Authors: Paolo Bacigalupi
«Por favor, que sea algo fortuito. Por favor, que no sea la línea», implora.
¿Cuántas noches hace que no duerme? ¿Una? ¿Diez? ¿Diez mil? Jaidee ya ha perdido la cuenta. Las lunas se han sucedido en vela y los soles parecen un sueño mientras todo se añade al recuento, a las cifras que se aglomeran en un sucesión imparable de días y esperanzas marchitas. Ruegos y ofrendas sin respuesta. Los adivinos con sus predicciones. Los generales con sus promesas. Mañana. Dentro de tres días, seguro. Hay indicios de ablandamiento, circulan rumores sobre el paradero de una mujer.
Paciencia.
Jai yen
.
Corazón frío.
Nada.
Disculpas y humillaciones en los periódicos. Una autocrítica, de su puño y letra. Más admisiones falsas de codicia y corrupción. doscientos mil baht que no puede restituir. Editoriales y censuras en las circulares. Historias propagadas por sus detractores, según los cuales se gastó el dinero en putas, en hacer acopio para su uso particular del arroz U-Tex destinado a combatir las hambrunas, requisado en provecho propio. El Tigre no era más que otro camisa blanca corrupto.
Se imponen las multas. Se confiscan los restos de sus propiedades. El hogar de su familia es incendiado, una pira funeraria, mientras su suegra aúlla de dolor y sus hijos, despojados ya de su apellido, son somnolientos testigos de todo.
Se ha decidido que no cumplirá la pena en ningún monasterio cercano. En vez de eso será exiliado a los bosques de Phra Kritipong, donde el cerambicido ha convertido la tierra en un páramo y las mutaciones de la roya cruzan la frontera procedentes de Birmania. Desterrado al desierto para contemplar el
damma
. Le han afeitado las cejas, igual que el resto de la cabeza. Si quiere el destino que vuelva con vida de su penitencia, le espera una vida de vigilar tarjetas amarillas en los internados del sur: la más vil de las tareas, para el camisa blanca más vil.
Y a pesar de todo, sigue sin tener noticias de Chaya.
¿Está viva? ¿Muerta? ¿Fue Comercio? ¿Fue otro? ¿Un
jao por
, espoleado por la audacia de Jaidee? ¿Alguien dentro del Ministerio de Medio Ambiente? ¿Bhirombhakdi, irritado por la falta de protocolo de Jaidee? ¿Se pretendía que fuera un secuestro, o un asesinato? ¿Falleció luchando por escapar? ¿Continúa encerrada en la habitación de cemento de la fotografía, en algún rincón de la ciudad, sudando en alguna torre abandonada, esperando que él la rescate? ¿Alimenta su cadáver a los cheshires en cualquier callejón? ¿O flota acaso Chao Phraya abajo, pasto de las carpas
boddhi
rev 2.3 que con tanto éxito ha criado el ministerio? Solo tiene preguntas. Se asoma al abismo y grita, pero no obtiene ni siquiera la respuesta del eco.
De modo que ahora está sentado en un estéril
kuti
monacal, sito en los jardines del templo de Wat Bowonniwet, esperando a oír si el monasterio de Phra Kritipong piensa aceptar la tarea de redimirlo. Luce el blanco propio de los novicios. No puede vestirse de naranja. Ni ahora ni nunca. Él no es ningún monje. Cumple una penitencia especial. Sus ojos se fijan en las manchas de humedad rojizas de la pared, en los indicios de moho y podredumbre.
En una pared hay un árbol
bo
pintado. Sentado a su sombra, Buda busca la sabiduría.
Sufrimiento. Todo es sufrimiento. Jaidee contempla fijamente el árbol
bo
. Otra reliquia histórica. El ministerio ha preservado unos pocos por medios artificiales, los que no quedaron reducidos a astillas por la presión de los cerambicidos que procreaban en su interior; los escarabajos se entierran y eclosionan en los retorcidos troncos del
bo
hasta que surgen en desbandada, volando, y saltan a su siguiente víctima, y después a otra, y a otra...
Todo es transitorio. Ni siquiera los árboles
bo
son para siempre.
Jaidee se acaricia las cejas, tantea las pálidas medialunas sobre sus ojos, allí donde una vez tuvo pelo. Todavía no se ha acostumbrado a llevarlas rasuradas. Todo cambia. Levanta la cabeza hacia el
bo
y Buda.
«Estaba dormido. Todo este tiempo. Estaba dormido y no sabía nada.»
Pero ahora, mientras contempla la reliquia del árbol
bo
, algo cambia.
Nada dura eternamente. Un
kuti
es una celda. Esta celda es una prisión. Está sentado en la cárcel mientras los que se llevaron a Chaya continúan viviendo, bebiendo, riendo y acostándose con prostitutas. Nada es permanente. Esta es la principal enseñanza de Buda. Ni una carrera, ni una institución, ni una esposa, ni un árbol... Todo cambia; el cambio es la única verdad.
Alarga una mano hacia el dibujo y acaricia la pintura desportillada, preguntándose si el artista se habría valido de un árbol
bo
auténtico como modelo, si habría tenido la suerte de vivir cuando aún existían, o si habría tenido que recurrir a alguna foto. La copia de una copia.
Dentro de mil años, ¿sabrán siquiera que alguna vez hubo árboles
bo
? ¿Sabrán los bisnietos de Niwat y Surat que había otras higueras, todas ellas ya extintas? ¿Sabrán que había muchos, muchísimos árboles, de distintas variedades? No solo la teca de Gates o el plátano modificado de PurCal, sino también muchos otros.
«¿Entenderán que no fuimos lo bastante rápidos ni lo bastante inteligentes para salvarlos a todos? ¿Que tuvimos que elegir?»
Los grahamitas que predican en las calles de Bangkok hablan de la Santa Biblia y de las historias de salvación contenidas en ella. La historia del bodhisattva Noé, que salvó a todos los animales, árboles y flores en su gigantesca balsa de bambú y les ayudó a cruzar las aguas, con todos los restos del mundo apilados en su embarcación mientras buscaba una orilla. Pero ahora no hay ningún bodhisattva Noé. Solo está Phra Seub, que siente el dolor de la pérdida pero no puede hacer nada por detenerla, y los budas de barro blancos del Ministerio de Medio Ambiente, que contienen el crecimiento de las aguas por puro milagro.
El árbol
bo
se desdibuja. Jaidee nota las mejillas empapadas de lágrimas. Continúa mirándolo fijamente, igual que a Buda, en su postura de meditación. ¿Quién se iba a imaginar que los fabricantes de calorías atacarían a las higueras? ¿Quién se iba a imaginar que los árboles
bo
también sucumbirían? Los
farang
solo respetan el dinero. Se seca la cara. Pensar que algo puede durar eternamente es una estupidez. Quizá incluso el budismo sea transitorio.
Se pone en pie y se arrebuja en su hábito blanco de novicio. Hace un
wai
frente a la pintura desconchada de Buda bajo su árbol desaparecido.
La luna resplandece en la calle. Brillan unas pocas lámparas de metano verde, iluminando apenas los senderos que discurren entre los árboles de teca modificados hasta las puertas del monasterio. Anhelar lo irrecuperable es absurdo. Todo muere. Ha perdido a Chaya. Así es el cambio.
Nadie vigila las puertas. Su sumisión es algo que se da por sentado. Se espera de él que rece y se aferre a la esperanza del regreso de Chaya. Que se dejará someter. Ni siquiera sabe a ciencia cierta si hay alguien a quien le interese su suerte. Ya ha cumplido con su función. Un mazazo para el general Pracha, la ignominia para todo el Ministerio de Medio Ambiente. Si se queda o se va, ¿qué más da?
Sale a las calles anochecidas de la Ciudad de los Seres Divinos y encamina sus pasos hacia el sur, hacia el río, hacia el Palacio Real y las rutilantes luces de la metrópoli, por avenidas medio desiertas. Hacia los diques que impiden que la ciudad perezca ahogada por la maldición de los
farang
.
La Sagrada Columna de la Ciudad se yergue ante él con sus resplandecientes tejados, imágenes de Buda iluminadas por las ofrendas, rebosantes de dulce incienso. Fue aquí donde Rama XII declaró que la ciudad de Krung Thep no sería abandonada. Que no sucumbiría ante los
farang
, como había sucumbido Ayutthaya ante los birmanos tantos siglos atrás.
Imponiéndose a los cánticos de novecientos noventa y nueve monjes ataviados con mantos naranjas, el rey declaró que la ciudad se salvaría, y desde ese momento encargó su defensa al Ministerio de Medio Ambiente. Le encomendó la construcción de las grandes presas y los embalses que habrían de proteger la ciudad frente a las crecidas monzónicas y las olas gigantes de los tifones. Krung Thep se mantendría en pie.
Jaidee sigue caminando, escuchando las monótonas voces de los monjes que oran cada minuto del día, invocando el poder de los mundos espirituales en auxilio de Bangkok. Hubo ocasiones en que él mismo se arrodilló en el frío mármol del altar, postrado ante la columna central de la ciudad, para rogar por la ayuda del rey, de los espíritus y de cualquiera que fuese la fuerza vital que impulsaba a la ciudad antes de salir a hacer su trabajo. La columna de la ciudad era un talismán. Alimentaba su fe.
Ahora pasa por delante de ella con su hábito blanco sin dirigirle siquiera la mirada.
«Todo es transitorio.»
Continúa callejeando y se adentra en los bulliciosos barrios que respaldan el Charoen Khlong. Las aguas se mecen tranquilas. Ninguna pértiga perturba la oscura superficie a estas horas de la noche. Pero al frente, en uno de los porches cubiertos con paneles, titila la llama de una vela. Jaidee se acerca con sigilo.
—¡Kanya!
Su antigua teniente se da la vuelta, sorprendida. Recobra la compostura, pero no antes de que Jaidee tenga ocasión de ver su consternación ante lo que tiene delante: este hombre olvidado sin un solo cabello en la cabeza, ni siquiera en las cejas, sonriéndole como un loco desde el pie de la escalera. Jaidee se quita las sandalias y empieza a subir los escalones como un espectro. Es consciente del aspecto que ofrece, no puede por menos de sonreír mientras abre los paneles y entra en silencio.
—Pensaba que ya estarías en el bosque —dice Kanya.
Jaidee se sienta junto a ella, ordenando el hábito a su alrededor. Contempla las pestilentes aguas del
khlong
. Las ramas de un mango se reflejan en la superficie plateada, iluminada por la luna.
—No es fácil encontrar un monasterio que esté dispuesto a ensuciarse con alguien de mi calaña. Hasta Phra Kritipong parece tener reparos en lo que a enemigos del Estado respecta.
Kanya hace una mueca.
—Todo el mundo habla de su creciente influencia. Akkarat habla en público de permitir las importaciones de neoseres.
Jaidee da un respingo.
—No sabía nada. Unos cuantos
farang
lo han sugerido, pero...
La expresión de Kanya refleja la repugnancia que siente.
—Todos respetan a la reina, pero los neoseres no se rebelan. —Hunde un pulgar en la dura piel de un mangostán y desgaja la piel morada, casi negra en la oscuridad—. Torapee midiendo las pisadas de su padre.
Jaidee se encoge de hombros.
—Todo cambia.
Kanya tuerce el gesto.
—¿Cómo se puede luchar contra su dinero? Ahí radica su poder. ¿Quién se acuerda de sus jefes? ¿Quién se acuerda de sus obligaciones cuando el dinero fluye con la fuerza del océano contra los rompeolas? —Hace una mueca—. No nos enfrentamos a la crecida de las aguas. Nos enfrentamos al dinero.
—El dinero es atractivo.
El rictus de Kanya se torna amargo.
—Para ti no. Te comportabas como un monje mucho antes de que te enviaran al
kuti
.
—A lo mejor es por eso que dejo tanto que desear como novicio.
—¿No tendrías que estar allí ahora?
Jaidee esboza una sonrisa.
—Estaba empezando a anquilosarme.
Kanya se queda quieta y observa fijamente a Jaidee.
—¿No van a ordenarte?
—Soy un luchador, no un monje. —Jaidee se encoge de hombros—. Quedarse sentado en un
kuti
, meditando, no servirá de nada. Me dejé confundir en ese sentido. Perder a Chaya me confundió.
—Volverá. Estoy segura.
Jaidee sonríe con tristeza a su protegida, tan llena de fe y esperanza. Es asombroso que una mujer tan seria, que ve tanta melancolía en el mundo, pueda creer que en este caso, en estas circunstancias tan extraordinarias, el mundo vaya a dar un giro en la dirección adecuada.
—No. No va a volver.
—¡Volverá!
Jaidee sacude la cabeza.
—Siempre había pensado que tú eras la escéptica.
La angustia se refleja en los rasgos de Kanya.
—Has dado todos los pasos necesarios para indicar que te rindes. ¡No te queda más prestigio que perder! ¡Tienen que liberarla!
—No lo harán. Creo que no sobrevivió al primer día. Si me aferro a esa esperanza es solo porque estaba loco por ella.
—No sabes si ha muerto. Quizá la tengan secuestrada todavía.
—Como tú misma has dicho, ya no tengo ningún prestigio. Si quisieran darme una lección, la habrían soltado ya. El mensaje que pretendían transmitirme no es el que nos imaginábamos. —Jaidee contempla las tranquilas aguas del
khlong
—. Necesito que me hagas un favor.
—Lo que sea.
—Préstame una pistola de resortes.
Kanya pone los ojos como platos.
—
Khun
...
—No te preocupes. Te la devolveré. No hace falta que vengas conmigo. Lo único que necesito es un arma fiable.
—Pero...
Jaidee sonríe.
—No te preocupes. No me pasará nada. Y tampoco hay motivo para arruinar dos carreras.
—Quieres ir tras Comercio.
—Akkarat debe darse cuenta de que el Tigre aún tiene dientes.
—Ni siquiera sabes si fueron los de Comercio quienes la secuestraron.
—¿Quién si no? —Jaidee se encoge de hombros—. Me he ganado muchos enemigos, pero al final, en realidad solo cuenta uno. —Sonríe—. Está Comercio y estoy yo. Dejar que me convencieran de lo contrario fue una tontería.
—Te acompaño.
—No. Quédate aquí. Cuida de Niwat y Surat. Es lo único que te pido, teniente.
—Por favor, no lo hagas. Apelaré a Pracha, iré a...
Jaidee la interrumpe antes de que diga algo de lo que pudiera arrepentirse más tarde. Hubo un tiempo en que habría dejado que se humillara ante él, que sus disculpas brotaran torrenciales como una catarata durante el monzón, pero ya no.
—No deseo nada más —le asegura—. Me doy por satisfecho. Iré tras Comercio y les haré pagar. Todo esto es
kamma
. No estaba escrito que conservara a Chaya eternamente, o viceversa. Pero creo que aún podemos hacer algo si nos aferramos al
damma
. Todos tenemos responsabilidades, Kanya. Para con nuestros superiores, para con nuestros hombres. —Se encoge de hombros—. He tenido muchas vidas distintas. Fui niño, y campeón de
muay thai
, y padre, y camisa blanca. —Baja la mirada a los pliegues de su hábito de novicio—. Hasta monje. —Sonríe—. No te preocupes por mí. Aún me quedan algunas etapas por atravesar antes de renunciar a esta vida y acudir al encuentro de Chaya. —Jaidee deja que su voz se endurezca—. Tengo asuntos pendientes, y no pararé hasta terminarlos.