Authors: Paolo Bacigalupi
A pesar del calor que hace dentro del coche, siente un escalofrío. Un aura de solidez primigenia envuelve el vehículo, tan pesado y voluminoso que podría tratarse de un tanque. Es como si estuviera encerrado en una de las cajas fuertes de SpringLife, aislado del mundo exterior. Le atenaza la claustrofobia.
Follaperros sonríe mientras Hock Seng pugna por controlar sus emociones.
—Espero que no me hagas perder el tiempo.
Hock Seng se obliga a sostener la mirada de Follaperros.
—Creo que preferirías que fracasara.
—Tienes razón. —Follaperros se encoge de hombros—. Si dependiera de mí, habríamos dejado morir a los de tu clase al otro lado de la frontera.
El coche acelera, incrustando a Hock Seng en el asiento de cuero.
Tras las ventanas, Krung Thep se desliza como un paisaje alienígena: multitudes de tez tostada por el sol, animales de tiro cubiertos de polvo y bicicletas como bancos de peces. Todas las miradas se posan en el vehículo, que avanza como una exhalación. Las bocas se abren, inaudibles, mientras la gente grita y señala con el dedo.
La velocidad es sobrecogedora.
Los tarjetas amarillas se arremolinan alrededor de las entradas de las torres, chinos malayos que se esfuerzan por aparentar ilusión mientras esperan ofertas de trabajo evaporadas ya con el calor de la tarde. Y pese a todo intentan mostrarse llenos de vitalidad, probar que sus brazos huesudos contienen calorías de sobra; solo hace falta que alguien les permita quemarlas.
Todo el mundo se queda pasmado cuando llega el coche del Señor del Estiércol. Cuando se abre la puerta, la gente se postra de rodillas, atónita, prodigando
khrabs
de sumisión, triples reverencias para el benefactor que les proporciona un techo, el único habitante de Krung Thep que arrima voluntariamente el hombro con ellos, que les concede un ápice de seguridad frente a los machetes rojos de los malacos y las porras negras de los camisas blancas.
Hock Seng pasea la mirada por las espaldas de los tarjetas amarillas, preguntándose si conoce a alguien, sorprendido momentáneamente por no contarse entre ellos y ejecutar su propio
khrab
de pleitesía.
Follaperros se adentra en las tinieblas de la torre. De las plantas superiores llegan ecos de ratas que se escabullen y el olor de cuerpos sudorosos hacinados. Frente al hueco de un ascensor sin puertas, abre la tapa de un tubo acústico de bronce deslustrado y grita una orden brusca. Esperan, observándose: Follaperros, aburrido; Hock Seng, disimulando su nerviosismo. Se produce un traqueteo sobre sus cabezas, chasquidos de engranajes, chirridos del hierro contra la piedra. Aparece el ascensor.
Follaperros abre la reja y monta en él. La mujer que opera los mandos del ascensor suelta el freno y grita algo al tubo acústico antes de volver a cerrar la puerta. Follaperros sonríe al otro lado de los barrotes.
—Espera aquí, tarjeta amarilla. —A continuación, se eleva hasta perderse de vista en la oscuridad.
Un minuto después, los encargados de los contrapesos aparecen en el pozo secundario. Apretujándose, salen del ascensor y corren hacia la escalera en manada. Uno de ellos repara en Hock Seng. Su aspecto le confunde.
—No hay más plazas. Con nosotros ya tiene bastante.
Hock Seng menea la cabeza.
—No. Claro que no —murmura, pero los hombres se alejan ya escaleras arriba; sus sandalias resuenan mientras se dirigen a las alturas para realizar un nuevo salto con el lastre.
Desde su posición en el interior del edificio, el fulgor de los trópicos es un rectángulo lejano salpicado de refugiados que contemplan la calle sin nada que hacer ni adónde ir. Un puñado de tarjetas amarillas deambulan por los pasillos arrastrando los pies. Llantos de bebé; sus vocecitas resuenan en el cemento caliente. En alguna parte, en las alturas, se oyen gruñidos sexuales. La gente folla en los pasillos como animales, a la vista de todos, porque la intimidad es algo inalcanzable. Qué familiar resulta todo. Es asombroso que una vez viviera en este mismo edificio, que morara en esta misma perrera.
Se desgranan los minutos. Puede que el Señor del Estiércol haya cambiado de parecer. Follaperros debería haber vuelto ya. Hock Seng percibe movimiento por el rabillo del ojo y da un respingo, pero no es más que una sombra.
A veces sueña que los pañuelos verdes se han convertido en cheshires, que pueden desmaterializarse y reaparecer donde menos se lo espera: mientras se echa agua por encima de la cabeza durante el baño, mientras come un cuenco de arroz, mientras se acuclilla en la letrina... Sencillamente surgen de la nada, destellantes, lo agarran, lo destripan y pasean su cabeza empalada por las calles a modo de advertencia. Igual que hicieron con Flor de Jade y con la hermana mayor de su primera esposa. Igual que hicieron con sus hijos...
El ascensor traquetea. Follaperros desciende un momento después. La operaria se ha ido, y ahora es la mano de Follaperros la que acciona el sistema de frenado.
—Bien. No te has ido.
—No me asusta este sitio.
Follaperros le mira con aprobación.
—No. Por supuesto. Saliste de aquí, ¿no? —Desmonta y hace un gesto en dirección a la penumbra de la torre. Unos guardias se materializan donde Hock Seng pensaba que solo había sombras. Se obliga a no soltar un gritito, pero aun así Follaperros repara en su estremecimiento. Sonríe—. Cacheadlo.
Unas manos palpan las costillas de Hock Seng, se deslizan por sus piernas, sopesan sus genitales. Cuando los guardias terminan, Follaperros indica a Hock Seng que suba al ascensor. Tras calcular su peso a ojo, grita una orden al tubo acústico.
Desde las alturas se filtra el estrépito de los hombres que montan en la jaula de contrapeso. Empiezan a ascender al instante, deslizándose entre las capas del infierno. El calor se recrudece. El corazón del edificio, expuesto a toda la fuerza del sol tropical, es un horno.
Hock Seng recuerda cuando dormía en estas escaleras, esforzándose por respirar mientras los cuerpos de los demás refugiados hedían y se revolvían a su alrededor. Recuerda cuando el ombligo le tocaba el espinazo. De pronto, por sorpresa, recuerda la sangre en sus manos, cálida y viva. Otro tarjeta amarilla igual que él, tendiéndole los brazos, implorando ayuda, mientras Hock Seng hundía el borde afilado de una botella de whisky en su garganta.
Cierra los ojos, exorcizando el recuerdo.
«Te morías de hambre. No había otra opción.»
Pero eso no impide que incluso a él le cueste creerlo.
Continúan subiendo. Le acaricia un soplo de brisa. La temperatura desciende. En el aire se mezclan las fragancias del hibisco y los cítricos.
Un pasillo abierto pasa como una exhalación ante sus ojos: un paseo expuesto al aire de la ciudad, jardines cuidados, amplias balconadas ribeteadas de limeros. Hock Seng piensa en la cantidad de agua que habrá que acarrear hasta allí arriba. Piensa en las calorías que deben de consumirse, y en la persona que tiene acceso a semejante poder. Resulta emocionante y aterrador al mismo tiempo. Está cerca. Muy cerca.
Llegan a lo alto del edificio. La ciudad se extiende ante ellos como un manto bañado por el sol. Las agujas de oro del palacio donde la Reina Niña tiene su corte y el somdet chaopraya mueve los hilos, el
chedi
del templo de Mongkut en su colina, lo único que sobrevivirá si fallan los diques. Los escombros de las espiras de la antigua Expansión. Y alrededor de todo ello, el mar.
—La vista es excelente, ¿verdad, tarjeta amarilla?
En la otra punta del espacioso tejado se ha erigido un pabellón blanco que ondea suavemente movido por la brisa salobre. A su sombra, en una silla de mimbre, se encuentra repantigado el Señor del Estiércol. El hombre está gordo. Más gordo que nadie que haya visto Hock Seng desde que Pearl Koh, en Malaca, pusiera cerco al tráfico de durios inmunes a la roya. Quizá no tanto como Ah Deng, que regentaba un puesto de dulces en Penang, pero aun así, el hombre es increíblemente obeso, dadas las privaciones impuestas por el ahorro de calorías.
Hock Seng se acerca despacio, hace un
wai
, bajando la cabeza hasta tocarse el pecho con la barbilla, y junta las palmas por encima de la cabeza en señal de respeto.
El gordo mira a Hock Seng.
—¿Quieres hacer negocios conmigo?
Hock Seng siente cómo se le forma un nudo en la garganta. Asiente con la cabeza. El hombre aguarda, paciente. Un criado trae café frío con azúcar y se lo ofrece al Señor del Estiércol, que prueba un sorbo.
—¿Tienes sed? —pregunta.
Hock Seng tiene la presencia de ánimo de negar con la cabeza. El Señor del Estiércol se encoge de hombros. Bebe otro sorbo. No dice nada. Cuatro criados uniformados de blanco se acercan trabajosamente, cargados con una mesa cubierta con un mantel. La depositan delante de él. El Señor del Estiércol apunta con la barbilla a Hock Seng.
—Venga, no te andes con remilgos. Come. Bebe.
Le acercan una silla. El Señor del Estiércol le ofrece a Hock Seng fideos anchos U-Tex fritos y una ensalada de cangrejo y papaya verde, todo ello aderezado con
laab mu, gaeng gai
y U-Tex al vapor, además de una bandeja de rodajas de papaya.
—No tengas miedo. El pollo es de última generación y las papayas están recién cogidas, de la plantación que poseo en el este. Ni rastro de roya en las dos últimas temporadas.
—¿Cómo...?
—Quemamos todos los árboles que presenten síntomas, y los de alrededor. Además, hemos ampliado el perímetro de seguridad hasta los cinco kilómetros. Eso, unido a la esterilización con ultravioletas, parece que basta.
—Ah.
El Señor del Estiércol indica con un ademán el pequeño muelle percutor que hay encima de la mesa.
—¿Un gigajulio?
Hock Seng asiente.
—¿Y los vendes?
Hock Seng niega con la cabeza.
—La forma de fabricarlos.
—¿Qué te hace pensar en mí como comprador?
Hock Seng se encoge de hombros, obligándose a disimular su nerviosismo. En el pasado, este tipo de negociaciones eran pan comido para él. Su segunda piel. Pero entonces no estaba desesperado.
—Si no es usted, serán otros.
El Señor del Estiércol asiente con la cabeza. Apura el café. Uno de los criados vuelve a llenar la taza.
—¿Y por qué acudes a mí?
—Porque usted es rico.
Eso consigue que el Señor del Estiércol se carcajee. A punto está de escupir el café. Su barriga se ondula y todo su cuerpo se estremece. Los criados se quedan paralizados, atentos. Cuando por fin logra controlar el ataque de risa, el Señor del Estiércol se seca los labios y menea la cabeza.
—Buena respuesta. —Su sonrisa se desvanece—. Pero también soy peligroso.
Hock Seng entierra el nerviosismo que siente y decide hablar sin andarse por las ramas.
—Cuando el resto del reino rechazaba a los de nuestra clase, usted nos acogió. Ni siquiera nuestro propio pueblo, los chinos tailandeses, se mostraron tan generosos. Su Alteza Real se apiadó y nos permitió cruzar la frontera, pero fue usted quien nos dio cobijo.
El Señor del Estiércol se encoge de hombros.
—De todas formas, nadie usa las torres.
—Y sin embargo, usted fue el único que nos mostró compasión. Un país entero lleno de budistas, y solo usted nos acogió en vez de obligarnos a regresar al otro lado de la frontera. De no ser por usted, ahora yo estaría muerto.
El Señor del Estiércol se queda mirando a Hock Seng un momento.
—A mis consejeros no les hizo gracia. Decían que me distanciaría de los camisas blancas. Que me granjearía la enemistad del general Pracha y podría poner en peligro incluso mi control sobre los contratos de metano.
Hock Seng asiente.
—Solo usted era lo bastante influyente como para correr ese riesgo.
—¿Y qué pides a cambio de este prodigio tecnológico?
Hock Seng endereza la espalda.
—Un barco.
El Señor del Estiércol arquea las cejas, sorprendido.
—¿No quieres dinero? ¿Ni jade? ¿Ni opio?
Hock Seng niega con la cabeza.
—Un barco. Un clíper rápido, de diseño Mishimoto. Dado de alta y con permiso para transportar mercancías al reino y hasta la otra orilla del mar de la China Meridional. Bajo la protección de Su Majestad la Reina... —Aguarda un instante—. Y con su mecenazgo.
—Vaya. Qué tarjeta amarilla más listo. —El Señor del Estiércol sonríe—. Y yo que pensaba que tu gratitud era sincera.
Hock Seng se encoge de hombros.
—Usted es el único que posee la influencia necesaria para otorgar esa clase de permisos y avales.
—O lo que es lo mismo, el único que puede investir de legitimidad a un tarjeta amarilla. El único que puede convencer a los camisas blancas para que permitan que un tarjeta amarilla se convierta en un comerciante honrado.
—Su sindicato proporciona luz a la ciudad —responde Hock Seng sin pestañear—. Su influencia es incomparable.
De improviso, el Señor del Estiércol se pone en pie con gran esfuerzo.
—Sí. Bueno. Eso es verdad. —Da media vuelta y cruza el patio pesadamente hasta el borde de la terraza, con las manos a la espalda, contemplando la ciudad a sus pies—. Sí. Supongo que todavía hay hilos que puedo mover. Ministerios en los que puedo influir. —Se da la vuelta—. Pides mucho.
—Lo que ofrezco es aún más.
—¿Y si se lo vendes a más de uno?
Hock Seng niega con la cabeza.
—No necesito una flota. Solo un barco.
—Tan Hock Seng, empeñado en reconstruir su imperio mercantil aquí, en el reino de Tailandia. —El Señor del Estiércol se vuelve de repente—. Quizá ya se lo hayas vendido a otro.
—Juro que no, es lo único que puedo hacer.
—¿Estarías dispuesto a jurarlo por tus antepasados? ¿Por los fantasmas de tu familia que deambulan hambrientos por Malaca?
Hock Seng se revuelve nervioso.
—Sí.
—Quiero ver esa tecnología tan fabulosa.
Hock Seng levanta la cabeza sorprendido.
—¿Todavía no ha empezado a darle cuerda?
—¿Por qué no me haces una demostración ahora?
Hock Seng sonríe de oreja a oreja.
—¿Teme que se trate de algún tipo de trampa? ¿De una bomba de cuchillas, tal vez? —Se ríe—. No me gustan los juegos. Solo he venido a hacer negocios. —Mira a su alrededor—. ¿Tiene algún tensador? Veamos cuántos julios es capaz de imprimirle. Dele cuerda y verá. Pero tenga cuidado. No es tan resistente como los muelles normales, debido a la fuerza de torsión que genera. No se puede caer. —Señala a uno de los criados—. Tú, mete este muelle en la rueda de transmisión, a ver cuántos julios eres capaz de imprimirle.