La chica mecánica (35 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Kanya lo observa, angustiada.

—No puedes ir solo.

—No. Iré con Somchai.

Comercio: el ministerio que opera con impunidad, que con tanta facilidad se burla de él, que le roba a su esposa y deja en él un vacío del tamaño de un durio.

«Chaya.»

Jaidee estudia el edificio. Frente a las luces cegadoras, se siente como un salvaje en la espesura, como un chamán de las montañas contemplando el avance de un ejército de megodontes. Por un momento, el sentido de su misión se tambalea.

«Debería ver a los chicos. Podría ir a casa», se dice.

Y sin embargo aquí está, en la oscuridad, vigilando las luces del Ministerio de Comercio, donde queman su asignación de carbón como si la Contracción jamás hubiera existido, como si no hicieran falta diques para contener el océano.

Ahí dentro, en alguna parte, hay un hombre agazapado, trazando planes. El hombre que lo espiaba en los amarraderos, hace una eternidad. El hombre que escupió un salivazo teñido de areca y se alejó contoneándose, como si Jaidee no fuera nada más que una cucaracha esperando a ser aplastada. El hombre que estaba sentado junto a Akkarat y asistió en silencio a la caída de Jaidee. Ese hombre le conducirá al lugar de descanso de Chaya. Ese hombre es la clave. Ahí dentro, en alguna parte, detrás de esas ventanas iluminadas.

Jaidee regresa al amparo de las tinieblas. Somchai y él se han vestido con ropas de calle oscuras, sin distintivos, para mimetizarse mejor con la noche. Somchai es rápido. Uno de los mejores. Peligroso cuerpo a cuerpo, y discreto. No hay cerradura que se le resista y, al igual que Jaidee, está motivado.

Somchai observa el edificio con gesto serio. Casi tanto como el de Kanya, si Jaidee se para a pensarlo. Es como si ese estado de ánimo terminara por apoderarse de todos, tarde o temprano. Como si fuera un gaje más del oficio. Jaidee se pregunta si será cierto que los tailandeses sonrieron alguna vez, como afirman las leyendas. Cada vez que oye reír a sus hijos, es como si una orquídea floreciera en el bosque.

—Qué baratos se venden —murmura Somchai.

Jaidee asiente con la cabeza, sucinto.

—Todavía recuerdo cuando Comercio no era más que una pequeña cartera dependiente de Agricultura, y fíjate ahora.

—Se te notan los años. Comercio siempre fue un gran ministerio.

—No. Era un departamento diminuto. Un chiste. —Jaidee hace un gesto que abarca el moderno complejo, con sus sistemas de ventilación de alta tecnología, sus toldos y sus pórticos—. El mundo ha vuelto a cambiar.

Como si quisieran provocarle, una pareja de cheshires se encaraman a una balaustrada de un salto para acicalarse y atusarse los bigotes. Aparecen y se esfuman de nuevo, sin importarles que alguien los descubra. Jaidee desenfunda la pistola de resortes y apunta.

—Eso es lo que nos ha dejado Comercio. Deberían poner un cheshire en su emblema.

—No lo hagas, por favor.

Jaidee mira a Somchai.

—No cuestan ningún karma. Carecen de alma.

—Sangran igual que cualquier otro animal.

—Se podría decir lo mismo de los cerambicidos.

Somchai agacha la cabeza, pero no añade nada más. Jaidee frunce el ceño y vuelve a guardar la pistola. De todas formas, sería un despilfarro de munición. Siempre habrá más.

—Serví en las brigadas de envenenamiento de cheshires —declara Somchai, al cabo.

—Ahora eres tú al que se le notan los años.

Somchai se encoge de hombros.

—Por aquel entonces tenía familia.

—No sabía nada.

—Cibiscosis 118.Aa. Fue rápido.

—Lo recuerdo. También se llevó a mi padre. Una variedad fulminante.

Somchai asiente con la cabeza.

—Los echo de menos. Espero que se hayan reencarnado bien.

—Seguro que sí.

Somchai se encoge de hombros.

—La esperanza es lo último que se pierde. Me hice monje por ellos. Pasé un año entero en la orden. Rezando. Realicé muchas ofrendas. —Repite—: La esperanza es lo último que se pierde.

Los cheshires maúllan ante la atenta mirada de Somchai.

—He matado miles de ellos. Miles. He matado a seis hombres en toda mi vida y jamás me he arrepentido, pero he matado miles de cheshires y siempre he tenido remordimientos. —Hace una pausa y se rasca detrás de una oreja, donde se aprecia la costra de un brote de pelusa de
fa’gan
contenido—. A veces me pregunto si la cibiscosis de mi familia no sería la retribución kármica de todos aquellos cheshires.

—Imposible. No son naturales.

Somchai se encoge de hombros.

—Se aparean. Comen. Viven. Respiran. —Esboza una ligera sonrisa—. Ronronean si los acaricias.

Jaidee pone cara de asco.

—Es verdad. Los he tocado. Son reales. Como tú y yo.

—Son simples cascarones vacíos, sin alma.

Somchai encoge los hombros de nuevo.

—Quizá incluso las mayores aberraciones de los japoneses estén vivas, a su manera. Me preocupa que Noi, Chart, Malee y Prem hayan renacido dentro de los cuerpos de unos neoseres. No todos somos lo bastante buenos como para convertirnos en
phii
de la Contracción. Quizá algunos terminemos reencarnados en neoseres, ¿sabes?, trabajando sin descanso en las fábricas japonesas. Somos tan pocos en comparación con el pasado... ¿adónde han ido todas las almas? ¿A los japoneses, tal vez? ¿A los neoseres?

Jaidee disimula la incomodidad que le producen las palabras de Somchai.

—Eso es imposible.

Somchai se encoge otra vez de hombros.

—En cualquier caso, no soportaría tener que volver a cazar cheshires.

—Pues cacemos personas.

Una puerta se abre en la acera de enfrente, y un empleado del ministerio sale a la calle. Jaidee ya ha empezado a cruzar, corriendo para alcanzar al hombre. Su objetivo se acerca con paso largo hasta una hilera de bicicletas y se agacha para quitar el candado de una rueda. La porra de Jaidee se desliza fuera de su funda. El hombre levanta la cabeza cuando Jaidee se le echa encima, esgrimiendo el arma. Le da tiempo a interponer un brazo. Jaidee lo aparta de un manotazo, traspasa su defensa y le atiza un porrazo en la coronilla.

—Eres rápido para tu edad —suelta Somchai al llegar hasta ellos.

Jaidee sonríe.

—Coge los pies.

Cruzan la calle cargando con el cuerpo, adentrándose en la oscuridad salpicada de charcos entre las farolas de metano. Jaidee registra los bolsillos. Tintinean unas llaves. Sonríe y las levanta como si fueran un trofeo. Se apresura a maniatar al hombre, le coloca una venda en los ojos y lo amordaza. Un cheshire se materializa en las proximidades, expectante, un parpadeo de percal, sombra y piedra.

—¿Crees que se lo comerán los cheshires? —pregunta Somchai.

—Si te importara, habrías dejado que los matara.

Somchai sopesa la respuesta, pero no dice nada. Jaidee termina de inmovilizar al hombre.

—Vamos. —Vuelven a cruzar la calle trotando, hasta la puerta. La llave se introduce con facilidad, y entran.

Ante el fulgor de las luces eléctricas, Jaidee reprime el impulso de buscar los interruptores y dejar el ministerio a oscuras.

—Es una estupidez que haya tantas personas trabajando hasta tan tarde. Consumiendo tanto carbón.

Somchai se encoge de hombros.

—Es posible que nuestro hombre esté en el edificio mientras hablamos.

—No si tiene suerte. —Pero Jaidee ha pensado lo mismo. Se pregunta si será capaz de contenerse si atrapa al asesino de Chaya. Se pregunta por qué tendría que hacerlo.

Cruzan sigilosamente más pasillos iluminados. Todavía quedan unas pocas personas en el edificio, pero nadie les presta atención. Los dos caminan con paso autoritario, con el aire de quienes están acostumbrados a ser tratados con respeto. Jaidee saluda con rápidas inclinaciones de cabeza, sin detenerse. Transcurrido un momento, encuentra el depósito de archivos que estaba buscando. Somchai y Jaidee se detienen ante las puertas de cristal. Jaidee levanta la porra.

—Cristal —observa Somchai.

—¿Quieres intentarlo tú?

Somchai examina la cerradura, saca un juego de ganzúas y empieza a manipular la abertura, masajeando los pestillos. Jaidee, de pie junto a él, aguarda impacientemente. Todas las luces del pasillo están encendidas.

Somchai sigue bregando con la cerradura.

—Eh. Da igual. —Jaidee empuña la porra—. Hazte a un lado.

El estruendo es efímero; los ecos se desvanecen enseguida. Esperan por si suena algún paso, pero no se oye nada. Entran en la habitación y empiezan a registrar los cajones. Cuando Jaidee encuentra por fin los archivos personales, comienza un examen minucioso de fotografías de mala calidad, una selección de las que parecen más familiares, separando, cribando.

—Me conocía —murmura Jaidee—. Me miró directamente.

—Todo el mundo te conoce —replica Somchai—. Eres famoso.

Jaidee tuerce el gesto.

—¿Crees que fue a los amarraderos para recoger algo? ¿O estaría allí por las inspecciones?

—Puede que quisieran lo que hubiese en las bodegas de carga de Carlyle. O en cualquier otro dirigible que abortó el aterrizaje y se posó en el Lanna Ocupado. Las opciones son infinitas, ¿no?

—¡Aquí! —Jaidee señala con el dedo—. Es este.

—¿Seguro? Me parece que tenía las mejillas más chupadas.

—Seguro.

Somchai frunce el ceño mientras analiza la carpeta por encima del hombro de Jaidee.

—Un tipo de segunda fila. Sin la menor importancia. Nadie influyente.

Jaidee menea la cabeza.

—No. Es poderoso. Vi cómo me miraba. Estaba presente en la ceremonia cuando me degradaron. —Arruga la frente—. No hay ninguna dirección. Solo Krung Thep.

Alguien arrastra los pies al otro lado de la puerta destrozada. Dos hombres aparecen en el umbral, empuñando sendas pistolas de resortes.

—¡Alto!

Jaidee hace una mueca. Esconde la carpeta a la espalda.

—¿Sí? ¿Algún problema?

Los guardias cruzan el umbral para inspeccionar el despacho.

—¿Quiénes sois?

Jaidee mira a Somchai.

—¿No decías que era famoso?

Somchai se encoge de hombros.

—No a todo el mundo le gusta el
muay thai
.

—Pero todo el mundo juega. Por lo menos habrán apostado dinero en mis combates.

Los guardias se acercan. Ordenan a Jaidee y a Somchai que se pongan de rodillas. Cuando se sitúan detrás de ellos para inmovilizarlos, Jaidee le propina un codazo en el vientre a uno de ellos. Gira levantando una rodilla que impacta contra la cabeza del hombre. Su compañero dispara una ráfaga de cuchillas antes de que Somchai le dé un golpe en la garganta. El hombre se desploma y suelta la pistola mientras de su tráquea rota escapa una serie de gorgoteos.

Jaidee agarra al guardia superviviente y tira de él hacia sí.

—¿Conoces a este hombre?

Sostiene en alto la foto de su objetivo. El guardia mira con atención y sacude la cabeza; intenta arrastrarse en dirección a su pistola. Jaidee la aleja de una patada y golpea con otra al hombre en las costillas.

—¡Dime todo lo que sepas de él! Trabaja para vosotros. Para Akkarat.

El guardia niega con la cabeza.

—¡No!

Jaidee le pega un puntapié en la cara, abriéndole una herida. Se acuclilla junto al hombre gimoteante.

—Habla, o te reunirás con tu amigo.

Los dos dirigen la mirada al guardia, que jadea sin aire, estrangulado por su propia vía respiratoria aplastada.

—Habla —repite Jaidee.

—No hará falta.

En la puerta se yergue el objeto de deseo de Jaidee.

Un torrente de hombres irrumpe en la habitación ante él. Jaidee desenfunda la pistola, pero disparan y las cuchillas le hieren en el brazo. Suelta el arma. La sangre mana a borbotones. Se vuelve dispuesto a abalanzarse sobre las ventanas del despacho, pero lo derriban, resbalan por el mármol empapado. Todo el mundo rueda convertido en una maraña de brazos y piernas. En algún lugar, a lo lejos, Jaidee oye gritar a Somchai. Le colocan los brazos a la espalda, sin miramientos. Unas cintas corredizas hechas de tiras de juncos le inmovilizan las muñecas.

—¡Practicadle un torniquete! —ordena el hombre—. No quiero que muera desangrado.

Jaidee agacha la cabeza. La sangre brota a raudales de su brazo. Sus captores contienen la hemorragia. No sabe si el mareo que siente se debe a la pérdida de sangre o al repentino afán por asesinar a su adversario. Lo ponen en pie de un tirón. Somchai se reúne con él, con la nariz ensangrentada y un ojo cerrado. Tiene los dientes teñidos de rojo. Tras ellos, en el suelo, dos hombres yacen inertes.

El recién llegado los estudia. Jaidee le devuelve la mirada, negándose a girar la cabeza.

—Capitán Jaidee. Te hacía entregado a la vida monacal.

Jaidee intenta encoger los hombros.

—Mi
kuti
tenía muy poca luz. Se me ocurrió que sería más cómodo cumplir con mi penitencia aquí.

El hombre esboza una ligera sonrisa.

—Eso podemos arreglarlo. —Asiente con la cabeza hacia sus hombres—. Llevadlos arriba.

A rastras, sacan a Somchai y a Jaidee al pasillo. Llegan a un ascensor. Un genuino ascensor eléctrico, con diales luminosos e imágenes del Ramakin en las paredes. Cada uno de los botones es la boca de un demonio en miniatura, y un ribete de mujeres de senos generosos tocan
saw duang
y
jakae
alrededor de los bordes.

—¿Cómo te llamas? —le pregunta Jaidee al hombre, que se encoge de hombros.

—Eso no tiene importancia.

—Trabajas para Akkarat.

El hombre no responde.

Se abren las puertas. Salen al tejado. Quince plantas sobre el nivel del suelo. Empujan a Somchai y a Jaidee hacia la cornisa del edificio.

—Vamos —dice el hombre—. Esperad aquí arriba. Junto al borde, donde podamos veros.

Apuntan con las pistolas de resortes y les ordenan que avancen hasta que se sitúan en la cornisa, desde donde pueden apreciar la vista del tenue fulgor de las farolas de metano. Jaidee estudia la caída.

De modo que esto es lo que se siente al enfrentarse a la muerte. Fija la mirada en el abismo. La calle, lejos a sus pies. El aire, esperándolo.

—¿Qué has hecho con Chaya? —pregunta.

El hombre sonríe.

—¿Por eso estás aquí? ¿Porque no te la hemos devuelto lo suficientemente rápido?

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