La chica mecánica (41 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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—¿Las condiciones son las mismas? ¿No vas a cambiar nada?

—Acceso al banco de semillas de Bangkok, y un hombre llamado Gibbons. Eso es todo.

—¿Y qué ofreces a cambio?

—¿Qué necesita Akkarat? ¿Dinero para los sobornos? ¿Oro? ¿Diamantes? ¿Jade? —Hace una pausa—. Tropas de asalto.

—Dios. Dices en serio lo de Birmania.

Anderson agita el vaso en dirección a la noche que se extiende tras los cristales.

—Mi tapadera aquí ha saltado por los aires. Puedo aceptarlo y seguir adelante o hacer la maleta y volver a Des Moines con el rabo entre las piernas. Seamos sinceros. AgriGen siempre ha jugado para ganar. Desde que Vincent Hu y Chitra D’Allessa fundaron la compañía. No nos asusta ensuciarnos las manos.

—Como en Finlandia.

Anderson sonríe.

—Espero que esta vez podamos sacar más provecho del esfuerzo invertido.

Carlyle hace una mueca.

—Dios. Vale. Prepararé la reunión. Pero será mejor que te acuerdes de mí cuando acabe todo esto.

—AgriGen siempre se acuerda de sus amigos.

Anderson acompaña a Carlyle a la puerta y la cierra tras él, pensativo. Resulta interesante ver cómo una crisis transforma a las personas. Carlyle, siempre tan fanfarrón y confiado, hostigado ahora tras descubrir que desentona como si estuviera pintado de azul. Que los camisas blancas podrían empezar a internar o ejecutar a los
farang
en cualquier momento, y que nadie derramaría una sola lágrima por ellos. De pronto, la confianza de Carlyle tiene tanto valor como una mascarilla desechable usada.

Anderson sale al balcón y contempla la oscuridad, las aguas a lo lejos, la isla de Koh Angrit y las fuerzas que tan pacientemente aguardan al acecho en los límites del reino.

Ya casi ha llegado el momento.

24

Kanya está sentada en medio del caos sembrado por las represalias de los camisas blancas, tomando café. En la otra punta de la tienda de fideos, un puñado de hombres taciturnos, en cuclillas, escuchan un combate de
muay thai
en una radio de manivela. Kanya, que monopoliza el banco reservado para los clientes, no les presta la menor atención. Nadie se atreve a sentarse a su lado.

Es posible que antes se hubieran arriesgado a acercarse, pero ahora los camisas blancas han enseñado los dientes y Kanya disfruta de su soledad. Sus hombres se han adelantado a ella, feroces como chacales, borrando la historia antigua y las alianzas indebidas, empezando de nuevo.

Regueros de sudor se deslizan por la barbilla del dueño, encorvado sobre humeantes tazones de fideos de pasta de arroz. Las gotitas de agua que le perlan el rostro rutilan azules con el fulgor del metano ilegal. Rehúye la mirada de Kanya, maldiciendo seguramente el día en que decidió comprar combustible en el mercado negro.

El diminuto crepitar de la radio y el griterío lejano del público del Lumphini compiten con el borboteo del wok donde se cuece la sopa de
sen mi
. Ninguno de los oyentes osa mirar en su dirección.

Kanya prueba un sorbo de café y esboza una sonrisa forzada. La violencia es algo que entienden. Desobedecían o se burlaban de un Ministerio de Medio Ambiente blando. Pero este ministerio, el de las porras contundentes y las armas de resorte listas para reducir un cuerpo a jirones, inspira una respuesta distinta.

¿Cuántos puestos ha arrasado ya por quemar combustible ilegal? ¿Cuántos exactamente iguales que este? ¿Cuántos propiedad de algún pequeño comerciante de café o fideos que no podía costearse el metano gravado y aprobado por el gobierno? Cientos, calcula. El metano es caro. Los sobornos salen más baratos. Y si el combustible del mercado negro carecía de los aditivos que dotan al metano legal de su característico tinte verdoso, en fin, era un riesgo que todos asumieron voluntariamente.

«Qué fácil era sobornarnos.»

Kanya saca un cigarrillo y lo enciende con la delatora llama azulada del wok. El hombre no se lo impide, hace como si no la viera; una mentira conveniente para ambos. Ella no es una camisa blanca sentada en su local, donde se quema combustible ilegal; él no es un tarjeta amarilla que podría ser arrojado a las torres para morir sofocado, rodeado de compatriotas.

Da una calada, pensativa. Aunque el dueño del establecimiento disimule su temor, ella sabe lo que se siente. Recuerda cuando los camisas blancas llegaron a su aldea. Llenaron de sal y sosa cáustica los estanques de peces de su tía, y sacrificaron sus aves de corral en piras funerarias.

«Tienes suerte, tarjeta amarilla. Cuando los camisas blancas vinieron a por nosotros, no se molestaron en conservar absolutamente nada. Llegaron armados de antorchas y lo incendiaron todo. Recibirás un trato más amable que nosotros.»

El recuerdo de aquellos rostros pálidos tiznados de hollín, de sus ojos diabólicos tras las máscaras de gas, aún le produce escalofríos. Aparecieron de noche. Sin previo aviso. Sus vecinos y sus primos huyeron de las antorchas desnudos, gritando. A sus espaldas, las casas elevadas sobre pilares estallaban en llamas, el bambú y las hojas de palma rugían anaranjados y vivos en la oscuridad. Los remolinos de cenizas que los envolvían les escaldaban la piel, todo el mundo tosía y tenía arcadas. Todavía conserva las cicatrices de aquella purga, cráteres lívidos allí donde las pavesas incandescentes dejaron una marca indeleble en sus brazos de niña flaca. Cómo odiaba a los camisas blancas. Sus primos y ella se acurrucaron formando una piña, contemplando sobrecogidos cómo el Ministerio de Medio Ambiente asolaba su aldea, y los odió con toda su alma.

Y ahora dirige su propia brigada, con la misma misión. Jaidee hubiera sabido apreciar la ironía.

A lo lejos, los gritos de pánico se elevan como columnas de humo negras y viscosas, como las cabañas incendiadas de los campesinos. Kanya sorbe por la nariz. En cierto sentido, siente nostalgia. El humo es el mismo. Da otra calada, exhala. Se pregunta si sus hombres no se habrán excedido. Un incendio en estos suburbios de WeatherAll podría ser problemático. Los aceites que impiden que se pudra la madera prenden fácilmente con el calor. Chupa otra vez el cigarrillo. Ahora no puede hacer nada al respecto. Quizá se trata tan solo de un oficial que está quemando chatarra recogida ilegalmente. Estira el brazo para coger el café y se fija en el moratón que adorna la mejilla del hombre que la sirve.

Si el Ministerio de Medio Ambiente tuviera algo que decir al respecto, todos estos refugiados tarjetas amarillas estarían ya al otro lado de la frontera. Problema de Malasia. Problema de otro estado soberano. En absoluto problema del reino. Pero Su Majestad la Reina Niña es más clemente y compasiva que Kanya.

Apaga el cigarrillo. El tabaco es de buena calidad, Gold Leaf, diseño local, el mejor del reino. Saca otro de la cajetilla envuelta en celofán de polímero de aceite de hierba aguja y lo enciende en la llama azul.

La expresión del tarjeta amarilla se mantiene educada cuando Kanya le indica que le sirva más café con azúcar. La radio crepita con los aplausos del estadio y los hombres agrupados a su alrededor vitorean a su vez, olvidándose por un momento de la camisa blanca con la que comparten el mismo techo.

Los pasos son casi inaudibles, acompasados para pasar desapercibidos, pero la expresión del tarjeta amarilla delata al recién llegado. Kanya no levanta la cabeza. Le indica que se una a ella al hombre que está de pie a su espalda.

—Mátame o siéntate —dice.

Una risita por lo bajo. El hombre se sienta.

Narong lleva puesta una holgada camisa negra de cuello alto y pantalones grises. Ropa decente. Podría pasar por un oficinista. Salvo por sus ojos: sus ojos están demasiado alerta. Y su lenguaje corporal es demasiado relajado. Lo envuelve un aura de confianza. Una arrogancia que encaja difícilmente con su atuendo. Algunas personas son demasiado poderosas como para adoptar una fachada de inferioridad. Fue eso lo que hizo que llamara la atención en los amarraderos. Kanya contiene su rabia y espera en silencio.

—¿Te gusta la seda? —El hombre acaricia la camisa—. Es japonesa. Todavía tienen gusanos de seda.

Kanya se encoge de hombros.

—No me gusta nada de ti, Narong.

El hombre sonríe.

—Venga ya, Kanya. Mírate, ascendida a capitana y con la misma cara de asco de siempre.

Con un gesto, pide café al tarjeta amarilla. Ambos observan cómo el cálido líquido marrón se vierte en un vaso. El tarjeta amarilla coloca un cuenco de sopa delante de Kanya, trozos de pescado, limoncillo y pollo. Kanya empieza a coger fideos U-Tex con la cuchara.

Narong continúa sentado en silencio, sin impacientarse.

—Fuiste tú la que solicitó esta reunión —dice, transcurrido un momento.

—¿Mataste a Chaya?

Narong endereza los hombros.

—Nunca has tenido el menor tacto. Después de todos estos años en la ciudad y de todo el dinero que hemos invertido en ti, sigues pareciendo una pescadora del Mekong.

Kanya lo observa con expresión glacial. Lo cierto es que Narong la asusta, pero se obliga a disimularlo. Tras ella, una nueva ovación resuena en la radio.

—Eres igual que Pracha. Asqueroso.

—No opinabas lo mismo cuando acudimos a ti, una chiquilla desamparada, y te invitamos a venir a Bangkok. No opinabas lo mismo cuando ayudamos a tu tía hasta el fin de sus días. No opinabas lo mismo cuando te ofrecimos la oportunidad de vengarte del general Pracha y los camisas blancas.

—Todo tiene un límite. Chaya no había hecho nada.

Narong la observa fijamente, inmóvil como una araña.

—Jaidee se extralimitó —responde al fin—. Tú misma se lo advertiste. Ten cuidado de no meterte tú también en la boca de la cobra.

Kanya empieza a decir algo, pero se muerde la lengua. Cuando vuelve a hablar, su voz suena controlada.

—¿Me harías lo mismo que hiciste con Jaidee?

—Kanya, ¿cuánto hace que nos conocemos? —Narong sonríe—. ¿Cuánto hace que cuido de tu familia? Eres nuestra hija más querida. —Desliza un grueso sobre por encima de la mesa hacia ella—. Jamás te haría daño. No somos como Pracha. —Hace una pausa—. ¿Cómo está afectando la pérdida del Tigre al departamento?

—Mira a tu alrededor. —Kanya inclina la cabeza en dirección al sonido de los disturbios—. El general está furioso. Jaidee era como un hermano para él.

—He oído que pretende atacar a Comercio directamente. Quizá incluso reducir el ministerio a cenizas.

—Pues claro que quiere atacar a Comercio. Sin Comercio, nuestros problemas se reducirían a la mitad.

Narong encoge los hombros. El sobre aguarda entre ellos, intacto. Quizá sea el corazón de Jaidee lo que yace encima del mostrador. La recompensa de Kanya por tantos años consagrados a la venganza.

«Lo siento, Jaidee. Intenté avisarte.»

Kanya coge el sobre, saca el dinero y lo guarda en una bolsa que cuelga de su cinto mientras Narong observa todos sus movimientos. Incluso las sonrisas del hombre son afiladas. Lleva el pelo peinado hacia atrás, engominado. Pese a su inmovilidad absoluta, resulta sobrecogedor.

«Y esta es la clase de personas con las que te codeas», musita alguien dentro de la cabeza de Kanya.

La capitana da un respingo. Es como si acabara de escuchar la voz de Jaidee. Posee sus rasgos característicos, su humor y su implacabilidad. La insinuación de una sonrisa acompañada de una crítica. Jaidee nunca perdió el sentido del
sanuk
.

«No soy como tú», piensa Kanya.

De nueva la sonrisa y la risita. «Eso ya lo sabía.»

«¿Por qué no me mataste si lo sabías?»

La voz guarda silencio. El sonido del combate de
muay thai
continúa crepitando a sus espaldas. Charoen y Sakda. Un duelo interesante. Pero o bien Charoen ha mejorado radicalmente, o Sakda ha recibido dinero a cambio de dejarse ganar. Kanya va a perder su apuesta. El combate apesta a amañado. Puede que el Señor del Estiércol se haya interesado por el resultado. Kanya compone un gesto de irritación.

—¿Mala pelea? —pregunta Narong.

—Siempre apuesto por la persona equivocada.

Narong se ríe.

—Por eso resulta útil tener información de primera mano. —Le entrega una hoja de papel.

Kanya pasea la mirada por los nombres de la lista.

—Estos son amigos de Pracha. Generales, algunos de ellos. Los protege igual que hizo la cobra con Buda.

Narong sonríe.

—Por eso se sorprenderán tanto cuando se vuelva contra ellos. Atácales. Que sufran. Que se den cuenta de que el Ministerio de Medio Ambiente no tolera las intromisiones. Que el ministerio trata todas las infracciones del mismo modo. Se acabaron los favoritismos. Se acabaron los amiguismos y los acuerdos beneficiosos. Que aprendan que el nuevo Ministerio de Medio Ambiente es inflexible.

—¿Quieres sembrar la discordia entre Pracha y sus aliados? ¿Que se enfaden con él?

Narong encoge los hombros. Guarda silencio. Kanya termina los fideos. Al ver que no va a recibir más instrucciones, se levanta.

—Tengo que irme. No puedo dejar que mis hombres me vean contigo.

Narong asiente con la cabeza, despidiéndola. Kanya sale de la cafetería con paso airado, seguida de renovados gemidos de decepción procedentes de los radioyentes cuando Sakda se rinde ante la recién encontrada ferocidad de Charoen.

En la esquina, bajo el resplandor verde del metano, Kanya se alisa el uniforme. Tiene una mancha en la chaqueta, recuerdo de la destrucción que ha sembrado esta noche. Frunce el ceño, contrariada. La frota con la mano. Vuelve a abrir la lista que le ha dado Narong y memoriza los nombres.

Estos hombres y mujeres son los amigos más íntimos del general Pracha. Y ahora van a recibir un correctivo tan severo como si fueran simples tarjetas amarillas encerrados en sus torres. Un correctivo tan severo como el que el general Pracha aplicó una vez a una pequeña aldea del nordeste, dejando a su paso familias sin nada que llevarse a la boca y hogares incendiados.

Será difícil. Pero, por una vez, justo.

Kanya hace una pelota con la hoja de papel. «Así funciona nuestro mundo. Ojo por ojo hasta que hayamos muerto todos y los cheshires calmen la sed en charcos formados con nuestra sangre», piensa.

Se pregunta si realmente sería mejor en el pasado, si realmente existió alguna vez una edad de oro impulsada por el petróleo y la tecnología. Una época en que la solución a cualquier problema no generaba otro. Le dan ganas de maldecir a los
farang
pioneros. Fabricantes de calorías que prometían acabar con el hambre en el mundo gracias a sus laboratorios de investigación y sus variedades de cultivos, escrupulosamente rediseñadas. Gracias a sus animales modificados, capaces de trabajar con mayor eficiencia a cambio de menos calorías. Agentes de AgriGen y PurCal que aseguraban conformarse con alimentar al mundo, con exportar sus semillas patentadas, y que luego siempre encontraban alguna excusa para posponerlo.

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