Authors: Paolo Bacigalupi
«Ay, Jaidee. Lo siento. No sabes cuánto lo siento. Todo lo que te he hecho a ti y a los tuyos. No quería hacerte daño. Si hubiera sabido cuál era el precio de contrarrestar la codicia de Pracha, jamás habría venido a Krung Thep», piensa.
En vez de ir en busca de sus hombres, se encamina hacia un templo. Es pequeño, un altar callejero más que otra cosa, atendido tan solo por un puñado de monjes. Hay un muchacho arrodillado con su abuela ante la resplandeciente imagen de Buda, pero por lo demás, el lugar está vacío. Kanya le compra incienso al vendedor que hay en la puerta y entra. Enciende el incienso y se arrodilla, se lleva las varitas a la frente y las eleva tres veces, una por cada una de las Tres Joyas:
buddha, damma, sanga
. Empieza a rezar.
¿Cuántos pecados ha cometido? ¿Por cuánto mal
kamma
debe rendir cuentas? ¿Qué era más importante, honrar a Akkarat y su prometido ajuste de cuentas, u honrar a su padre adoptivo, Jaidee?
Un hombre llega a tu aldea y te asegura que nunca te faltará la comida, ni un techo en la ciudad, ni dinero para la tos de tu tía y el whisky de su marido. Y ni siquiera le interesa comprar tu cuerpo. ¿Qué más se puede pedir? ¿Qué más hace falta para comprar una lealtad? Todo el mundo trabaja para alguien.
«Que tengas mejores amigos en tu próxima vida, guerrero leal.»
«Ay, Jaidee, perdóname.»
«Que mi espíritu vague durante un millón de años en penitencia.»
«Que renazcas en un sitio mejor que este.»
Kanya se pone en pie y dedica un último
wai
al Buda antes de salir del templo. En la escalinata, eleva la mirada a las estrellas. Se pregunta cómo es posible que su
kamma
la haya destruido de esta manera. Cierra los ojos, anegados en lágrimas.
A lo lejos, un edificio es devorado por una atronadora columna de fuego. Tiene más de cien hombres trabajando en este distrito, para que todo el mundo sienta el dolor del verdadero castigo. Las leyes son muy bonitas sobre el papel, pero dolorosas cuando no hay sobornos que mitiguen su aplicación. La gente lo ha olvidado. De repente, se siente cansada. Da la espalda a la carnicería. Ya se ha manchado bastante las manos de sangre y hollín por una noche. Sus hombres saben lo que tienen que hacer. Su casa no está lejos.
—¿Capitana Kanya?
Kanya abre los ojos a la luz del amanecer que se filtra en su hogar. Por un momento, está tan desorientada que no recuerda qué día es, ni su cargo.
—¿Capitana? —La voz llega hasta ella a través de la ventana de papel.
Kanya se levanta de la cama y se dirige a la puerta.
—¿Sí? —pregunta sin abrir—. ¿Qué sucede?
—Requieren su presencia en el ministerio.
Kanya abre la puerta y coge un sobre de manos del hombre; rompe el lacre.
—Es del Departamento de Cuarentena —dice, sorprendida.
El mensajero asiente con la cabeza.
—Era una tarea para la que el capitán Jaidee se ofreció voluntario... —Deja la frase a medias—. Con todo el mundo ocupado, el general Pracha solicitó... —Titubea.
Kanya asiente.
—Sí. Por supuesto.
Se le pone la piel de gallina al recordar las historias de Jaidee sobre la guerra contra las primeras variedades de la cibiscosis. Sobre cómo tenía el corazón en un puño mientras trabajaba junto a sus hombres, preguntándose todos ellos quién moriría antes de que acabara la semana. Aterrados por la enfermedad y empapados de sudor mientras incendiaban aldeas enteras: viviendas,
wats
e imágenes de Buda devoradas por el humo mientras los monjes cantaban e invocaban la ayuda de los espíritus, mientras a su alrededor las personas morían tiradas en el suelo, ahogándose en sus propios fluidos con los pulmones destrozados. El Departamento de Cuarentena. Lee el mensaje. Asiente bruscamente para el muchacho.
—Sí. Ya veo.
—¿Alguna respuesta?
—No. —Kanya deja el sobre encima de una mesita, un escorpión agazapado—. Esto es cuanto necesito.
El mensajero saluda con gesto marcial y baja los escalones corriendo hasta su bicicleta. Kanya cierra la puerta, pensativa. El sobre augura nuevos horrores. Quizá este sea su
kamma
. Retribución.
No tarda en partir camino del ministerio, pedaleando por las calles cubiertas de hojas, cruzando canales, rodando por bulevares diseñados para acoger cinco carriles de vehículos impulsados por gasolina que contienen ahora manadas de megodontes.
En el Departamento de Cuarentena debe superar un segundo control de seguridad antes de que le permitan entrar en el complejo.
El zumbido de los ordenadores y de los ventiladores es incesante. El edificio entero parece vibrar con la energía que arde en su interior. Más de tres cuartas partes de la asignación de carbón del ministerio van a parar a este edificio, el cerebro del Departamento de Cuarentena que evalúa y predice los cambios en la arquitectura genética que requieren una respuesta por parte del ministerio.
Tras paredes de cristal, los pilotos de los servidores parpadean rojos y verdes, consumiendo energía, hundiendo a Krung Thep bajo las aguas para salvarla. Kanya recorre varios pasillos, deja atrás una serie de salas donde los científicos se sientan frente a gigantescos monitores y estudian las brillantes imágenes de modelos genéticos. Kanya se imagina que puede sentir el aire en combustión con toda la energía que se está quemando, con todo el carbón consumido para mantener en funcionamiento este edificio.
Circulan rumores sobre las redadas que fueron precisas para fundar el Departamento de Cuarentena. Sobre los pactos arcanos que les permitieron acceder a esta tecnología.
Farang
traídos desde sus países sin reparar en gastos, expertos extranjeros empleados para transferir al reino los virus de sus conocimientos, los conceptos invasores de piratería genética, la información necesaria para preservar a los thais y protegerlos de las plagas.
Algunas de esas personas son famosas ahora, tan populares como Ajahn Chanh, Chart Korbjitti y Seub Nakhasathien. Algunas de ellas se han convertido en
boddhis
por derecho propio, espíritus bondadosos, consagrados a la salvación de todo un reino.
Cruza un patio. En una esquina se erige una pequeña capilla habitada por miniaturas del maestro Lalji, que parece un
saddhu
arrugado, y la santa Sarah de AgriGen. Los
boddhis
gemelos. Hombre y Mujer, el corsario de las calorías y la pirata genética. El ladrón y la constructora. Solo hay unas pocas varitas de incienso encendidas, además de la habitual bandeja de desayuno y las guirnaldas de margaritas que siempre cuelgan allí. Cuando las plagas se recrudecen, la capilla se convierte en un hervidero de científicos que rezan para encontrar alguna solución.
«Incluso nuestras plegarias son para los
farang
», piensa Kanya. Antídotos
farang
para venenos
farang
.
«Recoge todas las herramientas que encuentres. Hazlas tuyas», solía decir Jaidee, explicando por qué se mezclaban con indeseables. Por qué sobornaban, robaban y patrocinaban a monstruos como Gi Bu Sen.
«A un machete le da igual quién lo empuñe, o quién lo fabricó. Clava el cuchillo y cortará. Usa a los
farang
si van a ser una herramienta en tus manos. Y si se vuelve contra ti, fúndela. Así obtendrás al menos la materia prima.»
Usa todas las herramientas a tu disposición. Jaidee, siempre tan pragmático.
Pero es doloroso. Rastrean e imploran briznas de conocimientos en el extranjero, rapiñando como cheshires para sobrevivir. Hay tanta información encerrada en el Compacto del Medio Oeste... Cuando surge algún genetista prometedor en cualquier parte del mundo, se le presiona, intimida y soborna para que trabaje con los investigadores más brillantes de Des Moines o Changsha. Hace falta una voluntad de hierro para resistirse a PurCal, AgriGen o RedStar. Y aunque hagan frente a los fabricantes de calorías, ¿qué podría ofrecerles el reino? Hasta sus mejores ordenadores van varias generaciones por detrás de los que utilizan los
farang
.
Kanya intenta pensar en otra cosa. «Estamos vivos. Seguimos con vida cuando han desaparecido países y reinos enteros. Cuando Malasia es un cementerio. Cuando Kowloon se ha hundido bajo las aguas. Cuando China está dividida, Vietnam derrotada y Birmania muerta de hambre. El Imperio de Norteamérica ya no existe. La Unión de los Europeos se ha astillado en infinidad de facciones. Y no obstante nosotros resistimos, nos expandimos incluso. El reino sobrevive. Gracias a Buda por tendernos su mano compasiva y a la reina por hacerse merecedora de estas aterradoras herramientas
farang
sin las que estaríamos completamente indefensos.»
Llega al último puesto de control. Soporta otra inspección de sus papeles. Las puertas se deslizan a los lados y es invitada a montar en un ascensor eléctrico. Siente el aire absorbido con ella, presión negativa, y las puertas se cierran.
Kanya desciende a las profundidades, como si estuviera bajando al infierno. Piensa en los fantasmas hambrientos que pueblan estas tétricas instalaciones. Los espíritus de los muertos que se sacrificaron para contener a los demonios del mundo. Un escalofrío recorre toda su piel.
Abajo.
Abajo.
Se abren las puertas del ascensor. Un pasillo blanco y una compuerta. Se desnuda. Recibe una ducha cargada de cloro. Cruza al otro lado.
Un muchacho le ofrece ropa de laboratorio y vuelve a confirmar su identidad en una lista. Le informa que no necesitará medidas de contención auxiliares y conduce a Kanya por más pasillos.
Los científicos que trabajan aquí lucen la expresión angustiada de quienes se saben asediados. Saben que detrás de unas pocas puertas acechan toda clase de horrores apocalípticos dispuestos a devorarlos. Cuando Kanya se para a pensarlo, se le revuelve el estómago. Esa era la fortaleza de Jaidee. Tenía fe en sus vidas pasadas y en las futuras. ¿Pero Kanya? Renacerá para morir de cibiscosis mil veces antes de que se le permita avanzar.
Kamma
.
«Tendrías que haberlo pensado antes de venderme a ellos», dice Jaidee.
El sonido de su voz hace que Kanya se tambalee. Jaidee la sigue a escasos pasos de distancia. Kanya apoya la espalda en una pared, sin aliento. Jaidee ladea la cabeza, estudiándola. Kanya no puede respirar. ¿La estrangulará aquí mismo para hacerle pagar su traición?
Su guía se detiene.
—¿Estás mareada? —pregunta.
Jaidee se ha esfumado.
El corazón de Kanya late desbocado. Está sudando. Si quisiera adentrarse en la zona de contención, tendría que pedir que la pusieran en cuarentena, implorar que no le permitieran salir, aceptar que alguna bacteria o algún virus habían escapado y que iba a morir.
—Me... —Jadea, recordando la sangre de la escalinata del edificio de administración del general Pracha. El cuerpo descuartizado de Jaidee, un envoltorio cruelmente meticuloso. Una muerte fragmentada.
—¿Quieres que te vea un médico?
Kanya se esfuerza por controlar la respiración. Jaidee la persigue. Su
phii
está siguiéndola. Intenta dominar el miedo.
—Estoy bien. —Asiente con la cabeza hacia su guía—. Vamos. Terminemos cuanto antes.
Instantes después, el guía indica una puerta y, por señas, sugiere que Kanya la cruce sola. Cuando la capitana abre la puerta, Ratana levanta la cabeza de sus archivos. Sonríe ligeramente a la luz del monitor.
Todos los ordenadores de aquí abajo están dotados de unas pantallas enormes. Algunos de ellos son modelos que dejaron de existir hace cincuenta años y consumen más energía que cinco de los nuevos, pero hacen su trabajo y a cambio reciben un mantenimiento exhaustivo. Así y todo, la cantidad de energía que circula por sus entrañas hace que a Kanya le tiemblen las rodillas. Casi puede ver el océano elevándose en respuesta. Estar junto a algo así es sobrecogedor.
—Gracias por venir —dice Ratana.
—No podía negarme.
Nadie menciona citas pasadas. Nadie menciona su malograda historia en común. Que Kanya no podía jugar a
tom
y
dee
con alguien a quien inevitablemente iba a terminar traicionando. Sería demasiado hipócrita, hasta para ella. Pero eso no impide que Ratana siga siendo preciosa. Kanya recuerda las risas compartidas con ella mientras cruzaban el Chao Phraya en esquife, contemplando los brillantes barcos de papel que flotaban a su alrededor durante el Loi Kratong. Recuerda el tacto de Ratana acurrucada contra ella mientras las olas salpicaban iluminadas por miles de velas, los deseos y las plegarias de toda la ciudad convertidos en un manto sobre las aguas.
Ratana le indica que se acerque. Le enseña las fotos abiertas en su pantalla. Repara en los galones de capitán que adornan el cuello blanco de Kanya.
—Lamento lo de Jaidee —dice—. Era... bueno.
Kanya arruga la frente, intentando sacudirse el recuerdo del
phii
del pasillo.
—Era más que eso. —Inspecciona los cuerpos que resplandecen ante ella—. ¿Qué estoy mirando?
—Dos hombres. En dos hospitales distintos.
—¿Sí?
—Tenían algo. Algo preocupante. Al parecer se trata de una variedad de la roya.
—¿Sí? ¿Y? Comieron algo contaminado. Murieron. ¿Y?
Ratana sacude la cabeza.
—Estaba dentro de ellos. Propagándose. Nunca lo había visto alojarse en un mamífero.
Kanya echa un vistazo a los informes médicos.
—¿Quiénes son?
—No lo sabemos.
—¿No les visitó ningún familiar? ¿Nadie les vio llegar? ¿No han dicho nada?
—Uno deliraba cuando lo ingresaron. El otro ya estaba en un coma profundo inducido por la roya.
—¿Seguro que no comieron sencillamente fruta contaminada?
Ratana se encoge de hombros. La vida bajo tierra ha vuelto su piel tersa y pálida. No como Kanya, cuya piel se ha tostado como la de una campesina patrullando bajo un sol de justicia. Y sin embargo Kanya elegiría siempre trabajar en la superficie, no aquí abajo, en la oscuridad. Ratana es la más valiente de las dos. A Kanya no le cabe la menor duda. Se pregunta qué demonios personales habrán llevado a Ratana a trabajar en este lugar infernal. Cuando estaban juntas, Ratana no hablaba nunca de su pasado. De sus pérdidas. Pero están ahí. Tienen que estar, como rocas bajo las olas y la espuma de la costa. Siempre hay rocas.
—No, claro que no estoy segura. No al ciento por ciento.