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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (16 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—Vaya, por lo menos duró diez años —observó Vianello.

—Confiemos en que se casaran aquí —dijo Brunetti alargando la mano hacia el teléfono. Así era. El 25 de Octubre de 1984 habían contraído matrimonio Giorgio Fornari y Orsola Vivarini.

Brunetti abrió la guía telefónica por la
F
. Enseguida encontró un Giorgio Fornari, pero la dirección era de Dorsoduro. Levantando la cabeza, dijo:

—Lo que sea que haya ocurrido no pasó en Dorsoduro. —Sin dar tiempo a que los otros hablaran, miró en la
V
—. Nada. Pucetti —dijo al joven agente—, enseñe estas fotos a los de abajo, por si alguien la reconoce. Si no es así, o aunque así sea, llévelas a los
carabinieri
, a ver si ellos pueden decirnos algo. —Brunetti sabía que a los niños que eran arrestados por robo se les hacían fotos pero como el reglamento exigía que las fotos fueran enviadas al Ministerio del Interior, la policía local no conservaba constancia gráfica y tenía que identificar a los reincidentes fiándose de la memoria.

Cuando el agente salió del despacho, Brunetti dijo:

—Creo que deberíamos ir a Dorsoduro, para averiguar cómo perdió el anillo y el reloj el
signor
Fornari. Brunetti miró su propio reloj y calculó que, si salían ahora e iban andando por la
riva
hasta el
traghetto
de San Marcos, llegarían antes de la hora del almuerzo. De todos modos, antes de salir de la
questura
, buscó la dirección en
Calli
,
Campielli e Canali
y localizó el edificio al extremo de Fondamenta Venier.

Cuando llegaron a Ponte del Vin, se encontraron incrustados en la multitud que iba en dirección a la Piazza o venía de ella. Desde lo alto del puente, Vianello contempló el mar de cabezas que se extendía ante ellos.

—No puedo —susurró.

Brunetti dio media vuelta y retrocedieron hacia el
imbarcadero
y el barco que los llevaría a San Zaccaria.

A pesar del cambio de dirección, la marea humana seguía envolviéndolos: sobraban los comentarios. Al llegar al
imbarcadero
, vieron que la cola de gente que esperaba el barco se prolongaba hasta la
riva
. Sin dudar ni un instante, los dos hombres giraron a la derecha y fueron hasta la cadena que cerraba el paso. Inmediatamente, se les acercó una rubia de nariz aguileña con un pantalón vaquero tan ceñido que daba la impresión de que ponía en peligro, si no su vida, su respiración.

—Esto es la salida —les dijo con voz chillona, agitando la mano con una especie de aleteo de exasperación—. Entorpecen el paso a las personas que van a desembarcar.

—Esto es una credencial de policía —dijo Vianello inclinándose sobre la cadena para mostrarle el documento—, y usted entorpece el paso a la policía en acto de servicio.

Ella no se mostró intimidada, pero su respuesta quedó ahogada por el ruido del motor del
vaporetto
que se acercaba marcha atrás. La muchacha se puso frente a ellos con los brazos en jarras, como si temiera que trataran de colarse en el barco antes de que desembarcaran los pasajeros.

Ellos esperaron pacientemente y, cuando decreció la corriente, ella tuvo que ir hacia el otro lado para desenganchar la cadena que cerraba el paso a los que iban a embarcar, y con ellos subieron los dos policías.

Cuando se alejaban del
imbarcadero
, Brunetti dio un codazo a Vianello y dijo:

—Resistencia a un funcionario de policía en acto de servicio. Tres años de prisión, condena condicional si carece de antecedentes.

—Yo le echaría cinco. Aunque no fuera más que por los vaqueros.

—Ah —suspiró Brunetti con burlona nostalgia—, qué tiempos aquellos en los que podíamos intimidar a la gente.

Vianello se echó a reír.

—Me parece que tener siempre a tanta gente alrededor me está agriando el carácter.

—Tendrás que acostumbrarte.

—¿A qué? —preguntó Vianello.

—A la gente, porque esto va a más. El año pasado, dieciséis millones; éste, veinte. El año que viene, sabe Dios.

Con esta charla, repitiendo comentarios que habían hecho cien veces, pasaron el tiempo hasta que el
vaporetto
llegó a San Zaccaria. Como aún no eran las doce, decidieron tratar de encontrar a Fornari antes de ir a almorzar.

La mañana era espléndida y el paseo por el Zattere, un baño de luz y belleza. Vianello, que al parecer aún seguía oprimido bajo el peso de tanto turista, preguntó:

—¿Qué vamos a hacer cuando empiecen a llegar los chinos?

—Me parece que ya han empezado.

—¿Forman parte de los veinte millones? —Al ver que Brunetti asentía, preguntó—: ¿Y qué haremos nosotros cuando nos vengan veinte millones de chinos, además de los otros?

—No lo sé —dijo Brunetti, recreando la vista en la fachada del Redentore, al otro lado del canal—. Pedir el traslado, supongo.

Después de meditar esta posibilidad, Vianello preguntó:

—¿Tú podrías vivir en otro sitio?

Señalando con la barbilla la iglesia, Brunetti respondió:

—No más que tú, Lorenzo.

Antes de llegar al ex Consulado de Suiza, torcieron a la izquierda, después a la derecha, entraron en la calle de Mezo y ya habían llegado a su destino. Sólo que no era su destino. El
signor
Fornari y su esposa eran los dueños del apartamento del tercer piso, pero no vivían en él. O eso les dijo la mujer que habitaba en el apartamento situado dos pisos más abajo, al que llamaron al no encontrar el nombre de Fornari ni el de Vivarini junto a los timbres de la entrada.

Allí vivían ahora unos franceses, informó la mujer, como si el
signor
Fornari hubiera alquilado la casa a una tribu de visigodos saqueadores. Él y su esposa vivían en el apartamento de la madre de ella, al que se habían mudado seis años atrás cuando hubo que ingresar a la
signora
en la Casa di Dio. Unas personas encantadoras, sí, la
signora
Orsola y el
signor
Giorgio, él vendía cocinas y ella llevaba el negocio de la familia, azúcar. Y unos niños preciosos, Matteo y Ludovica, que…

Antes de que la mujer pudiera extenderse en elogios de la nueva generación, Brunetti preguntó si tenía el teléfono y la dirección del
signor
Fornari. Brunetti estaba en la calle y la mujer hablaba desde la ventana, sin que pareciera preocuparle que vecinos y transeúntes se enteraran de la conversación. Tampoco preguntó quién era el caballero que le hablaba en veneciano ni tuvo inconveniente en darle la dirección y el teléfono de Giorgio Fornari y su esposa.

—San Marco —repitió Vianello mientras daban media vuelta y se alejaban de la ventana que se cerraba. El inspector, impaciente, marcó el número de Pucetti y le pidió que localizara la dirección. Mientras esperaban la información, los dos hombres se encaminaron hacia Cantinone Storico, que les pareció el lugar más a propósito para el almuerzo.

Vianello se detuvo, se acercó más el móvil al oído, murmuró unas palabras que Brunetti no oyó, dio las gracias a Pucetti y cerró el aparato.

—Parece que la parte de atrás de la casa da a Rio di Cá Michiel.

Como tenían prisa, decidieron no pedir pasta y optaron por un plato único, de langostinos con verduras y coriandro. Compartieron una botella de Gottardi
pinot noir
, prescindieron del postre y terminaron con un café. Más entonados, pero no del todo satisfechos, Brunetti y Vianello salieron a la Accademia. Mientras cruzaban el puente, iban hablando de temas ajenos al caso, evitando referirse a lo que podían esperar encontrar en el lugar al que se dirigían. Por tácito acuerdo, hicieron caso omiso de los
vu comprà
que exhibían sus mercancías sobre las mantas extendidas a uno y otro lado de las escaleras, limitándose a comentar el lamentable estado de los escalones y la urgente necesidad de reparación o sustitución de muchos de ellos.

—¿Crees que eligen deliberadamente materiales que se desgastan pronto? —preguntó Vianello señalando la grieta de uno de los peldaños.

—La humedad y millones de pies les ahorran ese trabajo —dijo Brunetti, consciente de que, por lógica que fuera esta explicación, no excluía la otra.

Charlando de cosas triviales, pasaron por delante de Paolin, cuyos clientes saboreaban los primeros
gelati
de la primavera, y torcieron a la izquierda, en dirección al canal. Al extremo de una estrecha calle que salía al Gran Canal, pulsaron un timbre junto al que se leía «Fornari».

—¿Sí? —inquirió una voz femenina.

—¿Vive aquí Giorgio Fornari? —preguntó Brunetti en italiano absteniéndose de utilizar el veneciano.

—Sí, ¿qué desea?

—Soy el comisario Guido Brunetti, de la policía,
signora
. Deseo hablar con el
signor
Fornari.

—¿Qué sucede? —preguntó la mujer con aquel jadeo involuntario que tantas veces había oído él.

—No es nada,
signora
. Deseo hablar con el
signor
Fornari.

—No está.

—Si me permite la pregunta, ¿con quién hablo,
signora
?

—Con su esposa.

—¿Podría hacerle unas preguntas?

—¿De qué se trata? —preguntó ella, ya con impaciencia.

—De unos objetos de valor desaparecidos.

Un silencio, y después:

—No comprendo.

—¿Me permite subir a explicárselo,
signora
?

—Está bien. —Al cabo de un momento, el cerrojo de la puerta se abrió con un chasquido—. Tome el ascensor —dijo la voz por el intercomunicador—. Último piso.

El ascensor era una minúscula cabina de madera en la que, cuando ellos entraron, sólo quedaba espacio para una tercera persona, y muy delgada. A la mitad de la ascensión la cabina dio un brinco, y Brunetti volvió la cabeza, sorprendido. Vio a dos hombres muy serios, que parecían tan sorprendidos como él, y se reconoció a sí mismo y a Vianello, que lo miraba desde el espejo que cubría la pared lateral del pequeño habitáculo.

La cabina se detuvo con un estremecimiento y siguió vibrando durante unos segundos antes de que Brunetti empujara la puerta. A la derecha del rellano estaba una mujer de estatura mediana, complexión mediana v melena mediana de un color intermedio entre caoba y castaño.

—Orsola Vivarini —dijo sin tender la mano ni sonreír.

Brunetti salió de la cabina, seguido de Vianello.

—Guido Brunetti —repitió y, volviéndose hacia Vianello, presentó al inspector.

—Pasen al estudio —dijo la mujer llevándolos por un pasillo inundado por la luz de una ventana del fondo que daba a los edificios y los tejados del otro lado del Gran Canal. A la mitad del pasillo, ella abrió una puerta de mano derecha y entró en una habitación alargada, con dos de sus paredes cubiertas de libros casi hasta el techo. La habitación tenía tres ventanas, pero el edificio de enfrente estaba tan cerca que por ellas entraba menos luz que por la única ventana del pasillo.

La mujer los condujo hacia dos sofás de aspecto confortable situados a uno y otro lado de una mesa baja de roble, cubierta de las cicatrices que pies y bebidas habían dejado en ella durante décadas. En el sofá en el que se sentó la mujer estaba un libro abierto boca abajo; antes de sentarse en el otro sofá, Brunetti cerró una revista y la puso encima de la mesa. Vianello se sentó a su lado.

Ella los miraba serenamente, sin sonreír.

—Lo siento, comisario, pero no comprendo a qué se debe su visita.

Su voz tenía la cadencia del Véneto; en otras circunstancias, Brunetti hubiera pasado al veneciano, pero ella le hablaba en italiano y él la imitó, para mantener el tono oficial de la conversación.

—Es sobre el hallazgo de dos objetos pertenecientes a su marido.

—¿Y han creído necesario enviar a un comisario a devolverlos? —preguntó ella en un tono en el que la sorpresa había dejado paso al escepticismo.

—No,
signora
—respondió Brunetti—. Existe la posibilidad de que esto forme parte de una investigación más amplia. —Esa explicación solía utilizarse como excusa polivalente, pero, en este caso, era cierta.

Ella levantó las manos del regazo y mostró las palmas en ademán de confusión.

—Lo siento, pero no entiendo nada. —Trató de sonreír, sin conseguirlo—. ¿Podría explicarme de qué se trata?

En lugar de contestar, Brunetti extrajo del bolsillo una bolsita de papel manila y se la dio.

—¿Puede decirme si estos objetos pertenecen a su marido,
signora
?

La mujer soltó la presilla de cordel rojo que sujetaba la solapa del sobre y dejó caer los objetos en la palma de la mano izquierda. Ahogó una exclamación involuntaria y fue a taparse la boca con la otra mano, pero sólo consiguió aplastar el sobre contra los labios.

—¿De dónde los ha sacado? —preguntó ásperamente.

—Entonces ¿los reconoce?

—Claro que los reconozco —dijo ella con sequedad—. Son la alianza y el reloj de mi marido. —Como para cerciorarse, abrió la tapa y, después de leer la inscripción, la mostró a Brunetti—. Mire, nuestros nombres. Dejó el reloj en la mesa, levantó el anillo hacia la luz y lo dio a Brunetti—. Y nuestras iniciales. —Como el no dijera nada, insistió—: ¿De dónde los ha sacado?

—¿Cuándo vio por última vez esos objetos,
signora
? —inquirió Brunetti, como si no hubiera oído la pregunta.

En un primer momento, él pensó que la mujer eludiría la respuesta, pero ella dijo:

—No recuerdo. Vi el anillo la semana pasada, cuando Giorgio volvió del médico.

Brunetti no acertaba a relacionar las dos partes de la respuesta, pero no dijo nada.

—Venía del dermatólogo —explicó la mujer—. Giorgio tenía una erupción en la mano izquierda y el médico dijo que podía ser alergia al cobre. —Señaló el anillo, que Brunetti aún tenía en la mano—. ¿Ve ese tono rojizo? Es la aleación de cobre. Por lo menos, eso pensó el médico, y dijo a Giorgio que, para hacer la prueba, estuviera una semana sin ponerse el anillo, a ver si desaparecía la erupción.

—¿Ha desaparecido?

—Creo que sí. No sé si del todo, pero estaba mejor cuando él se fue.

—¿Se fue?

Ella lo miró con gesto de sorpresa, como si él ya hubiera tenido que saber que su marido estaba fuera.

—Sí, está en Rusia. —Antes de que ellos pudieran preguntar, la mujer explicó—: Negocios. Su empresa vende muebles de cocina y ha ido para negociar un contrato.

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