La chica mecánica (48 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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—No por mucho tiempo.

El doctor baja la mirada a sus piernas paralizadas. Se ríe.

—No. No por mucho tiempo. Y después, ¿qué haréis cuando AgriGen y los suyos lancen otro asalto? ¿Cuando llegue la próxima nube de esporas flotando desde Birmania? ¿Cuando encallen en la orilla procedentes de la India? ¿Os moriréis de hambre, como les pasó a los hindúes? ¿Se os pudrirá la carne como pasó con los birmanos? Si vuestro país sigue estando un paso por delante de las plagas es gracias a mí, y a mi mente enferma. —Agita las piernas—. ¿Quieres pudrirte conmigo? —Levanta las mantas para revelar las llagas y las pústulas que recubren sus piernas blancas como el vientre de un pescado, cerosas a causa de la falta de riego, surcadas de verdugones supurantes—. ¿Quieres morir así? —Esboza una amarga sonrisa.

Kanya aparta la mirada.

—Te lo mereces. Es tu
kamma
. Tu muerte será dolorosa.

—¿Karma? ¿Has dicho karma? —El doctor se inclina hacia ella. Los ojos castaños ruedan sin control en sus órbitas. Su lengua cuelga fuera de la boca—. ¿Qué clase de karma es ese que liga toda tu nación a mí, a los despojos putrefactos de mi cuerpo? ¿Qué clase de karma es ese que os obliga precisamente a vosotros a mantenerme con vida? —Sonríe—. Pienso mucho en vuestro karma. Es posible que comer de mi mano sea el precio que debéis pagar por vuestro orgullo desmesurado. O puede que seáis el vehículo de mi iluminación y mi salvación. ¿Quién sabe? Quizá renazca a la diestra de Buda gracias a los favores que os hago.

—No funciona así.

El doctor se encoge de hombros.

—Me trae sin cuidado. Seguid trayéndome chicos como Kip para follar. Seguid sacrificándome almas descarriadas y enfermas. Neoseres, incluso. Me da igual. Aceptaré toda la carne que me arrojéis. Pero no me incordiéis. Lo que ocurra con vuestro podrido país ha dejado de interesarme.

Tira los papeles a la piscina. Se esparcen por el agua. Kanya se queda sin aliento, horrorizada, y a punto está de abalanzarse tras ellos antes de recuperar la compostura y obligarse a permanecer en su sitio. No piensa permitir que Gibbons juegue con ella. Es típico de los fabricantes de calorías. Siempre manipulando. Siempre poniendo a prueba. Con esfuerzo, aparta la mirada del papel que se empapa lentamente en la piscina y clava los ojos en Gibbons.

El doctor sonríe ligeramente.

—¿Y bien? ¿Vas a zambullirte a por ellos o no? —Ladea la cabeza en dirección a Kip—. Mi adorable ninfa te echará una mano. Me encantaría veros a las dos retozando juntas.

Kanya niega con la cabeza.

—Recógelos tú.

—Siempre es agradable que venga a verme una persona tan íntegra como tú. Una mujer de convicciones firmes. —Se inclina hacia delante, entornando los párpados—. Alguien realmente cualificada para juzgar mi trabajo.

—Eras un asesino.

—Desarrollé mi campo. Lo que hicieran con mis investigaciones no era asunto mío. Tú llevas encima una pistola de resortes. El fabricante no tiene la culpa de que seas poco fiable. De que puedas matar a la persona equivocada en cualquier momento. Diseñé instrumentos de vida. Si la gente los utiliza en interés propio, es su karma, no el mío.

—AgriGen te pagó bien para que pensaras así.

—AgriGen me pagó bien para enriquecerse a mi costa. Mis pensamientos son exclusivamente míos. —Estudia a Kanya—. Supongo que tienes la conciencia tranquila. Uno de esos agentes del ministerio. Tan pura como tu uniforme. Lo más limpio que se puede conseguir con esterilizantes. —Se inclina hacia delante—. Dime, ¿aceptas sobornos?

Kanya abre la boca para responder, pero le faltan las palabras. Casi puede sentir a Jaidee levitando cerca de ella. Escuchando. Se le pone la piel de gallina. Se obliga a no mirar por encima del hombro.

Gibbons sonríe.

—Por supuesto que sí. Todos los de tu clase sois iguales. Corruptos de la cabeza a los pies.

La mano de Kanya se desliza hacia su pistola. El doctor la observa, sonriendo.

—¿Qué? ¿Amenazas con dispararme? ¿También de mí esperas sobornos? ¿Quieres que te coma el coño? ¿Que te ofrezca a mi medio niña? —Mira fijamente a Kanya con un brillo cruel en los ojos—. Ya os habéis llevado mi dinero. Mi vida se acaba y está llena de dolor. ¿Qué más quieres? ¿Por qué no robarme a la pequeña?

Kip levanta la cabeza, expectante, pedaleando para mantenerse a flote en la piscina. Su cuerpo reluce bajo las límpidas ondulaciones del agua. Kanya aparta la mirada. El doctor se ríe.

—Lo siento, Kip. No tenemos la clase de sobornos que le gustan a esta. —Tamborilea con los dedos en el brazo de la silla—. ¿Y qué tal un muchacho? Hay un jovencito de doce años encantador que trabaja en mi cocina. Estaría encantado de servirte. El placer de un camisa blanca siempre es lo primero.

Kanya lo fulmina con la mirada.

—Podría romperte todos los huesos.

—Adelante. Pero date prisa. Necesito un motivo para negarte mi ayuda.

—¿Por qué trabajaste tanto tiempo para AgriGen?

El doctor entorna los párpados.

—Por el mismo motivo que tú corres como una perra para tus amos. Me pagaban con la moneda que más me gusta.

La bofetada resuena en toda la estancia. Los guardias dan un paso adelante, pero Kanya ya se ha apartado, sacudiendo la mano dolorida, indicándoles que se retiren.

—Está bien. No pasa nada.

Los guardias titubean, indecisos sobre cuál es su deber y dónde recae su lealtad. El doctor se palpa el labio partido y examina la sangre, pensativo. Levanta la cabeza.

—Parece que he tocado un nervio... ¿Hasta qué punto te has vendido ya? —Su sonrisa deja al descubierto unos dientes ribeteados de sangre por el golpe de Kanya—. ¿Trabajas para AgriGen? ¿Eres cómplice? —Mira a Kanya a los ojos—. ¿Has venido a matarme? ¿A sacarles esta espina molesta? —La observa atentamente, escudriñando su alma, alerta y curioso—. Solo es cuestión de tiempo. Deben de conocer mi paradero. Deben de saber que soy vuestro. El reino no podría haber salido adelante durante tanto tiempo sin mí. No podría haber producido solanáceas y
ngaw
sin mi ayuda. Todos sabemos que andan tras mi pista. ¿Eres tú mi cazadora, entonces? ¿Eres tú mi destino?

Kanya frunce el ceño.

—En absoluto. Todavía no hemos terminado contigo.

Gibbons deja caer los hombros.

—Ah, claro que no. Por otra parte, ese momento no llegará nunca. Esa es la naturaleza de nuestras bestias y nuestras plagas. No son máquinas sin voluntad que se puedan guiar en una dirección u otra. Poseen sus propios apetitos y necesidades. Sus propias exigencias evolutivas. Deben mutar y adaptarse, por eso no terminaréis nunca conmigo, pero ¿qué haréis cuando me muera? Hemos desatado demonios sobre el mundo, y vuestras barreras solo son tan eficaces como mi intelecto. La naturaleza se ha transformado en algo nuevo. Ahora somos sus creadores, literalmente. ¿No sería poético que nos devorara nuestra propia creación?


Kamma
—murmura la capitana.

—Ni más ni menos. —Gibbons se reclina en la silla, sonriendo—. Kip. Recoge las páginas. Veamos qué se puede sacar en claro de este enigma. —Tamborilea con los dedos en sus piernas inútiles, pensativo. Sonríe a Kanya con socarronería—. Veamos cuán cerca de la muerte se encuentra nuestro querido reino.

Kip recupera las hojas nadando, dibujando estelas en el agua mientras las reúne, sacándolas de la piscina lacias y chorreantes. Una sonrisa aletea en los labios de Gibbons mientras observa sus movimientos.

—Tienes suerte de que me guste Kip. De lo contrario, habría dejado que sucumbierais hace años.

Asiente con la cabeza en dirección a los guardias.

—La capitana debe de tener muestras en su bicicleta. Traedlas. Las llevaremos abajo, al laboratorio.

Kip sale de la piscina y deja el montón de papeles empapados en el regazo del doctor. Este hace un gesto y el
ladyboy
empieza a empujar la silla hacia la puerta de la mansión. El doctor le indica a Kanya que lo siga.

—Vamos. Será solo un momento.

El doctor examina uno de los portaobjetos con los ojos entrecerrados.

—Me sorprende que creáis que se trata de una mutación inerte.

—Solo se han dado tres casos.

Gibbons levanta la cabeza.

—Por ahora. —Sonríe—. La vida es un algoritmo. Dos se convierte en cuatro, cuatro en diez mil, diez mil en una epidemia. Puede que toda la población esté contagiada y no nos hayamos dado cuenta. Puede que esta sea la etapa final. Terminal sin síntomas, como el pobre Kip.

Kanya mira al
ladyboy
de reojo. Kip sonríe con delicadeza. En su piel no se aprecia nada. Su cuerpo no presenta ninguna señal. Si se está muriendo no es por culpa de la enfermedad del doctor. Y sin embargo... Kanya retrocede un paso involuntariamente.

El doctor sonríe.

—No pongas esa cara de preocupación. Tú padeces el mismo mal. Después de todo, la vida es mortal de necesidad. —Se asoma al microscopio—. No es un gorgojo independiente. Se trata de otra cosa. Tampoco es roya. No se aprecia la firma de AgriGen. —De pronto, pone cara de contrariedad—. Esto no me interesa. No es más que un error estúpido. Indigno de mi intelecto.

—¿Y eso es bueno?

—Las plagas accidentales matan igual que las demás.

—¿Hay alguna manera de ponerle freno?

El doctor coge una corteza de pan cubierta de moho verdoso y la observa con atención.

—Hay muchos hongos beneficiosos para la salud. Y otros tantos que resultan perjudiciales. —Le ofrece el trozo de pan a Kanya—. Pruébalo.

Kanya da un paso atrás. Gibbons sonríe de nuevo y da un bocado. Vuelve a ofrecérselo.

—Confía en mí.

Kanya se niega y se obliga a no sucumbir a la superstición y a musitar alguna plegaria implorando suerte y purificación a Phra Seub. Se imagina al hombre santo sentado encima de una flor de loto. Esforzándose por no responder a las provocaciones del doctor, acaricia sus amuletos.

El doctor pega otro mordisco. Sonríe mientras una miga rueda por su barbilla.

—Si lo pruebas, te garantizo que obtendrás una respuesta.

—Jamás aceptaría nada de tu mano.

El doctor se ríe.

—Ya lo has hecho. Todas las vacunas que te pusieron de pequeña. Todas las inoculaciones. Todas las dosis de refuerzo. —Vuelve a ofrecerle el pan—. Esto es más directo, nada más. Te alegrarás de haberme hecho caso.

Kanya inclina la cabeza en dirección al telescopio.

—¿Qué es esa cosa? ¿Tienes que realizar más ensayos?

Gibbons niega con la cabeza.

—¿Eso? No es nada. Una estúpida mutación. Un resultado estándar. Los veíamos a todas horas en nuestros laboratorios. Basura.

—Entonces, ¿por qué es la primera noticia que tenemos de ella?

Gibbons compone un gesto de impaciencia.

—Vosotros no cultiváis la muerte como hacemos nosotros. No jugáis con los rompecabezas de la naturaleza. —Un destello de pasión e interés ilumina fugazmente los ojos del doctor. Un destello travieso y voraz—. No os imagináis las cosas que conseguimos crear en nuestros laboratorios. Esto es una pérdida de tiempo. Esperaba que me presentaras un desafío. Algo de los doctores Ping y Raymond. O de Mahmoud Sonthalia, tal vez. Eso sí que sería un auténtico reto. —Por un momento, su mirada pierde el cinismo que la caracteriza. Es como si estuviera en trance—. Ah. Esos sí que son oponentes dignos.

«Estamos en manos de un ludópata.»

En un arranque de inspiración, Kanya ve al doctor desde un punto de vista completamente nuevo. Un intelecto feroz. Un hombre que llegó a la cumbre de su especialidad. Un hombre celoso y competitivo. Un hombre que se encontró sin competidores que le hicieran sombra, por lo que cambió de bando y se unió al reino de Tailandia en busca de nuevos estímulos. Un ejercicio intelectual. Como si Jaidee hubiera decidido librar un combate de
muay thai
con las manos atadas a la espalda para ver si era capaz de ganar dando solo patadas.

«Estamos a merced de un dios veleidoso. Juega a nuestro favor únicamente por diversión, y cerrará los ojos y se echará a dormir cuando empecemos a aburrirle.»

La idea es aterradora. Este hombre existe tan solo para competir, para jugar una partida de ajedrez con la evolución, una partida a escala mundial. Un ejercicio de ego, un gigante solitario repeliendo los ataques de docenas de otros, un gigante que los derriba al vuelo con las manos desnudas mientras se carcajea. Pero todos los gigantes caen tarde o temprano, ¿y qué le deparará entonces el destino al reino? Tan solo de pensarlo, la piel de Kanya se perla de sudor.

Gibbons está observándola.

—¿Tienes más preguntas que hacerme?

Kanya se sacude el miedo de encima.

—¿Estás seguro? ¿Sabes ya lo que tenemos que hacer? ¿Te basta con echarle un vistazo?

El doctor se encoge de hombros.

—Si no me crees, podéis seguir los métodos habituales y hacer caso de los libros de texto hasta que muráis. O podéis reducir el distrito industrial a cenizas y atajar el problema de raíz. —Sonríe—. Esa sí que sería una solución contundente, de las que os gustan a los camisas blancas. El Ministerio de Medio Ambiente siempre ha sido muy aficionado a ellas. —Agita una mano—. Esta basura todavía no es especialmente viable. Muta rápidamente, sin duda, pero es frágil, y los huéspedes humanos no son ideales. Debe entrar en contacto con las membranas mucosas: las ventanas de la nariz, los ojos, el ano, algo próximo a la sangre y a la vida. Algo donde pueda reproducirse.

—Entonces estamos a salvo. No es peor que la hepatitis o el
fa’gan
.

—Pero sí mucho más propenso a mutar. —Vuelve a mirar a Kanya—. Deberías saber otra cosa. El responsable que buscas debe de tener baños químicos. Algún lugar donde se cultiven productos biológicos. Una planta de HiGro. Instalaciones de AgriGen. Una fábrica de neoseres. Algo por el estilo.

Kanya observa de soslayo a los mastines.

—¿Los neoseres podrían ser portadores?

Gibbons se agacha y da unas palmaditas a uno de los perros guardianes, provocándola.

—En el caso de las aves y los mamíferos, sí. Yo miraría primero en algún sitio con tanques. Si estuviéramos en Japón, apostaría por alguna guardería de neoseres, pero la fuente original podría ser cualquiera relacionado con productos biológicos.

—¿Qué clase de neoseres?

Gibbons resopla exasperado.

—No es cuestión de «clases», sino de exposición. Si se cultivaron en tanques contaminados, podrían ser portadores. Claro que, si permitís que esa basura siga mutando, pronto habrá llegado a las personas. Y descubrir su origen será irrelevante.

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