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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (81 page)

BOOK: La chica del tambor
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Y al hacerlo, le vio; no a John, sino a José, inconfundible allá en el centro del patio de butacas, donde solía sentarse Michel, mirándola con la misma cara de preocupación terriblemente circunspecta.

Al principio no se sorprendió en absoluto; la línea divisoria entre su mundo interior y su mundo exterior siempre había sido sumamente endeble, pero en los últimos meses había dejado prácticamente de existir.

Conque has venido, pensó. Pues ya era hora. ¿Traes orquídeas, José? ¿Orquídeas no? ¿Y el blazer rojo? ¿Y el medallón de oro? ¿Y los zapatos Gucci? Después de todo, creo que tendría que haber ido al camerino y haber leído tu nota. Así habría sabido que venías, ¿no?, y te habría preparado un pastel.

Había dejado de leer en voz alta porque carecía de sentido seguir actuando, por más que el apuntador le soplara desvergonzadamente las frases y el director se encontrara detrás de ella agitando los brazos como quien trata de espantar un enjambre de abejas; ambos se hallaban dentro de su campo visual, pese a que ella miraba exclusivamente a José. O tal vez se los estaba imaginado, porque José se había convertido al fin en algo real. A su espalda, el marido John, sin convicción en su voz, había empezado a inventarse un texto para cubrirle la retirada. Y ella tenía ganas de decirle con orgullo: Te hace falta un José; nuestro amigo José, ese de ahí, puede proporcionarte frases para toda las ocasiones.

Había entre ellos una retícula de luz, no tanto una mampara como una división óptica. Sumada a sus lágrimas, su visión de José había empezado a perturbarle hasta el punto de que se preguntaba si no sería un simple espejismo. Desde las bambalinas le gritaban que saliera de escena; John, el marido, había empezado a desfilar hacia las candilejas y se la llevaba ya gentilmente pero con firmeza como paso previo a mandarla al loquero. Charlie supuso que en cuestión de segundos caería el telón y le darían a aquella furcia -como se llamara- de su sustituía la oportunidad de su vida. Pero su preocupación era llegar hasta donde estaba José, tocarle y asegurarse. A telón cerrado, empezó a bajar los escalones hacia él. Se encendieron las luces y, en efecto, era José, pero el verle con tanta claridad la fastidió; era otra persona más del público. Echó a andar por el pasillo y al notar una mano en su brazo, pensó: Vaya, otra vez mi marido John, lárgate. El vestíbulo estaba vacío, sin contar a dos duquesas de la tercera edad que a buen seguro eran las gerentes del teatro.

–Yo de usted, querida, iría a ver un médico -dijo una.

–O me iría a dormir la mona -dijo la otra.

–No os preocupéis, señoras -les aconsejó alegremente Charlie, empleando una expresión que no había utilizado jamás.

Ni llovía como en Nottingham ni había ningún Mercedes rojo a la puerta, de modo que fue a una parada de autobús, casi esperando ver llegar al muchacho americano diciéndole que estuviera atenta por si pasaba una furgoneta roja.

José se aproximaba por la calle desierta; le parecía altísimo y se lo imaginó echando a correr a fin de llegar antes que sus propias balas, pero no fue así. Se paró delante de ella, respirando con cierta dificultad, y no había duda de que alguien le enviaba con un mensaje, seguramente Marty, o quizá Tayeh. Al disponerse él a pronunciar su recado, Charlie se lo impidió.

–Estoy muerta, José. Me pegaste un tiro, ¿no te acuerdas?

Quiso añadir algo sobre el teatro de lo real, algo de que los cadáveres no se levantan y se marchan porque sí, pero no lo consiguió.

José hizo señas a un taxi que pasaba. El taxi no paró, como era de prever. Corren tiempos en que los taxis hacen lo que les da la real gana. Charlie se había apoyado en él, y habría caído de bruces de no ser porque José la sostenía con firmeza. Las lágrimas la cegaban y la voz de él le sonaba como si estuvieran debajo del agua. Estoy muerta, estoy muerta, no paraba de repetir. Pero al parecer él la quería igual muerta que viva. Y, entrelazados, echaron a andar torpemente por la acera aunque la ciudad les resultaba desconocida.

Notas

[1]
Del inglés cathouse, a la vez «gatero» (lugar habitado por gatos) y «casa de putas». (N. del T.)

[2]
Nothing Recorded Against (N. del T.)

[3]
Alusión a los territorios semiindependientes que, a modo de reservas, fueron creados en Sudáfrica en 1959 para perpetuar el régimen de apartheid confinando en ellos a la población de etnia bantú. (N. del T.)

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