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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (18 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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Cuando el joven terminó, Brunetti preguntó:

—¿Nadie la ha reconocido?

—Aquí no, señor —respondió Pucetti—. He puesto dos de las fotos en el tablero. Uno de los
carabinieri
de San Zaccaria ha dicho que le parecía que la habían detenido hace un mes, pero que no estaba seguro y que miraría en el archivo y hablaría con los hombres que habían hecho el informe.

—Confiemos en que así sea —dijo Vianello, que tenía más experiencia de los
carabinieri
y sus hábitos.

—Estoy seguro de que lo hará —protestó Pucetti—. Lo ha impresionado que fuera una niña. Eso los ha impresionado a todos.

Los tres hombres se miraron en silencio.

—¿Piensas hablar con el hijo? —preguntó Vianello, recordando a Brunetti que aún había que interrogar al joven, para confirmar la explicación de su madre.

—Ella no se arriesgaría a mentir —dijo Brunetti, sin comprender por qué tenía esa certeza, pero la tenía.

—Comisario —empezó Pucetti titubeando—, ¿me permite una pregunta? —Ante el asentimiento de su superior, el joven agente prosiguió—: Parece, por lo menos, por lo que le he oído decir, que usted cree que la Vivarini es culpable de algo, o que trata de ocultar algo.

Brunetti reprimió el impulso de dar a Pucetti una palmada en el hombro. Tampoco le sonrió.

—La
signora
Vivarini ha dicho que no había echado de menos nada. Una alianza, un reloj de bolsillo, unos gemelos y otra sortija. —Pucetti escuchaba atentamente, motando en la memoria todo lo que decía Brunetti—. Se ha sorprendido al ver a la policía, me parece que sinceramente. —Pucetti asintió, sumando la información—. Como se sorprendería cualquiera —agregó Brunetti, y Pucetti asintió otra vez. El comisario pensó en pedir al agente una opinión, pero se abstuvo y prosiguió—: En ningún momento, y estuvimos en su casa media hora por lo menos, preguntó por la niña que fue sacada del agua cerca de allí.

—¿Quiere decir que sospecha que ella pudiera ser culpable de eso? —preguntó Pucetti, que no pudo impedir que el asombro le hiciera poner el acento en la última palabra.

—No —respondió Brunetti—. Pero no ha preguntado por la niña, ni siquiera cuando le dije que habíamos encontrado los objetos en poder de una persona a la que estábamos investigando. Por eso sospecho.

La primera expresión que Brunetti vio asomar a la cara de Pucetti era de discrepancia, y lo sorprendió que eso lo irritara. Pero entonces el joven meneó la cabeza, se miró los pies unos momentos y, cuando levantó la cabeza, ya sonreía.

—Ella debía haber preguntado, ¿verdad?

Brunetti miró a Vianello y se alegró al ver que también él sonreía.

El inspector dijo a Pucetti:

—Una niña se ahoga delante de tu casa y luego se presenta la policía preguntando por unos objetos que han desaparecido. Me parece que, si tienes a los polis en casa durante media hora, te sobra tiempo para que empieces a atar cabos. A fin de cuentas, no todos los días se ahoga alguien en esta ciudad.

—¿Y qué relación puede haber? —preguntó Pucetti.

Brunetti alzó las cejas y torció el mentón en una expresión que sugería una infinidad de posibilidades.

—Pudo ser simple coincidencia. Nosotros tenemos ventaja porque sabemos que la niña tenía el anillo y el reloj y, por consiguiente, que estuvo en la casa. La
signora
Vivarini no tiene por qué saber que la niña estuvo allí, por lo que puede no establecer la relación. De todos modos, no deja de ser extraño que no preguntara por ella.

—¿Manda algo más, comisario?

—Eso es todo por el momento —respondió Brunetti.

Capítulo 18

El día en que Pucetti distribuyó las fotos de la niña gitana, Brunetti estaba sentado a su mesa y deliberadamente había apartado a un lado la carpeta que contenía las fotos restantes, como si ello pudiera ayudarle a apartarlas también de su pensamiento. Casi se alegró cuando oyó que llamaban a la puerta.

—Avanti —gritó.

Entró la
signorina
Elettra diciendo:

—¿Tiene un momento, comisario?

—Por supuesto —dijo él señalando una silla.

Ella cerró la puerta, cruzó el despacho, se sentó y puso una pierna encima de la otra. No traía papeles en la mano, pero su postura daba a entender que pensaba quedarse un rato.

—¿Sí,
signorina
? —preguntó Brunetti con sonrisa pronta.

—Tal como me pidió,
dottore
, he hecho averiguaciones acerca de ese sacerdote.

—¿Cuál de ellos?

—Ah, sólo uno es sacerdote, el padre Antonin —respondió ella, añadiendo, sin darle tiempo a preguntar—: El otro, Leonardo Mutti, no pertenece a ninguna orden religiosa; por lo menos, a ninguna que esté aprobada por el Vaticano.

—¿Puede decirme cómo lo ha averiguado?

—Fue fácil encontrar la fecha y lugar de nacimiento: como es residente en Venecia, no tuve más que mirar los archivos municipales. —Un mínimo movimiento de su mano derecha indicó la suma facilidad de la pesquisa—. Y luego lo único que tuvo que hacer mi amigo es introducir su nombre y fecha de nacimiento en los archivos del Vaticano. —Aquí hizo un inciso para comentar—: Son una maravilla. Allí está todo.

Brunetti asintió.

—Leonardo Mutti no aparece ni como sacerdote secular ni como miembro de una orden reconocida.

—¿Reconocida?

—Dice mi amigo que tienen archivos de todas las órdenes reconocidas, es decir, las que controlan, además de algunos grupos marginales, como el de esos chalados de Lefèvre y gente por el estilo, pero el nombre de Mutti tampoco sale en ninguno.

—¿Ha entrado usted en esos archivos? —preguntó Brunetti, más por cortesía que porque tuviera una idea de lo que ello podía representar.

—Ah, no —dijo ella, levantando una mano para rechazar semejante idea—. Son muy buenos para mí. Una maravilla, como le decía: es casi imposible acceder al sistema. Sólo con autorización.

—Comprendo —dijo él, como si así fuera—. ¿Y Antonin? ¿Qué ha encontrado su amigo acerca de Antonin?

—Que hace cuatro años fue apartado de su parroquia en África y enviado a un pueblo de Abruzzo, pero por lo visto, se movieron hilos y ha acabado aquí, de capellán del hospital.

—¿Qué hilos?

—No lo sé, ni mi amigo ha podido descubrirlo. Pero Antonin estuvo en lo que podríamos llamar un exilio interior durante cosa de un año antes de ser trasladado a Venecia. —Como Brunetti guardara silencio, ella dijo—: Normalmente, cuando vuelven, digamos, en circunstancias poco claras, suelen quedarse en su destino mucho más tiempo, incluso hasta la jubilación.

—¿Por qué fue trasladado? —preguntó Brunetti.

—Se le acusó de fraude —dijo ella, y añadió—: Perdone, debí de empezar por ahí.

—¿Qué clase de fraude?

—Lo corriente en África y misiones del Tercer Mundo en general: escribes cartas a tu país explicando las muchas necesidades que tienen, lo poco de que disponen y lo pobre que es allí la gente. —Esto recordó a Brunetti las cartas que Antonin enviaba a Sergio—. Pero la misión del padre Antonin se había adaptado a los nuevos tiempos —prosiguió ella con un deje de admiración en la voz—. Colgó una página web con fotos de su parroquia de la selva y de sus alegres feligreses acudiendo a misa. Y de la nueva escuela construida con las donaciones. —Ladeó la cabeza al preguntar—:
Signore
, ¿cuando iba al colegio no le pedían que rescatara a niños?

—¿Que rescatara a niños?

—Echando el dinero de la paga en la hucha de cartón, que se enviaba a las misiones para rescatar a un niño pagano y salvarlo para Jesús.

—Creo que en mi colegio tenían esas huchas, pero mi padre no me dejaba dar dinero.

—Nosotros también las teníamos —dijo ella, sin especificar si había contribuido o no a salvar almas paganas para Jesús. Pero era evidente que se callaba algo más, él no sabía qué era, pero estaba seguro de que pronto le sería revelado—. El padre Antonin utilizaba la misma táctica en su página web. Enviando dinero a una cuenta bancaria, pagabas la educación de un niño durante un año. —Brunetti, que tenía a varios huérfanos indios a sus expensas, empezó a sentirse incómodo—. Él hablaba de educación y de capacitación, no de religión, por lo menos, en la página —explicó ella y, sin darle tiempo a preguntar, añadió—: Debía de pensar que las personas que visitan una página web están más interesadas en la educación que en la religión.

—Quizá —dijo Brunetti—. ¿Qué más?

—Pues que se descubrió el chanchullo porque alguien vio que las fotos de la feliz congregación de Antonin también aparecían en la página web de una escuela dirigida por un obispo de Kenia. Y no sólo eso sino que las piadosas reflexiones sobre la fe y la esperanza también eran las mismas. —Sonrió—. Debieron de suponer que no se haría un cruce de datos, digamos, eclesiástico. —Y, dejando ya traslucir su cinismo, preguntó—: Además, todos los negros parecen iguales, ¿no?

Desestimando el comentario, Brunetti preguntó:

—¿Qué pasó?

—La persona que lo descubrió es un periodista que hacía un reportaje sobre las misiones.

—¿Un periodista con o sin simpatías?

—Afortunadamente para Antonin, con.

—¿Y?

—El periodista informó a alguien del Vaticano, que tuvo un discreto cambio de impresiones con el obispo de Antonin, y el padre Antonin se encontró en Abruzzo.

—¿Y el dinero?

—Ah, ahora viene lo más interesante. Resulta que Antonin no tenía nada que ver con el dinero, que iba a una cuenta que su obispo había abierto en su propio nombre, junto con un porcentaje del dinero que recaudaba el obispo de Kenia, que usaba las fotos de Antonin. El padre Antonin nunca supo cuánto dinero recaudaban, eso no le interesaba, mientras pudiera mantener la escuela y alimentar a los niños. —Ella sonrió ante la ingenuidad del hombre—. Podríamos decir que era una especie de testaferro —prosiguió—. Era europeo, tenía contactos en Italia, conocía aquí a personas que podían diseñar una página web y sabía apelar a la generosidad de la gente. —Volvió a sonreír, ahora fríamente—. De no ser por el periodista, probablemente, seguiría en África, salvando almas para Jesús.

Indignado, tanto por la injusticia cometida con Antonin como por lo que su primera reacción revelaba de sus propios prejuicios, Brunetti dijo:

—¿Y él no protestó? Era inocente.

—Pobreza. Castidad. Obediencia. —Ella marcó una pausa después de cada palabra—. Por lo visto, Antonin se toma en serio sus votos. De modo que obedeció la orden de Roma, regresó e hizo su trabajo en Abruzzo. Pero alguien debió de descubrir lo que había sucedido realmente. Quizá el periodista lo contó a alguien, y Antonin fue enviado a Venecia.

—¿Él ha contado a alguien la verdad? —preguntó Brunetti.

La joven se encogió de hombros.

—Él hace su trabajo, visita a los enfermos, entierra a los muertos.

—¿Y trata de impedir que sigan cometiéndose fraudes? —apuntó Brunetti.

—Eso parece —admitió ella mal de su grado, optando por mantener intacta su suspicacia sobre el clero, a pesar de la evidencia. Se inclinó hacia adelante, empezando a levantarse—. ¿Quiere que siga investigando a Leonardo Mutti?

A pesar de que el instinto le decía que no debía perder más tiempo con esto, Brunetti se sentía en deuda con Antonin y manifestó:

—Sí, por favor. Antonin dijo que Mutti es de Umbria. Quizá allí encuentre algo.

—Sí, comisario —afirmó ella acabando de ponerse en pie—. Vianello me dijo lo de esa niña. Qué horror.

¿Se refería a la muerte, a la enfermedad o a que probablemente había muerto mientras robaba o a que nadie la había reclamado? En lugar de preguntárselo, Brunetti respondió:

—No me la quito de la cabeza.

—Lo mismo dice Vianello. Quizá se mitigue la impresión cuando se resuelva el caso.

—Sí. Quizá —respondió Brunetti. En vista de que él no decía más, la joven volvió a su propio despacho.

Tres días después, pasaron a Brunetti una llamada del puesto de
carabinieri
de San Zaccaria.

—¿Es usted el que pregunta por la gitana? —inquirió una voz de hombre.

—Sí.

—Me han dicho que le llame.

—¿Usted es?


Maresciallo
Steiner —respondió el hombre, y al oír el nombre, Brunetti comprendió que el leve acento que vibraba en la voz era alemán.

—Muchas gracias por llamar,
maresciallo
—dijo Brunetti, optando por la cortesía, aunque tenía la impresión de que no serviría de mucho.

—Padrini me ha enseñado la foto que trajo su hombre. Dice que quiere información.

—Exactamente.

—Mis hombres la trajeron un par de veces. Se siguió el procedimiento habitual: llamar a una agente femenina, esperar a que llegue y registrar a la niña. Registrar a las que han detenido con ella. Lo mismo cada vez. Luego llamar a los padres. —Una pausa y Steiner prosiguió—: O a los que dicen ser los padres. Esperar a que lleguen o, si no se presentan, llevar a los críos al campamento y entregarlos. Es el procedimiento. Ni comentarios, ni cargos, ni siquiera una palmada en la mano para que no vuelvan a hacerlo. —Las palabras de Steiner expresaban sarcasmo pero el tono era de fatiga y resignación.

—¿Puede decirme, en concreto, quién la ha reconocido? —preguntó Brunetti.

—Como ya le he dicho, dos de mis hombres. Era muy bonita, no parecía una de ellos. Por eso la recuerdan.

—¿Podría ir a hablar con ellos? —preguntó Brunetti.

—¿Por qué? ¿Es que ustedes van a llevar el caso?

Inmediatamente, Brunetti se puso en guardia, decidido a evitar todo conato de conflicto de competencias que pudiera estar previendo el
maresciallo
y dijo amigablemente:

—No creo que pueda hablarse de caso propiamente dicho,
maresciallo
. Sólo necesito de sus archivos un nombre y, si fuera posible, una dirección, para obtener de los padres una identificación positiva. —Brunetti hizo una pausa y agregó en tono de cómplice camaradería—: De los padres o de los que se digan sus padres. —Lo único que Brunetti oyó de Steiner fue un gruñido ahogado, que tanto podía ser de asentimiento como de aprobación, y prosiguió—: Cuando lo tengamos, podremos entregarles el cadáver y cerrar el caso.

—¿Cómo murió? —preguntó el
carabiniere
.

—Ahogada, como decían los periódicos —respondió Brunetti, y añadió—: En esto, por lo menos, no se equivocaron. —Ahora el gruñido fue de inequívoca conformidad—. Sin señales de violencia. Debió de caer al canal. Probablemente, no sabía nadar —dijo, sin que se le ocurriera añadir: «la pobre».

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