Authors: Paolo Bacigalupi
—¡Así se habla! —Carlyle se ríe—. Eso es pensar como un thai. Pero también eso lo tengo previsto.
—¿Qué? ¿Con el Ministerio de Comercio? —Anderson hace una mueca—. Akkarat carece de los recursos necesarios para protegerte.
—Pero tiene algo mejor: generales.
—Estás borracho. El general Pracha tiene amigos en todos los escalafones del ejército. Si los camisas blancas no dirigen el país todavía es porque el antiguo monarca intervino antes de que Pracha pudiera aplastar a Akkarat la última vez.
—Los tiempos cambian. Los camisas blancas de Pracha y sus sobornos han enfadado a mucha gente. El pueblo exige un cambio.
—¿Ahora me hablas de revolución?
—¿Querría una revolución el palacio? —Con toda tranquilidad, Carlyle estira el brazo por encima del mostrador para agarrar la botella de whisky, la empina y consigue llenar algo menos de medio vaso. Arquea una ceja en dirección a Anderson—. Ah. Ahora me estás escuchando. —Señala el vaso de Anderson—. ¿Te vas a beber eso?
—¿Qué alcance tiene esto?
—¿Quieres formar parte del trato?
—¿Por qué ibas a ofrecerme algo así?
—¿Hace falta que lo preguntes? —Carlyle se encoge de hombros—. Cuando Yates montó la fábrica, triplicó el precio de los julios que pedía el Sindicato de Megodontes. Tiró el dinero a manos llenas. Era difícil que esa clase de recursos pasaran inadvertidos.
Indica con la cabeza a los demás expatriados, que ahora están echando una partida de póquer sin mucho entusiasmo, mientras esperan a que se reduzca el bochorno para poder seguir con su trabajo, o ir de putas, o aguardar aletargadamente a que llegue otro día.
—Los demás son todos unos chiquillos. Niños vestidos con ropas de adulto. Tú eres distinto.
—¿Crees que somos ricos?
—Venga, deja de hacerte el tonto. Mis dirigibles transportan tus cargamentos. —Carlyle lo observa fijamente—. He visto de dónde salen los envíos —lanza una mirada elocuente a Anderson— antes de llegar a Calcuta.
Anderson aparenta indiferencia.
—¿Y qué?
—Un montón de material procede de Des Moines.
—¿Crees que vale la pena hablar conmigo porque tengo inversores en el Medio Oeste? ¿Acaso no buscan todos a sus inversores donde está el dinero? ¿Y qué si una viuda adinerada quiere experimentar con muelles percutores? Das demasiada importancia a los detalles más insignificantes.
—¿Sí? —Carlyle mira alrededor del bar y se arrima a Anderson—. La gente habla de ti.
—¿Y qué dice?
—Que te interesan mucho las semillas. —Echa un significativo vistazo de reojo a las cáscaras de
ngaw
que yacen entre ellos—. Hoy en día, todos somos ojeadores de genes. Pero tú eres el único que paga por la información. El único que pregunta por camisas blancas y piratas genéticos.
Anderson esboza una sonrisa glacial.
—Has hablado con Raleigh.
Carlyle inclina la cabeza.
—Si te sirve de consuelo, no fue fácil. No quería hablar de ti. En absoluto.
—Tendría que haberse esforzado un poco más.
—Sin mí no puede obtener sus tratamientos antienvejecimiento. —Carlyle se encoge de hombros—. Contamos con distribuidores en Japón. Tú no puedes ofrecerle otra década de vida fácil.
Anderson suelta una risa forzada.
—Por supuesto. —Sonríe, aunque hierva por dentro. Tendrá que ocuparse de Raleigh. Y ahora puede que también de Carlyle. Ha sido descuidado. Contempla los
ngaw
con repugnancia. Ha estado pregonando el último objeto de su interés a los cuatro vientos. Delante incluso de los grahamitas, y ahora esto. Resulta demasiado fácil acomodarse. Olvidar todos los frentes abiertos. Hasta que un buen día, en un bar cualquiera, alguien te cruza la cara de un guantazo.
Carlyle está hablando.
—Si pudiera hablar con ciertas personas. Discutir ciertas propuestas... —Deja la frase en el aire mientras sus ojos castaños escudriñan la expresión de Anderson en busca de cualquier indicio de acuerdo—. Me da igual para qué empresa trabajes. Si entiendo correctamente cuáles son tus intereses, podríamos descubrir que nuestros objetivos apuntan en direcciones parecidas.
Anderson tamborilea con los dedos encima de la barra, pensativo. Si Carlyle desapareciera del mapa, ¿levantaría alguna sospecha? A lo mejor podría culpar incluso al exceso de celo de los camisas blancas...
—¿Crees que tienes alguna posibilidad? —pregunta Anderson.
—No sería la primera vez que los thais reforman su gobierno por la fuerza. El hotel Victoria no existiría si el primer ministro Surawong no hubiera perdido la cabeza y su mansión en el golpe del doce de diciembre. La historia de Tailandia está infestada de cambios en la administración.
—Me preocupa un poco que, igual que estás hablando conmigo, estés hablando con otros. Con demasiados, quizá.
—¿Con quién quieres que hable? —Carlyle apunta con la cabeza al resto de la Falange Farang—. No son nadie. No les dedicaría ni un segundo de atención. Tu gente, en cambio... —Carlyle no termina la frase, calculando sus palabras, y se inclina hacia delante—. Mira, Akkarat tiene experiencia en esta clase de asuntos. Los camisas blancas se han creado muchos enemigos. Y no solo
farang
. Lo único que necesita nuestro proyecto es un empujoncito para ganar impulso.
Bebe un sorbo de whisky y lo paladea durante un momento antes de volver a posar el vaso.
—Las consecuencias serían sumamente favorables para nosotros si saliera bien. —Sostiene la mirada de Anderson—. Sumamente favorables para ti. Y para tus amigos del Medio Oeste.
—¿Qué saldrías ganando tú?
—Comercio, naturalmente. —Carlyle sonríe—. Si los thais miran al mundo en vez de vivir en este ridículo ostracismo defensivo suyo, mi empresa se expandirá. Será bueno para el negocio. No creo que a tu gente le haga gracia pelarse de frío en Koh Angrit, suplicando para poder vender unas pocas toneladas de U-Tex o SoyPRO al reino cuando se malogran las cosechas. Podríais disfrutar del libre comercio, en vez de moriros de asco en esa isla de la cuarentena. Creo que debe de parecerte atractivo. A mí me beneficiaría, sin duda.
Anderson estudia a Carlyle, intentando decidir hasta dónde llega la confianza que le inspira ese hombre. Llevan dos años emborrachándose juntos, visitando prostíbulos ocasionalmente, han cerrado contratos mercantiles con un simple apretón de manos, pero Anderson sabe muy poco acerca de él. En la sede hay un portafolio, aunque delgado. Anderson reflexiona. El banco de semillas está ahí fuera, esperando. Con un gobierno maleable...
—¿Qué generales te respaldan?
Carlyle se ríe.
—Si te lo dijera, me tomarías por un imbécil incapaz de guardar secretos.
Anderson decide que no es más que mera palabrería. Tendrá que asegurarse de que Carlyle desaparezca y pronto, discretamente, antes de que su tapadera salte por los aires.
—Parece interesante. Quizá deberíamos reunirnos para hablar un poco más de nuestros objetivos en común.
Carlyle abre la boca para responder pero se detiene, observando a Anderson. Sonríe y niega con la cabeza.
—No. No me crees. —Se encoge de hombros—. Pues nada. Espera y verás. Dentro de dos días, creo que te quedarás asombrado. Hablaremos entonces. —Lanza una mirada cargada de intención a Anderson—. Y lo haremos donde yo elija. —Apura el vaso.
—¿Por qué esperar? ¿Qué va a cambiar desde ahora hasta entonces?
Carlyle se pone el sombrero y sonríe.
—Todo, mi querido
farang
. Todo.
Emiko despierta inmersa en el bochorno del atardecer. Se despereza, respirando entrecortadamente en el horno de su ratonera.
Hay un lugar para los neoseres. La certeza cosquillea en su interior. Una razón para vivir.
Aprieta una mano hacia arriba, contra las tablas de WeatherAll que separan el cajón que le sirve de dormitorio del que queda encima. Tocando los nudos. Pensando en la última vez que se sintió así de contenta. Acordándose de Japón y de los lujos con que la colmaba Gendo-sama: su propio piso; aparatos de aire acondicionado que llenaban de frescor los húmedos días de verano; peces
dangan
que brillaban y cambiaban de color como camaleones, tonos iridiscentes y mutables en función de su velocidad, azul para los más lentos, rojo para los más veloces. Le gustaba dar golpecitos en el cristal de su tanque y ver cómo dejaban estelas carmesí en las aguas oscuras, exhibiendo su naturaleza mecánica en todo su esplendor.
Ella también brillaba antes. Estaba bien construida. Bien adiestrada. Estaba versada en las artes de la compañera de almohada, la secretaria, la traductora y la observadora, servicios que había desempeñado tan admirablemente para su amo que este la mimaba como a una paloma, soltándola al resplandeciente arco azul del cielo. Tal era el honor que le dispensaba.
Los nudos de WeatherAll la contemplan fijamente, la única decoración del panel que separa su dormitorio del de arriba e impide que la lluvia de desperdicios de sus vecinos caiga encima de ella. El hedor a linaza que emana de la madera resulta nauseabundo en los sofocantes confines de la ratonera. En Japón había leyes que regulaban el uso de ese tipo de madera en las viviendas. Aquí, en las torres del arrabal, eso a nadie le importa.
Emiko siente los pulmones en llamas. Respira entrecortadamente, escuchando los gruñidos y los ronquidos de los otros cuerpos. Ningún sonido se filtra desde la ratonera de arriba. Puenthai no habrá vuelto todavía. De lo contrario, ya habría sufrido, ya habría sido golpeada o follada. Raro es el día que pasa sin recibir algún tipo de abuso. Puenthai aún no está en casa. Quizá esté muerto. La pelusa de
fa’gan
de su cuello sin duda era tupida la última vez que lo vio.
Sale contorsionándose del cajón y se endereza en el angosto espacio que media entre la ratonera y la puerta. Vuelve a estirarse, alarga una mano y tantea en busca de su botella de agua, amarillenta y rancia. Bebe el líquido, cálido como la sangre. Traga convulsivamente, deseando que fuera hielo.
Dos plantas más arriba, una puerta astillada cede y Emiko sale al tejado. La luz y el calor la envuelven. A pesar del sol implacable, hace más fresco que en la ratonera.
A su alrededor, los tendales repletos de
pha sin
y pantalones susurrantes se mecen con la brisa marina. El sol, que ya ha iniciado el descenso, arranca destellos de las puntas de
wats
y
chedi
. El agua de los
khlongs
y del Chao Phraya rutila. Los esquifes de muelles percutores y los catamaranes de vela se deslizan sobre espejos escarlatas.
Al norte, la distancia se pierde en medio de la neblina anaranjada del estiércol quemado y la humedad, pero en alguna parte, si el
farang
de la cicatriz es de fiar, habitan los neoseres. En algún lugar más allá de las guerras por los beneficios del carbón, el jade y el opio, la aguarda su tribu perdida. Jamás fue japonesa; lo único que ha sido siempre es una chica mecánica. Y ahora sus verdaderos congéneres la esperan; solo tiene que encontrar el camino que la conduzca hasta ellos.
Se queda mirando fijamente hacia el norte un instante más, anhelante, y a continuación se dirige al cubo que escondió la noche anterior. No hay agua en los pisos altos, no hay presión que la lleve tan arriba, y no puede correr el riesgo de lavarse en las bombas públicas; así que todas las noches sube trabajosamente la escalera con su cubo de agua y lo deja aquí para utilizarlo por la mañana.
En la intimidad del aire libre y el sol poniente, se baña. Se trata de un proceso de purificación ritual y escrupuloso. El cubo de agua, un trocito de jabón. Se acuclilla junto al cubo y se echa el agua recalentada por encima con ayuda de un cazo. Es algo preciso, un acto escrito de antemano, meticuloso como el
jo no mai
, donde todos los movimientos están coreografiados, un tributo a la carestía.
Vierte un cazo sobre su cabeza. El agua se escurre por su rostro, se derrama sobre sus pechos, sus costillas y sus muslos, forma regueros en el cemento caliente. Otro cazo, empapando su cabello negro, bañándole el espinazo y enroscándose en sus nalgas. Más agua, recubriéndole la piel como una pátina de mercurio. Y después el jabón, que restriega primero en su pelo y después en su piel, purgándose de las afrentas de la noche anterior hasta producir una fina película de espuma. De nuevo el cubo y el cazo, aclarándose con tanto cuidado como al principio.
El agua arrastra el jabón y la suciedad, incluso una parte de la vergüenza. Aunque restregara durante mil años seguiría sin estar limpia, pero está demasiado cansada como para que eso le importe y ya se ha acostumbrado a las cicatrices que no puede borrar. El sudor, el alcohol, la salobre viscosidad del semen y la degradación son cosas que puede limpiar. Con eso le basta. Está demasiado cansada como para frotar con más brío. El agotamiento y el calor son excesivos.
Cuando termina de aclararse le alegra ver que queda un poco de agua en el cubo. Hunde el cazo y bebe de él, con ansia. A continuación, en un irrefrenable gesto de despilfarro, vuelca el cubo sobre su cabeza para recibir una ducha gloriosa y catártica. En ese momento, acariciada por el agua que salpica y se acumula en charcos a sus pies, se siente limpia.
Una vez en la calle, intenta mimetizarse con el ajetreo de la vida diurna. Mizumi-sensei le enseñó a caminar de una forma especial para acentuar y embellecer los sincopados movimientos de su cuerpo. Pero si Emiko pone mucho cuidado y se rebela contra su naturaleza y su adiestramiento, si se pone
pha sin
y no balancea los brazos, casi consigue pasar inadvertida.
En las aceras, las costureras matan el tiempo junto a sus máquinas de coser, esperando a la clientela nocturna. Los vendedores de comida para llevar amontonan el resto de su mercancía en pilas ordenadas, a la espera de los últimos clientes de la jornada. Los puestos ambulantes del mercado nocturno empiezan a colocar pequeños taburetes y mesas de bambú en la calle, el asentamiento ritual en las avenidas que señala el final del día y el comienzo de la vida en cualquier ciudad tropical.
Emiko procura no mirar con demasiada fijeza; hace mucho tiempo desde la última vez que se atrevió a transitar las aceras a la luz del día. Cuando Raleigh adquirió su ratonera, le dio instrucciones exactas. No podía alojarla en Ploenchit (hasta las putas, los chulos y los drogadictos tienen sus límites), de modo que la instaló en un arrabal donde los sobornos eran más baratos y los vecinos menos remilgados con la escoria vecina. Pero sus instrucciones fueron estrictas: pasea solo de noche, atente a las sombras, acude directamente al club, y vuelve directamente a casa. El menor cambio en esa rutina reduciría sus ya de por sí escasas esperanzas de sobrevivir.