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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (17 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—¿Cuánto hace que se marchó?

—Una semana.

—¿Y cuándo regresará?

—A mediados de la semana próxima —dijo la mujer, sin disimular ya la impaciencia ni el desagrado—. Si no tiene que quedarse para sobornar a alguien más.

Brunetti dijo, por todo comentario:

—Sí; tengo entendido que hay dificultades. —Y añadió—: ¿Sabe si también dejó de llevar el reloj?

—Creo que sí. El cierre de la cadena se rompió hace semanas, y tenía miedo de perderlo o de que se lo robaran. Antes de irse trató de hacerlo reparar, pero el joyero que hizo la cadena ya no está y Giorgio no tuvo tiempo de buscar a otro. Le dije que yo lo mandaría reparar, pero se me olvidó.

—¿Tiene idea de cuándo lo vio por última vez? —preguntó Brunetti.

Ella miró de uno a otro, como tratando de leer en sus caras la explicación de su curiosidad por aquellos objetos. Cerró los ojos un momento, los abrió y dijo:

—No; lo siento. Ni siquiera recuerdo haber visto a Giorgio dejar el reloj en el tocador. Quizá me dijo que lo dejaba, pero no puedo decir que lo haya visto allí.

—¿Y el anillo? ¿Cuándo lo vio por última vez?

Otra rápida mirada, para tratar de descubrir el motivo de estas preguntas, y otro fracaso.

—Lo traía en el bolsillo del reloj y dijo que no se lo pondría durante una temporada. Tuvo que dejarlo en el locador, porque no hay otro sitio, pero no recuerdo haberlo visto. —Pudo más la educación que la irritación, y trató de sonreír—: Perdone, comisario, pero le agradeceré que me explique a qué se debe todo esto.

Brunetti no vio razón para no responder, por lo menos, en términos generales.

—Encontramos estos objetos en poder de una persona de la que sospechamos que ha estado involucrada en una serie de delitos. Ahora que los ha identificado usted como propiedad de su marido, tenemos que averiguar cómo llegaron a poder de esa persona.

—¿Qué persona?

Brunetti notó que Vianello se revolvía en el sofá.

—Eso no puedo decírselo,
signora
. La investigación está en la fase inicial. Aún es pronto.

—No tan pronto como para que no hayan venido a preguntar —replicó ella. Como Brunetti no respondiera, preguntó—: ¿Han arrestado a alguien?

—Lo siento,
signora
, tampoco puedo decirle eso —respondió Brunetti con voz neutra.

En un tono ya más áspero, ella dijo:

—¿Si arrestan a alguien nos lo dirán?

—Desde luego —respondió él y le pidió la dirección del hotel del marido. Ella se la dio y un silencioso Vianello la anotó. Brunetti, para no incomodarla más aún, se abstuvo de pedirle el número de teléfono.

—¿Querría decirme quién más vive en la casa,
signora
? —preguntó Brunetti, como si no hubiera oído ya los nombres de los hijos. En este punto, pensó Brunetti mientras esperaba la respuesta, la gente suele empezar a protestar o se niega a seguir contestando preguntas.

Sin vacilar, ella dijo:

—Sólo nuestros dos hijos, de dieciocho y dieciséis años.

Paseando por la habitación una mirada que trataba de ser aprobadora, Brunetti preguntó:

—¿Alguien la ayuda a cuidar del apartamento,
signora
?

—Margherita —respondió ella.

—¿Apellido?

—Carputti —dijo la mujer, y añadió inmediatamente—: Pero trabaja para nosotros desde hace diez, no, trece años. Ella no robaría más de lo que podría hacerlo yo. —Antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, añadió—: Además, es napolitana. Si quisiera robarnos, no perdería el tiempo con estas cosas.

Brunetti tomó nota mentalmente de la explicación, por si alguna vez tenía que defender la honradez de sus amigos meridionales.

—¿Sus hijos traen amigos a casa?

Ella lo miró como si en la vida se le hubiera ocurrido que los chicos pudieran tener amigos.

—Supongo. Vienen a estudiar o lo que sea que hacen los jóvenes.

Como padre, Brunetti tenía una serie de ideas de lo que los jóvenes hacían unos en casa de otros. Como policía tenía una serie de ideas completamente distinta.

—Comprendo —dijo él, poniéndose en pie, en lo que Vianello lo imitó. La
signora
Vivarini se levantó también rápidamente.

—¿Sería tan amable de mostrarnos dónde vio por última vez estos objetos,
signora
? —preguntó Brunetti.

—Es que es el dormitorio —protestó ella, con lo que se ganó la aprobación de Brunetti. El comisario lanzó una rápida mirada a Vianello, que volvió a sentarse en el sofá.

Esto pareció bastar para que la
signora
Vivarini se diera por satisfecha. Salió al pasillo y entró en la habitación de enfrente dejando la puerta abierta, seguida de Brunetti.

El dormitorio era tan acogedor como la sala. A los pies de la gran cama de matrimonio se extendía una alfombra de Tabriz, descolorida después de llevar muchos años al pie de unas ventanas orientadas al oeste, y con una punta raída. Cortinas de lino gris, abiertas, en el balcón de la pared del fondo, por el que Brunetti vio la fachada del edificio del otro lado del canal. Entre las ventanas, una librería, con tomos atravesados encima de cada hilera.

El balcón daba a una terracita, en la que no cabía nada más que los dos sillones que Brunetti vio en ella.

—Buen sitio para sentarse a leer por la tarde —dijo Brunetti señalando la terraza.

Ella sonrió por primera vez y, de repente, su cara dejó de ser vulgar.

—Sí; Giorgio y yo pasamos muchos ratos ahí. ¿Usted lee?

—Cuando tengo tiempo —respondió Brunetti. Hoy en día ya no se puede preguntar a una persona a quién vota ni, en un país católico, cuál es su religión. Las preguntas sobre las preferencias sexuales son indiscretas y de cocina suele hablarse preferentemente durante las comidas, por lo que, quizá, la única pregunta reveladora de tu personalidad que aún se te puede formular es si lees o no y, en caso afirmativo, cuáles son tus gustos. Por más que le tentara adentrarse por este camino, el comisario preguntó—: ¿Quiere indicarme dónde guardaban estos objetos,
signora
?

Ella señaló un escritorio de nogal, bajo, con cuatro anchos cajones que no parecían fáciles de abrir. Al acercarse, Brunetti vio una foto de boda. Con veinte años menos y en traje de novia, ella era ya una mujer de lo más corriente, pero el hombre que estaba a su lado, radiante de felicidad, era francamente guapo. A la derecha de la foto estaba una bandeja de porcelana con la imagen de dos campesinos pintados en vivos colores en el centro.

—Era de mi madre —dijo la mujer, como justificando la calidad y el colorido del objeto. La bandeja contenía dos llaves sueltas, unas tijeras de las uñas, varias conchas y un taco de billetes de
vaporetto
.

Ella estuvo un rato mirando los objetos de la bandeja, examinó la habitación, se giró hacia la terraza y volvió a mirar la bandeja. Rozó con el dedo los billetes de
vaporetto
apartándolos hacia un lado y dio la vuelta a dos conchas.

—Aquí estaban un anillo con un granate y unos gemelos con incrustaciones de lapislázuli. También han desaparecido.

—¿Tenían mucho valor? —preguntó Brunetti.

Ella movió la cabeza negativamente.

—No. Ni siquiera era un granate auténtico sino un cristal. Pero me gustaba. —Hizo una pausa y añadió—: Los gemelos eran de plata.

Brunetti asintió. Ahora mismo, él no habría podido decir lo que estaba, o no estaba, en el tocador de su dormitorio. A veces, había visto allí el anillo de esmeralda, regalo de fin de carrera del padre de Paola a su hija. Y el reloj IWC, pero no recordaba cuándo fue la última vez.

—¿Falta algo más? —preguntó.

—Me parece que no —respondió la mujer registrando con la mirada la superficie del escritorio.

Brunetti se acercó al balcón de la terraza y miró a la casa de enfrente. Para ver el canal, tendría que salir a la terraza. Pero desistió, dio las gracias a la mujer y volvió al pasillo. Cuando la mujer se reunió con él, Brunetti preguntó:

—¿Puede decirme dónde estuvo el miércoles por la noche,
signora
?

—El miércoles —repitió ella, pero no interrogativamente.

—Sí.

—En la ópera, con mi hijo, mi hermana y su marido, y, después, fuimos a cenar.

—¿Dónde, por favor?

—En su casa. Nos habían invitado a mi marido y a mi, pero como él estaba de viaje vino Matteo en su lugar y añadió, como en tono de disculpa—: A mi hijo le gusta la ópera.

Brunetti asintió, sabiendo que podría comprobarlo fácilmente.

Como si le leyera el pensamiento, ella dijo alzando un poco el tono:

—Mi cuñado se llama Arturo Benini. Viven en Castello. —Adelantándose también a la siguiente pregunta, explicó—: Permanecimos en su casa como mínimo hasta la una. —Y, como si estuviera a punto de agotar la paciencia, agregó—: Mi hija ya dormía cuando llegamos, por lo que no podrá confirmar la hora.

Brunetti notó que le costaba dominar la cólera que le hacía temblar la voz.

—Gracias,
signora
—dijo yendo hacia la habitación en la que esperaba Vianello. Pero entonces se abrió la puerta del fondo del pasillo y entró en el apartamento la Venus de Botticelli.

Capítulo 17

Casado desde hacía más de veinte años con una mujer a la que creía hermosa, y padre de una hija que llevaba camino de serlo, Brunetti estaba acostumbrado a la belleza femenina. Además, vivía en un país que te bombardea los ojos con mujeres hermosas, desde los carteles publicitarios, la calle, el mostrador de los bares y la misma comisaría de Cannaregio, donde una de las nuevas agentes hizo que le diera un vuelco el corazón la primera vez que la vio. Pero la agente Dorigo había resultado ser protestataria y conflictiva, por lo que Brunetti se limitaba a admirarla a distancia, como el que contempla un escaparate, disfrutando de la vista, mientras no tuviera que hablarle ni escucharla.

Aun así, no estaba preparado para la aparición de la muchacha que acababa de entrar, se volvía a cerrar la puerta y avanzaba hacia ellos sonriendo y diciendo:


Ciao, mamma
, ya estoy aquí. —Dio un beso a su madre, tendió la mano a Brunetti con un ademán que a él le pareció una encantadora imitación del de una mujer sofisticada y dijo—: Buenas tardes. Soy Ludovica Fornari.

Al verla de cerca, Brunetti observó que el parecido con el cuadro de Botticelli era superficial. El pelo rubio y largo era igual, sin duda, pero la cara era más rectangular y los ojos, de un azul transparente, estaban más separados. Él le estrechó la mano, dando su nombre, pero no el título.

Ella volvió a sonreír y él vio que tenía un poco mellado el incisivo izquierdo. Se preguntó por qué no se lo habían hecho arreglar; una familia con una casa como ésta bien podría permitírselo. Brunetti sintió que se despertaba su instinto protector y se preguntó si no debería decir algo a la madre. Pero el sentido común intervino a tiempo, y dijo volviéndose hacia la
signora
Vivarini:

—No la molesto más,
signora
. Muchas gracias por su atención. Avisaré al
ispettor
Vianello.

La muchacha hizo un ruido con la garganta, se llevó la mano a los labios y empezó a toser. Cuando Brunetti se volvió, vio que tenía el cuerpo doblado por la cintura y las manos en las rodillas y que la madre le daba golpecitos en la espalda. Sin saber cómo ayudar, él se mantuvo a la expectativa hasta que el acceso se calmó. La joven movió la cabeza de arriba abajo, dijo algo a su madre, que retiró el brazo, y se irguió.

—Perdone —susurró sonriendo a Brunetti, con lágrimas en las mejillas—. Me he atragantado —y se señalaba la garganta. Al hablar le volvió la tos. Luego, levantó una mano y sonrió. Aspiró varias veces someramente y dijo a su madre con voz ronca—: Ya pasó,
mamma
.

Brunetti, al verla ya tranquila, cruzó el pasillo y abrió la puerta de la otra habitación. Vianello seguía en el sofá, leyendo la revista. El inspector se levantó, dejo la revista en la mesa y se reunió con Brunetti en la puerta. Al salir al pasillo, Vianello vio a la muchacha. Ella le sonrió pero no le tendió la mano. Los dos hombres salieron del apartamento y, desdeñando el ascensor que seguía en el piso, con una puerta abierta, bajaron por la escalera.

Al salir, Vianello preguntó:

—¿La hija?

—Sí.

—Muy guapa.

Brunetti no contestó sino que fue hasta el borde del canal, se volvió y contempló el edificio del que acababan de salir.

—¿Qué buscas? —preguntó Vianello, mirando en la misma dirección.

—El ángulo del tejado —contestó Brunetti protegiéndose los ojos del sol con la mano. Estaban demasiado cerca y sólo veían la fachada y el alero; pero no podían alejarse más para mejorar la perspectiva.

—El dormitorio está en la parte de atrás —dijo Brunetti apartando la mano de la cara para señalar a la tasa—. En aquel lado del pasillo había otras dos puertas.

—¿Y?

—Y nada, me temo —respondió Brunetti echando a andar hacia la callejuela. Cuando Vianello estuvo a su lado, explicó—: Dice que estaba en la ópera con su hijo y que después fueron a cenar a casa de su hermana. Para empezar, lo comprobaremos.

—¿Y después?

—Si es verdad, trataremos de averiguar algo sobre la chica.

Tras un momento de duda, Vianello preguntó:

—¿La gitana?

—Si, por supuesto —respondió Brunetti aflojando el paso un momento y mirándolo con curiosidad.

Vianello desvió la mirada un instante y luego preguntó:

—¿Rizzardi dijo eso? ¿Lo de la gonorrea?

—Sí.

Salieron a
campo
Santo Stefano y, de mutuo acuerdo, se dirigieron al puente de la Accademia y el barco que los llevaría de vuelta a la
questura
.

Cuando pasaban por detrás de la estatua, Vianello dijo:

—¿Por qué no dejo de pensar que es peor por ser una niña?

Pasaron por delante de la iglesia y torcieron hacia el puente.

—Porque es peor —dijo Brunetti.

Poco después de que llegaran a la
questura
, Pucetti se presentó a dar su informe. Brunetti ya había localizado al cuñado de la
signora
Fornari, que confirmó sus palabras e incluso agregó que había acompañado a ella y a su hijo al
vaporetto
de la 1.07.

Pucetti había seguido las instrucciones y mostrado las fotos de la niña a sus compañeros y dejado copias en el puesto de los
carabinieri
de San Zaccaria, con la indicación de que las hicieran circular, por si alguno de los hombres la reconocía. Mientras hablaba, dejó en la mesa de su superior la carpeta con las fotos sobrantes.

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