La chica del tambor (68 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
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Sus guardianes eran una clase de árabes que ella no había conocido hasta entonces, ni tenía ganas de ver otra vez: una especie de vaqueros jactanciosos y de pocas palabras que se dedicaban a humillar a todo occidental que se les pusiera delante. Rondaban por el perímetro del campamento fanfarroneando y se paseaban de seis en seis en jeep a toda velocidad. Fátima dijo que eran una milicia especialmente reclutada en la frontera siria. Algunos eran muy jóvenes. Por las noches, hasta que Charlie y una muchacha japonesa armaron un gran alboroto, aparecían los mismos chavales en grupitos de dos y tres e intentaban convencer a las chicas de ir a dar una vuelta por el desierto. Fátima solía acompañarlos, y también una germano oriental, y al regreso parecían muy impresionadas. Pero el resto de las chicas, cuando les daba por ahí, se lo hacían con los instructores occidentales, cosa que a los árabes les ponía frenéticos.

Todos los instructores eran hombres. Por las mañanas, a modo de oración matinal, se alineaban frente a los alumnos mientras uno de ellos leía una violenta condena del archienemigo del día: el sionismo, los traidores egipcios, la explotación capitalista europea, otra vez el sionismo, y el «expansionismo cristiano» (una novedad para Charlie), aunque este último había surgido tal vez porque era Navidad, fiesta cuya celebración consistió en un decidido mutis oficial. Los germano orientales iban casi rapados al cero, eran hoscos y fingían que las mujeres les aburrían. Los cubanos podían ser alternativamente ostentosos, nostálgicos y arrogantes, y casi todos ellos apestaban y tenían los dientes cariados, salvo el amable Fidel, el favorito de todos. Los árabes eran los más volátiles y los que actuaban con más dureza, gritando a los rezagados o disparando más de una vez a los pies del que no atendía, a tal extremo que un muchacho irlandés se atravesó un dedo al mordérselo de puro pánico, para gran regocijo de Abdul, el americano, que observaba a cierta distancia, como solía hacer con frecuencia, sonriendo con presunción y andando detrás de ellos como el de la foto fija en un plato de cine, o tomando notas en una libreta para su gran novela sobre la revolución.

Pero en aquellos primeros días de locura la estrella del fortín fue un checo llamado Bubi, un fanático de las bombas que la primera mañana de instrucción mató a su propio casco de combate primero con un kalashnikov, luego con un impresionante pistolón del 45 y, por último, para acabar con la bestia, con una granada rusa que lo hizo volar a quince metros de altura.

La lengua franca empleada para las charlas políticas era un inglés de parvulario con unas gotitas de francés. Charlie se juraba en secreto que si alguna vez salía de allí con vida, se libraría para siempre jamás de aquellas idioteces de medianoche referentes al «alba de la revolución». Mientras tanto, se reía por nada. No se había reído desde que aquellos hijos de puta hicieron volar a su amante por los aires en la autopista de Munich, y su reciente visión de la agonía de aquel pueblo sólo había aumentado su amarga necesidad de ser compensada.

«Hablarás de todo con la mayor seriedad -le había dicho José, que más serio no podía ser-. Te mostrarás reservada, solitaria, un poco loca si quieres, están acostumbrados a eso. No harás preguntas, te encerrarás día y noche en ti misma.»

El contingente variaba de día en día. Cuando el camión partió de Tiro, el grupo estaba formado por cinco chicos y tres chicas y toda conversación estaba prohibida por orden de dos guardianes con manchas de cordita en la cara, que iban con ellos en la trasera del camión, botando y bamboleándose al pasar por la pedregosa pista de montaña. Una chica que resultó ser vasca le sopló que estaban en Adén, pero dos muchachos turcos aseguraron que era Chipre. Al llegar había otros diez camaradas-alumnos esperando, pero al día siguiente los turcos y la vasca habían desaparecido, presumiblemente de noche, cuando se oía el trasiego de camiones con los faros apagados.

Para su investidura se les exigió formular un juramento de lealtad a la revolución antiimperialista y estudiar el «reglamento del campo», que a modo de Diez Mandamientos aparecía en un espacio liso de pared blanca en el Centro de Recepción de Camaradas. En todo momento los camaradas estaban obligados a usar únicamente su nombre árabe; nada de drogas, nada de ir desnudos, nada de jurar por Dios, nada de conversaciones en privado; nada de alcohol ni de cohabitación ni de masturbación. Mientras Charlie cavilaba cuál de estos preceptos transgredir primero, un discurso pregrabado de bienvenida sonó repentinamente por los altavoces.

«¡Camaradas! ¿Quiénes somos? Somos los que no tienen nombre ni uniforme. Somos las ratas que han escapado a la explotación capitalista. ¡Somos los huidos de los campos del Líbano, que el dolor asola! ¡Lucharemos contra el genocidio! ¡Venimos de las tumbas de hormigón de las ciudades de Occidente! ¡Y aquí nos encontramos todos! ¡Juntos prenderemos la antorcha en nombre de ochocientos millones de bocas hambrientas en todo el mundo!»

Al terminar del discurso, Charlie notó un sudor frío en la espalda y una punzante ira en el pecho. Lo haremos, pensó. Sí, lo haremos. Al mirar a una chica árabe que estaba a su lado, vio que su mirada reflejaba un fervor idéntico al de ella.

«Noche y día», le había dicho José.

Por consiguiente, se afanó noche y día: por Michel, por su propia loca cordura, por Palestina, por Fatmeh y por y por Salma y los niños caídos bajo las bombas en Sidón; forzándose a salir de sí misma para huir de su caos interior, haciendo acopio de todos los elementos de su segundo personaje como nunca había hecho antes, para unirlos en una sola identidad combativa.

Soy una viuda afligida y ultrajada y he venido para ocupar el sitio de mi amante muerto.

Soy la militante concienciada que ha malgastado el tiempo en paños calientes y que ahora se planta espada en mano dispuesta a todo.

He tocado con mi mano el corazón palestino y he prometido tirarle de las orejas al mundo para que preste atención.

Estoy ansiosa por actuar, pero soy astuta y tengo muchos recursos. Soy la soñolienta avispa que puede esperar todo el invierno para picar.

Soy la camarada Leila, ciudadana de la revolución mundial.

Noche y día.

Representó este papel hasta el límite de lo posible, desde la réplica airada con que realizaba su combate sin armas hasta el inquebrantable gesto ceñudo con que se miraba al espejo cuando se cepillaba salvajemente su largo pelo negro, en el que aún asomaban las raíces pelirrojas. Hasta que lo que había empezado como un esfuerzo de voluntad se convirtió en un hábito de cuerpo y mente, una ira permanente, enfermiza y solitaria que se transmitía rápidamente a los demás, fueran instructores o alumnos. Casi desde el principio, ellos aceptaron aquella especie de extrañeza suya que la mantenía apartada de todos. Tal vez no era el primer caso que conocían; eso decía José, al menos. Esa pasión de gélida mirada que ella desplegaba en las sesiones de entrenamiento con armas de fuego -desde prácticas con lanzacohetes manuales de fabricación rusa hasta la confección de bombas con circuitería de color rojo, pasando por los inevitables kalashnikov- impresionó hasta al mismísimo Bubi. Se entregaba en cuerpo y alma, pero era inaccesible. Los hombres, incluida la milicia siria, dejaron de hacerle proposiciones indiscriminadas; las mujeres abandonaron sus suspicacias ante su aspecto despampanante; los camaradas más débiles empezaron a pegársele tímidamente mientras que los fuertes la consideraban como a un igual.

En su dormitorio había tres camas pero al principio sólo tuvo una compañera, una diminuta japonesa que se pasaba todo el rato de rodillas, rezando, pero que no dirigía la palabra al resto de los mortales como no fuera en su propia lengua. Cuando dormía, hacía rechinar los dientes de tal forma que una noche Charlie la despertó y se sentó a su lado cogiéndole la mano mientras lloraba lágrimas asiáticas, hasta que los altavoces vomitaron su música y llegó el momento de levantarse. Poco después y sin previo aviso también la japonesita desapareció, siendo reemplazada por dos hermanas argelinas que fumaban cigarrillos rancios y que parecían saber tanto de armas y bombas como el propio Bubi. Eran dos chicas corrientes, a juicio de Charlie, pero el personal instructor las veneraba por su participación en cierta gesta bélica contra el opresor. Por las mañanas se las veía rondar soñolientas por las cercanías del local de los instructores con sus chándales de lana, mientras las menos favorecidas terminaban sus combates de mentirijillas. Así fue como Charlie disfrutó por un tiempo de todo el dormitorio para ella sola, y aunque Fidel, el amable cubano, apareció una noche acicalado como un director de coro para estrecharla con su amor revolucionario, ella mantuvo su pose de abnegación y rigidez sin concederle más que un beso antes de despedirle.

El siguiente en solicitar sus favores después de Fidel fue Abdul, el americano. Se presentó a altas horas de la noche, llamando a la puerta tan quedamente que ella esperó ver aparecer a las argelinas, ya que solían olvidarse de la llave. A aquellas alturas, Charlie había llegado a la conclusión de que Abdul vivía siempre en el campamento, pues tenía mucha intimidad con los instructores y disfrutaba de total libertad sin otra función que la de leer sus espantosos discursos y citar a Marighella con un irregular acento del Sur profundo, que Charlie sospechaba impostado. Fidel, que admiraba al americano, le dijo que era un desertor de Vietnam que odiaba el imperialismo y que había llegado allí vía La Habana.

–Hola -dijo Abdul, y se coló sonriente antes de que ella pudiese cerrarle la puerta en las narices. Se sentó en la cama y empezó a liar un cigarrillo.

–Esfúmate -dijo ella-. Largo.

–Sí, claro -concedió él, y siguió liándose el cigarrillo. Era alto, con entradas, y, visto de cerca, muy delgado. Llevaba un traje cubano de faena y tenía una sedosa barba castaña recortada.

–¿Cuál es tu verdadero nombre, Leila? -preguntó.

–Smith.

–Smith.
Me gusta. -Repitió varias veces el apellido en distintos tonos-. ¿Eres irlandesa? -Encendió el pitillo y le ofreció una calada que ella declinó-. Dicen que eres propiedad privada de Mr. Tayeh. Tienes buen gusto. Tayeh es un tipo muy melindroso. ¿A qué te dedicas profesionalmente, Smith?

Charlie se dirigió a la puerta y la abrió, pero él siguió en la cama, sonriéndole de un modo endeble y cómplice a través del humo.

–¿No quieres echar un polvo? -le preguntó-. Qué lástima. Esas
fräuleins
son como elefantes enanos de circo. Pensaba que tal vez podríamos elevar un poco el nivel y hacer una demostración de las buenas relaciones entre nuestros países.

Abdul se levantó lánguidamente, tiró el cigarrillo junto a la cabecera y lo aplastó con la bota.

–¿No tendrás un poco de hash para este pobre mortal?

–Fuera -dijo ella.

Abdul avanzó hacia ella arrastrando los pies, se detuvo, alzó la cabeza y se quedó quieto; y, para su desconcierto, Charlie vio que sus extenuados e inexpresivos ojos estaban llenos de lágrimas y que sus mandíbulas se hinchaban con la ansiedad de un niño suplicante.

–Tayeh no me deja bajar del tiovivo -se lamentó. Su acento sureño había dado paso al normal de la Costa Este-. Teme que mis pilas ideológicas estén gastadas. Y me parece que tiene razón. Digamos que he olvidado el razonamiento que explica cómo todo niño muerto es un paso hacia la paz mundial, cosa que es una lata cuando resulta que has matado a unos cuantos. Tayeh se lo toma con mucha deportividad. Es un hombre muy equitativo. «Si quieres irte, vete», dice. Y luego señala hacia el desierto, deportivamente.

Como un pedigüeño desconcertado, Abdul tomó la mano derecha de Charlie.

–Me llamo Halloran -explicó como si apenas lograse recordarlo-. Abdul, léase Arthur J. Halloran. Y si alguna vez pasas cerca de alguna embajada norteamericana, Smith, te agradecería que les dejaras una nota diciendo que Arthur Halloran, antes natural de Boston y ex miembro del espectáculo de Vietnam, y últimamente de ejércitos menos oficiales, estaría encantado de volver a su país y pagar su deuda con la sociedad antes de que estos macabeos chalados asomen por la colina y nos machaquen a todos. ¿Querrás hacerme ese favor, Smith? Quiero decir que a la hora de la verdad, nosotros los anglosajones estamos por encima de esta gente, ¿no crees?

Charlie apenas podía moverse. Una modorra irresistible la había embargado, como cuando un cuerpo malherido empieza padecer de frío. Sólo tenía ganas de acostarse. Con Halloran. Para darle el consuelo que le pedía y obtener otro tanto a cambio. Le daba igual que por la mañana decidiese informar a los instructores. Que lo hiciera. Ella sólo sabía que no podía aguantar una noche más aquella infernal celda vacía.

Él seguía sosteniéndole la mano y ella le dejó hacer como al suicida que desde el borde de la ventana contempla la calle a sus pies. Y entonces, con un supremo esfuerzo, se liberó y con ambas manos empujó aquel cuerpo enjuto hacia el pasillo; Halloran no opuso resistencia.

Luego se sentó en la cama. Era la misma noche, sin duda alguna. Aún olía a cigarrillo, podía ver la colilla a los pies de la cama.

«Si quieres, vete», había dicho Tayeh. Y luego señalaba hacia el desierto. Tayeh era un hombre muy equitativo.

«No hay miedo comparable -había dicho José-. Tu valentía será como dinero en efectivo, irás gastando cada vez más, y una noche buscarás en tus bolsillos y no encontrarás nada: ahí es donde empieza el verdadero valor.»

«Existe una sola lógica -había dicho José-: tú. No puede haber más que un superviviente: tú, y una sola persona en quien confiar: tú.»

Se quedó asomada a la ventana preocupada por la arena. Nunca había pensado que la arena pudiera subir tan alto. De día, amansada por el sol abrasador, la arena permanecía dócil y sumisa, pero en cuanto salía la luna, como ahora, empezaba a amontonarse en ingobernables conos que saltaban de un horizonte a otro, de tal forma que ella pensó que luego podría oír cómo se colaba por las ventanas para asfixiarla mientras dormía.

Su interrogatorio empezó a la mañana siguiente y, según sus cálculos a posteriori, duró un día y dos medias noches. Fue un proceso violento y absurdo según a quién le tocara acosarla y según pusieran a prueba su compromiso revolucionario o la acusaran de ser una delatora británica, sionista de los norteamericanos. Mientras duró el interrogatorio se la eximió de toda instrucción, y entre una sesión y otra permaneció en su cabaña bajo arresto domiciliario, aunque nadie parecía tomarse a mal que saliera de vez en cuando a pasear por el campamento. Se turnaron para interrogarla cuatro fervorosos muchachos árabes que trabajaban por parejas, ladrándole preguntas preparadas que leían de unas notas manuscritas, y que se enfurecían cada vez que ella no entendía su pésimo inglés. Nadie le puso la mano encima, aunque habría sido más fácil para ella, pues así al menos hubiese sabido cuándo estaban satisfechos y cuándo no. Pero sus arrebatos daban bastante miedo y a veces le gritaban por turnos, acercándole sus caras, rociándola de saliva y provocándole una terrible jaqueca. Otro de los trucos era ofrecerle un vaso de agua y luego tirárselo a la cara cuando ella se disponía a cogerlo. Pero cuando volvieron a encontrarse, el muchacho que había sido instigador de aquella escena leyó en alto una disculpa escrita delante de sus tres colegas y luego abandonó la habitación profundamente humillado.

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