Authors: Paolo Bacigalupi
—Akkarat no podría hacer algo así.
Los edificios dan paso a casuchas cuando se acercan al rompeolas. El rickshaw sortea cascotes de cemento desprendidos de las alturas de un antiguo hotel de la Expansión. Anderson tiene la impresión de que debió de ser una belleza en su día. La luna siluetea las terrazas escalonadas que se elevan sobre sus cabezas. Pero ahora está rodeado de chabolas, y los últimos restos de sus ventanas de cristal centellean como dientes rotos. El rickshaw frena hasta detenerse al pie del terraplén del rompeolas. La pareja de
nagas
guardianes que flanquea la escalera que conduce a lo alto del malecón los observa mientras Carlyle paga al conductor del rickshaw.
—Vamos. —Carlyle guía a Anderson escalones arriba, acariciando las escamas de los
nagas
con una mano. Desde lo alto del dique disfrutan de una vista perfecta de toda la ciudad. El Palacio Real resplandece a lo lejos. Sus altos muros ocultan los patios interiores que albergan a la Reina Niña y a su séquito, pero sus
chedi
con agujas de oro se elevan por encima, rutilando delicadamente a la luz de la luna. Carlyle tira de la manga de Anderson—. No te embobes.
Anderson titubea mientras inspecciona las tinieblas de la orilla a sus pies.
—¿Dónde están los camisas blancas? Deberían vigilar este lugar con mil ojos.
—No te preocupes. Aquí no tienen ninguna autoridad. —Se ríe de algo que solo él entiende y se agacha para pasar por debajo del
saisin
que se extiende a lo largo del dique—. En marcha. —Empieza a bajar por la pedregosa cara del terraplén, zigzagueando en dirección a la espuma de las olas. Anderson vacila, escudriñando aún la zona, antes de seguirlo.
Cuando llegan a la orilla, un esquife de muelles percutores surge de las sombras y se dirige raudo hacia ellos. Anderson está a punto de echar a correr, pensando que se trata de una patrullera de los camisas blancas.
—Son de los nuestros —susurra Carlyle.
Se adentran en los bajíos y suben a bordo. La lancha pivota bruscamente y se alejan de la orilla a gran velocidad. La luna se refleja en las olas, tejiendo un manto de plata. Lo único que se escucha en la embarcación es el batir de las olas contra el casco y el chasquido de los muelles percutores al desenroscarse. Ante ellos se cierne una barcaza, oscura salvo por unos cuantos pilotos de posición.
Su esquife se pega al costado. Instantes después, una escala de cuerda se descuelga por el mismo lado y ascienden en la oscuridad. Los tripulantes los reciben con
wais
respetuosos cuando suben a bordo. Carlyle le indica a Anderson que guarde silencio mientras los conducen abajo. Al final del pasillo, unos guardias flanquean una puerta. Llaman al otro lado, anunciando la llegada de los
farang
, y la puerta se abre, revelando un grupo de personas sentadas a una gran mesa de comedor, todas ellas riendo y bebiendo.
Uno de los presentes es Akkarat. Anderson reconoce en otro a un almirante que acosa a los barcos de calorías que llegan a Koh Angrit. Le parece que otro es tal vez un general del sur. En un rincón, un tipo alto y delgado vestido con un uniforme militar negro monta guardia, atento a todo. Otro...
Anderson se queda sin respiración.
—Muestra un poco de respeto —susurra Carlyle. Él ya se ha puesto de rodillas y está haciendo un
khrab
. Anderson se apresura a imitarlo sin perder tiempo.
El somdet chaopraya aguarda hierático mientras le rinden pleitesía.
Akkarat se carcajea al verles hacer tantas reverencias y genuflexiones. Rodea la mesa y les ayuda a ponerse en pie.
—Venid. Uníos a nosotros. Aquí todos somos amigos.
—Desde luego. —El somdet chaopraya sonríe y levanta una copa—. Venid y bebed.
Anderson realiza un último
wai
, doblando la columna hasta el límite de su elasticidad. Hock Seng asegura que el somdet chaopraya ha matado a más personas que pollos el Ministerio de Medio Ambiente. Antes de que lo nombraran protector de la Reina Niña era general, y sus campañas en el este han inspirado cruentas leyendas. De no ser por el accidente de su origen plebeyo, se especula que podría pensar incluso en suplantar a la realeza. En vez de eso, su sombra se cierne sobre el trono, y todos prodigan
khrabs
ante él.
El corazón de Anderson martillea en su pecho. Con el respaldo del somdet chaopraya a un cambio de gobierno, todo es posible. Tras años de investigación y el fiasco de Finlandia, por fin hay un banco de semillas cerca. Y con él, la respuesta a las solanáceas, los
ngaw
y otros mil enigmas genéticos. Este hombre de mirada cruel que brinda con él con una sonrisa cordial o voraz, según cómo se mire, es la clave de todo.
Un criado ofrece vino a Anderson y a Carlyle. Se reúnen con el resto de los invitados sentados alrededor de la mesa.
—Estábamos hablando de la guerra del carbón —les informa Akkarat—. Los vietnamitas han renunciado a Phnom Penh por ahora.
—Buena noticia.
La conversación continúa, pero Anderson presta atención solo a medias. Prefiere observar furtivamente al somdet chaopraya. La última vez que lo vio fue frente al templo en honor a Phra Seub del Ministerio de Medio Ambiente, cuando los dos contemplaban boquiabiertos a la chica mecánica de la delegación japonesa. En persona, el tipo parece mucho mayor que en las imágenes que adornan la ciudad y lo describen como el leal defensor de la Reina Niña. El alcohol ha poblado su rostro de manchas, y en sus ojos hundidos se atisba la depravación que le atribuyen los rumores. Hock Seng asegura que su brutal reputación en el campo de batalla le acompaña también en su vida privada, y aunque los thais hagan
khrabs
ante su efigie, no goza del cariño que suscita la Reina Niña. Y ahora, cuando el somdet chaopraya levanta la cabeza y cruza la mirada con Anderson, este cree conocer el motivo.
Ha visto antes a ejecutivos de calorías como este. Personas ebrias de poder e influencia, capaces de doblegar a naciones enteras con la amenaza de un embargo de SoyPRO. Es un sádico implacable. Anderson se pregunta si la Reina Niña será capaz de desarrollar todo su potencial con este hombre tan cerca. Parece poco probable.
La conversación en torno a la mesa continúa evitando escrupulosamente el motivo de su cita nocturna. Hablan de las cosechas del norte, y discuten el problema del Mekong ahora que los chinos han construido más diques en sus fuentes. Comentan los nuevos diseños de los clíperes que Mishimoto está a punto de empezar a producir.
—¡Cuarenta nudos con el viento a favor! —Carlyle da un puñetazo en la mesa, exultante—. Equipados con hidroalas y con capacidad para transportar mil quinientas toneladas. ¡Pienso comprarme toda una flota!
Akkarat se ríe.
—Creía que el futuro estaba en el transporte aéreo. En los dirigibles pesados.
—¿Con esos barcos? Estoy dispuesto a apostar por los dos. Durante la antigua Expansión había una mezcla de opciones de tránsito. Por aire y por mar. No veo por qué no podría ocurrir lo mismo esta vez.
—La nueva Expansión está en boca de todos últimamente. —La sonrisa de Akkarat se borra de sus labios. Mira de reojo al somdet chaopraya, que asiente discretamente con la cabeza. El ministro de Comercio prosigue, dirigiéndose directamente a Anderson—: Algunos elementos del reino se oponen a este progreso. Elementos ignorantes, sin duda, pero también inconvenientemente tenaces.
—Si necesitáis ayuda —replica Anderson—, estaríamos encantados de proporcionárosla.
Otra pausa. Akkarat vuelve a buscar discretamente al somdet chaopraya con la mirada. Carraspea.
—No obstante, la naturaleza de tu ayuda suscita algunos interrogantes. El historial de los tuyos no invita a la confianza.
—Sería algo así como meterse en la cama con un nido de escorpiones —añade el somdet chaopraya.
Anderson esboza una ligera sonrisa.
—Se diría que ya estáis rodeados por multitud de nidos. Con vuestro permiso, se podrían eliminar unos cuantos. Eso beneficiaría a ambas partes.
—El precio que pides es demasiado elevado —dice Akkarat.
Anderson mantiene un tono de voz neutro.
—Lo único que pedimos es accesibilidad.
—Y un hombre, ese tal Gibbons.
—Entonces, ¿lo conocéis? —Anderson se inclina hacia delante—. ¿Sabéis dónde está?
La mesa enmudece. Akkarat vuelve a mirar de soslayo al somdet chaopraya. Este se encoge de hombros, pero Anderson no necesita otra respuesta. Gibbons está aquí. En algún lugar del país. Probablemente en la ciudad. Diseñando sin duda su siguiente triunfo después de los
ngaw
.
—No pedimos que nos entreguéis la nación —asegura Anderson—. El reino de Tailandia no se parece en nada a Birmania ni a la India. Tiene su propia historia, marcada por la independencia. Eso es algo que respetamos profundamente.
Los reunidos adoptan una expresión pétrea.
Anderson se maldice. «Estúpido. Les estás recordando sus miedos
.»
Decide cambiar de táctica.
—Lo que tenemos aquí son grandes oportunidades. La cooperación beneficia a ambas partes. Mi gente está dispuesta a contribuir con grandes ayudas al reino si podemos llegar a un acuerdo. La resolución de las disputas fronterizas, suministros de calorías como no se han visto desde la Expansión... todo eso puede ser vuestro. Se trata de una oportunidad para todos.
Anderson pierde el hilo de lo que estaba diciendo. El general asiente con la cabeza. El almirante tiene el ceño fruncido. Akkarat y el somdet chaopraya se mantienen inexpresivos. Es imposible saber qué piensa cada uno de ellos.
—Por favor, si nos disculpan —dice Akkarat.
No es ninguna petición. Los guardias indican que Anderson y Carlyle deberían salir. Instantes después se encuentran en el pasillo, rodeados por cuatro agentes de seguridad.
Carlyle fija la mirada en el suelo.
—No parecen convencidos. ¿Se te ocurre algún motivo para que no se fíen de nosotros?
—Las armas y el dinero de los sobornos ya están listos para aterrizar. Si pueden establecer un diálogo con los generales de Pracha, estaré preparado para comprarlos y equiparlos. ¿Dónde está el riesgo para ellos? —Anderson menea la cabeza, irritado—. Deberían abalanzarse sobre esta oportunidad. Es el trato más equitativo que hayamos puesto nunca encima de la mesa.
—No se trata de la oferta. Eres tú. Tú, y AgriGen, y toda vuestra condenada historia. Todo depende de que confíen en ti. Si no... —Carlyle se encoge de hombros.
La puerta se abre y les invitan a entrar de nuevo.
—Muchas gracias por vuestro tiempo —dice Akkarat—. Estoy seguro de que tendremos en consideración vuestra oferta.
Carlyle deja caer los hombros, desinflado por el educado rechazo. El somdet chaopraya sonríe ligeramente mientras Akkarat anuncia su respuesta. Satisfecho, quizá, por el revés que supone esto para los
farang
. Alrededor del camarote se elevan más palabras de cortesía, pero Anderson no tiene oídos para ellas. Rechazo. Está tan cerca que casi puede saborear los
ngaw
, pero se empeñan en seguir levantando barreras. Debe de haber alguna manera de reabrir el debate. Mira fijamente al somdet chaopraya. Necesita una baza. Algo que le permita desequilibrar la balanza...
Está a punto de soltar una carcajada. Las piezas encajan en su sitio. Carlyle sigue refunfuñando, decepcionado, pero Anderson sonríe y hace
wais
a un lado y a otro, buscando una brecha. La manera de prolongar la conversación un poco más.
—Entiendo perfectamente vuestros reparos. No nos hemos ganado la confianza necesaria. Quizá podríamos hablar de otra cosa. Un proyecto amistoso, por así decirlo. Algo menos ambicioso.
El almirante tuerce el gesto.
—No queremos nada de vuestras manos.
—Por favor, no nos precipitemos. Lo que ofrecemos lo hacemos de buena fe. Y en cuanto a ese otro proyecto, si cambiáis de opinión acerca de nuestra ayuda, bien sea dentro de una semana, o de un año, o de diez, siempre estaremos a vuestra disposición.
—Bonito discurso —dice Akkarat. Sonríe mientras fulmina al almirante con la mirada—. Estoy seguro de que no hay ningún resentimiento por nuestra parte. Por favor, disfrutad al menos de una última copa. Ya que os habéis tomado tantas molestias por nuestra culpa, qué menos que despedirnos como amigos.
De modo que la partida continúa. Anderson siente una oleada de alivio.
—Nos habéis leído el pensamiento.
El alcohol no tarda en fluir libremente, y Carlyle asegura que estaría encantado de importar un pedido de azafrán de la India en cuanto se levante el embargo, mientras Akkarat relata la anécdota de un camisa blanca que intenta aceptar tres sobornos de otros tantos puestos de comida y no deja de perder la cuenta, y en todo momento Anderson observa al somdet chaopraya, aguardando una oportunidad.
Cuando el hombre se acerca a una ventana para contemplar las aguas, Anderson se sitúa a su lado.
—Es una lástima que no hayan aceptado tu oferta.
Anderson se encoge de hombros.
—Me conformo con salir de aquí con vida. Hace unos años me hubieran arrojado a los megodontes para morir pisoteado por el simple hecho de intentar reunirme contigo.
El somdet chaopraya suelta una risotada.
—¿Estás seguro de que te dejaremos salir por tu propio pie?
—Relativamente seguro, al menos. La apuesta es razonable —dice Anderson—. Akkarat y tú sois razonables, aunque nuestros puntos de vista difieran en algunos aspectos. Considero que el riesgo es asumible.
—¿Sí? La mitad de los presentes en esta sala sugirieron que alimentar a las carpas del río con tu carne sería la decisión más acertada. —Hace una pausa, mirando fijamente a Anderson con sus implacables ojos hundidos—. Fue una votación muy ajustada.
Anderson se obliga a sonreír.
—Deduzco que no estuviste de acuerdo con tu almirante.
—Esta noche no.
Anderson hace un
wai
.
—En tal caso, te lo agradezco.
—No me des las gracias todavía. Aún podría decidir que te ejecutaran. Los de tu clase tenéis muy mala reputación.
—¿Me darías al menos la oportunidad de rogar por mi vida? —pregunta Anderson con ironía.
El somdet chaopraya encoge los hombros.
—No te serviría de nada. Tu vida es lo más interesante que podría cobrarme.