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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (14 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—Hola, Guido —oyó decir a su suegra—. Quería llamarte desde que regresamos de los Territorios Ocupados, pero he tenido muchas cosas que hacer, y luego Chiara y Raffi han venido a almorzar, y me he divertido tanto con ellos que olvidé llamarte, aunque tenerlos aquí debía habérmelo recordado, ¿verdad?

—Creí que habíais ido a Palermo —dijo un Brunetti de entendimiento muy literal, alegrándose de que la
contessa
no hubiera leído los periódicos del día. Lo desconcertaba que los padres de Paola pudieran haber hecho otro viaje en el breve tiempo transcurrido desde su vuelta de Sicilia.

Ella se echó a reír. Tenía una risa musical, más clara que su voz, y muy atractiva.

—Oh, perdona, Guido, debí prevenirte. A Orazio le ha dado ahora por llamar así a Sicilia y Calabria. Como los dos sitios pertenecen a la Mafia y el Gobierno no tiene sobre ellos un control efectivo, dice que es gramaticalmente correcto llamarlos Territorios Ocupados. —Hizo una pausa y prosiguió—: Si bien se mira, no va descaminado.

—¿El término es para uso doméstico o lo usa también en público? —preguntó Brunetti, absteniéndose de enjuiciar la precisión de la frase del conde y siempre reticente a comentar las ideas políticas de su suegro.

—La verdad es que no sabría decirte, ya que casi nunca estoy con él en público. Pero, con lo discreto que es, quizá sólo lo usa hablando conmigo. Ahora también tú lo sabes —dijo bajando el tono, y añadió—: Quizá lo más prudente sea dejar que el propio Orazio decida la difusión que ha de tener el término.

Brunetti nunca había oído una petición de discreción formulada con tanto tacto.

—Por supuesto —dijo—. ¿De qué quieres hablarme?

—De ese religioso.

—¿Leonardo Mutti?

—Sí —respondió ella y agregó, para sorpresa de su yerno—: Y también del otro, Antonin Scallon.

Brunetti repasó mentalmente su anterior conversación con la
contessa
: estaba seguro de no haber pronunciado el nombre de Antonin y de haberse referido a él como viejo amigo de su hermano. Si algún nombre había dado era el del hermano Leonardo.

—¿Sí? ¿Y qué puedes decirme? —preguntó, decidiendo dejar para más adelante averiguar cómo podía haberse enterado ella de su interés por el padre Antonin.

—Parece ser que también una amiga mía se ha sentido atraída por las enseñanzas del hermano Leonardo —empezó y luego matizó—: es decir, que ha caído bajo su influjo.

Una vez más, Brunetti se abstuvo de hacer comentarios.

—También parece ser —prosiguió la
contessa
— que ese padre Antonin se enteró de su…, digamos, entusiasmo por el hermano Leonardo. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, la
contessa
explicó—: Antonin es amigo de su familia; mientras estaba en África, cada Navidad les enviaba esas horrendas circulares, e imagino que ellos le mandaban dinero, aunque no estoy segura. En cualquier caso, cuando pregunté a mi amiga por el hermano Leonardo, me dijo lo mucho que la había sorprendido que el padre Antonin le hablara de él.

—¿Qué le contó?

—Pues, en realidad, nada —respondió la
contessa
—. Por lo que ella dijo, me pareció que él le había sugerido que fuera prudente en su trato con él. Pero que había sido una recomendación encubierta.

—¿Ella le hará caso?

—Por supuesto que no, Guido. Ya deberías de saber que, cuando una persona llega a mi edad, de nada sirve tratar de convencerla de que abandone su…, en fin…, sus entusiasmos.

Él sonrió, pensando en lo caritativa que era su suegra al limitar la cabezonería a las personas de su edad.

—¿Sabes si Antonin dijo algo concreto acerca del hermano Leonardo? —preguntó Brunetti.

Ella volvió a reír.

—Nada que no estuviera dentro de los límites del buen gusto y la solidaridad clerical. Ni que fuera contrario al principio de Orazio de no hablar mal de un colega. —Y, en tono más serio—: Para que dejes de preocuparte de cómo me he enterado de tu interés por el padre Antonin, te diré, Guido, que Paola me contó que había asistido al entierro de tu madre y que había ido a verte.

—Gracias —dijo Brunetti sencillamente, y preguntó—: ¿Qué dice tu amiga del hermano Leonardo?

La
contessa
tardó en responder.

—Hace dos años que se le murió un nieto, y necesita consuelo. Si lo que dice ese hermano Leonardo la reconforta, bienvenido sea.

—¿Le ha hablado de dinero? —preguntó Brunetti.

—¿El hermano Leonardo, quieres decir? ¿A mi amiga?

—Sí.

—Ella no me lo dijo, ni es cosa que yo pudiera preguntar.

Al percibir la nota de reproche y de advertencia de su voz, Brunetti dijo sólo:

—Si sabes algo más…

—Descuida —dijo ella sin dejarle terminar—. ¿Darás besos de mi parte a Paola y los niños?

—Sí, desde luego —dijo él, y su suegra colgó.

Justo cuando Brunetti se creía libre de obligaciones, se le recordaba la petición del padre Antonin. La experiencia había enseñado a Brunetti a desconfiar de las manifestaciones de altruista buena voluntad, especialmente si están relacionadas con el dinero. En este caso, el único dinero que mediaba era el entregado al hermano Leonardo por el hijo de Patrizia. Brunetti fue a la ventana y se quedó mirando la fachada de San Lorenzo. Le costaba trabajo atribuir a Antonin una sincera preocupación por el bien del joven, y entonces descubrió que también le costaba trabajo atribuir a Antonin una sincera preocupación por alguien que no fuera Antonin.

Entonces recordó las palabras de la
contessa
, de que era difícil disuadir a las personas de su edad de sus… ¿Cómo había dicho? ¿Sus entusiasmos? Sustituyó la palabra por «prejuicios» aplicándosela a sí mismo y comprobó que la observación seguía siendo válida.

Brunetti, recordando que no había conseguido encontrar a un solo católico practicante entre sus amistades en la ciudad, bajó a preguntar a la
signorina
Elettra si tenía alguno entre las suyas.

—¿Un católico practicante? —preguntó ella, sorprendida. No hizo referencia a la noticia de los periódicos acerca de la muerte de la niña, y Brunetti se alegró de no tener que hablar de eso con ella.

—Sí. Una persona que tenga fe y vaya a misa.

Ella miró el florero de la repisa de la ventana, quién sabe si para ponerse en situación y, volviéndose hacia él, inquirió:

—¿Puedo preguntar cuál es el contexto, comisario?

—Deseo información acerca de un miembro del clero. —Como ella no respondiera, añadió—: Asunto particular.

—Ah —respondió ella.

—¿Lo que significa…? —preguntó él sonriendo.

Ella respondió primero a la sonrisa y después a la pregunta.

—Significa que no estoy segura de que haya que preguntar a los creyentes por el clero. Es decir, si quiere saber la verdad.

—¿Se le ocurre alguien?

Ella apoyó un momento la barbilla en la palma de la mano. Sus labios desaparecieron de la vista, señal de reflexión. Levantó la mirada y su boca se abrió en una sonrisa.

—Se me ocurren dos —dijo—. Uno con lo que podríamos llamar ideas adversas acerca del clero. —Antes de que él pudiera hacer un comentario, añadió—: El otro tiene una opinión más benévola. Sin duda porque posee información menos exhaustiva.

—¿Puede decirme quiénes son?

—Uno es un sacerdote y el otro lo fue.

—¿Qué piensa cada cuál? —preguntó él.

Ella irguió el tronco, como tratando de examinar la cuestión desde el punto de vista de él y dijo:

—Supongo que el planteamiento menos interesante sería el de que el ex sacerdote fuera el más crítico, ¿no?

—Desde luego, parece lo previsible —dijo Brunetti.

Ella movió la cabeza afirmativamente.

—Pues no es así: es el aún sacerdote el que…, en fin, el que tiene una postura más antagónica respecto a sus colegas. —Distraídamente, se tiró de la bocamanga de la chaqueta, tapando con ella la esfera del reloj, y dijo—: Sí; pienso que él puede dar información más útil.

—¿Qué clase de información puede ser?

—Tiene acceso a los archivos de la Curia, aquí y en Roma. Deben de ser el equivalente a nuestros archivos de personal, aunque a nosotros no nos interesa tanto la vida privada de nuestros empleados. Por lo menos, a juzgar por lo que él dice —aclaró—. Yo no he visto esos archivos.

—¿Pero le ha hablado de su contenido?

—De una parte. Aunque sin dar nombres. —Su sonrisa se cargó de malicia—. Sólo la dignidad, tanto del objeto del informe como del informador: cardenal, obispo, monseñor, monaguillo…

Esto ya empezaba a ser demasiado para él.

—Si me permite la pregunta,
signorina
, ¿por qué se interesa por ellos? —Brunetti nunca estaba seguro de la amplitud y profundidad de la curiosidad de la joven, ni de su finalidad.

—Es lo mismo que los archivos de la Stasi —respondió ella, asombrándole—. Desde la caída del Muro, se ha hablado en la prensa de ciudadanos particulares que iban a leer sus fichas y descubrían quién había estado vigilándolos e informando sobre ellos. Y, a veces, se hacía público el nombre del informador o, por lo menos, se hacía público cuando a la gente aún le importaban estas cosas. —Lo miró, como si con esto bastara, pero él movió la cabeza negativamente y ella prosiguió—: Por eso me gusta enterarme de lo que hay en las carpetas con informes de la vida privada del clero, no por lo que ellos puedan hacer, pobres diablos, sino por los informadores. Eso es mucho más interesante.

—Realmente debe de serlo —asintió Brunetti, pensando en algunas de las cosas que le constaba que estaban sepultadas en esas carpetas y en quién podía haber puesto allí la información.

Por tentadora que fuera la idea de continuar la conversación, Brunetti decidió abreviar:

—Me interesan dos hombres —dijo—. Uno se llama Leonardo Mutti y se dice que es de Umbria. También se dice que pertenece al clero, pero no lo sé con seguridad. Reside aquí y dirige una especie de organización religiosa llamada Hijos de Jesucristo.

Ella frunció los labios al oír el nombre, pero lo anotó.

—El otro es Antonin Scallon, veneciano, capellán del Ospedale, que vive con los dominicos en SS. Giovanni e Paolo. Ha estado unos veinte años en el Congo, de misionero.

—¿Desea saber algo en concreto de alguno de ellos? —preguntó la joven levantando la cabeza.

—No —admitió Brunetti—. Sólo lo que parezca interesante.

—Comprendo —respondió ella—. Si uno es sacerdote, tendrá un expediente.

—¿Y el otro? ¿Si no es sacerdote?

—Si dirige una organización con semejante nombre —dijo ella, golpeando sus notas con una uña roja—, no será difícil encontrarlo.

—¿Hará el favor de pedir a su amigo que vea lo que hay?

—Será un placer.

Las preguntas acudían en tropel, pero Brunetti las reprimió. No le preguntaría quién era esa persona. No le preguntaría qué había descubierto sobre otros sacerdotes de la ciudad. Y menos aún le preguntaría qué había dado ella a cambio de la información. Para mantenerse a raya, preguntó:

—¿Tiene su amigo expedientes de todos, sacerdotes, obispos, arzobispos?

Ella reflexionó.

—Se supone que, para tener acceso a la información sobre los prelados, se requiere un más alto nivel.

—¿«Se supone»? —preguntó él.

—En efecto.

Brunetti venció la tentación y dijo sólo:

—¿Se lo preguntará?

—Nada más fácil —respondió ella, haciendo girar la silla y pulsando varias teclas.

—¿Qué hace? —preguntó Brunetti.

—Enviarle un mail —respondió ella, sin ocultar la sorpresa ante su pregunta.

—¿No es peligroso?

Al principio, ella no entendía la pregunta, pero entonces él vio que captaba el sentido.

—Ah, ¿se refiere a si es seguro?

—Sí.

—Siempre nos parece que nuestros mails quedan registrados en algún sitio —dijo ella tranquilamente, sin dejar de teclear.

—¿Qué le escribe?

—Que deseo una entrevista.

—¿Sencillamente?

—Desde luego —sonrió ella.

—¿Y nadie sospechará? Envía un mail a un sacerdote pidiéndole una entrevista y quienquiera que pueda registrar su mensaje ¿no ha de sospechar? ¿De un mail enviado desde la
questura
?

—Claro que no, comisario —dijo ella con firmeza—. Además, utilizo una de mis cuentas particulares. —Su sonrisa daba a entender que aún no había terminado—. Y, ¿sabe?, mi deseo de verle está justificado: es mi confesor.

Capítulo 15

El regocijo que normalmente habría provocado en Brunetti la revelación de la relación de la
signorina
Elettra con el clero quedó ahogado en el recuerdo de la niña aún sin identificar. Desde hacía tiempo, Brunetti veía en la muerte de los jóvenes el robo de años, décadas, generaciones. De cada vida joven que era destruida deliberadamente, ya fuera por el crimen o por una de las muchas guerras inútiles de este mundo, él contaba los años perdidos. Su propio Gobierno había robado siglos; otros habían robado milenios, suprimiendo las alegrías que esos jóvenes podrían y deberían haber conocido. Aunque la vida les hubiera deparado también angustia y sufrimiento, habría sido vida, no el vacío que Brunetti veía abrirse después de la muerte.

Volvió a su despacho y, para distraer la espera del resultado de la autopsia, leyó más despacio los tres diarios que había comprado. Al levantar la mirada de la última página del tercero, sólo pensaba en los sesenta o más años robados a la niña que Vianello había sacado del agua.

Brunetti dobló el último periódico y lo puso encima de los otros dos que había dejado a un lado. Con la yema del dedo empujó unas motas de polvo hasta el borde de la mesa, como para hacerlas caer al suelo. Quizá tropezó, cayó al canal y se ahogó porque no sabía nadar. Aun así, como decía Paola, uno no extravía a una criatura. Esto no era una película de bebé abandonado en una bolsa de viaje en los lavabos de la estación Victoria. Esto era un caso real de una niña desaparecida pero a la que nadie echaba de menos.

Sonó el teléfono.

—Me ha parecido que debía llamarle —oyó decir a Rizzardi cuando contestó—. Le enviaré el informe, pero seguramente querrá que se lo adelante.

—Gracias —dijo Brunetti y, sin poder contenerse, añadió—: No me la quito de la cabeza.

El médico se limitó a lanzar un sonido de asentimiento, sin dejar traslucir si sentía lo mismo.

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