estará usted acostumbrado a explicarle las cosas de un modo…, en fin, imaginativo. —Brunetti asintió—. ¿Cree que podrá convencerle para que lo encargue del caso? No es que yo crea que vayamos a conseguir mucho, pero no me gusta que haya sido una niña.

—¿De las posibilidades que ha mencionado, se inclina por alguna? —preguntó Brunetti, recordando su pertinaz interrogatorio del forense.

Antes de responder, Steiner consultó de nuevo con los árboles y el pájaro, y dijo:

—Decíamos que o se cayó o la empujaron. Y que los otros chicos debían de estar con ella, por lo que tienen que saber si fue lo uno o lo otro.

—Habrían dicho algo —sugirió Brunetti, aunque no lo creía, y lo insinuaba sólo para ver la reacción de su interlocutor.

Steiner lanzó un bufido de incredulidad.

—No son niños que hablen con la policía, comisario. —Tras un momento de reflexión, añadió—: Ni siquiera sé si son niños que hablen con sus padres.

Brunetti replicó sin pensar:

—Si se van tres y vuelven dos, alguien tiene que hacer preguntas.

Steiner se tomó tiempo para contestar.

—Bien mirado, es probable que eso les pase continuamente. Ven a la policía y se dispersan; entran en una casa, los dueños los sorprenden, y echan a correr; alguien les ve forzar una puerta, les grita y escapan en distintas direcciones, para que sea más difícil atraparlos. Estoy convencido de que saben cuál es la mejor manera de escapar de cualquier situación.

—Esa niña no lo sabía —dijo Brunetti.

—Cierto —convino Steiner en voz baja.

Después de un momento, Brunetti dijo:

—Es raro que no nos comunicaran su desaparición.

—No tan raro —respondió Steiner—. Si bien se mira.

Se hizo un silencio, pero era un silencio de armonía de criterios y afinidad de propósitos.

—Tengo que ir a hablar con la madre —dijo Brunetti.

—Sí. —Steiner hizo una pausa y preguntó—: ¿Cómo piensa hacerlo?

—Llevaré conmigo a mi ayudante. Vianello.

—Buen elemento —comentó Steiner, para sorpresa de Brunetti.

Sin aludir a ese comentario, el comisario dijo:

—Me gustaría que nos acompañara uno de ustedes. E ir en uno de sus coches. —Steiner asintió, dando a entender que nada sería más fácil—. Creo conveniente que nos acompañe un asistente social. —Mientras decía esto, Brunetti descubrió que ya incluía en sus planes al
maresciallo
.

—Hablaré con mi superior —dijo Steiner.

—Y yo buscaré la manera de hablar con el mío.

Steiner se puso en pie apoyando las manos en la mesa y fue hacia la puerta.

—Tardaré unos veinte minutos en organizarlo: una lancha y un coche y alguien de servicios sociales. Los recogeremos en una lancha, digamos, dentro de media hora.

Brunetti extendió la mano, dio las gracias al
maresciallo
y se fue, de regreso a la
questura
.

Capítulo 20

De Vianello, ni rastro. No estaba en la sala de agentes y nadie sabía adónde había ido. Brunetti entró en el despacho de la
signorina
Elettra por si el inspector estaba con ella o, lo que era menos probable, con Patta.

—¿Ha visto a Vianello? —preguntó, sin saludar.

Ella levantó la mirada de los papeles que tenía delante y, después de una pausa más bien larga, dijo:

—Creo que lo espera en su despacho, comisario —y volvió a inclinar la cabeza sobre los papeles.

—Gracias —dijo Brunetti.

Ella no contestó.

Hasta que estuvo en la escalera no advirtió Brunetti la brusquedad de su tono y la frialdad con que ella había respondido, pero ahora no tenía tiempo para ceremonias. Encontró a Vianello en el despacho, de pie delante de la ventana, mirando hacia el otro lado del canal. Antes de que Brunetti pudiera hablar, el inspector dijo:

—Steiner me ha llamado, para decirme que la lancha estaba llegando al puesto y que estarán aquí dentro de unos minutos.

Brunetti asintió con un gruñido, fue a la mesa y levantó el teléfono. Cuando oyó a Patta contestar con su nombre, dijo:


Vicequestore
, Brunetti. Al parecer, los
carabinieri
han localizado a los padres de la niña que se ahogó la semana pasada. Sí, señor, la gitana —confirmó, preguntándose si durante la última semana se habrían ahogado más niñas sin que Patta se lo hubiera comunicado—. Los
carabinieri
desean que alguien de la
questura
esté presente cuando les informen —añadió, procurando imprimir en su voz impaciencia e irritación. Escuchó un momento y dijo—: Cerca de Dolo. No, señor; no me han dicho exactamente dónde. Pero he pensado que usted es la persona más indicada para acompañarles por ser la de más alto rango.

En respuesta a la pregunta de su superior, Brunetti dijo:

—Contando el trayecto en la lancha y la espera de un coche en
piazzale
Roma, porque parece que ha habido un malentendido y no llegará hasta las tres…, no creo que lleve más de dos horas, quizá un poco más, depende de lo que tarde el coche. —Brunetti escuchó un rato y dijo—: Desde luego, lo comprendo. Pero no hay otra manera de informarles. Allí no hay teléfonos ni los
carabinieri
tienen un número de
telefonino
al que poder llamar.

Brunetti miró a Vianello apartando el auricular del oído, mientras Patta vertía sus pretextos al aire. De pronto, Vianello se inclinó hacia adelante señalando a la entrada del canal por donde venía la lancha. Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y se acercó el teléfono.

—Comprendo,
vicequestore
, pero no estoy seguro de la conveniencia… Desde luego, me hago cargo de la importancia de mantener buenas relaciones con los
carabinieri
, pero sin duda ellos preferirán que una persona de más alta…

Brunetti cruzó una mirada con Vianello e hizo con el índice un movimiento de rotación, dando a entender que la conversación podía prolongarse. Así fue, hasta que Vianello echó a andar hacia la puerta y Brunetti interrumpió a su superior diciendo:

—Puesto que insiste, señor… Le haré un informe completo cuando regrese.

El comisario colgó el teléfono, agarró el sobre con las fotos de la niña y salió rápidamente detrás de Vianello, que ya bajaba la escalera.

Vianello saltó a la lancha y estrechó la mano de Steiner al tiempo que extendía la otra para sostener a Brunetti, que embarcaba a su vez. El inspector se dirigió al
maresciallo
tuteándolo, y Brunetti decidió imitar el tono de camaradería de Vianello y propuso el tuteo, dando su nombre de pila a Steiner, quien, con una palmada en el brazo, dijo que le llamara Walter.

Todavía de pie en la cubierta, Brunetti explicó que Patta le había pedido que fuera a dar la noticia a los padres de la niña, omitiendo los detalles de la conversación. Steiner permaneció impasible y sólo se permitió decir:

—Los superiores eficaces conocen la importancia de saber delegar.

—Por supuesto —respondió Brunetti, y la camaradería iniciada con el tuteo se consolidó.

Los hombres entraron en la cabina mientras la lancha avanzaba lentamente hacia
piazzale
Roma, donde debía reunirse con ellos una funcionaria de los servicios sociales. Durante el viaje, Brunetti refirió a Steiner cómo se había hallado el cadáver y le puso al corriente de los resultados completos de la autopsia.

El
maresciallo
asintió.

—Ya había oído decir que esconden cosas ahí, pero nunca nos habíamos topado con uno de esos casos. —Meneó la cabeza varias veces, como tratando de ensanchar el campo de su comprensión de la conducta humana—. Una niña de once años que se esconde joyas en la vagina. —Guardó silencio un momento y murmuró—:
Dio mio
.

La lancha pasaba por debajo de Rialto, pero ninguno de los hombres que viajaban en la cabina se apercibió de ello.

—La asistente social se llama Cristina Pitteri. Hace unos diez años que trata con gitanos —dijo Steiner con voz átona, lo que hizo que Brunetti y Vianello intercambiaran una rápida mirada.

—¿En qué consiste su trabajo? —preguntó Vianello.

—Tiene el título de asistente social psiquiátrica —explicó Steiner—. Trabajaba en el frenopático del
palazzo
Boldù, pero pidió el traslado y acabó en la oficina que se encarga de los distintos grupos nómadas.

—¿Hay otros? —preguntó Vianello.

—Sí. Están los
sinti
. No son tan asociales como los gitanos, pero proceden de los mismos lugares y viven poco más o menos de la misma forma.

—¿Ella qué hace, concretamente? —preguntó Brunetti.

Steiner meditó la respuesta hasta que la lancha dejó atrás el Ponte degli Scalzi y la estación.

—Se encarga de lo que llaman
liaison
interétnica dijo haciendo hincapié en la palabra extranjera.

—¿Qué significa eso?

La expresión de Steiner se suavizó con una sonrisa, pero sólo momentáneamente.

—A mi modo de ver, eso significa que trata de conseguir que nosotros los entendamos y que ellos nos entiendan.

—¿Eso es posible? —preguntó Vianello.

Steiner se levantó y empujó la puerta que conducía a la escalera.

—Vale más que se lo pregunte a ella —dijo por encima del hombro, subiendo a cubierta.

El piloto acercó la lancha a uno de los muelles de taxis situados a la derecha del
imbarcadero
del 82. Los tres hombres saltaron a tierra. Brunetti y Vianello siguieron a Steiner hacia un sedán oscuro que esperaba con el motor en marcha. Una mujer robusta de pelo castaño y corto que aparentaba unos cuarenta años estaba en la acera, al lado del coche, fumando. Vestía falda, jersey y chaqueta con cuello a caja y calzaba zapatos planos, color marrón oscuro, con lustre de piel cara. La mujer tenía la cara redonda con unas facciones que parecían haber sido comprimidas: los ojos, muy juntos, y el labio superior, mucho más abultado que el inferior, contribuían a dar la impresión de que el conjunto iba emigrando lentamente hacia la nariz, en una especie de deriva continental.

Steiner se acercó a la mujer y le tendió la mano. Ella tardó un momento en corresponder al saludo, lo justo para que se notara.


Dottoressa
—dijo él con formal deferencia—, le presento al
dottor
Brunetti y al
ispettor
Vianello, su ayudante. Ellos encontraron a la niña.

Ella tiró el cigarrillo, examinó un instante la cara de Brunetti y, después, la de Vianello antes de tender la mano al comisario. El contacto fue tan rápido como flácido. A modo de saludo, intercambiaron títulos. Ella movió la cabeza de arriba abajo mirando a Vianello, dio media vuelta y subió al asiento trasero del coche. Un silencioso Steiner se instaló delante, al lado del conductor. Los otros dos pasajeros, en vista de que la
dottoressa
Pitteri no se movía, dieron la vuelta por detrás del vehículo, hacia la puerta del otro lado. Brunetti la abrió unos centímetros, tuvo que esperar un claro en el tráfico para entrar y se sentó en la incómoda plaza del centro, ladeando las rodillas hacia la izquierda para no rozar el muslo de la mujer. Vianello subió a su vez y, después de cerrar, se comprimió contra la puerta.

El uniformado conductor dijo a media voz unas palabras a Steiner, que respondió afirmativamente, y el coche se apartó del bordillo.

—La
dottoressa
Pitteri trabaja con los romaníes desde hace años, comisario —dijo Steiner—. Conoce a los padres de la niña y estoy seguro de que su presencia nos será de gran ayuda cuando les demos la noticia.

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