La chica mecánica (25 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Al chico se le ilumina la mirada. Hace otro
wai
.

—Sí,
khun
. No lo olvidaré. ¡Gracias!

—Así me gusta. —Jaidee pasa una pierna por encima de la bicicleta del muchacho—. Cuando la teniente Kanya haya terminado aquí, te llevará en nuestro tándem.

Se adentra en el tráfico. Durante la estación cálida, sin lluvia, pocas personas aparte de los locos o los fanáticos se exponen directamente al calor, pero los arcos y las calles entoldadas contienen mercados repletos de hortalizas, utensilios de cocina y prendas de vestir.

En Thanon Na Phralan, Jaidee suelta el manillar para hacer un
wai
a la Sagrada Columna de la Ciudad al pasar ante ella, susurrando una plegaria por la seguridad del corazón espiritual de Bangkok. Aquí es donde el rey Rama XII anunció por primera vez que no abandonarían la ciudad a la crecida del mar. Ahora, el sonido de los monjes que rezan por la supervivencia de la ciudad se filtra a la calle, y una sensación de paz embarga a Jaidee. Se lleva las manos a la frente tres veces, uno más entre la miríada de ciclistas que hacen lo mismo.

Quince minutos más tarde aparece el Ministerio de Medio Ambiente, una serie de edificios con empinados tejados de tejas rojas que sobresalen entre los macizos de bambú, las tecas y los tamarindos. Vigilan el perímetro del ministerio unos altos muros blancos y representaciones de Garuda y Singha surcadas de viejas marcas de lluvia y ribeteadas de musgo y helechos.

Jaidee ha visto el complejo desde el aire, una foto entre un puñado de las realizadas por un dirigible que sobrevoló la ciudad cuando Chaiyanuchit aún dirigía el ministerio y la influencia de los camisas blancas era absoluta, cuando las plagas que asolaron la tierra barrían los cultivos a una velocidad tan asombrosa que nadie sabía si habría supervivientes.

Chaiyanuchit recordaba el nacimiento de las plagas. Pocas personas podían decir lo mismo. Cuando Jaidee era un joven recluta, había tenido la suerte de trabajar en el despacho del hombre, llevando comunicados.

Chaiyanuchit comprendía lo que estaba en juego, y lo que había que hacer. Cuando las fronteras debían cerrarse, cuando los ministerios debían aislarse, cuando Phuket y Chiang Mai debían saquearse, no vaciló. Cuando los brotes selváticos estallaron en el norte, quemó y quemó y quemó, y cuando despegó a bordo del dirigible de Su Majestad el Rey, Jaidee disfrutó del privilegio de viajar con él.

Llegados a aquellas alturas, su misión se reducía a recoger los cristales rotos. AgriGen, PurCal y los demás habían empezado a exportar semillas inmunes a las plagas y exigían unos precios exorbitantes, al tiempo que los piratas genéticos nacionales intentaban descifrar el código de los productos de las fábricas de calorías y se esforzaban por dar de comer al reino mientras Birmania, los vietnamitas y los jemeres sucumbían. AgriGen y los suyos amenazaban con el embargo alegando un incumplimiento de la ley de la propiedad intelectual, pero el reino de Tailandia seguía con vida. Contra todo pronóstico, seguían con vida. Mientras otros perecían aplastados bajo los talones de las fábricas de calorías, el reino conservaba su fortaleza.

«¡Embargo!», se reía Chaiyanuchit. «¡Eso es precisamente lo que necesitamos! No queremos tener nada que ver con el mundo exterior.»

De modo que se habían erigido las murallas (aquellas que la crisis del petróleo no hubiera levantado todavía, aquellas que no se hubieran creado ya frente a la guerra civil y los refugiados hambrientos), un último juego de barreras para proteger al reino de los asaltos del mundo exterior.

Como joven recluta, a Jaidee le había impresionado el hervidero de actividad que era el Ministerio de Medio Ambiente. Los camisas blancas corrían de la oficina a la calle mientras intentaban seguir la pista de miles de amenazas. En ningún otro ministerio se respiraba el mismo aire de urgencia. Las plagas no esperaban a nadie. Un solo gorgojo pirateado que se descubriera en cualquier distrito de la periferia significaba un tiempo de respuesta medido en horas, y los camisas blancas se apresurarían a cruzar el campo a bordo de un tren de muelles percutores hasta el epicentro.

Las competencias del ministerio no dejaban de expandirse a pasos agigantados. Las plagas solo eran la última afrenta a la supervivencia del reino. Primero había sido el crecimiento del nivel del mar, la necesidad de construir diques y presas. Después, la supervisión de los contratos de suministro energético y la aprobación de los créditos de contaminación e infracciones climáticas. Los camisas blancas tomaron el testigo de la legislación que regulaba la extracción y la producción de metano. Después vino el control sanitario del pescado y de las acumulaciones de toxinas en el último bastión calórico del reino (menos mal que los fabricantes de calorías
farang
hacían gala de una mentalidad propia de los habitantes del interior y sus incursiones en el sector pesquero eran meramente simbólicas). Y también el seguimiento de las amenazas para la salud humana, los virus y las bacterias: el H7V9; la cibiscosis 111.b, c y d; la pelusa de
fa’gan
; las almejas de río agrias; y las mutaciones virales, que con tanta facilidad saltaban del agua salada a la costa; la roya... La lista de responsabilidades del ministerio no tenía fin.

Jaidee pasa por delante de una vendedora de plátanos. No puede resistir la tentación de apearse de la bicicleta de un salto para comprar uno. Se trata de una variedad nueva, procedente de la unidad de innovación rápida del ministerio. De crecimiento rápido y resistente a las termitas
makmak
, cuyos diminutos huevos negros acaban con las flores de bananero sin darles la menor oportunidad de desarrollarse. Pela el plátano y lo devora con glotonería mientras empuja la bicicleta, deseando disponer de más tiempo para disfrutar de un tentempié en condiciones. Tira la piel junto al enorme tronco de un tamarindo.

Todo lo que está vivo produce algún desperdicio. La acción de vivir genera costes, peligros y problemas de eliminación, por eso el ministerio se encuentra en el centro de toda la vida, mitigando, guiando y regulando los detritos del ciudadano medio además de investigando las infracciones de los codiciosos y los miopes, de quienes aspiran a conseguir beneficios rápidos y juegan con las vidas ajenas para conseguirlo.

El símbolo del Ministerio de Medio Ambiente es un ojo de galápago, por su agudeza: representa la comprensión de que no hay nada rápido ni barato sin un precio escondido. Si hay quienes lo llaman el Ministerio de la Tortuga, si los chinos chaozhou maldicen a los camisas blancas tildándoles de «huevos de tortuga» porque no les permiten fabricar tantas motocicletas de muelles percutores como les gustaría, que así sea. Si los
farang
se burlan del galápago por su lentitud, que así sea. El Ministerio de Medio Ambiente ha posibilitado que el reino subsista, y Jaidee no puede por menos de admirarse ante los logros que jalonan su historia.

Aun así, cuando Jaidee desmonta de la bicicleta frente a las puertas del ministerio, un hombre le lanza una mirada furibunda y una mujer gira la cabeza. Incluso en las afueras de su propio complejo (o quizá precisamente ahí), las personas a las que protege le dan la espalda.

Jaidee arruga la frente y pasa por delante de los guardias empujando la bicicleta.

El complejo sigue siendo un hervidero de actividad, y sin embargo ha cambiado mucho desde su ingreso. Hay humedad en las paredes y la presión de las enredaderas recubre de grietas algunas zonas del edificio. Un viejo árbol
bo
se apoya en una pared, enfermo, resaltando sus fracasos. Hace diez años que está así, pudriéndose. Indistinguible entre todas las demás cosas que también han muerto. Un aura de abandono envuelve el lugar, de jungla que intenta recuperar lo que en su día le fue arrebatado. Si no se eliminaran las enredaderas de los caminos, el ministerio desaparecería por completo. En otra época, cuando el ministerio era el héroe del pueblo, las cosas eran distintas. La gente se arrodillaba ante los agentes del ministerio, realizaba tres
khrab
en el suelo como si fueran monjes; sus uniformes blancos infundían respeto y adoración. Ahora, Jaidee ve a los civiles encogerse a su paso. Se encogen y huyen corriendo.

Es un matón, piensa con acritud. Un simple matón paseándose entre búfalos de agua, y aunque intenta tratarlos con delicadeza, una y otra vez se descubre esgrimiendo la vara del miedo. A todo el ministerio le ocurre lo mismo; al menos, a aquellos que todavía comprenden los peligros a los que se enfrentan, que todavía creen en la brillante línea blanca de protección que deben mantener.

«Soy un matón.»

Suspira y aparca la bicicleta enfrente de las oficinas administrativas, desesperadamente necesitadas de una mano de cal imposible de financiar con el presupuesto actual. Jaidee contempla el edificio y se pregunta si el ministerio está en crisis por culpa de querer abarcar demasiado, o debido a su fenomenal éxito. La gente ya no tiene miedo del mundo exterior. El presupuesto de Medio Ambiente se encoge de un año para otro, mientras que el de Comercio va en aumento.

Jaidee encuentra un asiento frente al despacho del general. Los camisas blancas que pasan por su lado se esfuerzan por fingir que no le ven. El hecho de estar esperando delante de la oficina de Pracha debería llenarlo de satisfacción. Que lo llamen ante alguien de alto rango no ocurre todos los días. Ha hecho algo bien, para variar. Un joven se acerca a él, vacilante. Hace un
wai
.

—¿
Khun
Jaidee? —Ante el asentimiento de Jaidee, el joven sonríe. Lleva el pelo muy corto y sus cejas son dos sombras apenas perceptibles; acaba de salir del monasterio—.
Khun
, esperaba que fuera usted.

Vacila antes de ofrecerle una tarjeta. Está pintada al antiguo estilo sukhothai y muestra a un luchador con el rostro cubierto de sangre, derribando a su contrincante en el ring. Pese a lo estilizado de sus rasgos, Jaidee no puede evitar sonreír al verlo.

—¿De dónde has sacado esto?

—Asistí al combate,
khun
. En la aldea. Solo era así de alto —levanta una mano hasta la cintura—, solo así, más o menos. Puede que más bajo. —Se ríe tímidamente—. Usted hizo que quisiera convertirme en luchador. Cuando Dithakar le derribó y su sangre estaba por todas partes, pensé que estaba acabado. Creía que no era lo bastante grande para él. Tenía los músculos... —Deja la frase en el aire.

—Lo recuerdo. Fue una buena pelea.

El joven sonríe.

—Sí,
khun
. Fabulosa. Pensé que yo también quería ser luchador.

—Y ahora mírate.

El chico se pasa la mano por el pelo rapado.

—Ah. En fin. Luchar es más difícil de lo que me imaginaba... pero... —Hace una pausa—. ¿Le importaría firmarla? La tarjeta. Por favor. Me gustaría dársela a mi padre. Todavía se emociona hablando de sus peleas.

Jaidee sonríe y firma.

—Dithakar no es el luchador más astuto al que me he enfrentado, pero tenía fuerza. Ojalá todos mis combates hubieran sido tan limpios.

—Capitán Jaidee —interrumpe una voz—. Si ha terminado ya con sus fans...

El joven hace un
wai
y sale corriendo. Jaidee se queda observándolo, pensando que tal vez no todas las nuevas generaciones estén echadas a perder. Quizá... Jaidee se vuelve para encararse con el general.

—No es más que un muchacho.

Pracha fulmina a Jaidee con la mirada. Jaidee sonríe.

—Y no es culpa mía si era buen luchador. El ministerio me patrocinó durante todos aquellos años. Creo que ganaron un montón de dinero y reclutas gracias a mí,
khun
general, señor.

—Déjate de «generales» y pamplinas. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo para eso. Pasa adentro.

—Sí, señor.

Pracha hace una mueca y apremia a Jaidee con un ademán.

—¡Adentro!

Pracha cierra la puerta y va a sentarse tras la enorme mesa de caoba. Sobre sus cabezas, un ventilador de manivela agita el aire sin mucho entusiasmo. La habitación, espaciosa, cuenta con unas ventanas con postigos abiertas a la luz sin exponerse directamente al sol. Las rendijas de las ventanas dan a los descuidados jardines del ministerio. En una pared se aprecian varios cuadros y fotografías, entre ellas una con la promoción de cadetes ministeriales de Pracha junto a otra de Chaiyanuchit, fundador del ministerio actual. También hay un retrato de Su Majestad la Reina Niña, diminuta y tremendamente vulnerable sentada en el trono, y en un rincón, un pequeño altar en honor de Buda, Phra Pikanet y Seub Nakhasathien, rodeado de incienso y margaritas.

Jaidee hace un
wai
ante el altar y se acomoda en una butaca de mimbre enfrente de Pracha.

—¿Dónde has conseguido esa foto de la clase?

—¿Qué? —Pracha mira hacia atrás—. Ah. Qué jóvenes éramos entonces, ¿verdad? Apareció entre las pertenencias de mi madre. La tuvo guardada todos estos años, metida en un armario. ¿Quién se iba a imaginar que la buena señora era tan romántica?

—Es agradable verla.

—Se te fue la mano en los amarraderos.

Jaidee vuelve a concentrarse en Pracha. Los boletines que cubren la mesa aletean con la brisa del ventilador de manivela:
Thai Rath. Kom Chad Luek. Phuchatkan Rai Wan
. Muchos de ellos muestran fotos de Jaidee en la portada.

—Los periódicos no opinan lo mismo.

Pracha frunce el ceño. Tira los papeles a un bidón de compostaje.

—A los periódicos les encantan los héroes. Venden ejemplares. No creas a los que te llaman tigre por enfrentarte a los
farang
. Los
farang
son la clave de nuestro futuro.

Jaidee indica con la cabeza el retrato de su mentor, Chaiyanuchit, colgado debajo de la imagen de la reina.

—No sé yo si él estaría de acuerdo.

—Los tiempos cambian, viejo amigo. Algunas personas están pidiendo tu cabeza a gritos.

—¿Y se la vas a dar?

Pracha suspira.

—Jaidee, te conozco desde hace demasiado tiempo para esto. Sé que eres un luchador. Como también sé que tienes el corazón caliente. —Levanta una mano para atajar el intento de protesta de Jaidee—. Sí, tu corazón también es bueno, como tu nombre, pero aun así,
jai rawn
. No tienes ni una pizca de
jai yen
. Te encantan los conflictos. —Frunce los labios—. Por eso sé que si te amarro en corto, te rebelarás. Y si te castigo, también.

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